La enseñanza universitaria en proceso de cambio
Pueden recibir diferentes denominaciones según las preferencias de cada autor o cada tradición académica, pero se les llame de la manera en que se les llame, la verdad es que en la actualidad son tres los enfoques o visiones de la enseñanza universitaria que compiten entre sí: (a) una visión de la enseñanza centrada en el conocimiento, en los contenidos disciplinares, teóricos y prácticos, establecidos como contenidos para el nivel académico que curse (lo que los estudiantes han de conocer como resultado de su experiencia universitaria); (b) una visión de la vida académica centrada en los estudiantes como sujetos individuales con necesidades, intereses y proyectos de vida con características propias y diversas a los que la institución académica debería brindar oportunidades formativas flexibles para que cada quien pudiera ajustarlas, en la medida de lo posible, a sus expectativas; (c) una visión situacional de la vida universitaria en la que se otorga una especial relevancia a los ambientes de aprendizaje y a las experiencias vitales que se pone a disposición de los estudiantes; la universidad concebida como una experiencia global en la que han de integrarse no solamente los conocimientos académicos sino, también, otros tipos de aprendizajes en los diversos ámbitos que le afectan como aprendiz y como ciudadano.
Ninguna de esas visiones es excluyente y pueden combinarse con diferentes grados de presencia de cada una de ellas. En esas variadas configuraciones del escenario académico lo que hace es variar el grado de protagonismo que se otorga a los elementos centrales de cada uno de los tres enfoques (lo que actúa como figura y lo que pasa a ser el fondo). Si predomina el primer enfoque (el más extendido en la actualidad, al menos en España; el que caracteriza al sistema universitario en su conjunto) la figura son las disciplinas y los docentes quedando como fondo los estudiantes y los ambientes. En los casos en que llega a predominar el segundo enfoque, la figura son los estudiantes y el fondo profesores, contenidos y ambientes: son propuestas formativas basadas en el aprendizaje autónomo de los estudiantes y en la opcionalidad de una parte de los contenidos (estructuras curriculares con maior y minor) etc. En el tercer enfoque, el protagonismo, la figura, cae de la parte de los ambientes de aprendizaje (interesa más definir las experiencias que se ofrecerán a los estudiantes que fijar los resultados que finalmente se han de obtener, entendiendo que estos pueden ser diferentes según como cada estudiante haya vivido las experiencias propuestas) y, en el fondo, se sitúan todos los demás: profesores (que pasan a ser supervisores y guías), disciplinas (que pueden descomponerse para formar conjuntos interdisciplinares o propuestas modulares).
La primera de las perspectivas señaladas refuerza el sentido de las disciplinas, de su lógica y de sus contenidos (tanto conceptuales como operativos). Si, como ya hemos señalado en un trabajo anterior (Zabalza, Zabalza Cerdeiriña y Corte Vitoria, 2018), es en torno al dominio de las disciplinas como los docentes universitarios tendemos a construir nuestra identidad, no resulta extraño que sean las disciplinas el eje fundamental de nuestra docencia. Para la mayor parte de los docentes universitarios resulta difícil salirse de ese cauce, en el que se sienten seguros, para organizar su trabajo formativo en torno a otros ejes (metodologías, supervisión de los estudiantes, gestión de entornos formativos etc.) que les requeriría una formación y un entrenamiento más allá del dominio disciplinar del que provienen.
En cualquier caso, lo que las nuevas políticas académicas vienen planteando en los últimos años es que la visión de la experiencia académica que posibilitamos a nuestros estudiantes cambie en una dirección específica: que transitemos del enfoque 1 (centralidad de las disciplinas y la enseñanza) al enfoque 2 (centralidad de los estudiantes y el aprendizaje). Se trata de un cambio sustantivo en la cultura institucional de las universidades porque significa hacer girar nuestros planteamientos 180 grados: del protagonismo del profesor al del estudiante; de la centralidad de las disciplinas y sus contenidos a la del aprendizaje de los estudiantes; de otorgar la máxima relevancia a la enseñanza y sus modelos y técnicas, a otorgarla al aprendizaje y sus condiciones; de pensar en los grupos como receptores de nuestras actuaciones docentes (explicaciones, informaciones, propuestas) a pensar en los individuos (como sujetos que aprenden de forma individual y diferenciada) y en la mejor forma de ayudarles a que aprendan (tutorías). La tarea que nos han propuesto para este inicio de siglo alude, por tanto, a buscar estrategias formativas innovadoras que sirvan para situar al estudiante y su aprendizaje (en lugar del docente y lo que éste enseña) como piedra angular del quehacer universitario.
Un cambio de tanta envergadura supone, ya de por sí, un enorme desafío porque requiere modificar muchas de las rutinas y de las visiones que sobre la enseñanza se han ido instalando en las instituciones universitarias. Pero, incluso así y con ese mismo propósito, la propuesta de las coreografías quiere llevarnos un paso más allá: avanzar desde el enfoque 2 (prioridad del estudiante y el aprendizaje), al enfoque 3 (prioridad de los ambientes de aprendizaje). Esto es, reforzar nuestro papel (de las instituciones académicas y de los docentes) como creadores y gestores de ambientes de aprendizaje ricos.
Coreografías didácticas: cambiar la mirada
Partamos de una idea central: una forma de cambiar las cosas es cambiar la forma en que las miramos, la forma en que nos acercamos a ellas. La “mirada” y las palabras en las que esa mirada se expresa configuran una especie de esquema analítico previo a cualquier análisis y, a partir de ahí, condicionan de manera clara la forma en que nos relacionaremos (como actores, como investigadores, como espectadores) con esa realidad y con los sujetos que forman parte de ella. Así, las miradas se convierten en recursos hermenéuticos para interpretar lo que vemos. ¡Qué importantes son esas primeras miradas sobre las personas o las cosas! Esa es la idea que hemos querido expresar en el apartado anterior. La forma en que miremos y signifiquemos la Educación Superior va a condicionar la forma en que vayamos a enfrentarnos a la tarea de enseñar.
Y si hablamos de educación parece claro que necesitamos acercarnos a ella con nuevas miradas. La forma en que vemos la educación ha ido alejándose de aquellas ideas originales del crecimiento personal, del bienestar, de la cohesión social, de la equidad, del aprendizaje. Cada vez nos acercamos a ella con palabras que resuenan más a burocracias, a normas, a procedimientos y resultados medibles. Nos interesan más las estadísticas que el aprendizaje y el bienestar; pesa más la rendición de cuentas que la creatividad y el disfrute de la etapa escolar. Hay demasiados ingenieros y abogados y funcionarios gestionando la calidad de la educación y pocos artistas. Bueno, no hagan mucho caso, es solo una catarsis emotiva del mayor de los autores. Pero nos sirve a ambos como antesala de lo que quisiéramos comentar en este artículo.
Volviendo al inicio, la cuestión es que precisamos construir nuevas miradas sobre la universidad y la docencia que en ella llevamos a cabo. Miradas frescas, lúdicas, atractivas que nos permitan resetear nuestros enfoques sobre la naturaleza de los procesos educativos y aproximarnos a la educación con otros recursos tanto semánticos como operativos. Y ahí es donde entran las coreografías, una metáfora proveniente del mundo del arte (de la danza y el teatro) que nos permite ver la Educación Superior como un conjunto rico y variado de escenarios dispuestos para que los sujetos puedan desarrollar al máximo sus capacidades personales. La danza es ese espacio expresivo donde los sujetos no solo tienen que aprender y atenerse a un guion, sino que tienen que ser capaces de expresar lo mejor que tienen de sí mismos. Eso mismo sucede en la educación: no se trata solo de asimilar lo que el currículo me impone como tarea sino de hacerlo siendo yo mismo y poniendo en valor lo que tengo de diferente y propio. Lo que está sucediendo en la educación en general y en las universidades, en particular, es que las instituciones funcionan más como estructuras técnicas de modelización de los sujetos que como escenarios en los que cada estudiante pueda construir su propio desarrollo. Existe un modelo de sujeto y de profesional (el que marca el currículo oficial) y todos tienen que atenerse a él, asimilarlo. Y así, el valor escolar de cada quien (sus calificaciones, su expediente) quedará fijado en función de la fidelidad con que haya asumido el modelo: más iguales al modelo, mejor valoración. La otra parte, la más artística, aquella que nos vincula con lo que cada uno de nosotros tiene de distinto y original desaparece en la formación, queda fuera de foco educativo. Una mirada artística de la Educación Superior nos debería llevar a iluminar de nuevo esa zona opaca del crecimiento personal diferenciado.
En ese sentido, las coreografías, y los enfoques académicos que se aproximan más a esa mirada, permiten abrir el espectro de opciones de aprendizaje que se ofrece a los sujetos, en la línea de las inteligencias múltiples (otra metáfora que permitiría renovar la educación). Eso siempre asusta. Los sistemas escolares tienden a desconfiar de los sujetos en lugar de confiar en ellos; prefieren controlar y predeterminar su plan de desarrollo antes que empoderarles para que sean autónomos. Desde la perspectiva del arte parece claro que ése es un planteamiento erróneo. La creación artística precisa de ese toque personal que la hace diferente a cualquier otra. Cada artista lo es a su manera. Y así debería ser en el aprendizaje: aprender lo que hay que aprender para poder integrarse en el grupo social y profesional al que se desea pertenecer, pero abriendo espacios para que cada uno de nosotros progrese y refuerce aquellos campos más acordes con sus intereses, preferencias o capacidades personales. El objetivo de la educación no es (no debería ser) crear clones sino formar sujetos.
Este cambio de mirada nos lleva a redefinir las situaciones de aprendizaje y el papel de sus protagonistas. La vida académica ha cambiado profundamente su estructura y configuración. La vieja idea de que aprender es recibir información y conocimientos de los profesores está en declive, al menos en sus formulaciones más rígidas y unidireccionales. Aprender es (o quiere ser) otra cosa: construir conocimiento. La información puede trasladarse de la mente del docente a la del estudiante, el conocimiento no. Conocer requiere un proceso activo por parte de quien aprende. Y para que eso se produzca se requiere un ambiente de aprendizaje que propicie la implicación activa de los aprendices. Lo que hace que un escenario de aprendizaje pase de ser un escenario pasivo, de recepción de información, a un escenario activo que requiera la participación, depende de la coreografía didáctica que utilicemos. En la docencia tradicional la figura es lo que el docente hace y el fondo es el ambiente en que esto se hace. En realidad, en ese marco, el ambiente carece de importancia, es meramente el “locus”, el espacio físico en el que nos situamos pero que poco o nada influye en lo que hacemos. Bajo esa perspectiva se han ido creando en los últimos años aularios en las universidades: clases y espacios indefinidos donde se puedan realizar muy diversas actividades docentes. Si en realidad, el lugar donde se da una clase no influye en su eficacia, qué más da dónde esa clase se dé. Nos sirve tanto la sala 123C como la 471D. Poner la coreografía como figura es dotar a sus componentes (entre ellos el espacio, aunque no solo el espacio, como veremos) de protagonismo en el proceso de enseñanza-aprendizaje. La coreografía no es el fondo sino la figura, se convierte en un agente del aprendizaje: se aprende de una manera u otra, se aprenden unas cosas u otras; se aprende con una consistencia u otra en función de la coreografía que utilicemos. Ése es el cambio de mirada: el aprendizaje no depende solo, no depende tanto de lo que los profesores hagamos sino de lo que hagan los estudiantes; y lo que estos pueden o no pueden hacer depende del ambiente de aprendizaje que les hayamos organizado.
¿Y todo esto viene a santo de qué? A que, sin esperar que el mero uso de una nueva palabra-metáfora resuelva los problemas de la educación, sí podríamos conseguir modificar nuestra mirada sobre el papel de las escuelas y de los profesores. Una visión del oficio de enseñar más lúdica y polícroma. Los docentes como coreógrafos, como generadores de ambientes de aprendizaje en los que los sujetos pudieran aprender y desarrollarse como estudiantes, pero también como sujetos con cualidades e intereses diferenciados.
Las coreografías didácticas: su arquitectura interna
Fueron Oser y Baeriswyl (2001) quienes introdujeron la metáfora de las coreografías en el mundo de la enseñanza. La tomaron del mundo del arte y la danza como una analogía feliz de la natural interconexión que existe entre la performance del artista y el ambiente en el que se desarrolla.
Los pasos de la danza, explican los autores, responden simultáneamente a dos tipos de demandas: por un lado, el bailarín puede crear libremente en el espacio disponible y mostrar todo su repertorio expresivo; por el otro, el artista se ve limitado por los elementos que constituyen la escenografía, el ritmo, la estructura métrica, la forma y secuencia de la música, etc. (p. 1043)
Es decir, el interés de los autores fue vincular el aprendizaje con el contexto creado para que éste se produzca, la coreografía. En el fondo, ésa ha sido la gran preocupación de la Didáctica desde siempre: qué tenemos que hacer los docentes para que nuestros estudiantes aprendan. Durante mucho tiempo se pensó que lo que teníamos que hacer era saber hablar y explicar bien los contenidos de nuestra materia. Cuando los profesores éramos la única fuente disponible de información, ese enfoque podía funcionar. Hoy ya no. Hoy la información está disponible en muy diferentes fuentes y soportes (sociedad de la información, ubiquitous learning). Tampoco se trata de que enseñar sea igual que hablar, explicar. Don Finkel (2008), ha escrito un interesante libro titulado: Dar clase con la boca cerrada). Para nuestros estudiantes actuales el aprender haciendo es más relevante que aprender escuchando. Y, en definitiva, enseñar se ha convertido para nosotros en saber organizar ambientes de aprendizaje ricos en estímulos y que propicien un proceso de aprendizaje activo y orientado. Como indicaba Menges (1997) enseñar no es otra cosa que “the intencional arrangement of situations in which apropiate learning will occur”.
Es en ese sentido que los profesores montamos coreografías y “puestas en escena” que encauzan el proceso de aprendizaje de nuestros estudiantes. Esas situaciones pueden ser reales y estar emplazadas en espacios concretos (las aulas, los laboratorios, los lugares de prácticas) o pueden ser virtuales (en sistemas de enseñanza a distancia u on line) pero, en todo caso, juegan el mismo papel: definen, concretan y operativizan oportunidades de aprendizaje. La diferencia entre un profesor experto y uno inexperto radica no tanto en lo que cada uno de ellos sabe de su materia o de lo competente que cada uno de ellos es en la investigación, sino en la pericia que posee para organizar las situaciones didácticas de tal modo que sus estudiantes alcancen un nivel de aprendizaje efectivo y profundo. Y ahí, la metáfora de las coreografías d
En el modelo de Oser y Baeriswyl (2001), las coreografías están integradas por 4 componentes básicos: la anticipación, la coreografía externa, la coreografía interna, el producto o aprendizaje. Los cuatro son elementos canónicos y no podríamos hablar de coreografía si nos falta alguno de ellos:
a) La anticipación es la idea previa, el motivo, la intención que nos mueve a diseñar la coreografía, lo que queremos lograr con ella. La danza como la enseñanza no es un proceso a improvisar. Y si lo es, uno debe tener clara esa condición y lo que eso supone a la hora de gestionar el proceso didáctico. La tarea de enseñar es un proceso intencional: queremos que nuestros estudiantes aprendan algo y que lo aprendan de una determinada manera. Tener eso suficientemente claro es lo que nos permitirá montar la coreografía externa adecuada.
b) Una coreografía externa y visible, compuesta por los elementos materiales, organizativos, operativos y dinámicos que configuran un espacio de acción y pensamiento. Es el ambiente de aprendizaje que diseñamos, los materiales que ofrecemos, las consignas que transmitimos, el tiempo y el ritmo que establecemos, las actividades, las modalidades de agrupamiento, etc.
c) Una coreografía interna y no visible que consiste en las operaciones mentales y las dinámicas afectivas o emocionales que suceden dentro de los aprendices. Es la forma en que los estudiantes aprenden, la secuencia de operaciones mentales y operativas que les conducen a la realización o performance esperada. Obviamente, y tal es la idea central del modelo de las coreografías, se entiende que este proceso que desarrolla el estudiante para aprender (coreografía interna) viene condicionado por la coreografía externa que le hemos ofrecido.
d) El producto o resultado del aprendizaje. El alumno domina el nuevo conocimiento propuesto y/o está en condiciones de realizar las actuaciones, habilidades prácticas o respuestas aprendidas. El producto puede ser una realidad tangible (un producto, un conocimiento, una acción) o un estado subjetivo (el refuerzo de una actitud o un estado de ánimo).
Como puede constatarse, no hay mucha novedad en este esquema. Esos 4 componentes han formado parte de la estructura convencional de los modelos de enseñanza. La diferencia estriba, o eso creemos, en la mirada. Hablar de planificación, de enseñanza, de proceso de aprendizaje, de logros o resultados de aprendizaje, es lo habitual. Pero suele hacerse desde perspectivas propias de los modelos tecnológicos que ponen el acento en los componentes estructurales de cada una de esas fases. La racionalidad tecnológica nos lleva a plantear el conocido esquema didáctico: si estamos en A y queremos llegar a B, tenemos que hacer C. Ni qué decir tiene que, desde la perspectiva de ese modelo, cuanto más predefinido esté C mejor será para garantizar la efectividad del proceso. Para la perspectiva artística, la lógica a aplicar es mucho menos estricta y más abierta a la contingencia y a alternativas individuales variadas. Desde luego, B no puede ser una meta demasiado cerrada o predefinida. Hay, incluso en el mundo del arte, aprendizajes cuyos propósitos resultan muy concretos y predeterminados. En tales casos, la lógica técnica es la adecuada. Una lógica que también podría aplicarse a la coreografía (es la que se emplea en los simuladores, en aprendizajes de danzas o movimientos muy concretos, en procesos muy regulados). Pero el mundo de la enseñanza cubre, también, otros ámbitos en los que las cosas pueden y deben ser más abiertas (open-ended processes). La mirada artística de las coreografías tiene mucho sentido en estos casos.
En el centro de todo el modelo está, obviamente, el aprendizaje, esto es, la coreografía interna, el proceso que los estudiantes desarrollan para aprender. Primero anticipamos ese proceso (pensamos qué tipo de aprendizaje deseamos lograr), después tratamos de articular una coreografía externa que resulte adecuada a ese propósito. Y, al final, el producto es otra pieza relevante, pero siempre como resultado del proceso de aprender.
La Didáctica actual ha asumido que su objeto central de estudio y desarrollo es el aprendizaje y no la enseñanza. La renovación pedagógica se ha movido en los últimos años bajo el leimotiv del “sift from teaching to learning” que planteaba la Declaración de Bolonia para la docencia universitaria pero que es igualmente aplicable a cualquiera de las etapas escolares. Siendo eso así, la cuestión que se nos plantea a los didactas es cómo acceder a esa coreografía interna (el aprendizaje) que por definición es personal, interna e invisible. “Quod recipitur, ad modum recipientis recipitur”, decían los latinos: lo que se aprende, se aprende al modo de quien aprende. Esto es, cada uno aprende a su manera. Lo que, en términos de enseñanza, nos deja bastante descolocados a la hora de organizar el aprendizaje de nuestros estudiantes. El problema central de toda didáctica ha sido, por tanto, cómo podemos llegar a influir en ese proceso de aprender que es interno, invisible y particular de cada estudiante. La pedagogía tradicional ha solido obviar ese principio al pretender que todos los estudiantes aprendan de la misma manera, o al fingir que eso es lo que sucede: nosotros enseñamos a todos igual y luego que cada uno que se las arregle como pueda. Esa ha sido la estrategia habitual. Errónea, obviamente.
El diseño de coreografías didácticas nos lleva por otras vías. Otra mirada. La idea de partida es que podemos influir (variar, condicionar, orientar) el aprendizaje de nuestros estudiantes (la coreografía interna) modificando la coreografía externa. Hay coreografías que propician, sobre todo, el aprendizaje memorístico; hay otras que incorporan la necesidad de elaborar productos o resolver problemas; hay algunas que nos exigen colaboración; hay otras que combinan los aprendizajes teóricos con las prácticas; ciertas coreografías potencian la perspectiva investigadora y articulan el aprendizaje a través de diferentes fases con exigencias también diferentes (documentarse, analizar datos, discutir resultados, elaborar informes).
Al final, como indicaba, el foco central se sitúa siempre en la coreografía interna e, indirectamente, en el producto final como su expresión fáctica. Lo que interesa al educador es cómo los sujetos aprenden y a qué tipo de aprendizaje final acceden. Y, por ello, nuestro cometido principal es armar el escenario (las consignas, los recursos, los tiempos, las actividades) para que dicho aprendizaje suceda. No se trata de que los docentes tengamos que llevar de la mano a nuestros estudiantes, salvo quizás en los primeros momentos y siempre con el propósito de ir apartándonos para que sean realmente autónomos. Nuestra tarea es crear ambientes de aprendizaje ricos y orientarlos para que los aprovechen y disfruten.
Si utilizamos la mirada de la coreografía nos vamos a encontrar con situaciones muy diferentes en la enseñanza. Hay coreografías muy minimalistas (profesores que llegan a clase, explican la lección del día y se van; o aquellos que mandan abrir el manual en la página correspondiente y leen o mandan leer lo que toca ese día) frente a otras mucho más enriquecidas (clases en la que se combina explicación, ejercicios en grupo, puestas en común, actividades prácticas, etc.); hay coreografías individuales (cada uno con su libro, su cuaderno, sus ejercicios) y otras más corales (trabajo en grupo, en pareja, trabajo con grupos de alumnos de otras escuelas a través de redes, trabajo de estudiantes de distintas edades y cursos etc.); coreografías autosuficientes (todo lo que necesita consultar y manejar el estudiante lo tiene a mano) frente a otras incompletas (donde los estudiantes tienen que buscar recursos, explorar alternativas, documentarse por su cuenta); coreografías predeterminadas (en las que existe un guion previo que hay que reproducir) frente a otras generativas (cada paso que se va dando abre nuevas alternativas, el proceso es abierto y son los aprendices los que van tomando decisiones); hay coreografías genéricas (el mismo escenario en diferentes lugares porque se utilizan los mismos materiales y procesos) y coreografías situadas (se busca manejar recursos locales y resolver problemas contextualizados).
En fin, que las alternativas son muchas. No estaría mal que los docentes nos preguntáramos de vez en cuando cómo es la coreografía habitual de nuestras clases, cómo organizamos el ambiente y los recursos para el aprendizaje de nuestros estudiantes.
De las coreografías individuales a las institucionales
Pese a todo lo dicho hasta aquí y, aun reconociendo el indudable valor innovador que la metáfora de las “coreografías” puede aportar a la enseñanza, si la idea de coreografía se aplica únicamente a las acciones de cada docente en su aula y/o con su grupo de estudiantes, su valor transformador de la enseñanza resultaría muy reducido. La perspectiva correcta, en nuestra opinión, es ampliar el sentido y los componentes de las coreografías externas a elementos que van más allá del espacio individual de los docentes para aplicarlo, también, al conjunto de la institución escolar. Tendríamos así que hablar no solamente de coreografías docentes (las que se refieren a la forma en que cada docente organiza su enseñanza) sino, también, de coreografías institucionales, la forma en que cada institución se organiza y organiza los procesos de enseñanza y aprendizaje que se producen en su seno (o fuera de él, pero integrados en su proyecto educativo). Siendo éstas, las institucionales, más importantes y con mayor impacto en el aprendizaje y formación de los estudiantes, que las que cada docente pueda utilizar en el marco reducido de su disciplina.
Y eso porque parece claro que las coreografías internas (el modelo interno de aprendizaje que las coreografías propician en los estudiantes, esto es, el componente central de la enseñanza) desbordan con mucho la acción individual y concreta de cada profesor y se vinculan a variables coreográficas institucionales. Lo que hace cada profesor resulta importante, pero aún lo es más la forma en que cada institución diseña y desarrolla el proyecto formativo que ofrece a sus estudiantes; la forma en que se organiza el trabajo de profesores y estudiantes; la organización del currículo; el tipo de relaciones que cada institución escolar establezca con su entorno; los sistemas de prácticas y movilidad; las infraestructuras disponibles y la organización de los espacios de aprendizaje; las expectativas y demandas académicas que la institución plantea a sus estudiantes etc. Bastaría pensar en la coreografía institucional tan diferente que suponen los cursos a distancia con respecto a los presenciales; los cursos con periodos de prácticas externas a los que no los tienen; los procesos que combinan aulas y laboratorios a los que no lo hacen; los cursos organizados por módulos o por competencias a aquellos más disciplinares; aquellos que han introducido competencias transversales a los que no lo han hecho. En ninguno de los casos mencionados el papel de los docentes individuales resulta relevante, lo que marca la coreografía es la dinámica institucional establecida, la forma en que cada institución define su proyecto educativo y lo lleva a cabo. Lo importante de esta perspectiva de la coreografía institucional es que pone el foco de análisis e innovación didáctica no tanto en lo que hace cada profesor individual sino en la forma en que cada institución ha definido su coreografía formativa.
Las investigaciones sobre implicación y rendimiento de los estudiantes (Wonglorsaichon, Wongwanich y Wiratchai, 2014; Pescarela, Seifert y Blaich, 2010; Fredricks, Blomenfeld y Paris, 2004) insisten en que el aprendizaje depende en gran medida de las condiciones contextuales y de trabajo de los estudiantes. También Astin, promotor en 1999 del NSSE (National Survey of Students Engagement), utilizado en la actualidad en más de 1600 universidades de todo el mundo, parte de la idea de que las instituciones son co-responsables de la implicación de los estudiantes en su actividad académica. Y lo son, por tanto, de su aprendizaje efectivo. Es decir, los estudiantes se implicarán con mayor intensidad si la organización y las prácticas académicas de la universidad a la que asisten (es decir, las coreografías institucionales) son las adecuadas y lo propician.
En el ámbito de las coreografías institucionales estamos trabajando desde hace varios años con colegas de la Universidad Federal de Pernambuco. Es un trabajo arduo porque existen pocos precedentes y vamos haciendo camino al andar, desde aclarar terminologías hasta construir instrumentos que nos permitan identificar y valorar las coreografías institucionales.
En la actualidad, estamos utilizando un esquema de 9 variables que nos permiten recoger elementos substantivos de la coreografía institucional (figura 1). Las tres primeras de dichas variables se refieren a los componentes estructurales de los procesos didácticos: profesor (P), alumno (A) y contenido (C). Las características individuales y colectivas de cada uno de esos componentes van a constituir factores substantivos del desarrollo posible de la docencia. La calidad individual y colectiva de los profesores y de los estudiantes (se defina como se defina dicha calidad) son aspectos esenciales para poder entender el tipo de procesos docentes que allí se lleven a cabo. Y con respecto a los contenidos también resulta claro que su mayor o menor pertinencia, el nivel de dificultad con que se plantean, su actualización etc. son factores que afectan a la calidad de los aprendizajes.
Las siguientes 3 variables tienen características interactivas: la relación entre profesores (P-P), la interacción entre estudiantes (A-A) y la interacción entre contenidos (C-C). Una coreografía en la que los docentes trabajan individualmente y desconectados entre sí (lo habitual en muchas instituciones) es siempre más limitada que otra en la que la cultura de la colaboración permita generar sinergias, trabajo en parejas, clusters y diversos tipos de agrupaciones. Otro tanto sucede con los estudiantes: se han demostrado como mejores aquellos ambientes didácticos en los que los estudiantes se ayudan entre sí (tutorías entre iguales, sistemas de apoyo para compañeros con dificultades) y colaboran en asociaciones y/o iniciativas académicas, culturales o lúdicas. Con respecto a los contenidos es obvia la enorme diferencia como contexto de aprendizaje entre los planteamientos más estrictamente disciplinares y aquellos otros interdisciplinares o modulares. La escalera de Harden (2000) es un buen marco de referencia para revisar la estructura curricular que cada institución propone. Finalmente, las tres últimas variables se refieren a factores vinculados a las condiciones relacionales y epistemológicas que la coreografía genera: relación entre profesores y estudiantes (P-A); relación entre estudiantes y contenido (A-C) y relación entre docentes y contenido (P-C). La relación entre docentes y estudiantes ha sido siempre un factor con notable impacto en el aprendizaje; la relación entre estudiantes y contenido es, probablemente, el factor fundamental de toda coreografía puesto que define la naturaleza y desarrollo de la coreografía interna. Es muy diferente que los estudiantes se aproximen a los contenidos para memorizarlos, para recrearlos, para investigarlos, para experimentar con ellos, para discutirlos. Ese tipo de aproximación se ha convertido en el eje central de los nuevos enfoques didácticos: lo que enseñamos a nuestros estudiantes no es lo que nosotros sabemos sino la forma en que nosotros pensamos, la forma en que un experto afronta los problemas y selecciona soluciones desde nuestra propia disciplina. Y, finalmente, la relación entre docentes y contenidos tiene mucho que ver con cómo cada docente va a afrontar la docencia. De ahí que sea tan relevante la capacidad investigadora de los docentes porque eso supone una forma no meramente reproductora del conocimiento; igual que resulta importante que los docentes tengan experiencia profesional porque eso marca una forma diferente de aproximarse a la realidad que le toca enseñar etc.
En conclusión
Sin pretender que hablar de coreografías nos vaya a resolver los problemas a los que la educación ha de hacer frente, sí podríamos beneficiarnos de la diferente perspectiva con que nos permiten mirar y analizar los procesos de enseñanza. Una mirada más atenta a la importancia del contexto, a la necesidad de vincular el ambiente de aprendizaje que organizamos para nuestros estudiantes con los procesos a través de los cuales ellos y ellas van a aprender, a rescatar la necesaria presencia de los cuatro momentos del aprendizaje (anticipación, coreografía externa, coreografía interna y producto o resultado). En el fondo, se trata de intentar respuestas novedosas a la pregunta esencial de nuestra tarea docente: ¿nuestros estudiantes se implicarían y aprenderían más o mejor si tanto las coreografías institucionales como las docentes fueran diferentes a las que les ofrecemos?