introducción
Vivimos demasiado deprisa, en un mundo en el que parece que no está permitido detenerse a pensar y a apreciar lo qué y a quiénes tenemos a nuestro alrededor. Esta es la percepción que, generalmente, se tiene en Occidente. Por este motivo, cuando se nos obliga a parar, a interrumpir ese ajetreado ritmo de vida con el que solemos convivir, las personas nos sentimos bloqueadas, llenas de inseguridades ante las incertezas del qué será, sin saber demasiado bien qué hacer ni cómo continuar. A consecuencia de ello e impregnadas por esta visión, mayoritariamente, nos vemos en la tesitura de no poder dedicar todo el “tiempo de calidad” que realmente nos gustaría a lo que, ciertamente, nos hace humanos, como son nuestras relaciones con las y los demás y con el medio. En este sentido, solemos tender hacia una deshumanización, según la que interactuamos con otras personas y con la naturaleza, pero, en muchas ocasiones, sin “llegar a estar del todo”, pues son tantas las actividades que queremos, o que se nos imponen hacer, que resulta casi imposible centrarnos de forma concienzuda en todas ellas y detenernos a disfrutar del momento. Así, se dificulta, aún más, la posibilidad de prestar atención a nuestras emociones, a lo que sentimos y sienten las otras y los otros, a las formas en qué las expresamos y a sus consecuencias.
Frente a ello, este texto se propone hacer un reclamo de las emociones tanto en las esferas privadas como en las públicas, al concebirlas como parte esencial de nuestras conductas. Es necesario rescatar lo que sentimos y disponer de competencias para saber identificar cada emoción y sus consecuencias ante sus plurales formas de expresión. De esta forma, este estudio reivindica una educación emocional de la mano de la escuela de filosofía con niñas y niños con la finalidad de promover una capacidad emocional desde edades tempranas. Una educación emocional que fomentará competencias para distinguir las emociones más dañinas, al tiempo que estimulará otras propicias al reconocimiento entre los sujetos y a las políticas públicas integradoras. Se tratará, pues, de una educación emocional que asumirá las diferencias culturales y que pondrá el énfasis en la empatía y en la imaginación moral.
Cabe decir, además, que las ideas expuestas en estas páginas muestran una gran influencia de la corriente de pensamiento de la filosofía para hacer las paces. Por este motivo, a medida que se irá avanzando por los diferentes apartados, se hará alusión a las conexiones con esta escuela filosófica, en la que el reclamo a las emociones ha tenido una gran trascendencia, desde sus inicios, en el marco de la educación para la paz. Así mismo, se pondrá el énfasis en el pensamiento basado en el cuidado para el devenir de la imaginación moral y de la empatía que, también, este estudio propone.
Una llamada a la capacidad emocional a modo de reclamo de las emociones.
Las emociones son parte esencial de la conducta (Martínez Guzmán, 2001; 2005; Nussbaum, 2003; 2013; 2018; 2019; París Albert, 2007; 2015). Cuando las personas hacemos una acción, en general, no es porque sí, sino que solemos tener unas razones, que son las que nos llevan a proceder de una manera y no de otra. Claro está que estas razones pueden ser muy diversas, de tal modo que pueden tener un carácter ideológico, político, económico, religioso, de salud y/o educativo, entre otros. Su carácter siempre dependerá de cada individuo, de la finalidad de su acción y de la necesidad, interés o inquietud que quiere satisfacer con ella. Ahora bien, indistintamente de la particularidad del acto, siempre hay una gran carga emocional en el trasfondo de todos ellos, pues no cabe duda de que el modo cómo se ejecuta cada acción está ampliamente influenciado por las emociones que nos afectan en cada momento (Castilla del Pino, 2000; Gurméndez, 1993; 1994). Así, ni que decir tiene, pues, que no es igual afrontar la lectura de un texto un día en el que te desborda la tristeza, que otro en el que rebosas de alegría. El primer día, esa lectura, quizás, te pueda resultar mucho más costosa y tediosa que cualquier otro en el que te inunda el optimismo y todo parece mucho más sencillo e interesante. La percepción de esa lectura cambiará, radicalmente entonces, en función de las emociones que se sienten. De igual manera, ocurre, también, en las relaciones que mantenemos con otras personas y con el medio, de tal modo que el afecto hacia la otra y el otro no es el mismo si se siente odio, miedo, amor, simpatía o admiración. En efecto, la actitud variará en función de estas emociones, pues cada una de ellas tiene unos efectos directos e indirectos, y no otros, sobre las acciones y, por consiguiente, influyen de una manera, y no de otra, en la forma cómo se construyen y transcurren esas relaciones interpersonales y con la naturaleza (Martínez Guzmán, 2001; 2005; París Albert, 2007; 2015). Aquí no hay que olvidar, tampoco, que las emociones pueden ser fruto tanto del estado de ánimo como de los modos en los que nos afectan los hechos según cómo los interpretamos, así como de las maneras en que las otras y los otros se nos dirigen, todo lo cual influye en el trazo de la historia de nuestra relación. Es decir, simplemente, puede suceder que hoy me sienta triste porque los días nublados influyen, negativamente, en mi estado de ánimo, o que me encuentre así porque nuestra relación se ha hilvanado de tal forma que algunas emociones afloran con mayor facilidad que otras. Todas estas son cuestiones a tener en cuenta. Sin embargo, en lo que, ciertamente, se quiere poner el énfasis en este apartado es en la idea de que toda emoción influye en nuestras acciones y conductas y, con ello, en nuestras relaciones interpersonales y con el medio. De ahí que sea tan importante reivindicar su papel.
Las corrientes filosóficas que han resaltado el valor de las emociones son muy diversas y variadas. En este estudio, quisiera traer a colación la propuesta de la filosofía para hacer las paces (Martínez Guzmán et al, 2009; París Albert et al, 2011), por su relevancia y actualidad en los tiempos que corren y por su afinidad con los contenidos que se pretenden trabajar en estas páginas. Tanto es así que, como propuesta aplicada que insta a la praxis filosófica, la filosofía para hacer las paces resalta el carácter intersubjetivo de las emociones, de acuerdo con el que reivindica su percepción como medios que se van sucediendo en el interior de las relaciones entre las personas y con la naturaleza, en función de cómo se van construyendo dichas relaciones y cuyas influencias se observan, directa e indirectamente, en su desarrollo (Martínez Guzmán, 2001; 2005; París Albert; 2007; 2015). Al fin y al cabo, las emociones son reflejo de la sociabilidad humana y, tal como dice Kant (1985), por mucho que las personas nos esforcemos por ser insociables, no podemos dejar de lado nuestra sociabilidad. Un rasgo este que es buena muestra de cuánto necesitamos a las otras y a los otros para ser quienes somos. Otras y otros, con quienes establecemos lazos de interacción gracias, muy especialmente, a las emociones que sentimos, a las formas cómo las sentimos y a los modos cómo las expresamos. En este sentido, no hay duda, pues, de que nuestra capacidad emocional cumple una serie de funciones, entre las que destacan su función expresiva y apelativa (Castilla del Pino, 2000; Gurméndez, 1993; 1994; Marina, 1996; Marina y López Penas, 1999), ya que, al tiempo que dan y expresan información sobre cada sujeto y su relación con las y los demás, apelan a la otra y al otro a través de un reclamo que nos hace tomar consciencia de las consecuencias de nuestro hacer. Todo esto, claro está, siempre tomando en consideración las diferencias culturales y las distintas maneras en las que cada persona va forjando su capacidad emocional (París Albert, 2015), pues lo que sentimos, los modos cómo lo sentimos y expresamos, y los efectos que de ello se derivan, dependen sobremanera de los contextos a los que pertenecemos. De ahí que sea tan importante valorar esas diferencias culturales a la hora de reivindicar el papel de las emociones en el transcurso de las relaciones y de cómo ellas mismas se expresan y apelan mediante las palabras, las miradas, los silencios, los gestos, las caricias... En definitiva, recuperar las emociones supone, al mismo tiempo, la revalorización del cuerpo como elemento constituyente de la integridad humana, cuyo reconocimiento favorece la configuración de la identidad de cada sujeto (Honneth, 1997; Merleau-Ponty, 1975). De hecho, este es el sentido que le han dado al cuerpo diversos estudios, los cuales han tenido grandes influencias sobre los presupuestos epistemológicos de la filosofía para hacer las paces, que, como se ha señalado más arriba, influye en las posturas y puntos de vista desde los que se aborda este artículo. Me refiero, por ejemplo, a la teoría del reconocimiento recíproco de Honneth (1997; 2007; 2009), de acuerdo con la que, como base para la consecución de la justicia social, el reconocimiento recíproco debe darse teniendo en cuenta tres niveles fundamentales, con los que se llegará a promover la autoconfianza, el autorespeto y la autoestima. La autoconfianza mediante el reconocimiento del cuerpo, promovido por actitudes basadas en el amor. El autorespeto gracias al reconocimiento de cada sujeto como miembro de una comunidad jurídica, con derechos y deberes, suscitado por el respeto. Y la autoestima fruto del reconocimiento a las distintas formas de vida, cultivado por la solidaridad y la tolerancia.
Para Honneth (1997; 2007; 2009), estos tres reconocimientos pasan a ser esenciales en el transcurso de las relaciones interpersonales y con la naturaleza, al comportar la mirada cautelosa y comprensiva de la otra y el otro, con quien se pretende alcanzar el entendimiento en lo que, a las diferencias individuales o colectivas, sociales, culturales, políticas, ideológicas o religiosas, entre otras, se refiere. Así, entre estas diferencias, está la oportunidad para reconocer el cuerpo (Merleau-Ponty, 1975), tan necesaria si lo que se quiere es disfrutar de una integridad física plena que irá, ineludiblemente, de la mano de la revalorización del papel de las emociones, pues el rescate de estas últimas implica restituir, también, al cuerpo como medio a valorar en las formas cómo se desenvuelven las interacciones personales y sociales (Merleau-Ponty, 1975). No hay que olvidar que el cuerpo facilita el primer contacto con todo lo que nos envuelve. En este sentido, aprendemos a relacionarnos con el mundo a raíz de la posición de nuestro cuerpo, esto es, desde los contextos en los que se ubica y a través de los que se ha habituado a percibirlo todo, así como en función de sus rasgos físicos, de su color de piel o de si se trata de un cuerpo de hombre o mujer (Pintos Peñaranda, 2002). Todas estas cuestiones, evidentemente, afectan a las formas cómo se desenvuelven las relaciones y a nuestra capacidad emocional, es decir, a las maneras cómo se sienten las emociones; cómo inundan el cuerpo y se expresan a través de él, siendo, por tanto, un gran influjo y un claro reflejo de nuestros estados de ánimo, pensamientos y conductas.
Ni que decir tiene que las emociones se visibilizan, muy especialmente, a través del cuerpo, ya que, aunque se sienten en el interior de cada sujeto, en términos generales, no pueden dejar de exteriorizarse corporalmente, siendo, de este modo, un canal de comunicación para interpretar el transcurso de las relaciones personales y con el medio. Así es como, por consiguiente, favorecen esa proximidad o lejanía corporal a tener tan en cuenta cuando las personas entramos en contacto, por lo que reivindicar la ligazón entre el cuerpo y nuestra capacidad emocional resulta muy favorable a la identificación de las emociones propias, a la comprensión de lo que las otras y los otros sienten, a la aprehensión de los efectos de aquello que sentimos y a la oportunidad para buscar nuevas alternativas emocionales frente a aquellas que pueden ser más virulentas o dañinas (París Albert, 2007; 2015). Al fin y al cabo, de lo que se trata es de reclamar el rol de las emociones en el seno de las relaciones interpersonales y como medio para cultivar, al mismo tiempo, alternativas favorables a la convivencia en paz. De ahí, la vinculación que se viene señalando entre los contenidos de estas páginas y la filosofía para hacer las paces, pues se entiende que, al enfatizar el valor de las emociones y el cuidado de sus alternativas más pacíficas, así como la comprensión de lo que sienten las otras partes y de cómo lo sienten, se hace posible atender de un modo más empático nuestras relaciones, poniéndonos en el lugar de las otras y los otros, también, mediante las palabras, los gestos y los silencios (Martínez Guzmán, 2001; 2005). Tanto es así que, por ejemplo, Panikkar (2006) hace hincapié en la importancia de la comunicación cuando concibe a los seres humanos como seres dualogales, que requieren, necesariamente, esos lazos que se establecen a través de la comunicación, la cual favorece, sin ninguna duda, esa posible fusión entre los horizontes desde los que cada persona observa el mundo, siente en sus relaciones y actúa (Gadamer, 1977; Taylor, 1993), lo que es, plenamente, favorable al entendimiento mutuo y al reconocimiento recíproco (Gadamer, 1977; Honneth, 1997; 2007; 2009; Taylor, 1993). Una fusión de horizontes que, asimismo, puede resultar muy favorecida con la expresión corporal de las emociones, y de la mano de las palabras, gestos y silencios, cosa que permite resaltar la multiplicidad de canales de comunicación que el mismo cuerpo ofrece y que no deben dejarse en un segundo plano. En relación con estas ideas, Burguet Arfelis (1999, p. 125) afirma lo siguiente:
Reconocer al otro como interlocutor válido es reconocerlo en toda esta pluralidad de canales de comunicación que el propio cuerpo ofrece y es propiciar nuevas vías de tratamiento del conflicto en las que quedan reflejadas las tan plurales capacidades dialógicas de la persona, porque el lenguaje simbólico de la palabra, ya sea oral o escrito, en tanto que simbólico, no llega a poder dar cabida a la multiplicidad y complejidad de sentimientos y emociones que vive la persona tanto en situación de conflicto latente como en el restablecimiento del estado de paz. Es necesario, entonces, “educar para saber escuchar, no sólo oír, y saber mirar, no sólo ver; para saber comunicar la propia opinión, los sentimientos y afectos. Por ello la expresión cultiva la libertad personal y la creatividad.
Por consiguiente, lo que se propone es reclamar el papel de las emociones, no sólo en el ámbito privado, sino, también, en las esferas públicas. Esta es, por ejemplo, la tesis que maneja Nussbaum (2006; 2013; 2018; 2019) en sus investigaciones, en las que, mediante una profunda reivindicación de las humanidades (Nussbaum, 2001; 2010), aclama el rol de las emociones en todos los niveles con el objetivo de que seamos más conscientes de las virtudes y problemáticas del mundo desde una perspectiva global, así como más capaces para escapar de las tendencias individualistas, egoístas y violentas que, en muchas ocasiones, nos arrastran a los seres humanos. Para Nussbaum (2006; 2013; 2018; 2019), entonces, es cada vez más necesario otras formas de hacer política, economía y/o justicia, a través de una recarga emocional que permita situarnos en la piel de otras personas gracias a nuestra capacidad empática, de modo que emociones, como el amor y el perdón, lleguen a jugar un papel esencial (2018). Con este mismo sentido, Nussbaum (2019) pone de manifiesto su preocupación por las consecuencias de otro tipo de emociones, como el miedo, muy especialmente, cuando este va unido al odio, a la ira de carácter vengativo o a la envidia y, frente a ello, resalta la necesidad de poner todos los esfuerzos posibles para la transformación de estas emociones más negativas en otras mucho más propicias y favorables a la convivencia en paz (Nussbaum, 2019) Se trata, en definitiva, de humanizar tanto la vida íntima como la vida pública, dándoles sentidos que, por un lado, faciliten el entendimiento recíproco y, por el otro, la construcción conjunta de espacios alejados de la virulencia y la polarización.
el alcance de la educación emocional desde edades tempranas para el reclamo a las emociones.
La reivindicación del papel de las emociones, que se ha venido haciendo en la sección anterior, requiere una educación emocional que haga muy visible su necesidad, así como las competencias de que disponemos para identificar qué sentimos, qué sienten las otras y los otros, los efectos de cada emoción y los recursos de que disponemos para transformar las emociones más negativas en otras más favorables a la convivencia en paz (París Albert, 2007; 2015). Una educación emocional que ha de cultivarse mediante un trabajo conjunto entre todos los ámbitos de la educación (el formal, no formal e informal) y desde edades tempranas. En este sentido, cabe decir que, justamente, en esta sección del texto, lo que se quiere es poner el énfasis en la importancia de revalorizar el papel de las emociones desde la niñez, cultivando, de este modo, su aprendizaje emocional, ya que se cree que, cuánto antes se empiece a pensar sobre lo que se siente y cómo se siente, antes podremos reconstruir una ciudadanía global crítica, creativa y empática (Sátiro, 2002; 2005; 2011a; 2013), capaz de ir más allá de sus propios horizontes para fusionarse con los de los demás. Si dialogamos con las niñas y los niños sobre nuestras emociones, sobre lo que sentimos, sobre lo que creemos que sienten las otras personas, sobre las formas en las que solemos afrontar nuestra carga emocional y sus consecuencias, ciertamente, estaremos rehaciendo una ciudadanía que tenderá a darles todo su valor. Una ciudadanía para la que será un hábito reconocer los influjos que su capacidad emocional tiene en las esferas privadas y públicas y que, por consiguiente, habituada a convivir con sus emociones, tendrá más herramientas para distinguir las menos dañinas a sus relaciones interpersonales y con el medio, así como para el diseño de otras políticas públicas, mucho más propicias a esa mayor humanización que se señalaba en el apartado anterior (Nussbaum, 2001; 2006; 2010; 2013; 2018; 2019). Se trata, pues, de disponer de todos los medios posibles para, por ejemplo, identificar el miedo y poder llegar a afrontarlo por medios pacíficos, de tal modo que no nos sintamos paralizados por él a causa de la maximización de los peligros que ocasiona.
No hay duda de que el miedo puede ser una emoción que nos deja suspendidos, inmóviles, y que, fácilmente, puede provocar discursos violentos, a modo de defensa personal y en contra de quién o qué nos provoca ese miedo (Nussbaum, 2019). Asimismo, también, es importante el hecho de tener competencias para saber ver cuándo el odio aflora con el objetivo de encararlo, para no dejarnos arrastrar, tampoco, por los discursos más beligerantes y polarizantes que promueve (Bonnett, 2009; Nussbaum, 2019; Sierra González, 2007). Es decir, lo que se cree, absolutamente necesario, es fomentar, desde la niñez, una educación emocional que capacite para comprender la trascendencia de las emociones, y para regularlas de un modo que se disponga de recursos para resistirse a las más virulentas, evitando, así, relaciones personales y con el medio violentas, y políticas públicas dicotómicas y excluyentes. Frente a ello, el objetivo debe ser cultivar emociones orientadas hacia la unión e integración entre las personas como, por ejemplo, defiende Nussbaum (2019), cuando, tal y como se ha hecho mención antes, propone el reconocimiento de la ira, aunque apelando a una necesaria transformación de lo que llama ira vengativa en una ira de transición, según la que se refleje el malestar sentido, fruto de determinadas situaciones de injusticia, pero sin el deseo de venganza que la ira vengativa conserva. Es, entonces, una ira ligada a la indignación ante el sufrimiento de los seres humanos y de la naturaleza, pero que busca alternativas a ese sufrimiento sin el anhelo de la venganza. Esto es, desde un compromiso activo por poner todo el esfuerzo en la transformación de las estructuras violentas por medios pacíficos. Ni que decir tiene que es, entonces, una forma de entender la ira que encaja con los presupuestos de la filosofía para hacer las paces y con su defensa de la noviolencia.
Diversas son las propuestas que trabajan en favor de esta educación emocional y que tienen en cuenta la necesaria interrelación entre todos los ámbitos de la educación. En este sentido, me gustaría traer a colación a la escuela de la filosofía con niñas y niños, la cual propone una metodología muy favorable para el aprendizaje emocional (Lipman, 1988; 1993; Lipman y Sharp, 1978). Como escuela, la filosofía con niñas y niños fomenta la actividad del filosofar con las y los más pequeños desde un punto de vista práctico y en relación con temas diversos. Si bien, en sus inicios, disponía de un currículum más cerrado, siguiendo, sobre todo, los textos elaborados por Lipman, hoy en día, ha ampliado sus temáticas, con lo que incita al diálogo con las niñas y los niños sobre temas que afectan, también, a su vida más cotidiana, como puede ser el valor de la paz. Precisamente, esta línea es en la que ha enfocado gran parte de sus últimos estudios, por ejemplo, Sátiro (2011b; 2013), los cuales han tenido una gran influencia en el nuevo campo de investigación sobre la paz, la filosofía con niñas y niños y el pensamiento creativo, que se ha abierto en la Cátedra UNESCO de Filosofía para la Paz de la Universitat Jaume I de Castellón (España) donde se desarrolla, muy especialmente, la corriente de pensamiento de la filosofía para hacer las paces que tanto invade estas páginas (París Albert, 2017; 2018a; París Albert y Haynes, 2020).
Con una metodología dialógica, al más puro estilo de la pedagogía libertaria de Freire (1970; 2009; 2015), que impulsa la participación activa del estudiantado en su aprendizaje de una manera dinámica, y que hace bajar al profesorado de su pedestal como autoridad estatuaria (Bourdieu y Passeron, 1967; 2001; 2009), la filosofía con niñas y niños estimula la construcción del aprendizaje entre todas y todos. Así, interpela tanto al estudiantado como al profesorado, para que hagan oír su voz, dando sus opiniones, puntos de vista y valoraciones sobre las cuestiones que, en cada sesión, van surgiendo al hilo de la lectura de cuentos, de la visualización de imágenes… Percibe, entonces, a las y los más pequeños como auténticos filósofos y, por lo tanto, enfatiza el carácter inherente de la actividad filosófica a todo ser humano, el cual se descubre, muy fácilmente, si se tiene en cuenta esa curiosidad por la pregunta que nos caracteriza desde bien pequeños, así como por el querer saber (Haynes, 2004; Kohan, 2011). En efecto, en el trasfondo de la escuela de la filosofía con niñas y niños hay una noción de la praxis filosófica como una actividad que debe recuperar las calles, lugar dónde se originó, así como restablecer el equilibrio entre sus dimensiones académica y mundana (Kant, 1978; París Albert, 2020). De esta manera, no hay duda de que contribuye, enérgicamente, a la concepción de la filosofía como actividad para todas y todos y que, de acuerdo con Husserl (2008), está al servicio de la humanidad.
El pensamiento es la competencia que se potencia al máximo desde la escuela de filosofía con niñas y niños, situándose en el centro de la educación y entorno al que gira el aprendizaje. Un pensamiento que atiende la perspectiva crítica y creativa, al tiempo que se impregna del cuidado (Noddings, 2002a; 2002b), tal y como aparece en los trabajos de Lipman y Sharp (Sharp, 2007; 2018), cuando hacen referencia al critical thinking (pensamiento crítico), al creative thinking (pensamiento creativo) y al caring thinking (pensamiento basado en el cuidado). Así, estos autores señalan que, si el pensamiento crítico insta a las niñas y a los niños a hacer mejores juicios, teniendo en cuenta las diferencias contextuales y la oportunidad para corregirse a sí mismos, el pensamiento creativo les incita a crear más, nuevas y mejores ideas, fomentando los espacios para expresarse, de acuerdo con una sensibilidad refinada hacia los contextos (Sharp, 2007). Sin embargo, a diferencia de estos dos pensamientos, para Lipman y Sharp, el caring thinking parece ser un tanto diferente, al consistir, sobre todo, en una fusión entre el pensamiento emocional y el cognitivo. Justamente, su vinculación con el pensamiento emocional es lo que hace que sea aquel en el que se quieren detener estas páginas, pues es el que hace posible escapar de los puntos de vista propios y enfocar las miradas desde y hacia las perspectivas de las y los demás, gracias a lo que se consigue ir más allá de los horizontes particulares a los que se está acostumbrado, para situarse en otros que pueden resultar extraños por ser diferentes. Sin embargo, es esta extrañeza la que produce tal admiración que no hay forma de no querer conocerlos más y mejor (Lipman, 1994; Sharp, 2007). En efecto, se trata de conseguir ser como esa otra u otro ajeno a nosotras y nosotros con el fin de comprender sus palabras, gestos, silencios, acciones, emociones… En definitiva, se trata de cultivar una capacidad empática que favorece, sobremanera, el entendimiento de las diferencias, las cuales empiezan a poner en común a sujetos que antes se veían extraños, gracias a las oportunidades que da para ponerse en la piel de las otras personas y visualizar qué haríamos o sentiríamos si fuésemos ellas o ellos. De esta manera, aunque, finalmente, no acaben de compartirse los puntos de vista, lo que, realmente, importará es el hecho de haberse puesto en su lugar; de haberse salido de la postura propia, egocéntrica e individualista, para empezar a ver y sentir el mundo con una perspectiva común y desde un enfoque plural y global.
El pensamiento basado en el cuidado fomenta la capacidad empática y lo hace, según Sharp (2007; 2018), desde la estima, el aprecio, el consuelo, simpatizando, valorando, conmoviéndose, alegrándose, entristeciéndose…. Sólo así es cómo nos encamina hacia la comprensión de nuestras emociones y de las de los demás; a entender qué sentiríamos si fuésemos esas otras y otros y a rescatar, con ello, nuevas alternativas emocionales, a raíz de una amplitud de miras que abre el abanico de posibilidades de nuestra capacidad emocional. Evidentemente, todo ello teniendo muy en cuenta esa sensibilidad refinada, que se señalaba más arriba, y que sitúa las diferencias culturales en un primer plano, a la hora de fusionar los distintos horizontes. Una capacidad empática que, por consiguiente, nos humaniza, al partir de una consciencia relacional que pone el énfasis en la relación entre los sujetos; en las emociones que se van construyendo al hilo de esa relación, con las que, al mismo tiempo, se va edificando una perspectiva global que favorece, también, al pensamiento crítico y creativo (Sharp, 2007; 2018),
Por lo tanto, la empatía es un aspecto esencial de la educación emocional desde edades tempranas. El pensamiento basado en el cuidado es el que, principalmente, permite el cultivo de esa capacidad empática y, con ello, de la sensibilidad necesaria para ser conscientes de cuán diferentes pueden ser las emociones según las personas que las sienten; de la importancia de sembrar semillas a favor de una educación emocional que nos haga capaces de regular las emociones a fin de promover las más favorables al bienestar humano y de la naturaleza, tanto en la esfera privada como en la pública. Así, si se toman en consideración las ideas señaladas, se llega a la conclusión de que el pensamiento basado en el cuidado es tan favorable a la educación emocional y al reclamo de las emociones en los ámbitos privados y públicos, especialmente, por cuatro razones (Lipman, 1994; Sharp, 2007):
1) Porque provoca el pensamiento valorativo, a raíz del que las niñas y los niños valoran acciones concretas, actitudes, palabras, gestos, emociones…
2) Porque estimula el pensamiento afectivo, gracias al que las niñas y los niños viven, de manera intensa en el propio cuerpo, las emociones que sienten otras personas, de modo que sufren el dolor ajeno de igual manera que celebran su alegría.
3) Porque despierta el pensamiento activo, que hace a las niñas y a los niños sentirse apasionados, implicados y motivados por la causa.
4) Porque inspira el pensamiento normativo, con el que las niñas y los niños imaginan cómo las situaciones actuales podrían llegar a ser, lo que supone el cultivo de su imaginación moral.
En resumen, la escuela de filosofía con niñas y niños promueve el trabajo en la educación emocional y facilita que, desde edades tempranas y con un enfoque basado en las diferencias culturales, se tengan recursos para identificar las emociones propias, las de las otras personas, comprender los efectos de cada emoción e idear alternativas a fin de promover las más favorables a la convivencia en paz. Así, hace un reclamo de las emociones que es buena muestra del compromiso por rehacer una ciudadanía global, motivada por el bien común, gracias al empeño que pone,
[…] to deliberate together about matters of importance, build on each other sides, help each other detect assumptions and anticipate consequences, while at the same time coming to identify with the world of the group, learning and practising the art of self-reflection and learning how to put one’s ego in perspective (Sharp, 2007, p. 254).
III. el cultivo del cuidado para la imaginación moral y la empatía en el reclamo de las emociones.
En la sección anterior se ha señalado cómo el pensamiento basado en el cuidado potencia la empatía, una capacidad que es necesaria promover desde que somos niñas y niños a través de la educación emocional. En este apartado, quisiera poner el énfasis en la idea según la que esta educación emocional requiere, además, el fomento de la imaginación moral para promover esa empatía.
Como se señalaba más arriba, para Sharp (2007; 2018), el pensamiento basado en el cuidado lleva a las niñas y niños a imaginar cómo podrían ser las cosas si fuesen de un modo diferente al que las personas estamos habituadas; cómo podría ser su presencia o su imagen de una forma inusual; cómo los acontecimientos podrían tener lugar de otras maneras posibles; qué consecuencias se podrían derivar ante pensamientos tan insólitos, fruto del imaginario de cada niña y niño. De hecho, es mediante la estimulación de la imaginación moral, a través del cuidado que se cultiva en la escuela de filosofía con niñas y niños, que ellas y ellos pueden pensar más allá de lo real y escapar de las fronteras de aquello que “es” para adentrarse en lo que “podría ser” y, por lo tanto, llegar a fantasear con todas las posibilidades de los hechos y las cosas. En este sentido, “lo posible” se convierte en un algo esencial que lleva a las niñas y niños a soñar, especular, inventar e idear con su pensamiento, y a ilusionarse ante la idea de que otros mundos pueden ser viables, creíbles, admitidos y realizables (París Albert, 2018b). Así, con la imaginación moral, las niños y niños pueden elevar su pensamiento hasta donde quieran, sin límites, buscando explorar sus propias barreras e intentando superarlas con una gran apertura de miras que amplía el abanico de todas las probabilidades. Ello debido, sobre todo, al deseo y anhelo que la imaginación moral provoca por hacer que las cosas puedan ser de otras maneras, siempre teniendo en cuenta las diferencias contextuales y las perspectivas de las otras personas. Precisamente, este es el motivo por el que se trata de una imaginación moral porque, al tiempo que amplía las miradas, lo hace sin olvidar a los otros sujetos y culturas desde un punto de vista, ampliamente, empático (Fisher et al., 1996), por lo que fomenta, al mismo tiempo, esa empatía que, en la sección anterior, se ha considerado tan necesaria.
De acuerdo con esta noción de la imaginación moral, se puede decir, entonces, que, a través de los diálogos que se suceden en la escuela de filosofía con niñas y niños, incluso, se puede ir más allá de las expectativas propias en lo que a las emociones se refiere, de tal modo que se pueden apreciar otras formas de sentir, e imaginar muchas más respuestas emocionales ante los hechos que acontecen. Evidentemente, siempre desde una perspectiva empática, que hará fusionar la capacidad emocional propia con la de las y los demás, al ofrecer la oportunidad de ponerse en la piel de otras personas para pensar, no sólo desde una y uno mismo, sino desde las otras y los otros, sintiendo lo que sienten y percatándose de cuáles serían las emociones presentes si se estuviese en su lugar (Fisher et al., 1996). Claro está que, así, se puede potenciar una ciudadanía crítica, ética y creativa desde edades tempranas, capaz de ser responsable de sus emociones y de las de las otras personas, y dando argumentos desde un posicionamiento moral y creativo, al promover la búsqueda de más, nuevas y mejores ideas respecto a las emociones y a la capacidad emocional (Csikszentmihalyi, 1998). Por consiguiente, con la presencia de la imaginación moral y de la empatía en la educación emocional, se favorece el reclamo de las emociones desde el cuidado, con el que se mira por una y uno mismo y por las y los demás, con unos ojos bien abiertos para captar todas las alternativas posibles y creer, asimismo, que dichas alternativas podrán tener lugar en un futuro no demasiado lejano. De ahí que sea tan importante la educación emocional que se viene reivindicando en este texto, gracias a la que podemos disponer de herramientas y medios para imaginar, por ejemplo, maneras noviolentas de afrontar emociones como el miedo y el odio, al estilo de la propuesta realizada por autoras como Nussbaum (2019).
En el ámbito de los estudios para la paz, también, ha habido algunos autores que han dedicado sus investigaciones a destacar la importancia de la imaginación moral, haciéndolo desde un posicionamiento afín a la perspectiva de la escuela de filosofía con niñas y niños. Me refiero, por ejemplo, a Lederach (2007), para quien la construcción de la paz requiere grandes dosis de imaginación moral, ligada a momentos de serendipia, en los que los acuerdos se toman de la forma más sencilla, inusitada e inesperada. Para Lederach, la imaginación moral va unida a la sencillez, por lo que suele tener lugar de un modo repentino (París Albert, 2019). En este sentido y en relación con el tema que nos ocupa en estas páginas, con la metodología de la filosofía con niñas y niños, se puede estimular, fácilmente, la imaginación moral, más aún si se tiene en cuenta que las y los más pequeños están llenos de curiosidad por todo lo que les rodea, lo que ponen de manifiesto, continuamente, con su habilidad para la pregunta y con su motivación para querer saber más y conocer mejor lo que está a su alrededor. De hecho, para Lederach (2007), esa curiosidad es un elemento fundamental de la imaginación moral, junto con la voluntad de arriesgar y la creatividad, que son otros dos rasgos que aparecen, con facilidad, entre las niñas y los niños. En efecto, las y los más pequeños no tienen ningún miedo a arriesgar, por lo que suelen ser mucho más creativos e ingeniosos para fantasear y dejarse llevar por su imaginación. Por este motivo, pueden ser mucho más sagaces a la hora de captar sus emociones y las de las otras personas con atención, siempre respaldados por el deseo de reconocer maneras alternativas de expresarlas, que pueden llegar a ser múltiples y variadas. Las niñas y los niños pueden adentrarse en caminos desconocidos gracias a las reflexiones que se fomentan desde el pensamiento basado en el cuidado y aportar, empáticamente, salidas novedosas y diferentes. Así, la escuela de filosofía con niñas y niños tiene muy claro que para las y los más pequeños todo está por explorar, también aquello que afecta a sus emociones, motivo por el cual pone su empeño en conferirles competencias para comprender su capacidad emocional con imaginación y empatía, en el marco de una educación emocional comprometida con la reconstrucción de una ciudadanía global, crítica, ética y creativa (Sátiro, 2002; 2005; 2011a).
La creatividad juega un papel muy relevante al hablar de la imaginación moral (Csikszentmihayi, 1998; García González, 2014), ya que, justamente, el hecho de imaginar es lo que la estimula. Por este motivo, al fantasear en relación con las emociones, se abre todo un abanico de posibilidades para crear otros modos posibles de identificarlas, de comprenderlas, de entender sus competencias e de idear más, nuevas y mejores alternativas emocionales. En este sentido, no hay duda de que la creatividad, la imaginación moral, la empatía y el cuidado tienen un papel prioritario en la educación emocional y para el reclamo de las emociones que se defiende en estas páginas, tanto en las esferas íntimas como públicas, debido a los beneficios que promueve para el bienestar de las personas y con el medio.
conclusiones
Los tiempos actuales afrontan el gran desafío de reconocer la importancia de las emociones en nuestras relaciones interpersonales y con el medio. No se pueden seguir dejando en un segundo lugar o a escondidas, solamente en los ámbitos privados, más si tenemos en cuenta las grandes influencias que ejercen sobre nuestras conductas. No hay ninguna duda de que es urgente humanizar las interacciones sociales, las políticas, la economía… y, para ello, recuperar el papel de las emociones juega un papel esencial. Por este motivo, se hace cada vez más necesario cultivar una educación emocional en los ámbitos académicos, acompañados por los ámbitos no formales e informales, a fin de estimular una competencia emocional desde edades tempranas, que nos haga capaces de identificar qué se siente, cómo se siente y sus consecuencias. El objetivo ha de ser habituarnos a comprender nuestras emociones y a reconocer el papel que tienen, ya que cuánto antes trabajemos en esta línea, antes tendremos el hábito de situarlas en el lugar que les corresponde, dándoles toda su importancia en las esferas públicas y privadas.
Para la consecución de este gran desafío, ni que decir tiene que la actividad del filosofar puede hacer una gran aportación a través de escuelas como la de la filosofía con niñas y niños, la cual se puede poner en diálogo, también, con la filosofía para hacer las paces en el marco de una educación para la paz. Desde los diálogos y las reflexiones filosóficas, no cabe duda de que se puede estimular la competencia emocional necesaria para la reconstrucción de esa ciudadanía global, crítica, ética y creativa que los nuevos tiempos demandan.