Los estudios sobre las mujeres constituyen una corriente historiográfica dinámica, que contribuye fuertemente a la renovación de la investigación histórica. En un primer momento, desde los años 1970, los historiadores (que eran, esencialmente, historiadoras) intentaron “hacer visibles a las mujeres” (Bridenthal et al., 1998) en la historia, para devolverles la realidad del papel que ocuparon en el pasado. Solo más adelante, siguiendo los trabajos de historiadoras y pensadoras americanas como Joann Scott, se empezó a considerar que la historia de las mujeres debía ser también una historia del género -es decir, de “la organización social de la diferencia sexual” (Scott, 1986). Las características sociales que se les atribuyen a los dos sexos constituyen pues un producto cultural (y como tal, sujeto a variaciones, tanto cronológicas como geográficas o sociales) formado por un conjunto de representaciones mentales. Determinan una normalidad a la que es necesario atenerse para conseguir socializarse y que constituye el fundamento de las relaciones de poder entre los sexos. Componen un sistema coherente de estereotipos, es decir de “teorías implícitas sobre las personalidades que los miembros de un grupo comparten a propósito de otro grupo, o de su propio grupo” (Leyens, 2006, p. 67) que legitiman las desigualdades, descalificando, por ejemplo, a las mujeres para el ejercicio de todas las formas de poder. Se trata aquí, pues, de estudiar este sistema de representaciones y las relaciones de poder que se sustentan en éste, en los manuales de Historia de la dictadura franquista. Siendo los libros de texto fruto, al mismo tiempo que de las instrucciones oficiales, de las representaciones de sus autores y de la sociedad que les ve nacer: ¿En qué medida, y por qué medios tomaron parte estos libros en la contrarrevolución antifeminista que vivió España después de la conquista del poder por una parte del ejército apoyada en los sectores más conservadores de la sociedad?
Escribir la historia de las mujeres en los manuales de Historia: marco contextual y metodológico
Escribir la historia de las mujeres en los manuales escolares es en parte escribir la historia de “la mujer” -es decir, la historia de un concepto reificante y no de una realidad social. En este artículo, la palabra “mujer”, que a menudo usaremos en singular, hace referencia al proceso de negación de las identidades individuales que acompaña los discursos de dominación. Pensadoras feministas como J. Butler (1990) han mostrado en efecto que los discursos sobre el género también tienden a reificar los procesos sociales, participando así en la construcción social de las identidades. Sin embargo, estamos aquí enfrentados a una dificultad conceptual, pues otras pensadoras han subrayado que el feminismo también necesita considerar a las mujeres como un grupo, para poder estudiar la opresión sistemática que precisamente las constituye como colectivo (Fuss, 1989). Por eso, siguiendo las pautas trazadas por Iris Marion Young (1990, capítulo 2), consideramos más heurístico en este trabajo histórico considerar a las mujeres como una “estructura serial”, es decir
. . . un colectivo que no se define por una identidad común ni por un conjunto común de atributos compartido por todos los idividuos que componen la serie. [Las mujeres] Constituyen más bien un conjunto que se refiere a ciertas coacciones y relaciones estructurales con objetos . . . que condicionan la acción y su significado. (Young, 2007, p. 34).
Esta definición nos evita participar en la edificación de un grupo homogéneo que no tomaría en cuenta las identidades de clase y de “raza” -si bien es cierto que en el corpus y en el contexto histórico que estudiamos aquí, no aparece apenas mención alguna a mujeres que no sean europeas.
El marco histórico en el que se inscribe este trabajo viene determinado en primer lugar por el cambio de política educativa y de política de igualdad (o desigualdad) de género que se produce con la imposición de la dictadura franquista. La proclamación de la República se había traducido en un progreso sin precedentes del estatuto legal de las mujeres españolas. La Constitución establece en 1931 el principio de la igualdad entre hombres y mujeres, que se concreta, por ejemplo, en el derecho al divorcio o en la participación política (Díez, 1995). Los avances sociales, culturales, etc., propugnados por las autoridades republicanas, cobran especial significado para las mujeres (Ballarín Domingo, 2008). Tal vez lo que mejor resuma estos cambios sea la perturbación de las fronteras entre el espacio público, hasta entonces indiscutiblemente reservado a los hombres, y el espacio privado, en el que las mujeres estaban encerradas (Belmonte, 2007).
Para las autoproclamadas autoridades “nacionales”, nacidas de la sublevación de julio de 1936, la “identidad femenina” de la odiada República no alberga ninguna duda (Yusta, 2006, p. 112). Emprenden desde sus primeros momentos (Dueñas Cepeda, 2003) una política de regreso al orden patriarcal decimonónico (Blasco Herranz, 2014, p. 49). Subrayemos aquí que este orden, que se define por el carácter central en la sociedad de la dominación fuerte e indiscutible del “pater familias” sobre todo el núcleo familiar, se presenta entonces como un orden natural y eterno, tanto en sus formas como en su fuerza, cuando en realidad muchas de sus características no remontan mucho más allá del siglo XIX, un siglo que supuso a la vez una “glaciación” para las mujeres (Fraisse & Thébaud, 1991) y el “triunfo de la virilidad” para los hombres (Corbin et al., 2011).
El franquismo destruye uno a uno todos los avances alcanzados por las mujeres, restableciendo por ejemplo el Código Civil de 1889 (Díez, 1995). Las mujeres vuelven a estar sometidas al varón y relegadas a un papel secundario. Así ocurre, entre otros, en el ámbito laboral, en el que el Fuero del Trabajo de 1938 pretende, según una formulación bien conocida, “liberar a la mujer casada del taller y de la fábrica” (Di Febo, 2003, p. 21). La represión de las mujeres y el discurso antifeminista constituyen un punto de encuentro entre Iglesia y Falange, que estaban enfrentados entre sí en el proceso de edificación del “Estado Nuevo” (Di Febo, 2006, p. 220): los roles de género “fueron en parte la columna vertebral que articuló la vida de la España franquista” (Dueñas Cepeda, 2005, p. 286).
La vuelta atrás que se produce desde el inicio de la Dictadura se apoya en un conjunto de construcciones simbólicas y de discursos de legitimación de las relaciones de poder entre los sexos que promueven el modelo de “la esposa-madre-ama de casa” (Muñoz Ruiz, 2003). Nos apoyamos aquí en el concepto de “violencia simbólica”, tal como lo definieron los sociólogos Bourdieu y Passeron (1970): una violencia que no (o no solo) se ejerce de forma física, sino (también) mediante la asimilación por los dominados (a través de los medios de comunicación o del sistema educativo) de un orden del mundo jerarquizado que les lleva a pensar su propia situación como justificada y legítima. Los medios por los que se ejerce esta violencia simbólica son diversos en la España franquista. No solo, como cabía esperar, fueron instrumentos para ello la Sección Femenina de Falange (Gahete Muñoz, 2014) y el servicio religioso (Blanco Fajardo, 2016), sino también la ciencia médica (Barrachina, 2003), el NODO, noticiario documental que precedía las películas en las sesiones de cine (Barrera López, 2003), la prensa femenina (Muñoz Ruiz, 2003), o la literatura infantil y juvenil (Uría Ríos, 2004). Del mismo modo, el sistema educativo participa en la negación de la individualidad de las mujeres y en la creación de un modelo estereotipado de “la mujer”, puesta al servicio del bien común. Las maestras pierden el protagonismo que habían tenido en la renovación pedagógica de la era republicana (Agulló, 1999). Prueba de la importancia de esta cuestión para las autoridades son los cambios que acometieron casi de manera inmediata. En los Institutos de la zona “sublevada” la coeducación se suprime desde el 4 de septiembre de 1936 (desde el mes de diciembre del mismo año en las escuelas primarias) y en 1941 se establecen asignaturas específicas para las niñas, destinadas a prepararlas a sus naturales funciones domésticas -y a apartarlas de los estudios universitarios (Ballarín Domingo, 2008, p. 119). Podemos extender, pues, al conjunto del sistema educativo la conclusión emitida a propósito del ámbito universitario de que, a un momento de conquista de nuevas libertades y nuevos espacios, que corresponde al primer tercio del siglo XX, le sucede después del golpe de Estado el retorno al antiguo ideal de la “feminidad” (Ballarín Domingo et al., 1995). Sin embargo, la progresiva reintegración de las mujeres en el ámbito laboral acaecida a partir de los años 1960 provoca un aumento de la demanda educativa para las chicas que deja obsoleto el sistema educativo instaurado en los primeros años del régimen (Belmonte, 2007).
Hasta el momento, el estudio de los manuales de Historia se ha centrado principalmente en el análisis de la construcción de la identidad nacional y de la orientación ideológica de los textos (Ossenbach Sauter, 2010, p. 125). A este respecto, podemos decir que, después de 1939, su severa ortodoxia política los conduce a distorsionar fuertemente la verdad histórica (Abós, 2003) y retoman el pensamiento reaccionario y nacionalista que se forjó a finales del siglo XIX, aunque aquí también, a partir de fines de los años 1950, se atenúa la retórica nacionalista y se despolitiza fuertemente el discurso (Boyd, 2000). Recientemente, algunas historiadoras han optado por un nuevo enfoque y han empezado a estudiar los manuales desde una perspectiva de género. Estos estudios han resaltado la importancia del ideal maternal de una madre que se queda en casa para amamantar y educar a sus hijos, en las imágenes que iban dirigidas a las niñas (Mahamud Angulo, 2005). Han subrayado el papel de las emociones en el proceso de transmisión de los roles de género (Badanelli, 2003). A pesar de ello, el estudio de los libros de lectura de la Segunda República y del primer Franquismo al que han procedido Rabazas Romero y Ramos Zamora (2005) nos ofrece un panorama matizado: es cierto que los manuales del franquismo proponen el modelo imperante de la madre-ama de casa; pero convive con la imagen de la niña estudiosa, que aspira a ejercer una profesión -esta imagen constituye una proyección de la propia biografía de las autoras.
La cuestión es saber cuál puede ser el aporte del análisis específico de los manuales de Historia en este campo. Es cierto que los libros escolares intervienen en la socialización de las futuras mujeres (y de los futuros hombres) y que, al inculcar y reproducir los roles de género, participan en la violencia simbólica que sobre ellas se ejerce. No obstante, nos parece que su influencia no debe sobrevalorarse (Valls Montés, 2007, p. 18). A falta de fuentes históricas (Boyd, 2000), los historiadores han renunciado a la idea de medir de manera precisa su impacto real sobre sus lectores (Ossenbach Sauter, 2010, p. 126). Puede que resulte más interesante considerarlos como un producto cultural, un reflejo imperfecto del universo que los genera, en el que se concretan “las imágenes y valores dominantes en la sociedad que [los] produce y utiliza” (Escolano Benito, 2009, p. 172) y que, además, nos da acceso a los modos de representación (y a las prácticas pedagógicas) de los docentes que los redactaron.
Al contrario, por ejemplo, de los manuales de “enseñanzas del hogar” o de economía doméstica estudiados por Carreño y Rabazas (2010), los manuales de Historia, por lo general, no presentan un discurso explícito sobre lo que deben ser las mujeres. Esto conlleva dificultades metodológicas, pero a la vez nos conduce a intentar distinguir el sistema de valores implícito, las representaciones profundas que estas obras reflejan. A fin de desvelar el mundo semántico al que pertenecen y que contribuyen a perpetuar, nos hemos inspirado en la metodología establecida por Brugeilles et al. (2008) en Analyser les représentations sexuées dans les manuels scolaires (Analizar las representaciones de lo masculino y lo femenino en los libros de texto), así como en El sexismo en los libros de texto: Análisis y propuestas de un sistema de indicadores (Subirats, 1993). Ambos trabajos insisten en que los manuales proponen roles y patrones. Los personajes pueden considerarse como “un elemento clave de la literatura destinada a la juventud, sea cual sea”, en el que se encarnan los valores de género. (Brugeilles et al., 2008, p. 20). Para analizarlos, hemos establecido indicadores cuantitativos. Hemos contado los distintos tipos de cualidades (tanto negativas como positivas) así como los roles que los autores asocian a los distintos personajes femeninos a los que dan vida. El objetivo de estos indicadores es confirmar o invalidar las percepciones: se trata de “decir no a la ‘ilusión de la transparencia’ de los hechos sociales: este mensaje ¿realmente contiene lo que creo ver en ello?” (Bardin, 2013, p. 31). Pero el análisis cuantitativo requiere el complemento del cualitativo, necesario a la hora de edificar esta ciencia de las singularidades que es la historia. Efectivamente, desde los años 1990, los historiadores han criticado fuertemente la ilusión de una cientificidad absoluta de las conclusiones históricas nacidas de las cifras y de las series estadísticas (Lemercier & Zalc, 2008).
El corpus que hemos utilizado en nuestro estudio reúne 193 manuales, publicados entre 1931 y 1982 es decir que incluye los periodos de la Segunda República y de la Transición, a fin de realzar los rasgos peculiares de la era franquista. Su estudio supone tomar en cuenta la identidad y la diversidad social de sus autores, pues cada universo social o subcultura es susceptible de tener su propio concepto de las identidades y relaciones de género (Crenshaw, 1991). Por consiguiente, los libros han sido elegidos con el objetivo de reflejar la mayor variedad posible, aunque el corpus incluye, evidentemente, los best-sellers escolares: su éxito nos parece revelador de una cierta concordancia entre la concepción del mundo de sus autores y la de los docentes que los eligen. La encuesta de 1954 en la que participaron 1453 maestros de primaria (Montilla, 1954) y los trabajos de Valls Montès (2007) han sido fundamentales para identificarlos.
Si los autores de los manuales tienen en común una cierta cultura libresca y una función de transmisión de los saberes heredados, no conforman sin embargo un grupo social o cultural homogéneo. La mayoría de los manuales de secundaria han sido redactados, por lo menos hasta los años 1970, por catedráticos de instituto. Pertenecen a un cuerpo administrativo reducido y elitista en su reclutamiento, a propósito del cual Cuesta Fernández menciona su “estilo intelectual y docente propio del ethos del hombre educado” (2009, p. 138). Su capital cultural (son doctores), social (son reconocidos, a escala local, por sus conferencias y su participación en investigaciones históricas) e incluso económico, los aleja fuertemente de los autores de los manuales de primaria, que son, casi siempre, maestros (Martín Jiménez, 2014, p. 57). Es este un grupo totalmente diferente, del que Ruiz Rodrigo resalta la “miseria económica, cultural y sicológica” (1997, p. 159); miseria que no hizo sino crecer con el fin de la República. Por último, un tercer grupo, el constituido por los clérigos regulares, viene a reforzar la heterogeneidad social de los redactores de manuales: son ellos quienes, hasta finales de los años 1970, redactan en gran parte los textos utilizados en las escuelas católicas (López Marcos, 2001, p. 114) -los publican, en particular, las editoriales Bruño (propiedad de la orden de los Hermanos Cristianos) o Edelvives (propiedad de los Padres Maristas).
Por otra parte, el análisis de ciertas fuentes complementarias nos ha ayudado a entender mejor el contexto de producción de los libros escolares. Se trata, primero, de fuentes oficiales: archivos de los servicios encargados de la censura de los manuales,1 obras de pedagogía redactadas por los inspectores… Todos ponen de manifiesto la voluntad oficial de conseguir, como pide el inspector Onieva en La nueva escuela española (1939), “que el niño se delinee como tal niño, y la niña como tal niña” -se trata aquí de la necesidad de luchar contra “el masculinismo” de las chicas que pondrían en evidencia, por ejemplo, tendencias al “autoritarismo” (p. 156). Asimismo, hemos movilizado fuentes teóricas que fueron autoridad en su momento, como los discursos moral y médico, a fin de establecer comparaciones con los conceptos que los manuales expresan. Nos hemos apoyado en especial en la extensa obra del Doctor Marañón. Las teorías del afamado endocrinólogo, centradas en cuestiones de diferenciación sexual, gozan (por lo menos, entre los años 1930 y 1960) de una difusión y una influencia importantes (Aresti, 2012).
Subrayemos por fin que la inmensa mayoría de estos autores (tanto de los manuales como de las obras teóricas) son hombres: aunque el cuerpo de los maestros estuviera altamente feminizado (Cuesta Fernández, 2009, p. 203), solo dos de los manuales del corpus que fueron utilizados antes de los años 1960 habían sido redactados por mujeres. Sin duda, este es uno de los factores que explican la escasa presencia femenina en los textos escolares.
La escasa presencia de las mujeres en los manuales
La limitada presencia femenina en los manuales de Historia es una constante durante todo el periodo estudiado (1931-1982) y, especialmente, en lo que respecta a aquellos destinados a las clases de primaria, que (re)producen una historia muy simplificada y muy masculinizada. En efecto, las únicas mujeres que aparecen con regularidad en el relato nacional destinado a los estudiantes más jóvenes son Isabel la Católica y (después de 1939) Santa Teresa de Ávila.
El número de las mujeres presentes en los manuales se reduce drásticamente con la imposición de la dictadura. Es, en parte, una consecuencia de la “reacción viril” que caracteriza el primer franquismo, y que culmina en los manuales de Historia antes de 1945. Los libros de texto reflejan entonces el “mundo de los hombres” (el “Männerbund” de los nazis) con el que sueñan los militarizados movimientos fascistas de los años 1930 (Chapoutot, 2012). Pero es, además, fruto de los cambios historiográficos del momento. El abandono de la herencia de la escuela histórica “metódica” en los manuales trajo consigo la desaparición de muchos detalles biográficos y genealógicos, que eran el único motivo de numerosas menciones femeninas en los textos. De hecho, la mayor presencia de mujeres durante la Segunda República no siempre significa un mayor interés por su persona. Del mismo modo, la poca presencia de mujeres durante la Transición, lejos de reflejar una falta de interés (al contrario, notamos en algunos autores la naciente voluntad de hacerlas visibles como colectivo), es consecuencia de otro giro en la historiografía escolar. Se enseña ahora una historia económica y social en la cual los personajes, sean femeninos o masculinos, ocupan mucho menos espacio en provecho de los desencarnados grupos sociales.
Estaríamos limitando de forma importante nuestra visión acerca de la presencia femenina en los manuales si nos redujéramos a la mera cuantificación de las menciones; es preciso atender además al análisis del papel que estas mujeres desempeñan, esto es, bajo qué categorías son mencionadas. El estudio estadístico de esta variable muestra su relegación a papeles secundarios y pasivos en todo el periodo aquí estudiado, es decir, incluidas la segunda república y la transición:
Así, las figuras más frecuentes son la madre y la esposa, mujeres mencionadas únicamente como “madre de” o “esposa de”, sin que el lector tenga más información sobre ellas. Su existencia está supeditada a una referencia exterior y masculina. El consenso de los autores es total a este respecto. En 1934 el doctor Marañón expresaba sin ambigüedad la idea según la cual el hombre “será siempre el que haga la Historia. La mujer tiene reservado un destino, aún más trascendental: el de hacer al Hombre, padre de la Historia” (p. 144). En ocasiones, la realidad del papel histórico de ciertas mujeres llegó a borrarse deliberadamente. Es el caso de Leonor de Aquitania, que desaparece en tanto que mujer de poder después de 1939 para no volver a aparecer hasta los años 1960. Por el contrario, los manuales se detienen en la virtud de las mujeres que encarnan la renuncia al poder. Castro nos habla así en 1939 del “talento insuperable” que demostraron las dos esposas de Alfonso IX cuando “atentas al porvenir de sus reinos y de sus hijos, lograron que las infantas renunciaran al reino de León en beneficio de su hermano” (p. 153).
“La mujer”: maternidad, fe, amor
Durante todo el periodo estudiado, las mujeres están sobredeterminadas en los manuales por su vocación de ser madres, que parece constituir, como en el discurso social, la única finalidad de su existencia. La afirmación de esta vocación es clave en la justificación de las relaciones de poder entre los sexos: después de la Primera Guerra Mundial, permite sustituir el ahora anticuado discurso sobre la inferioridad de las mujeres por un discurso sobre las naturales diferencias funcionales entre los dos sexos (Aresti, 2005). No se trata ya de una relación de inferioridad-superioridad, sino de diferencias esenciales. Después de 1939, se procede a la sacralización de la maternidad y de la consiguiente relegación fuera de esfera pública y de los combates económicos y sociales de las mujeres. Enciso Viana, futuro obispo de Mallorca, escribe así en 1940 que “Su misión es la maternidad . . . si no quiere degenerar, tiene que ser madre, y el sentimiento de madre se adviene mal con la lucha” (p. 66). El mismo año, la reina María de Molina, que fue una auténtica mujer de poder, se convierte en el muy nacional-católico manual Glorias imperiales, en una tierna madre, cuyo amor a sus hijos es tan potente y sagrado que le confiere poderes sobrenaturales. Podemos leer que, cuando “un judío” se estaba acercando de noche a la cama del príncipe para envenenarlo, “el retrato vigilante de la noble dama” se cayó, avisándole y permitiéndole salvar al niño (Ortiz Muñoz, 1940, p. 200). Subrayemos que es lo único que este manual nos dice de ella.
“La mujer” tiene, en efecto, especial vínculo con la divinidad. Desde mediados del siglo XIX se ha impuesto la idea de su vocación religiosa (Mínguez Blasco, 2015). En los manuales de Historia, tiene la misión esencial de transmitir la fe a los futuros hombres:
Fuente: Datos de la investigación.
Nota: los manuales de la Transición solo mencionan a dos mujeres por su papel religioso.
En esta misión confluyen sus dos principales vocaciones: la maternidad y la religiosidad. El inspector de la Enseñanza Primaria Serrano de Haro (cuyos manuales llevan la impronta de una fe profunda y emocional) se entusiasma ante “las madres de familia ejemplares . . . que, cuando fueron reinas, supieron educar hijos que fueron reyes y santos: San Luis, en Francia; San Fernando en nuestra patria. ¡Mujeres de España!” (1947b, p. 21).
El catolicismo de las mujeres es sumisión y renuncia. La figura que más frecuentemente encarna el catolicismo femenino es Santa Teresa de Ávila. Los autores ven en ella un modelo de sumisión absoluta. Su vida solo cobra sentido en la renuncia total a sí misma, como lo ilustra la recurrente presencia en los manuales de Historia de estos versos:
Del mismo modo que los rigores del clima de la meseta castellana en que se educó explican la perfección masculina del Cid, explican también la perfección femenina de Teresa de Ávila. Su vida es un ejemplo de rigor y de sufrimiento. Mientras que la fe de los hombres es una fe racional y activa que debe manifestarse luchando por la “religión del crucificado”, la fe de las mujeres está centrada en una relación mística con Dios que contribuye a apartarlas del mundo terrenal. La iconografía de los manuales se corresponde con el modelo cultural neobarroco femenino vigente durante el Franquismo (Morcillo, 2013, p. 71) al reproducir retratos de extáticas santas, como las Inmaculadas de Murillo que se multiplican en los libros escolares durante los años 1960. En la siguiente serie de retratos, el carácter específico de la fe de la única mujer representada aparece con evidencia:
Esta fe irracional no puede constituir una cualidad emancipadora ni un factor de reconocimiento para las mujeres. Su afirmación después de 1939 viene acompañada por la negación del poder que pudieron llegar a tener las mujeres en la historia de la Iglesia: el Figura 3 muestra la fuerte disminución que se produjo durante el periodo franquista del número de aquellas que intervinieron en la vida de la Iglesia, en provecho de la afirmación del monacal renunciamiento al mundo. Se desvanece, por ejemplo, la importancia histórica de Santa Catalina de Siena en las decisiones del papado y podemos leer en 1940 a propósito de la abadesa Santa Florentina, quien llegó a dirigir más de cuarenta monasterios, que su vida “fue la del claustro de las vírgenes del señor, donde exhaló en la soledad del retiro la fragancia de la virtud” (Ortiz Muñoz, 1940, p. 101). A partir de mediados de los años 1960, sin embargo, empieza a percibirse un cambio de tendencia hacia una fe más emancipadora, en el contexto de la creciente participación de los laicos (entre los que figuran muchas laicas) en la vida de la Iglesia española, a la que llama el propio pontífice (De Dios Fernández & Mínguez Blasco, 2016). Vuelve entonces a importar más la acción a la cual les conduce su fe que la ejemplaridad de su virtud o su sumisión a la regla.
Consagrada a la maternidad y a la fe, “la mujer” es un ser dedicado al amor y a la belleza. Esta última cualidad, decorativa por definición, se convierte en los manuales del Franquismo en la cualidad “femenina” por antonomasia -así, la belleza de Isabel de Castilla se menciona seis veces más a menudo en los libros escolares del primer franquismo que en los de la República. También es ahora esencial la preocupación por su honra (referida casi cuatro veces más), así como por su ternura y su bondad angelical (mencionadas cerca de siete veces más):
Fuente: Datos de la investigación.
* No aparecen aquí las estadísticas para el periodo de la Transición pues no son significativos por el poquísimo número de menciones.
La belleza a la que se refieren los manuales de la Dictadura es una belleza de la fragilidad y de la virtud. Todas las marcas exteriores de piedad, de pudor, de emotividad (como la timidez o las lágrimas) son ahora, en mayor medida que antes de 1939, cualidades estéticas, que plasman el ideal de una inocente mujer-niña (véase, por ejemplo: Hernando & Fernández de Larrea, 1968, p. 74).
Esta primacía en la naturaleza femenina de la irracionalidad y de la fragilidad descalifica a las mujeres para el ejercicio del poder, del que es necesario mantenerlas alejadas.
Descalificar a las mujeres para el poder
La intromisión de las mujeres en el área del poder que caracterizó la Segunda República es fuertemente rechazada por las autoridades franquistas, que emprenden su despolitización forzada. Constatamos, con Sevillano Calero (2000, p. 200), que esta socialización diferenciada fue un éxito: una encuesta realizada en 1969 establece una falta de interés por la política mucho más pronunciada entre las mujeres que entre los hombres.
Para enseñar estos roles dispares, los manuales de Historia pueden apoyarse en tradiciones bien arraigadas. Si bien es cierto que algunos manuales publicados durante la República llaman a la participación de las mujeres en la vida política, observamos, también en esta época, la insistencia en la participación sumamente nefasta de las mujeres en el poder (ver Figura 2). Podemos leer por ejemplo en 1936 una versión laica de la mujer que interfiere negativamente en el poder que ostenta su esposo, en la explicación de la sublevación de la población musulmana de Toledo: Constancia, esposa de Alfonso VI, mujer devota y agente de una Iglesia retrógrada e intolerante bajo la influencia del “monje cluniacense Bernard” (Aguado Bleye, 1936, p. 167), habría aprovechado la ausencia de su marido para transformar la mezquita en Iglesia.
El Franquismo refuerza de modo contundente la descalificación de las mujeres para la política. Son ahora dos veces menos numerosas las mujeres valientes y enérgicas y dos veces más frecuentes las mujeres volubles, cambiantes y caprichosas (ver Figura 5). En múltiples ocasiones, es el abandono del poder por soberanos poco viriles o “lascivos” (por ejemplo, en el caso de los soberanos nazaríes, o en el de los Borbones franceses) en manos de sus “caprichosas favoritas” (Pemán, 1938, p. 105) o de sus esposas, lo que explica el declive y, finalmente, la caída de las dinastías. Las mujeres ejercen el poder de forma diferente a los hombres: mientras ellos “luchan” o “se imponen”, ellas “conspiran”. Isabel de Inglaterra no aparece en 1946 en su lucha contra España como una hábil política, sino como “la pérfida y astuta reina Isabel de Inglaterra”.2 Las mujeres (y en particular, las reinas que realmente gobiernan) reciben cinco veces más las calificaciones de ambiciosas y vanidosas que durante la República -defectos ésos que son un modo de evidenciar su falta de legitimidad para ejercer el poder.
Hay ejemplos, sin embargo, de mujeres que reciben una consideración positiva en su ejercicio del mismo. María Cristina, madre de Alfonso XIII, cuya actuación como regenta encuentra durante el Franquismo el respaldo unánime de los autores, es representativa de las cualidades que se esperan de las mujeres si tienen que ejercer el poder.
Estas virtudes son diferentes de las que se esperan de los hombres, pues remiten sobre todo a la capacidad para gobernar renunciando a las formas visibles de la autoridad. La primera de estas cualidades es la “prudencia”. Debe entenderse como la habilidad para no penetrar en el dominio de la virilidad de forma manifiesta. Colls Carrera nos explica, por ejemplo, en 1952, que la reina Victoria “tuvo siempre la prudencia de ceder cuando se hallaba en desacuerdo con sus ministros” (p. 108). Cuando habla de “la dulzura y la prudencia de nuestras mujeres”, el Inspector Serrano de Haro (1943, p. 130) proyecta la realidad y los conceptos domésticos de la España franquista, según los cuales solo una influencia discreta constituía un poder legítimo para las mujeres (De Dios Fernández, 2014). Parece como si estas prudentes reinas hubiesen leído las recomendaciones de Nuestra Casa. Revista del Montepío Nacional del Servicio Doméstico: “Un día te casarás y, al igual que todas las mujeres (que de esto no se entere tu novio) serás tú quien mande en casa” (apud De Dios Fernández, 2014, p. 36). Sin embargo, la realidad del papel histórico de algunas mujeres transgrede estas normas de forma demasiado evidente para que se pueda esconder. Resulta, entonces, necesario domesticarlas.
Domesticar a las mujeres transgresoras
Isabel de Castilla constituye el mayor obstáculo en los manuales de Historia para la reproducción de los estereotipos de género, pero también existen figuras, muy conocidas aunque menores, como María Pita o Agustina de Aragón, a las que resulta necesario integrar en el discurso de género para quitarles su potencial peso transgresor.
Por su protagonismo, mayor que el de su esposo, en el nacimiento del Estado español, la Reina Católica ilustra el importante papel político que llegaron a tener ciertas mujeres en la Edad Media -en especial, las “reinas-propietarias”- antes de la cerrazón que se produjo a partir del Renacimiento (Aram, 2005). Después del periodo de “glaciación” que el siglo XIX constituyó para las mujeres (Fraisse & Thébaud, 1991) y más aún en el contexto de la contrarrevolución de género que supone el Franquismo, esta realidad resulta difícil de entender y de aceptar. Por ello, después de 1939 y hasta finales de los años 1950, sus virtudes de mujer (bondad, belleza, virtud, piedad) se imponen frente a sus cualidades de jefe de Estado como la energía, la aptitud para el mando, la inflexibilidad (que desaparece totalmente) o la diplomacia:
El énfasis en los deberes domésticos de la Reina Católica, ya presente en los manuales de la República, se sistematiza. Los textos refieren, concretamente, que “cuidaba con esmero de los menesteres del hogar y cosía por sí misma su ropa y la de su esposo” (Solana, 1941, p. 20). Pero en su caso, estos procedimientos habituales no son suficientes y los autores también deben, siglos después, someterla a su marido para que su figura se adapte a los cánones que se pretenden imponer. El republicano Antonio Jaén escribía en 1935 que Fernando “jamás en los momentos difíciles, pudo imponer su criterio: hay entre ellos una lucha de caracteres, en la que vence la reina, porque la condición magna de la reina era . . . la voluntad que exteriorizó en el mando” (p. 160). Este tipo de explicaciones desaparece durante el primer franquismo, época en que se sustituye por frases de contenido mucho más impreciso (en 1956: “acordaron ambos que serían reyes soberanos conjuntamente” [Sobrequés, 1956, p. 47] y por consideraciones sobre el romántico amor de la blanca y frágil doncella por el valeroso Fernando).
Ante la necesidad de desarmar a las mujeres de poder y de acción, los autores del periodo franquista subrayan con mayor insistencia su excepcionalidad, o la excepcionalidad de la intervención en el curso de la historia de mujeres como Isabel, “la mujer prodigiosa” mandada por la providencia (Serrano de Haro, 1947b, p. 89). Inciden también en la rapidez con la que vuelven a su sitio natural. Esta visión es representativa del discurso patriarcal de principios del siglo XX, en el que la inferioridad de las mujeres se sustituye por su capacidad para igualar a los hombres, pero en circunstancias que solo pueden y deben ser fugaces, dada la exclusiva naturaleza maternal de la mujer. El doctor Marañón teoriza esta visión cuando, en 1934, analiza la participación de las mujeres en la economía durante la Primera Guerra Mundial (que tanto impresionó a los coetáneos) y su posterior vuelta a los hogares, abandonando los puestos de trabajo que habían conquistado:
Es frecuente ver, en efecto, que cuando falta el padre o el marido la mujer desamparada se lanza bravamente a la lucha y convierte en energía social, a veces de calidad óptima, la energía materna. El sexo puede pues ser vencido por una razón de orden social. Pero es un vencimiento fortuito; y en cuanto puede recobra sus fueros. (Marañón, 1934, p. 115).
Al igual que en las teorías del eminente endocrinólogo, también en los manuales, el instinto materno es la primera de las razones excepcionales que pueden llevar a una mujer a trascender su naturaleza (y que, a la vez, le confiere una fuerza de la que, de otro modo, no dispondría). Así, a menudo, las actuaciones políticas de Isabel de Castilla y las reinas Berenguela, Urraca o Blanca de Castilla (como reina de Francia) se explican ante todo por el amor a sus hijos. Esta transgresión puede ser, así mismo, la consecuencia del amor a un hombre o de la falta de alternativa -la intervención de las mujeres suele aparecer como un último recurso. Los casos de Agustina de Aragón y de María Pita corresponden en los manuales a estas dos circunstancias: ambas solo habrían tomado las armas bajo el efecto de la desesperación, una vez muerto el hombre al que amaban, y cuando la situación militar parecía abocada al fracaso. Su intervención en la batalla es fugaz, se produce en el momento de mayor crisis, para invertir la situación; aparecen de la nada, de forma casi milagrosa (lo cual refuerza su carácter excepcional) y desaparecen inmediatamente, volviendo, como las mujeres en 1918, a su invisibilidad social. Además, su función a menudo consiste más en recordarles a los hombres su deficiencia en la lucha:
¡El que tenga honor, que me siga! grita entonces María Pita, y avanza hacia el enemigo sola, llena de dolor y de ira por haber visto caer a su querido esposo . . . . Cunde el valor entre los defensores de la plaza, que contraatacan con fiereza. (Hernando & Fernández de Larrea, 1968, p. 175).
No transgreden, pues, estas mujeres realmente las fronteras del género, sino que, por la falta de congruencia de su intromisión en el ámbito masculino, contribuyen a restablecerlas. La imagen que ilustra la intervención de María Pita en un manual de fines de la década de los 1960 refuerza este significado.
La excepcionalidad y fugacidad de la intervención de las mujeres en los campos masculinos de la guerra y del poder se corresponden con la voluntad de inducir a las lectoras a no considerarlas como modelos a seguir. En Guirnaldas de la historia (Serrano de Haro, 1947a), manual destinado a un público exclusivamente femenino, el capítulo sobre Isabel de Castilla viene seguido por otro titulado “Las amigas de la reina”. Se trata de una recopilación de hagiografías de mujeres de su corte, cuya función consiste en ofrecer modelos diferentes (como Teresa Enríquez, “la loca del Sacramento”), más a su medida, más modestos, y que contrarrestan por sus virtudes lo que de subversivo no se le había podido quitar al relato de la vida de Isabel. Esta voluntad pertenece al tiempo largo de las relaciones de género; así, la vemos por ejemplo formulada muy explícitamente en un manual republicano de 1933 (y en el que podemos por otra parte encontrar declaraciones favorables a la emancipación de las mujeres) cuyo autor, al hablar de Isabel de Castilla, les explica a las jóvenes lectoras que “no se os pide tanto . . . niñas que seréis mujeres y mujeres que siempre tenéis algo de niñas” (José de Larra, 1933, p. 110).
Conclusión
Los manuales de Historia participan en la contrarrevolución de género, en la restauración del ideal femenino decimonónico, que caracterizan al Franquismo. Les ofrecen un acceso a la esencialización que confiere la profundidad de los tiempos históricos. Sus autores dedican muy poco espacio a las mujeres, colaborando con su invisibilización social, y los llamados ideales femeninos tradicionales se refuerzan poderosamente. Se sacraliza la función materna (aunque nunca había sido realmente amenazada), que constituye el fundamento de este orden arbitrario pensado como natural. Las mujeres son ahora más piadosas, pero esta fe no las emancipa, pues contribuye a hacer de ellas unos seres irracionales, místicos y alejados de la realidad, o a encerrarlas en los conventos. Son ahora más hermosas, y su belleza es ante todo fragilidad y timidez. Estas cualidades las inhabilitan para la intervención activa en el curso de la Historia, que solo les es posible en condiciones excepcionales, de forma fugaz y con tal de no hacer peligrar las fronteras entre los géneros. Los autores intentan domesticar a las mujeres que no entran en este marco, en especial a Isabel de Castilla, que someten a su esposo y mandan de vuelta a su rol doméstico, para evitar que su vida real adquiera un valor modélico. A partir de los años 1960, las mujeres presentes en los manuales comienzan a emanciparse lentamente. Pero el paso a una historia económica y social (centrada en los grupos sociales, y que dedica poca importancia al peso de los individuos) que se produce incluso antes de la muerte del dictador, imposibilitará que los progresos en sus derechos políticos y sociales que marcan la Transición se concreten para ellas en una liberación en los manuales de Historia.