“Utopia não significa impossibilidade. Utopia é a ponte que se constrói
entre a realidade (de que não se gosta) e o que se deseja”
Ana Granja, Uma escola movida a sonhos1
Libellus… De optimo reipublicae statu, deque nova insula Vtopiae2 fue obra de uno de los más grandes humanistas del siglo XVI, que marcó un género textual de gran vitalidad en el tiempo y hasta los días de hoy. Hablamos de un texto movilizador de energías psíquicas y de voluntades con disposición para transformar aspectos de la realidad social. Y esto también en el campo educativo. Pero, fue también un texto que alternativamente pudo servir para contraponer lo que llamamos distopías, a modo de “negativo fotográfico”. El campo de la educación, tan frecuentemente coercitivo, fue y es asimismo un escenario que permite florecer los mejores ideales sociales e individuales; un escenario que hizo y hace posible ejercicios singulares de creatividad, allí donde son observables profundos empeños en la búsqueda continua de nuevas fronteras y horizontes para el desarrollo humano y la construcción siempre inaplazable de una nueva humanidad, con aquellos rasgos que permiten significar el concepto de ciudadanía y una visión exigente de los derechos humanos.
El presente texto pretende mostrar una síntesis de estos procesos de construcción de horizontes utópicos, con el concurso de los textos y de las experiencias educativas que albergaron en la historia pasada y aún reciente esa dimensión utópica, a la que queremos aludir. Las críticas a la llamada educación tradicional, por conservadora, dogmatizante y autoritaria, han surgido en distintos períodos históricos, con más fuerza desde que la Ilustración provoca la profundización en el ejercicio de la razón, afirmando un camino que siguieron, entre contradicciones, aquellas educadoras y educadores que intuían que “otro mundo” debiera ser posible.
¿De qué hablamos cuando nombramos la “utopía”?
El término “utopía” aparece por primera vez, según convención académica de general aceptación, cuando el humanista inglés Thomas More introduce este nombre, al referirse a la ínsula Utopía en su célebre obra editada en Lovaina en 1516. La utopía de More resulta la narración de la vida social y comunitaria de un amplio y seleccionado grupo de personas libres, con funciones y conocimientos diversos, que habitan la isla (imaginada) Utopía; desarrollando en ella normas de vida distintas de las existentes en el mundo conocido y como reverso o crítica velada a la sociedad presente, que conducirían a una superior felicidad social y “a la mejor constitución de una República”, en tanto que dedican su tiempo a cultivar el espíritu y trabajan conforme a sus predilecciones y capacidades.
La “utopía” puede entenderse cómo ou topos, esto es, un “no lugar”, un lugar no existente, lo que algunos prefieren señalar como contracción de eu (que en griego significa “bueno”, “feliz”) y topos (que significa “lugar”, “espacio”), lo que en este caso se referiría a un “lugar o espacio feliz”. Destaca M. Manno (1990) que esta aludida ambigüedad terminológica corresponde bien a la bivalencia constitutiva del concepto utopía: en ocasiones hace referencia a contenidos de pensamiento irracionales, fantásticos e irrealizables y, por veces, indica ideales de progreso social y de exaltación de las capacidades humanas, en pro de ideales considerados realizables en el futuro e hipótesis de trabajo traducibles después de llevar a cabo experiencias de lucha y de construcción ‒una especie de anticipación de situaciones históricas deseables‒. De todos modos, suele comprenderse de forma general en la primera acepción, esto es, un pensamiento fantástico e irrealizable, por más que pudiese de algún modo ser deseable. En ese sentido se expresa, por ejemplo, el Diccionario ideológico de la lengua española, de Julio Casares al decir: “Plan, proyecto o ficción ideal, pero de imposible realización”. (CASARES, 1975, p. 849).
Se ha reflexionado y debatido mucho en torno a las palabras utopía y utopismo, de modo que desde aquel texto primero de More de 1516 hasta el presente se han escrito gran variedad de narraciones y textos descontextualizados, espacial y temporalmente, bien por referirse a un “tiempo remoto” que se pretendería “recuperar”, o bien a un supuesto tiempo por venir. De este modo se desarrolló, ya durante los siglos XVI y XVII, un género literario y filosófico en el mundo occidental con muy diversas manifestaciones y libros memorables. Por eso, utopía y utópico pueden referirse de ordinario a cosas muy diferentes en cuanto a su concreción, aunque esté presente de fondo una referencia constante a una deseable “sociedad perfecta y armónica”, siendo rasgos de esta posible perfección y armonía, según anotó George Kateb (1977): la “paz perpetua” a la que aludió Emmanuel Kant, la plena satisfacción de las necesidades humanas, la realización de trabajos satisfactorios, el ocio fecundo, grados amplios de igualdad entre las personas o “racionalización de la desigualdad”, la ausencia de la autoridad o la aceptación sumisa y racionalizada de ella, así como la existencia general de comportamientos entendidos como virtuosos para el conjunto del grupo, a menudo señalado con rasgos “comunitarios”. (KATEB, 1997, p. 597).
Por todo esto, las utopías, en tanto que documentos, pueden sugerir modos alternativos de desarrollo humano y se presentan como textos relativamente elaborados, lo que permite hablar, pues, de utopías médicas, sociales, técnicas-tecnológicas, urbanísticas (“la ciudad ideal”, ya anunciada por Campanella en los albores del siglo XVI), políticas (“repúblicas ideales”), geográficas, artísticas o científicas, lo que, como ejemplo, nos remite a aludir a la “ciencia-ficción”… y por eso también se puede hacer referencia a la existencia de una literatura utópica variada, por ser numerosas las expresiones del utopismo a lo largo del tiempo, con convergencias y divergencias entre sí, atendiendo a la diversidad de creadores de esta literatura, a sus variadas cosmovisiones y convicciones morales y a los distintos contextos histórico-temporales que las han condicionado, modulando por todo esto las diferentes descripciones de la “sociedad perfecta y armónica pretendida”.
Con frecuencia, los textos utópicos contienen −como indicamos− referencias críticas de alcance socio-político en relación con la sociedad en la que se formulan; unas referencias, por tanto, de pretensión alternativa y desde las que sería dado pensar un reverso de horizonte de transformación social a modo de hipótesis anticipadoras. Así lo apreciaron Karl Mannheim en su texto Ideología y Utopía de 1929 3, o Ernst Bloch quien, con su El principio esperanza4 de 1957, destacó la dimensión utópica del ser humano y avaló la posibilidad de valor positivo de algunas de las propuestas utópicas, si bien, parecería que más habitualmente éstas presentan aspectos reaccionarios y antihistóricos, de ahí su predilección por la geografía de las islas con micro-sociedades que viven retiradas y fuera del real histórico, haciendo así inviable una concomitante toma de posición para la efectiva transformación social, de donde vendría, entonces, su inutilidad. Tal acontecería, por ejemplo, en este caso de la Utopía de More o en el caso de la República de Platón, fundadora de una realidad conforme a una idea puramente racional, o en el de la isla volante Laputa descrita en 1726 en los Viajes de Gulliver de Jonathan Swif, con absurdos filósofos, escritores e inventores.
El pensamiento crítico contemporáneo, con específica resonancia en el caso de Karl Popper5, reaccionó, pues, contra las presuntas valencias positivas de los discursos utópicos precientíficos y anticientíficos, debido al significado “antihistórico e incluso violento, totalitario y ancestralmente regresivo de las utopías” (MANNO, 1990, p. 1783), como también se manifestó contrario a la creación de “utopías antiutópicas” o distopías, tal como las elaboradas por Aldoux Huxley en Un mundo feliz6 (1932), Burrhus F. Skinner en Walden Two (1948)7 o Orwell en 19848 (1949), para denunciar, así, a que grado de inhumanidad puede llegar una utopía; una denuncia realizada en nombre de una racionalidad pegada a los hechos y contraria a las huidas cara lo irreal. La huida sería la búsqueda de la “repetición” de paraísos inexistentes por haber perdido la perspectiva de esperanza e ignorar la dimensión histórico-social del futuro.
Sea como fuere, parece que sería inoportuno, sin embargo, desconsiderar la contribución de la literatura utópica para la creación de estados de conciencia que con frecuencia pudieron estimular el deseo de otra realidad y hacer crecer la confianza en las posibilidades de lograr “otros escenarios” deseables humanamente. En este sentido hay que referirse, en particular, a la amplia literatura utópica de los siglos XVIII (como ejemplos, Bernard le Bouvier de Fontenelle con su Republique des Philosophes9, o Louis S. Mercier, con L’An deux mille quatre cent quarante10) y del siglo XIX, sea la producida por los autores que Marx y Engels llamaron “socialistas utópicos”, preocupados por el logro de una sociedad igualitaria y fraternal (Saint-Simon11, Fourier12, Robert Owen13, Étienne Cabet14), o también por los seguidores del marxismo y por aquellos otros que realizaron formulaciones anarquistas (Kropotkin15, Elslander16, Grave17...), con prolongación de sus ecos en diversos textos del siglo XX, y como no referirse también al texto literario de Henri David Thoreau, Walden18, de 1854, de tanto predicamento en los días de hoy.
Aun recientemente el filósofo Francisco Fernández Buey, destacado profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, de orientación marxista y gramsciana, tuvo ocasión de entregarnos el texto Utopías e ilusiones naturales19 (2007) en el que se realiza un recorrido histórico sobre la evolución del concepto de utopía y su vigencia. Entre la desesperanza, los espejismos ideológicos y la racionalidad esperanzada; o, dicho de otro modo: entre el pesimismo provocado por las graves preocupaciones de la hora presente en relación con nuestras vidas y con el horizonte mundial colectivo, ‒ tal como vinieron reflexionando Zygmunt Bauman o Ulrich Beck, éste con su La metamorfosis del mundo ‒, de una parte, y las falsas ilusiones de un mundo nuevo construido autoritariamente ‒ tal como se consolidó por décadas la revolución soviética ‒ 20, por otra, cabría hablar de una esperanza reflexiva, como la que nos propone Terry Eagleton (2016) en Hope Without Optimism.
La educación en las propuestas utópicas: las utopías pedagógicas y los retos generosos
Las cuestiones educativas y relativas a la formación están frecuentemente presentes en los ensayos utópicos, aunque con planteamientos genéricos; expuestas como un factor global de la vida en el contexto utópico, necesario para la generación de la humanidad (hombres y mujeres) nueva, por lo que aparecen como propuestas ideales.
A la educación se le encomienda la mejora de la sociedad, mediante una formación comunitaria y apartada de minorías, debiendo incidir estas posteriormente en el conjunto social para su transformación. Es preciso destacar también, con Mercedes Vico (1980), que el género utópico ha influenciado en ocasiones de forma relevante a la génesis de proyectos y de instituciones educativas a lo largo de la historia desde el pensamiento griego hasta nuestros días. Así aconteció, por ejemplo, con la República21 de Platón, que tuvo continuos traslados a distintos proyectos de educación de elites; con la New Atlantis escrita por Francis Bacon en 1623 y con su colegio de ciencia22 donde despuntaba el ideal de una pansophia al servicio del bienestar de la Humanidad; con el Emilio de Rousseau, que influenció múltiples proyectos situados en la órbita del naturalismo pedagógico23; con las Aventuras de Nono editadas en 1901 por Jean Grave, o con la Novella de Elslander24, de la que recogemos una muestra en el Anexo 1, que marcaron por igual proyectos educativos, en este caso alineados con la Escuela Moderna de Ferrer i Guardia. Aun también hay que destacar que conceptos como el de “ciudad educadora”, “educación permanente” o “sociedad educadora” tienen igualmente lazos con la literatura utópica pedagógica.
El Emilio de Rousseau es probablemente la máxima utopía pedagógica con extraordinaria incidencia en la historia pedagógica occidental contemporánea: el cuidado y la educación de la “buena naturaleza humana”, como fundamento de la nueva sociedad enmarcada por el Contrato social. Hablamos de 1762, aunque sus influencias podemos observarlas en numerosas huellas históricas. Pero, no lo olvidemos: es una narración ficticia y no una guía para diseñar un modelo de educación distinta, por más que contiene numerosas propuestas y reflexiones luminosas y valiosas para su toma en consideración en el plano de las realizaciones formativas.
Hay, sin embargo, un “territorio” de ideas distinto al de las irreales utopías (puras) y al de las distopías pedagógicas; queremos referirnos a los imaginarios sociales como vías prospectivas, creativas y generosas que procuran la construcción diferente de la realidad social; algo que hoy se sintetiza en la expresión “otro mundo es posible”. Entendiendo que:
las instituciones educativas, el contexto educativo y todas las relaciones pedagógicas son campos de acción desde los que se puede poner fin a la utopía [en sentido de lo erróneo], como escribió Pièrre Furter, por ser posible realizar el proyecto y las representaciones [educativas] de las que se dispone. (FURTER, 1995, p. 222).
Sous le pavé c’est la plage
Bajo los adoquines está la arena de la playa, decía una de las inteligentes proclamas nacidas en el fuego parisino del mes de Mayo de 1968, distanciándose así tanto del irrealismo de las utopías, como de las distopías autoritarias. Era posible pensar en la ruptura de los moldes limitativos y traspasar las fronteras, mediante ejercicios de libertad y de creatividad. Recogiendo, así, lo expresado por Grave en 1901 en Las aventuras de Nono: “la autonomía no existe, pero existirá”.
Así lo entendieron diversos y generosos educadores y educadoras que, desde una visión social, histórica y prometeica, asumieron que los proyectos de educación, concebidos como Bildung25, podían ser factores constructivos de humanidad, haciendo realidad aquello que, pareciendo utópico, es en cambio, de alto valor para el desarrollo humano y social.
Podríamos referirnos en primer lugar a la figura del moravo Comensky o Comenio, educador en las décadas centrales del siglo XVII y autor de una muy relevante obra escrita, entre la que seleccionamos su Pampaedia o propuesta de educación universal, escrita en torno a 1670:
Lo que se desea es formar para la plenitud humana… a todos y cada uno de los hombres. Jóvenes o viejos, ricos y pobres, nobles y plebeyos, varones y mujeres. Resumiendo: a cuantos nacieron hombres, para que todo el género humano, de cualquier edad, condición, sexo o nacionalidad venga a ser educado; que todos sean educados íntegramente; universalmente; en todas las cosas; totalmente. (COMENIO, 1992, p. 41-42).
No debería faltar el gallego Padre Sarmiento, creador en 1769 de la ficción de Alethophilo; mejor, una docena de alethophilos elaboradores de contenidos didácticos para los libros escolares que sería preciso editar en lengua gallega para la infancia y la juventud de Galicia26 de los dos sexos y en quien se observan trazos comenianos.
No puede faltar Johann Basedow con su Philantropinum, impulsado desde 1774, como escuela modelo y centro de formación de profesores, bajo la influencia de Jean-Jacques Rousseau y de Comenio, ni tampoco Pestalozzi, el gran educador suizo, con sus experiencias pedagógicas en Stand y en Yverdon durante las primeras décadas del siglo XIX y sus numerosos escritos, como el de Leonard et Gertrude, siempre ocupado en suscitar la humanidad en sus alumnos.
Robert Owen, desde Escocia, en Lanark primero y luego desde New Harmony en Estados Unidos de América, abrió las puertas en los años veinte-treinta del siglo XIX a la nueva educación infantil en la que niños y niñas eran encomendados a la comunidad para ser educados, con la perspectiva del socialismo cooperativista, teniendo en cuenta su A New View of Society (1813). Esta era la perspectiva también cultivada por Charles Fourier con su creación de falansterios, ensayados con desigual éxito en distintos lugares de Europa y América. Y poco más tarde debemos referirnos a Froebel, quien en 1840, impactado por Rousseau, por Pestalozzi, por el filósofo Krause y por la naturphilosophiae, pondría en marcha los kindergarten.
Cómo no hablar de la escuela de Jasnaia Poliana fundada por Tolstoi en contorno rural ruso; de la de Cempuis dirigida por Paul Robin desde 1880; de La Ruche de Sebastian Faure; o de los alemanes Hogares en el campo de Hermann Lietz, abiertos desde 1898, con su preocupación por la educación de los a fin de que adquiriesen un carácter armonioso y autónomo, además de conocimientos científicos y artísticos, un corazón cálido y una voluntad fuerte, sentimientos morales y amor a la tierra natal en un contexto comunitario27; o como no hablar de la Escuela Moderna barcelonesa de Ferrer i Guardia, abierta en 1901.
Ellen Key con su Barnets arhundrade (El siglo de los niños), dado a luz en el 1900, presentaba algunos de los ideales de la futura educación: “crearles a los niños un ambiente hermoso, en el sentido más extenso y elevado de la palabra, donde puedan crecer y moverse libremente, teniendo por única limitación los derechos intangibles de los demás”. (KEY, 1906, p. 28). Por aquel entonces, Dewey desarrollaba la University Elementary School de Chicago, bajo el ideal de una actividad educativa racional compartida. Por otra parte, entre finales del XIX y comienzos del XX surgirán numerosas escuelas experimentales28 heterogéneas, que tendían al desarrollo libre, individual y general de cada alumno: Cecil Reddie en Abbotsholme, 1889; desde 1906 Paul Geheeb en Odenwald con la “comuna escolar libre”; la École des Roches con Edmond Desmolins; la escuela para niños con necesidades educativas específicas de Bruxelas, impulsada por Decroly; María Montessori con la Casa dei Bambini en Roma desde 1907; o la école nouvelle de Bierges fundada en Bélgica por el portugués Faria de Vasconcelhos en 1912, entre tantas otras.
Nos referimos a experiencias que se acompañaban de textos y estudios relevantes, como el de Adolphe Ferrière L´école active (1920), conectando todo ese impulso internacional a la Liga Internacional de las Escuelas Nuevas, creada en 1921, y a la publicación, entre otras, Pour l´Ere Nouvelle, al tiempo que en 1924 la Sociedad de Naciones aprobaba la Declaración de Ginebra sobre “los derechos del niño”29, asunto sobre el que Janus Korczak nos daría una auténtica lección de vida en los días tan amargos de los campos de exterminio nazi30.
Y aún podemos aludir a otras escuelas e iniciativas, como por ejemplo la colonia Gorki impulsada por Makarenko en la URSS durante los mejores tiempos de la revolución soviética, de la que nos dejó constancia en su Poema pedagógico; la escuela alemana y berlinesa de Berthold Otto, asentada en la metodología denominada de “aprendizaje natural e integral”; también la alemana Waldorf impulsada por Rudolf Steiner, tan preocupada por el desarrollo del proceso vital y el equilibrio de las personalidades infantiles; o la de Summerhill impulsada en Gales por Alexander Neill desde 1927, en un tiempo en el que Paul Oestreich, pacifista y reformador radical de izquierdas, propiciaba las notables reformas escolares austríacas, o en el que desde Berlín Edwin Hoernle podía escribir:
La escuela socialista abraza la vida del niño de una forma muy diferente a lo que suele hacerlo la escuela burguesa [...]; para la juventud se suprimirá el trabajo en tanto que explotación y lo que quedará será el trabajo en tanto que medio de educación. La escuela socialista es entonces a la vez una escuela de la vida comunitaria y una escuela del trabajo. Y a partir del trabajo en común de los niños se desarrollarán las virtudes socialistas colectivas que necesita la economía comunitaria. (LOUNATCHARSKY, KROUPSKAIA, HOERNLE et al., 1978, p. 27).
No podemos silenciar la escuela Freinet en Le Pioulier (Vence, Alpes Maritimes), activa desde 1935, tan atenta a la educación de les pionniers, esto es, a quienes podrían ser pioneros de la nueva sociedad socialista, libre, creativa y asentada en el principio básico de la cooperación social31. Escuela ésta paralizada con el comienzo de la II Guerra Mundial, pero recuperada luego, hasta ser uno de los faros propiciadores de fértiles experiencias de innovación escolar, como la de Mario Lodi en Italia, en Vho de Piádena32 en los pasados años sesenta y setenta. Entre otras valiosas y generosas iniciativas que componen un denso listado de referencias... hasta llegar, situándonos en nuestra más inmediata geografía, a la reconocida Escola da Ponte en Portugal33, a las escuelas Trabenco de Madrid34, a la Paideia de Mérida35, la de Fregenal de la Sierra36, la de Torres de Segre (Lleida)37 o en Galicia a la escuela O Pelouro38 de Caldelas de Tui, adelantada en la busca da inclusión educativa, la de Pantín39 (Valdoviño) acariciada fervorosamente por Sabela Díaz o la de Vide40 (As Neves), igualmente cuidada por Sabela Lahuerta, entre otros ejemplos.
Si dirigimos nuestra mirada hacia América, cómo no acordarnos del modo de hacer de Jesualdo en su escuela rural de Canteras de Riachuelo (Uruguay) en los pasados años 30, o de Luís Fortunato Iglesias en su escuela argentina de Tristán Suárez en los pasados años 50:
La escuelita era bella en su pobreza y era la escuelita de la alegría, a donde iban naturalmente - querían ir, incontenibles - los humildísimos niños campesinos de la zona, que no obstante estaban ya bien curtidos por rudos trabajos de sol a sol. La escuela era, sin duda, una casita imantada. Tenía rudimentariamente, improvisadamente, todo cuanto ambiciona, reclama y necesita un niño en cualquier lugar de la tierra para crecer y ser feliz. Todos los instrumentos dignos que hacen posible la alegría, desde los goces callados y mudos, hasta los estallidos de júbilo. Y el propio trabajo escolar, dentro y fuera del aula, era la misma alegría. Con ella, abiertos todos los caminos del cuento, el canto, el color, los juegos. Con ella la amistad compartida, la comprensión y los descubrimientos milagrosos de la comunidad viva, sin vallas, ni miedos, ni prohibiciones caprichosas, ni rechazos diferenciados por edades, medios, modos de vivir. Ellos iban a la escuela normalmente, ansiosos de vivir sus días, confiados y abiertos. (IGLESIAS, 1988, correspondencia particular).
Y si nos aproximamos al presente, entre tantas experiencias que no conocemos, como no referenciar a Paulo Freire, todo él expresión utópica; y aún podemos hablar de un archipiélago, esto es, un conjunto de islas donde, en efecto, algo de carácter utópico fue construido desde el “principio esperanza” por parte de Ernesto Cardenal; hablamos de Solentiname en Nicaragua.
Unas y otras experiencias procurando responder positivamente a la pregunta que formulara el pensador anarquista Ricardo Mella en 1912: “¿Queremos una enseñanza nueva?: pues nada de verbalismo, ni de imposición. Experiencia, observación, análisis, completa libertad de juicio y los hombres del porvenir no tendrán que reprocharnos la continuación de la cadena que queremos romper” (MELLA, 1912, p. 7), o también plasmando nuevas formulaciones y propuestas que continúan presentándose con un punto de utopía y con muchos más de búsqueda de vías ciertas de construcción de la humanidad en el seno de nuestras sociedades.
Concluyendo
Los caminos de la educación son siempre nuevos. Nuevas son siempre las naturalezas humanas que en contextos diversos, abiertos y nunca repetidos históricamente, inician la ruta del desarrollo humano. Esta convicción nos debe llevar a una constante reflexión sobre los fines y los procesos educativos. La certeza de la “nueva frontera” ha alimentado en el pasado interrogantes y elaboraciones que podemos examinar como “utopías” y en ocasiones como “distopías”: entre lo idealista‒irrealizable y la desesperanza; pero también ha alimentado elaboraciones teórico‒prácticas que convenimos en llamar “pensamiento utópico”, ligado al “principio esperanza”, desde donde se ha venido cultivando una esperanza reflexiva confiada en los seres humanos.
En este sentido, hemos podido realizar un recorrido por numerosas experiencias educativas planteadas desde el “principio esperanza”, que son exponente de la mejor historia de la educación; experiencias y elaboraciones que en el presente pueden ser sólidos focos de luz que iluminen el desarrollo educativo, sabiendo que los caminos de la educación son siempre nuevos.