Introducción
Cuando en 1767 se dicta la Real Cedula de expulsión de los Jesuitas de los territorios españoles y sus colonias existían en la Monarquía doce universidades regenteadas por esta orden once de ellas en América1 y solo una (Gandía) en la península. Los motivos de esto fueron varios, si bien es cierto que la formación no fue el objetivo original de San Ignacio2, la educación constituyó prontamente uno de los ejes fundamentales de su misión pastoral3. Como afirma Carena (2005, p. 33) desde la llegada a América “[…] los Jesuitas asumieron seriamente su responsabilidad en la formación de nuevos sacerdotes, en la apertura de colegios y universidades”. Debido a ello los Jesuitas obtuvieron del papa Gregorio XV la facultad de otorgar grados en sus estudios superiores localizados a más de 200 millas de otra universidad, por el plazo de 10 años, prescripción que Urbano VIII convirtió en permanente en 16344.
Muchas de estas universidades desaparecieron con la expulsión, otras pasaron a manos del clero secular y solo una, la Universidad de Córdoba, paso a ser dirigida por el clero regular franciscano5. Para muchos contemporáneos el proceso que encarnó “La expulsión de los Jesuitas […] ha sido muy dañosa para la instrucción nacional: las humanidades principalmente han padecido” (Narganes, 1809, p. 75), otros en cambio veían en este proceso la posibilidad de afianzar ideas más tradicionales6. El decreto de expulsión fue acompañado de fuertes acusaciones de desviacionismo doctrinal. A las acusaciones de que los Jesuitas defendían el regicidio y el tiranicido7, se añadieron otras de índole moral, que se acrecentaron con las discusiones académicas sobre la validez del probabilismo (Mestre Sanchis, 1990).
En todos los casos, los Jesuitas dejaban una estructura pedagógica que sirvió de base sobre la cual se pudieron asentar las nuevas regencias8. En cualquier caso, el traspaso de mando al clero secular implicaba nuevos fundamentos teóricos y teológicos que tenían como principal fin el alejamiento del peripato, pero mayormente no conllevó nuevos posicionamientos pedagógico-didácticos, después de todo, los métodos jesuitas tenían una fama mundial que, como afirma Bartolomé Martínez (1982), se había ganado el reconocimiento de intelectuales contemporáneos como Montaigne, Bacon, Descartes o Goethe. Ni siquiera en el caso de Córdoba, donde el reemplazo correspondió a los franciscanos, el cambio en esta materia parece haber sido significativo.
Pese a la importancia de la orden en la génesis de la pedagogía contemporánea, remarcada por Saviani (2011) y de Paiva (2015) para el caso brasilero, y por Labrador Herraiz (1992, 1999, 2004) para la Monarquía Hispánica, las prácticas educativas de los Jesuitas, siguen siendo un campo poco explorado por la historiografía educativa9. Las formas de enseñanza universitaria desarrolladas por la Compañía no parecen haber sido objeto de análisis, más allá de nutridos trabajos sobre la cuestión que toman como insumo las Constituciones y la propuesta de la Ratio proyectando el plano de la norma sobre el de la práctica.
En este sentido, el presente artículo se propone avanzar sobre las prácticas áulicas a partir del análisis de las innovaciones que, en torno a las formas de enseñanza, se articularon en las universidades jesuitas de la Monarquía Hispánica durante el siglo ilustrado. Para hacerlo se recurre a una investigación histórico-educativa con enfoque narrativo que se articula conceptualmente sobre la noción de cultura escolar10. Por su parte, la descripción y análisis de una realidad alejada en el tiempo requiere de nuevas formas de investigación que contemplen las concepciones actuales y puedan mirar el pasado de manera retrospectiva.
Recurrimos al estudio hermenéutico-interpretativo de fuentes documentales como las Constituciones generales de la compañía, la Ratio y algunas Constituciones particulares que complementamos con la biografía que sobre el padre jesuita Muriel hizo Francisco Miranda. Además, a fin de dar luz a algunas lagunas realizamos, mediante un enfoque biográfico narrativo11, una entrevista al Dr. Luis Klein referente internacional de la pedagogía jesuita12.
Esta técnica, que nos ayuda a reconstruir el pasado de las prácticas cotidianas, ha sido propuesta hace ya varios años por el célebre historiador Peter Burke (1991) en su libro La cultura popular en la Europa Moderna. En este libro, cuando define las herramientas para la construcción de una historia cultural, describe una metodología que integra la regresión y la comparación a fin de comprender aquellos fenómenos para los que se carezca de fuentes. Creemos que esta estrategia permite comprender mejor ciertas prácticas, por ello, recurrimos también a entrevistas y análisis de prácticas actuales que nos ayuden en la reconstrucción de las prácticas educativas.
Como ha señalado ya Burke (1991, p. 136), demás están mencionar las precauciones del método que “[…] no consiste en tomar descripciones de situaciones relativamente recientes y suponer que pueden aplicarse sin ningún tipo cambios a periodos anteriores. Por lo que estamos abogando es por un uso de los materiales modernos de una forma más indirecta, para criticar o interpretar las fuentes”. En definitiva, este método nos ayuda a imaginar el universo de prácticas a partir de los pocos datos empíricos que nos brindan las fuentes al tiempo que nos permite sortear lagunas que la documentación nos deja (Perrupato, 2020).
Centraremos nuestra atención en las innovaciones didácticas impulsadas por los Jesuitas durante el siglo XVIII en torno a una nueva cultura escolar en el que se discutía sobre las formas de enseñanza (materiales, técnicas o metodologías de enseñanza y el examen) y los encargados de impartirla. La enseñanza se presenta aquí como una configuración anclada en cuatro tópicos o nodos de poder en la que cada una de las partes contribuía a la disposición de un orden.
El primer tópico gira en torno a aquellos dispositivos que se articularon como formas de enseñanza y que responden a la pregunta sobre ¿Cómo se enseñaba? El segundo, refiere al disciplinamiento y las formas de control en relación a las prácticas. El tercer aspecto, la evaluación de los aprendizajes se configura como una instancia efectiva de poder en la que la adecuación a la norma se cristalizaba en la posesión de un grado. Finalmente, el ultimo tópico se articula en relación a los docentes como modelos de enseñanza y poseedores de un capital cultural tendiente a la reproducción.
Innovaciones de la enseñanza jesuita
La universidad arrastró desde el medioevo un método de enseñanza basado en la lectura, la verbalidad y la repetición, incluso hoy encontramos prácticas que no se alejan demasiado de las formas en las que se enseñaba en el Antiguo Régimen. Muchas veces poco es lo que cambiaban estas formas de enseñanza en las ‘cuatro partes del mundo’. Como sostiene Tunnermann (1991, p. 22) “El esquema de la universidad, la temática, los métodos de enseñanza de la universidad colonial estaban centrados más en la realidad peninsular que en la americana”. Esto no resulta paradójico si advertimos la dinámica propia de los territorios coloniales y la homogeneidad (manifiesta en sus constituciones) que persiguió la Compañía de Jesús en sus provincias e instituciones.
Heredero de la tradición escolástica, el método por excelencia de la universidad se sostuvo en las tres técnicas fundamentales de enseñanza: la lección (lectio), la cuestión (quaestio) y la disputa escolar (disputatio, quaestio disputata). Luego de la lectio se disputaba con los estudiantes que participaban en la formulación de objeciones y argumentos en relación a lo leído. Una vez por semana se programaban conclusiones que con el tiempo se fueron degenerando, terminando por ser discusiones fútiles con alardes de memorización.
Las formas de enseñanza de la Compañía de Jesús en las universidades se comprenden en una lógica pedagógica que tiene sus fundamentos en la filosofía jesuita y en la tradición universitaria anterior. En este sentido, para poder comprender cómo se enseñaba debemos analizar antes los orígenes y el pensamiento filosófico de la Orden. Como es sabido, el surgimiento de la orden tuvo lugar en la Europa humanista, como respuesta los embates protestantes que se suscitaron luego de 1517, lo que la constituyó en “[…] la máxima expresión del espíritu contrarreformista” (Abellán, 1988, p. 31). Quizás por ello se orientó al desarrollo y transmisión de un humanismo cristiano sobre la base espiritual de San Ignacio de Loyola (Storck, 2016).
Como ha señalado Carmen Labrador (1992), la pedagogía de la Compañía de Jesús, se concretaba en un programa de vida, cuyas claves más significativas eran el conocimiento experiencial, el diálogo, la relación interpersonal y la comunicación educativa entre profesores y estudiantes. Claro que estas características se sustentaban en la valoración ignaciana de la dignidad de la persona que buscaba su realización mediante el desarrollo pleno intelectual, moral y espiritual.
La pedagogía jesuita no puede ser separada de la concepción religiosa que la acompaña (Costa, 2004). Buscó -y busca- que los sujetos reconozcan y desarrollen “[…] sus potencialidades en búsqueda de su armonía integral […] entre fe y ciencia, entre virtud y letras. O sea, el proceso de desarrollo intelectual va de par con el desarrollo religioso de la persona […]” los centros educativos fueron desde el principio “[…] centros donde se conyugan fe y ciencia, o virtud y letras. Son centros que buscan la excelencia académica y humana, el cuidado personal (la ´Cura personalis´)” (Klein, 2018-2019).
La educación superior jesuita se basó en tres pilares fundamentales: los ejercicios espirituales de San Ignacio13, las Constituciones de la Compañía de Jesús y la Ratio atque Institutio Studiorum14, obra de singular importancia para la historia de la educación. Aunque no se traten de escritos sobre educación los Ejercicios Espirituales han sido uno de los pilares fundamentales de la pedagogía jesuita. Se trata de una serie de oraciones, meditaciones o ejercicios de introspecciones tendientes a fortalecer la fe. La metodología principal de los ejercicios es la reflexión ya que en ellos el individuo debe leer parte del libro, que consta de unas 200 páginas, y luego reflexionar en silencio sobre lo leído.
Más allá de la importancia del silencio, es de remarcar lo significativo de la reflexión como forma de ‘masticación’ de la información15. Se trata de una reflexión que trasciende el hacer y posiciona el ejercicio en la práctica, instrumentaliza el conocimiento búscando nuevas verdades y nuevos interrogantes (Ocampo Flores, 2012). Los Ejercicios espirituales ofrecen una oportunidad para descubrir, reconocer y comprometerse en la lucha diaria por superar los factores que impiden una respuesta libre, lo que se traduce en un proceso de búsqueda, preguntas y respuestas, en definitiva, de aprendizaje. De este modo, aunque haya referencias a la enseñanza, en los Ejercicios predominan los aportes sobre el aprendizaje. Los Ejercicios Espirituales ayudan al educador quien debería proponer, pero no imponer ni adoctrinar al alumno.
Las Constituciones de la Compañía de Jesús fueron aprobadas por Pablo III en 1540 y por Julio III en 1550 y se convirtieron rápidamente, como escribe Carmen Labrador (1992), en la expresión de la experiencia espiritual y apostólica fundante de la Compañía y en la principal inspiración y norma de toda la pedagogía y vida jesuita. De todas las secciones con las que cuentan las Constituciones, la más importante para el estudio que desarrollamos es la parte cuatro en la que se exponen algunas de las cuestiones propias a la universidad, entre ellas algunas propias a las formas de enseñanza que se analizarán más adelante. No obstante, para comprender la significancia de las mismas en la vida espiritual y pedagógica jesuita es revelador la definición que Klein nos hace de ella:
Las Constituciones indican el camino y el modo de proceder del jesuita. Ellas parten del presupuesto de la ‘ley interna de la caridad’. O sea, las Constituciones se basan en el principio de que no valen normas si no hay adhesión del jesuita a Dios y de su generosidad en trillar el camino al cual Él lo invita (2018-2019).
La Ratio Atque Institutio Studiorum16 ha sido, escribe Edgar Ramírez (2004, p. 8), “[…] la estrategia educativa que más influyó en la mentalidad escolástica de América Latina”. Se trataba de una guía para el docente, una suerte de instructivo que otorgó a los Jesuitas un modelo de enseñanza, no era un tratado teológico, sino que tenía una finalidad práctica que tendió a establecer las bases para la conformación de los colegios y universidades de la orden (Storck, 2016; Lovay, 2019). Durante el periodo que nos ocupa, la organización de la enseñanza estaba dividida en tres grados principales: una clase elemental de Gramática Latina; una parte de Humanidades y Retórica (parte del antiguo curriculum de las siete artes liberales); y finalmente la dialéctica cuyo objeto era capacitar a los jóvenes en el manejo de silogismos y argumentación.
En las 33 reglas que conformaban el documento todo estaba especificado, desde las funciones que debía cumplir el prefecto de estudio hasta los profesores que tenían la misión de educar, respetando la dignidad y personalidad de los alumnos. La Ratio establecía también las prácticas, programas, métodos de enseñanza, formación, perfil, valores y distribución de las cátedras. Pese a esto, como ha sostenido Vera de Flachs (2009), no todas las universidades concibieron y llevaron adelante de la misma manera lo estipulado en la Ratio habida cuenta las marcadas diferencias entre los institutos educativos ignacianos.
Quizás la característica esencial de pedagogía jesuita haya sido, y siga siendo, el personalismo. No se puede negar que la particular devoción de San Ignacio por la persona hizo su centro de interés en el alumno. Como señala Carmen Labrador Herraiz (2004) la paideia jesuítica insiste en el cuidado e interés individual por cada persona, dando gran importancia a la actividad por parte del alumno. La pedagogía jesuita guarda especial cuidado por el alumno a quien considera el centro de los procesos de enseñanza y aprendizaje que se suscitan en la universidad. Esta concepción pedagógica se caracteriza por una visión esencialista del hombre, es decir, el hombre es concebido como construido por una esencia universal e inmutable. La educación debe moldear la existencia particular y real de cada alumno a la esencia universal e ideal que lo define como ser humano (Saviani, 2011).
Este interés en el sujeto educativo retomaba de la pedagogía renacentista la idea de que estudiar debía ser placentero pretendiendo hacer de sus colegios y universidades un ambiente alegre para lo cual se habían instituido los recreos y días de asuetos. Quizás el referente intelectual más importante, en este sentido, haya sido el italiano Juan Luis Vives. El pedagogo habría estudiado unos años antes que San Ignacio en la misma Universidad de Paris de lo que se deduce que había un ambiente cultural común que los impulsó a detestar el rigor educativo y buscar espacios de contención en los que la actividad fuera central17.
Las formas de enseñanza jesuita daban mucha importancia a la actividad por parte del alumno. Para poder cumplir con el norte educativo de lograr alumnos plenos y autónomos era necesario que el mismo estuviera en actividad lo que implicaba que el sujeto no permaneciera en aula de un modo pasivo, sino que fueran ‘desafiados’ a la participación (Rodrigues da Fonseca, 2017)18. Como escribe el pedagogo francés Henri Merieu (2016), se puede estar activo mentalmente y esta es la actividad que buscaba el docente jesuita, la de la reflexión. Experiencia, reflexión y acción son los tres componentes fundamentales sobre los que se fundó la pedagogía jesuita y fueron estos tópicos los que trasladaron a la universidad con un significativo éxito que llevó a la continuidad de esta interacción en las aulas universitarias jesuitas de hoy en día (Ocampo Flores, 2012, p. 8).
El orden y la disciplina eran de suma importancia en este esquema y de ahí la excesiva preocupación por el tiempo y los horarios. En este sentido, la disciplina era vista como un reflejo del proceso interior de recogimiento y diálogo profundo con Dios. Es evidentemente el resultado de los ejercicios espirituales que preparaban al hombre y lo disciplinaban para la vivencia de fe “[…] con profundidad, disciplina y constancia” (Klein, 2018-2019). La preocupación por el orden era un elemento para considerar en la pedagogía jesuita de la época. Como menciona Mariano Narodowski (1994), el orden debía instaurarse en todos los ámbitos de la enseñanza. El método se basaba en una triple unidad ‘orgánica y jerárquica’: Por un lado, la unidad de las personas en el gobierno y la disciplina, un maestro para cada clase; por otro, la unidad pedagógica, es decir, una enseñanza unitaria y general, una cosa por clase y finalmente la unidad jerárquica: todo estaba ordenado a la mayor gloria de Dios y al culto mariano (Endrek, 1992).
Los Jesuitas proyectaron estas directrices pedagógicas en las prácticas educativas de las universidades que habitaron, conformando una cultura escolar propia. En la Universidad de Córdoba, por ejemplo, las Constituciones Generales de la Compañía se adecuaron a las Constituciones que, en 1664, escribió el padre Andrés Rada quien había sido visitador del Perú y redactando las Constituciones del Colegio de San Pablo (1660). Estas fueron la mixtura entre los lineamientos que disponían las Constituciones Generales y las Constituciones que se habían elaborado para las universidades de la península, principalmente la de Salamanca. Quizás por ello la estrategia de enseñanza por excelencia fue la lectio.
Los encargados de la enseñanza no se llamaban por entonces profesores como en la actualidad sino Lectores ya que toda la enseñanza se basaba en la lectura de autores como Santo Tomás y Aristóteles. Desde 1735 hay disposiciones reales solicitando a los profesores que no se lea en clase, sino que se explique, pese a ello, esta práctica continuó vigente durante todo el siglo XVIII. La crítica también fue recogida por varios planes de estudio reformistas de las universidades españolas, principalmente Salamanca, Alcalá de Henares y Cervera (Álvarez de Morales, 1979).
La lectura era una parte importante de la cultura universitaria. Chartier (2008) entendió que la relación entre lo cultural y las divisiones sociales no es construida de antemano, de este modo las diferencias de las costumbres culturales no se articulan en una diferenciación social ya sea por medio de la distribución de bienes culturales o las conductas. Por el contrario, es en el campo de lo social donde circulan textos, producciones y normas culturales, que tienen como punto de partida los objetos, sus dispositivos y códigos. La lectura en voz alta no solo era una forma de hacer partícipe al analfabeto, sino que se transformaba en un espacio de intercambio de saberes que incentivaron el vínculo social. El libro y la lectura se posicionan así no como un mero placer solitario, sino también como una expresión misma de la relación con el otro.
Es uno de los deberes (y a veces uno de los placeres) relacionados con el lazo doméstico y familiar. Perpetua una relación con el libro oído que inscribe lo impreso dentro de una cultura de la palabra y sitúa la lectura, no como un tiempo privilegiado del retiro solitario sino la expresión misma de la relación con el otro en sus diversas formas (Chartier, 2006, p. 133).
Pero no todo era lectura en la universidad jesuita. La inexistencia de libros de textos para todos los estudiantes requería de estrategias didácticas que permitieran difundir la información y brindar a los estudiantes una alternativa a la resolución de sus problemas, por ello, los profesores tenían la obligación de resolver las dudas de los estudiantes un cuarto de hora después de clase, lo que no siempre era suficiente19. La biografía que sobre el jesuita Muriel hizo Miranda (1916) recuerda un episodio en el que saliendo del aula de clases los alumnos seguían preguntando sobre lo leído en ella y el profesor responde: “Silencio hermanos, porque si el padre maestro nos coge disputando fuera del patio destinado para eso, a todos nos Saluda desde el púlpito del refectorio por nuestros nombres y apellidos” (p. 153).
Labrador Herraiz (2004) sintetiza el proceder de una clase en tiempos jesuitas en seis pasos: 1) Lectura (Repetición, explicación, ampliación y confirmación), 2) Análisis (discusión de las propiedades y atención a las características importantes), 3) Ejemplificación, 4) Resumen, 5) Conclusión y 6) Valoración global. En este esquema la clase desplegaba fundamentalmente seis estrategias la prelección, la memorización, la concertación, las disputas, el ensayo y el estudio de caso.
La ‘prelección’ fue como afirma Charmot (1952) una de las fases más normadas de la Ratio. Fue considerada una parte central y distintiva de la pedagogía jesuita (Labrador, 1992). Se trataba de una explicación del texto por parte del docente previa lectura del texto. En ella el profesor utilizaba variedad de métodos en los que se hacía un análisis gramatical, etimológico, histórico, filosófico, literario, etc. Este estilo de enseñanza, basado en la escolástica y los silogismos, no daba lugar a la discusión, sino que se aceptaba todo como verdad revelada.
El procedimiento de la prelección era cíclico, dependiendo del trabajo y sentido que los alumnos pudieran generar “[…] para identificar su situación, el ambiente donde está, el contenido sobre el cual va a trabajar” (Klein, 2018-2019). Pero, al mismo tiempo, requería de una excelente preparación del profesor que debía orientar y guiar el estudio del alumno. Este modelo cíclico es el que, de algún modo, consagró en el siglo XX el escolanovismo y que fue considerado una significativa innovación.
La ‘repetición’ se trataba de un “[…] proceso de aprendizaje programado con rigor y de modo sistemático, para mejor asimilar y personalizar lo aprendido” (Beltran Quera, 1984, p. 212). Este proceso se complementaba con ejercicios de expresión donde los alumnos aplicaban la memoria y repetían ejercicios para su aplicación posterior. Esto no implicaba repetir y memorizar todo, se debía repetir solo “[…] las cosas principales y las más útiles” (Ratio…, 1599, p. 4, c. 13,1). Como nos recuerda Furlong (1933, p. 33):
[…] el método rechazaba la memoria como único fundamento del aprendizaje y adecuaba la enseñanza al ritmo del aprendizaje de cada alumno a tal punto que no se dudaba pasar a una clase más aventajada a sus compañeros y postulaban la pedagogía activa, cuya máxima era Excita que se basa en una avanzada técnica de emulación.
Las Constituciones de la Compañía encomendaban especial cuidado al Rector en la vigilancia de este método procurando que se gestionase en alguna hora ejercicios de repetición: “Repitiendo unos, oyendo los otros, proponiéndose las dificultades que ocurren y recurriendo al maestro en lo que no saben resolver bien entre ellos” (1554, c. 375). El ejercicio de la memoria iba más allá de la memorización, se trataba de acompañarla de un ejercicio sistemático reflexión que pudiera examinar lo que se memorizaba y recurrir al docente en caso que fuera necesario. A fin de evitar la memorización sistemática fueron muy importantes las estrategias de aplicación, donde los estudiantes podían aplicar en conocimiento que se había adquirido por medio de tres actividades fundamentales: La concentración, las disputas y la confección de ensayos.
La ‘concertación’ dividía la clase en dos bandos en los que se esperaba despertar el debate, evitando así las repeticiones al tiempo que reforzaban el sentido del deber y del honor. Esta pedagogía basaba sus principios en los premios y castigos. Los premios podían ser de dos tipos: públicos o privados. Así lo establecía la Ratio Studiorum (1599, p. 4, c. 16,4)
Recuerde oportunamente al superior sobre las distribuciones de premios, y las declamaciones, o el diálogo que entonces tal vez se tengan. En esa distribución han de guardarse las normas que se ponen al fin de estas reglas y en cada una de las clases deben promulgarse antes de componerlos.
Ocúpese también de que, además de los premios públicos, los maestros estimulen a los alumnos de sus clases con pequeños premios privados, que suministrará el Rector del colegio, cuando pareciere que los hayan merecido, ya venciendo al adversario o repitiendo todo algún libro o recitándolo de memoria, ya haciendo alguna otra cosa distinguida semejante en el decurso de las clases.
Heredadas de la escolástica las ‘disputas’ eran formas de enseñanza en las que se generaban una serie de discusiones o debates sobre un texto. Como ha señalado Lanning (1931, p. 12), “Una clase en América era también una disputa escolástica, acalorada, pero amistosa. La enseñanza escolástica de la época decadente no conducía a formar mentalidades originales confiadas en sí mismas”. Lo interesante de la técnica es que permitía al estudiante separarse del texto y someter a discusión y debate posterior lo que ya ha sido dilucidado por la autoridad magisterial. La Ratio establecía sobre las mismas “[…] el sábado u otro día que requiera la costumbre, tengan disputas en las clases durante dos horas, y aún por más tiempo donde haya gran concurrencia de externos” (1599, p. 4, c. 6,10).
Las disputas tenían los días pautados adquiriendo incluso en algunas universidades nombres propios. En la Universidad de Córdoba, por ejemplo, eran los días miércoles para los filósofos ‘Mercolinas’ y los sábados para los teólogos ‘Sabatinas’20. Para hacer más hondas las rivalidades los bandos en pugna llevaban nombres de enemigos tradicionales como, por ejemplo, Roma y Cartago. La participación en las disputas debía llevar una buena preparación, para evitar el fracaso. Se cuidaba mucho que los estudiantes no se expongan innecesariamente para ello los profesores debían realizar un seguimiento permanente de los alumnos a fin de evaluar quienes estaban preparados para tal fin. Así lo establecía la Ratio Studiorum (1599, p. 4, c. 13,3) “No discutan públicamente sino los más doctos de los alumnos; los demás sean ejercitados privadamente hasta que parezcan preparados para hacerlo en público”.
En la ‘confección de un ensayo’ los alumnos imitaban al autor estudiado elaborando un breve ensayo monográfico, lo que contribuiría a perfeccionar el estilo literario. El docente debía prestar especial cuidado en la corrección, nuevamente velando por el bienestar del estudiante, la Ratio establecía que las correcciones se realicen “[…] en privado y en voz baja con cada uno de los alumnos, para que entretanto se les dé tiempo para corregir el estilo” (1599, p. 4, c. 13,1). Eran igualmente detalladas las indicaciones para la corrección, en las cuales se invitaba a los alumnos a la reflexión sobre sus trabajos tratando de enmendar el error
El modo de corregir la composición es generalmente indicar si hay alguna falta contra los preceptos; preguntar cómo se puede enmendar; mandar que los émulos, en cuanto descubran algo, lo corrijan en público y enuncien el precepto contra el que se ha faltado; finalmente alabar cuando se ha hecho algo perfectamente. Mientras esto se hace en público, la primera muestra de la composición del alumno (que siempre ha de llevarse además de la que tiene el maestro) ellos mismos la lean para sí y la corrijan (Ratio…, 1599, p. 4, c. 13,1).
Como ha señalado Benito Moya (2011, p. 368) los ‘estudios de caso’ fueron una de las estrategias más utilizadas en las universidades jesuitas. Se trataba de una estrategia que bregaba por el pensamiento auténtico del alumno, en ellos “[…] se sometía al estudiante teólogo a resolver casos hipotéticos, sacados de la experiencia cotidiana y se le daban algunas respuestas, y en otros, debía buscarlas el mismo a la luz de un corpus de doctrina y de razonamientos prácticos”.
Evidentemente los Jesuitas tuvieron siempre una preocupación fundamental por los estudiantes, buscando un estudio placentero en el que el alumno se sintiese motivado por enseñanzas que partieran de la realidad y de sus propias necesidades. Por ello complementaban la formación con teatralizaciones o dramatizaciones sobre temas religiosos y sacramentales (autos sacramentales) y ejercicios espirituales para la formación religiosa que, de algún modo, se transformaron en formas innovadoras de enseñanza por medio de las cuales se buscaba el aprendizaje de contenidos fundamentalmente religiosos e históricos.
La otra cara de la enseñanza: Disciplinamiento y formas de control
La Monarquía Hispánica, como el resto de mundo occidental, asistió durante el siglo XVIII al debate sobre el uso de castigos en la educación. La necesidad de alcanzar el orden en las instituciones educativas impulsó la búsqueda de dispositivos de control que contribuyeran a ese objetivo. Probablemente uno de los mecanismos de control social más efectivos haya sido la disposición de los cuerpos tendiente a garantizar la pervivencia del orden tanto dentro como fuera de las instituciones educativas. Se conformaba entonces -escribe Foucault (2008, p. 160)- “[…] una política de las coerciones que constituye un trabajo sobre el cuerpo, una manipulación calculada de sus elementos, de sus gestos, de sus comportamientos”.
Estos ‘medios del buen encausamiento’ se tornaron evidentes sobre todo en relación con la educación primaria dado que esta alcanzaba la ‘universalidad’ que pretendían muchos ilustrados y que no merecían los otros niveles de enseñanza. No obstante, también la universidad fue víctima de un régimen de disciplina, heredado de la clausura monacal, que sentó las bases para la organización institucional. La clave para comprender el tema está dada por el concepto de disciplina. La pedagogía jesuita hizo mucho hincapié en la disciplina como mecanismo no solo de control externo, sino también de autocontrol. Esto es lo que nos apuntaba Luiz Klein en entrevista personal:
Los Jesuitas consideran la disciplina no como una imposición externa, autoritaria, sino como el equilibrio, la armonía, la ordenación en los cuales la persona se va ejercitando, de modo a permitirle un trabajo fructuoso y un relacionamiento eficaz con los demás y con el mundo. La disciplina proviene de la llamada ‘indiferencia ignaciana’, por la cual la persona se esfuerza por no se dejar arrastrar o someter por las cosas creadas, usándolas ‘tanto cuanto’ pueden ayudar a uno a lograr el fin para el cual Dios la creó. La constancia es sí un rasgo de la vida de los jesuitas, pues se reporta a la historia. La historia de vida y de salvación de cada persona (2018-2019, cursiva es del autor).
La disciplina en la universidad jesuita era, sin dudas, uno de los principales lineamientos que hizo mucho hincapié en la generación de métodos y técnicas para que los alumnos logren el aprendizaje. De un modo u otro, la disciplina aparece asociada a la generación de cierta individualidad que busca el control efectivo de los cuerpos (interno o externo), para lo que se recurre a diferentes modos de articulación de la sanción normalizadora no con “[…] el sentido de espiar culpa o de reprimir, sino de referir las conductas del individuo a un conjunto comparativo, diferencia a los individuos, medir capacidades, imponer una medida” (Castro, 2011, p. 104).
Las Constituciones en las diferentes universidades jesuitas se constituyeron en fuentes de normalización de la conducta, los estudiantes debían conocerlas, para lo cual existían días destinados a leerlas “[…] dos o tres veces al año” (Constituciones de la Compañía…, 1554, c. 439). Así, los alumnos antes de ingresar debían, junto con la matriculación, jurar obediencia al rector quien por su parte era el único que estaba por encima de las Constituciones y podía prescindir de ellas (Rada, 1664, c. 14).
La importancia de la norma como mecanismo de control ha sido analizada de manera magistral por Foucault (2008). Las universidades modernas han sistematizado en sus constituciones un detallado registro de lo que estaba permitido y lo que no en las mismas. No solo en lo que respecta a las cuestiones propias de la enseñanza, sino también a las disposiciones que los cuerpos debían tener en el seno de la misma. En esta línea las Constituciones Generales Jesuitas determinaban “No se permita en las Escuelas Juramentos ni injurias de palabras ni obras, ni cosa alguna deshonesta o disolución en lo que de fuera vienen a la escuela y tengan, los maestros particular atención” (Constituciones de la Compañía…, 1554, c. 486). Se trababa de impartir aquellos comportamientos que
[…] evitaran eficaz y absolutamente el tuteo, las palabras soeces, los modales groseros y torpes, el fumar, el tenerse con indecencia en la mesa y concurrencias, el ser tosco, y poco condescendientes, agrios y montaraces, y últimamente ser des cuidados en sus respectivos encargo y estudios (Aguirre, 1785, f. 71).
La educación religiosa también generaba un dispositivo de disciplinamiento y normalización de la conducta. Las tareas cotidianas como la oración, la misa, la confesión periódica generaban en el educando una adecuación a la norma, ‘sujetos dóciles’ y controlados propicios para el mantenimiento del orden. En este sentido, se entienden disposiciones como la siguiente:
Téngase muy particular cuidado que los que vienen a aprender letras a las universidades de la Compañía juntamente con ellas aprendan buenas y cristianas costumbres; y para ello ayudara mucho que todos se confiesen a lo menos cada mes una vez, oyan misa cada día y sermón cada día de fiesta que le hubiere (Constituciones de la Compañía…, 1554, c. 481).
Este tipo de disposiciones, comunes en la modernidad, donde a los estudiantes “[…] se les acostumbra(ba) a que oigan la Santa Misa, no solo los días de precepto, sino también en todos los otros” (Closa, 1801, f. 19), formaba parte de un interesante método en el que se buscaba generar en los mismos una regulación de la conducta, la generación del habitus en términos de Bourdieu e Passeron (1996), tendiente a la ‘contención de las emociones’, el Self control propios de las sociedades modernas (Elias, 1988). Sin duda alguna, de todas las disposiciones que normaban las Constituciones, las referentes a las prácticas religiosas fueron las más respetadas, después de todo, estas fueron las que regularon la vida de los estudiantes en la Universidad. No debemos perder de vista que, pese a su esfuerzo por la innovación, las universidades del siglo XVIII siguieron siendo monasterios agiornados a la vida secular.
Era claro que los educandos aparecían en este esquema como una masa que los maestros debían moldear y la religión el molde moral sobre el que se debían establecer los nuevos métodos de enseñanza, así lo manifestaba Aguirre en 1785:
Pero no basta la constitución ni tener la masa bien dispuesta: es menester amoldarla, y formar con ella entes hermosos y aptos, para llenar los encargos, a que los destino la naturaleza, o la providencia del supremo hacedor. Este desempeño toca al arte de amoldar y educar la juventud, o esta preciosa masa que será más, o menos racional, según sea más, o menos acertada la enseñanza y método de estudios (f. 83).
La educación moral que se impartía, de la mano de la educación católica, no era inintencionada, la enseñanza de la doctrina moral tenía un claro objetivo, ‘adoctrinar’ a los sujetos. Para ello el método de enseñanza era fundamental, no obstante, sobre este punto parecía no haber acuerdo entre los diferentes intelectuales de la época. Como ha señalado Foucault (2012) durante el siglo XVIII se asistió a una racionalización de técnicas políticas de poder y de dominación, entre ellos la disciplina fue un descubrimiento trascendental para la tecnología política.
El ascetismo religioso jesuita se justificaba, entonces, en la necesidad del orden que debía imperar, era una estrategia pedagógica que buscaba evitar la dispersión por medio de la eliminación de los elementos distractores21. Esto es un verdadero posicionamiento pedagógico que sienta sus bases en el pensamiento intelectual que invitaba -como escribía Kempis en el siglo XIV- a no ser esclavos de las pasiones y abandonar el “[…] exagerado cuidado de lo transitorio” (Kempis, 1441, cap. 11, 22). Cada espacio parecía estar destinado a un fin que no podía ser violado por los ocupantes ya que implicaría apartarse del orden que se buscaba en la universidad.
En esta lógica Los ejercicios espirituales de San Ignacio brindaban una estrategia sobre la cual construir la propuesta didáctica: la ejercitación. Como afirma Rey Fajardo (2018, p. 73), “[…] el ejercicio se supedita(ba) al método, el método a la formación académica, la formación académica a la integral y la integral queda siempre abierta a una verdadera superación”.
En esta lógica los ejercicios espirituales de San Ignacio se transformaron en una herramienta clave para la regulación del orden al interior de la universidad que pervivió a lo largo del tiempo. Desde los primeros tiempos jesuitas se exigía “[…] asiduidad y […] cuidado de los ejercicios diarios […]” debiendo despedirse a quienes “[…] no asistan con regularidad o rechacen hacer los ejercicios que les correspondan, pero en especial los que por su insolencia fueren causa de perturbación u ofensa para los demás” (Ratio, 1599, p. 125).
En este sentido, entendemos que los ejercicios promueven cierta disposición al orden en la Universidad de Córdoba del siglo XVIII. Se buscaba como afirma Alves de Paiva (2015) un carácter disciplinador cuya perspectiva era la formación del hombre universal, inmutable y objeto de una esencia predeterminada. En este sentido, los ejercicios espirituales modelaban la práctica pedagógica al tiempo que imponían una serie de tareas mecánicas al mismo tiempo repetitivas y diferentes que influían en el comportamiento con un sentido a un objetivo final.
La evaluación jesuita como forma de enseñanza
Uno de los aspectos centrales de la enseñanza es, y ha sido siempre, la evaluación. Como sostiene Santos Guerra (2017, p. 79) “La evaluación es un elemento del curriculum de extraordinaria importancia”. Es en este sentido, que la evaluación se constituye también en una parte significativa de la cultura escolar. Hoy entendemos que la relación entre pensamiento y cultura es indisoluble, por ello también lo es la relación de esta con la evaluación.
Entender que, como afirma Perrenoud (2008, p. 193), “[…] la evaluación está en el núcleo del sistema didáctico y del sistema de enseñanza […]”, implica comprender lo imbricado de la evaluación y la cultura, es decir, pensar la evaluación desde una perspectiva contextual cuya finalidad es, obviamente, que el otro aprenda. La pregunta sería entonces ¿que aprenda qué? Podríamos responder, como ha afirmado Celman, que debe permitir conocer y valorar como esos sujetos constituyen sus prácticas cognitivas en torno a núcleos relevantes de conocimiento científico, entendidos no solo desde el espacio áulico ni institucional, sino desde un contexto más amplio el de la sociedad y la cultura (Celman, 2009).
Las universidades durante la modernidad construyeron gran parte de su cultura escolar por medio de la evaluación. Pero la evaluación no es solo un examen, no lo es ahora ni lo fue nunca, aunque en algún momento haya habido una identificación más clara entre estos dos elementos. Por el contrario, se trata un proceso más amplio que implica interpretar la adecuación de un conjunto de información que se obtiene en el desarrollo de las prácticas y un conjunto de criterios adecuados a un objetivo fijado con el fin de tomar una decisión pedagógica. Se trata de un proceso multidimensional en el que el examen constituye solo uno de los elementos a considerar. Entendemos entonces que la evaluación tiene dos vertientes fundamentales. La primera, que podríamos considerar evaluación en un sentido amplio, integra la cotidianidad de los actos educativos y la segunda el examen propiamente dicho.
Mas allá del examen, las instituciones educativas evalúan permanentemente al alumno a partir de aquello que la cultura escolar tiene como normalizado. La universidad jesuita también asistió a esta práctica en la modernidad. Desde que el estudiante universitario ponía un pie en la universidad estaba siendo evaluado, se evaluaba todo del individuo, no solo los conocimientos adquiridos, se evaluaba la forma de desenvolverse, el comportamiento, pero, fundamentalmente, se evaluaba la capacidad de los sujetos para adecuarse a la norma.
El estudiante modelo era aquel que observaba ‘la sabiduría de Dios y le teme’, este era el objetivo al que apuntaba la formación fuera de los contenidos disciplinares. La evaluación era permanente por medio de las diferentes instancias de control y la aplicación de algunos castigos no físicos. En definitiva, se trataba de evaluar la preparación de los estudiantes para el mundo. Lo que se evaluaba era la disposición de este individuo al orden social vigente (Perrupato, 2013)22. En este esquema, todo estaba predispuesto para ello y las formas de evaluar se adecuaron a una concepción de la evaluación donde el error era penado23.
El examen se realizaba debiendo estar sentado el examinado en medio de la sala en una piedra mientras los evaluadores, sentados en silla, lo examinaban por un cuarto de hora preguntándole sobre sus conclusiones y proponiéndole dificultades. Así quedaba establecido en las Constituciones de la Universidad de Córdoba desde 1664:
El examen será estando el examinado sentado en la piedra, que está en medio del aula, sin sombrero ni manteo. Los examinadores asistirán asentados en sillas, y cada uno lo examinara por espacio de un cuarto de hora preguntándosele la conclusión, y proponiéndole alguna dificultad contra ella (Rada, 1664, c. 22).
Una vez acabado el examen, el Rector mandaba salir de la sala al evaluado y cada uno de los evaluadores ponía en una urna una letra de plata ‘A’ si estaba aprobado y ‘R’ si estaba desaprobado. Luego el alumno volvía y se procedía a leer las letras si había más ‘R’ el alumno desaprobaba caso contrario aprobaba. El hecho de tener poca cantidad de ‘A’ o estar parejas era motivo de llamado de atención por parte del rector al examinado. En caso de empate, es decir si la cantidad de RR era igual a las AA, el Rector en conjunto con el resto de los examinados definía si era conveniente o no darle el grado (Rada, 1664 c. 23).
[…] si el número de las RR fuese mayor declarara como no está aprobado; pero si fuere menor o hubieren alguna R, dirale como está aprobado declarándole vocalmente las RR que tiene, y conjuntamente le dará una reprehensión, encargándole que estudie, y lo que se hubiere votado, con los votos en contrario se escribirá en el libro de grados, que queda en la Universidad: si bien en la carta, o Título de Bachiller no será necesario expresarlas; sino usar de alguna benignidad, como se práctica, y consta de la formula (Rada, 1664, c. 24).
Los dispositivos de evaluación no implicaban solamente el momento del examen, las formas articuladas para el otorgamiento de grados eran por demás significativas y en ellas operaban una serie de representaciones en las que se ponían en evidencia las estructuras sociales nobiliarias jerárquicas. Solo a modo de ejemplo podemos señalar que al día siguiente de la defensa de las conclusiones el padrino debía dirigirse a la casa del graduado trayéndolo al Colegio donde se juntaría con todos los maestros y doctores, y desde allí irían a la universidad en perfecto orden: “[…] precediendo los bedeles con las mazas, y sello, con sus borlas en los bonetes y capirotes sobre los hombros hasta el lugar donde se ha de dar el grado, y dado el grado se repartirán las propinas en el teatro” (Rada, 1664, c. 25).
Para Foucault (2008, p. 215) el examen aparece como una instancia de vigilancia normalizadora “[…] establece en los individuos una visibilidad a través de la cual se los diferencia y se los sanciona. A esto se debe que en todos los dispositivos disciplinarios el examen se halle ritualizado”. El examen incorporaba al sujeto de manera individual dentro de un campo que se documenta, hacía de cada uno un caso que retroalimenta a la ciencia ya que por un lado asegura la transmisión de conocimientos y, por otro, entregaba un saber reservado exclusivamente para maestro a través del cual construía su pedagogía y su didáctica (Benito Moya, 2011).
El examen no se limitaba a sancionar un aprendizaje; fue uno de los sus factores permanentes, subyacentes según un ritual de poder constantes prorrogados (Foucault, 2008). En este sentido, el examen aparecía como parte de ese ritual de poder, pero también como una forma de representación y de control social. El examen era parte del universo simbólico cultural que se vivía en la universidad su ritual y simbología. La disposición de los espacios, la conformación del tribunal y la aplicabilidad de los métodos hacían al universo simbólico del examen, que evaluaba mucho más que la transmisión de conocimiento. Se evaluaba también la disposición a un orden que, encarnado en la universidad y sus jerarquías, reproducía el ordenamiento social al tiempo que lo representaba. En definitiva, lo que se evaluaba era la disposición del individuo al orden social vigente.
Orden y jerarquía fueron los pilares sobre los que se articularon las relaciones al interior de la universidad, logrando una suerte de reproducción microsocial de la escala monárquica y el examen contribuyó a ello. La universidad hizo del examen no solo una instancia de control sobre los conocimientos sino también un ritual sacralizado en el que se evaluaba la adecuación del individuo al orden social que tenía en esa institución su escala microsocial y en la Monarquía su representación mayor.
La pedagogía del ejemplo: El profesor como modelo
Como ha señalado Labrador Herraiz (1999) la pedagogía jesuita tuvo una concepción singular cuyo programa ponía el énfasis en la comunicación educativa entre maestros y estudiantes. En este sentido, la figura del maestro fue algo más que significativa, como afirma Vera de Flachs (2009, p. 195) el maestro era un personaje clave para la Ratio a él se le pedía “[…] originalidad e independencia de pensamiento, amor a la verdad por sí misma, capacidad de reflexionar, formar juicios correctos y conocimiento individual de los alumnos para ayudarlos a crecer en valores. En síntesis, como educadores debían ser competentes y a la vez, comprometidos con la formación de los jóvenes”. En este sentido, la función principal de los profesores era acompañar al estudiante en su crecimiento y desarrollo.
Los enseñantes debían ser modelos en todo sentido además de competentes en el área que se les designara, esto implicaba que su formación debía ser continua y en conjunto con los demás colegas, pero además una serie de disposiciones pensadas para buscar los mejores candidatos. Las cátedras se obtenían por oposición. Los opositores que ganaban debían pagar a las arcas de la universidad, al rector, a los conciliarios, al bedel y al secretario. Como los estudiantes votaban, fueron muy comunes las peleas para designar al favorito. Las fuentes que son muy cuidadosas en señalar los criterios para la selección de profesores. En el informe de Gregorio Mayans y Siscar (1774, p. 105) sobre la elección de nuevos docentes luego de la expulsión de los Jesuitas leemos:
Nadie debe ser admitido a los concursos de petición de cualquier cátedra destinada a la enseñanza pública, si no es hombre de costumbres cristianas y de aquella doctrina que el apóstol Pablo llama sana, y que sepa explicarla y haya dado muestras de constante aplicación.
Cualquiera que siga alguna de las que caracterizaban la secta de la gente social, esto es, la doctrina herética del regicidio y la que, por cierto, sistema depravado y al mismo tiempo complaciente, relajaba las costumbres cristianas, no puede ser admitido a concursos de peticiones de cátedras, haya seguido, o no seguido, antecedentemente la escuela jesuita, o antitomista o cualquiera otra.
Se trataba de buscar “[…] hombres de bien y honesto(s) en las costumbres […]” al tiempo que se intentaba juzgar prudentemente que sabía lo que debía enseñar y estaba dispuesto a cumplir su obligación (Mayans y Siscar, 1774, p. 116). Después de todo no debemos olvidar que “[…] su palabra tenía el prestigio que impone el saber, y los novicios se sometían moralmente ante aquellas eminencias intelectuales” (Gálvez, 1889, p. 289). La Ratio Studiorum era muy clara en los criterios que debía cumplir un profesor, quien debía ser “dirigente y asiduo y busque el provecho de los estudiantes” (1599, p. 4, c. 13,3) Esta misma dedicación al estudiante es la que marca Luiz Klein en la actualidad como una de las principales funciones del docente:
El educador debe proponer, pero jamás imponer y tampoco adoctrinar, al alumno, aunque éste recuse adherir a los valores propuestos. El educador estimula al alumno a actitudes de asombro delante de la belleza del universo, una vez que éste está cargado con la grandeza de Dios. El educador ayuda al alumno a ejercer la libertad, a partir de una consciencia crítica de sí mismo y del mundo. El educador ayuda al alumno a reconocer y retribuir con acciones al inmenso amor de Dios. Finalmente, el educador estimula al alumno a invertir sus potencialidades no para disfrute personal, sino para el enriquecimiento de los demás (2018-2019).
El docente guiaba proponía, estimulaba, en esto la pedagogía jesuita es de avanzada para la época, pero no se quedaba ahí. Para la pedagogía jesuita el docente debía “[…] emplear todo su trabajo y habilidad en formar personas bien instruidas […]” por ello debía “[…] enseñar doctamente y con rigor […]” utilizando el tiempo en cosas de utilidad (Mayans y Siscar, 1774, p. 115). Pero además debía dirigir su mirada con especial atención al alumno.
La preocupación de San Ignacio por la persona y su historia se refleja en la preocupación por que los profesores se adapten a la capacidad del alumno de aquí que preocupación pedagógica fuera fundamental. La Compañía de Jesús fue la primera institución docente que se preocupó por la formación pedagógica de los profesores (Gomes, 1994). Como afirmó hace ya varios años Garmendia de Otaola (1956, p. 16)
El gran consejo de San Ignacio, en cuestión de métodos, es éste: Ten cuidado de adaptarte a tu auditorio, a tu alumno, a tu educando; consejo que entraña un cuidado constante de la claridad y un llamamiento frecuente a la imaginación. Ambas cosas las reclama toda enseñanza; y la instrucción de los niños jóvenes so pena de un completo fracaso.
Los profesores no solo cumplieron un rol de instructores en las aulas, como nos informa Vera de Flachs entre sus objetivos figuraba la necesidad de cumplir con una función apostólica y social. En las Cartas Anuas de 1714 leemos que “[…] todos los domingos del año, dos padres salían a recorrer toda la ciudad, penetrando en los conventillos, y no paraban hasta conducirlos a nuestro templo” (Gracia, 2007, p. 190).
Consideraciones finales
Edith Litwin (2008, p. 65) definió la innovación educativa como una “[…] planeación y puesta en práctica creada o inventada con el objeto de promover el mejoramiento institucional de las prácticas de la enseñanza y/o de sus resultados. Entendida así la innovación se trata de un juego de fuerzas, tensiones que al interior de la enseñanza se plantean de manera dialéctica y que tienen que coexistir. Se trata entonces de nuevas formas de entender y comprender prácticas nuevas o tradicionales pero cuyo talante innovador no lo otorga la práctica en sí sino su sentido.
Las prácticas jesuitas en la universidad articularon viejas y nuevas formas de enseñanza con las cuales presentaron innovaciones educativas que tuvieron objetivos bien definidos. En este sentido, la reflexión sobre la enseñanza y el aprendizaje fue una herramienta fundamental para (re) pensarse en el quehacer docente. La preocupación por el individuo y la centralidad del educando se plantearon como miradas renovadas de una pedagogía tradicional que exigía ser revisada.
De este modo la mirada humanista rescató y puso de relieve una preocupación por nuevos métodos que pusieran en el centro al alumno y se alejaran, en parte, del escolasticismo. Así estrategias como las representaciones -manifestadas en las disputas-, los estudios de caso o la ejercitación renovaron la pedagógica universitaria y sentaron las bases para nuevas formas de enseñanza que se proyectarán en el resto de la Monarquía donde otras ordenes retomarán sus métodos.
Las innovaciones en la enseñanza se plantearon como la articulación entre prácticas heredadas de la escolástica como la lectio y la disputatio y nuevas formas surgidas de la renovada concepción espiritual, filosófica y pedagógica de la Orden Jesuita. En este sentido los estudios de caso, las representaciones, los ejercicios, e incluso la repetición se mostraron como practicas innovadoras para la época y sentaron las bases de una pedagogía posterior que se asentó en fundamentalmente en los dos últimos.
La concepción de la disciplina también fue algo innovador muy propio de las prácticas educativas de la modernidad, la norma como forma de regular y ordenar las conductas y el castigo -no físico- como mecanismo de regulación de los comportamientos. Todo estaba orientado al fin de garantizar el perfecto orden que Dios quería para la tierra. En este esquema la labor de los docentes era fundamental, de aquí que su elección fuera parte fundamental de la vida universitaria, después de todo, debían ser ejemplo de obediencia, sabiduría y moral.
Incluso la evaluación, que regulaba gran parte de la vida universitaria, se orientó a la garantía de tan perfecto orden. La evaluación en términos generales pretendió así regular la educación del estudiante a la normativa institucional elaborada con el fin de garantizar la realización del estudiante. El examen, por su parte, hizo lo suyo garantizando, no solo el aprendizaje sino también, y sobre todo, la reproducción de un orden social que tenía en la universidad su escala microscópica y en la Monarquía su representación mayor.