Audaces, valientes, tiernas, rabiosas, lúdicas,
las feministas compañeras nos ayudaron alguna vez a salir del lugar de víctimas,
para volvernos sujetas en la historia.
Sujetas no sujetadas.
Mujeres que recreamos la solidaridad, haciéndonos fuertes en el camino compartido.
(Claudia KOROL, 2018, p. 35)
Introducción
En sintonía con el interés creciente por las autoetnografías (AE) de las dos últimas décadas nace este trabajo, el cual analiza las inquietudes, las resistencias y los aportes (intra)personales que las AE de mujeres recogen en su haber desde y para el quehacer crítico feminista. Para ello, necesité seguir el rastro de sus tintas, reflejarme en sus espejos, mantener un diálogo abierto y sororo y abrazar sus experiencias relatadas.
A modo de encuadre metodológico, la revisión de literatura fue integradora (Maria J. GRANT; Andrew BOOTH, 2009; Robin WHITTEMORE et al., 2014), debido a su sistematicidad, acotando la producción científica a artículos de investigación (escritos en castellano, portugués e inglés) publicados entre 2004 y 2022 en revistas iberoamericanas indizadas. La búsqueda de trabajos se realizó en tres índices que incorporan revistas que mantienen estándares de calidad reconocidos en el ámbito de la investigación por sus procesos de dictamen y publicación: Web of Science, Scopus y Scielo, a partir de las palabras clave “auto-etnografía feminista”, “autoetnografia feminista”, “feminist autoethnography”, “feminismo”, “feminism”, “auto-etnografía”, “autoetnografia” y “autoethnography”. Los criterios de inclusión de los artículos fueron tres: a) que hubiera acceso abierto a su descarga y lectura en el sistema de la revista, b) que hubieran sido escritos por mujeres y c) que mantuvieran una perspectiva feminista de análisis. Cabe aclarar que la incorporación de la teoría de género y su subsecuente crítica feminista era esencial para destacar los intereses de las demandas feministas. En este aspecto, el último filtro fue decisivo para limitar el universo de trabajos analizados, ya que se descartaron trabajos autoetnográficos escritos por mujeres que no analizaban su experiencia desde la perspectiva de género y que no se apoyaban en una mirada feminista.
Se configura, por lo tanto, un estudio de caso conformado por 18 trabajos autoetnográficos feministas, publicados en las dos últimas décadas en formato de artículos en revistas de Iberoamérica (América Latina, Portugal y España), que visualiza la escasez de publicaciones1 y, por tanto, un vacío potencial en este ámbito.
El trabajo pretende subrayar la atención en la AE no sólo como método de análisis (Elizabeth ETTORRE, 2016), sino también como herramienta transformadora y como vía de inclusión de otras voces feministas, siendo una invitación-provocación para las colegas y compañeras activistas, ya que analiza la autoetnografía feminista (AEF) como concepto clave en el devenir de la crítica feminista desde posicionamientos no hegemónicos en el panorama de los feminismos iberoamericanos.
Los guiños de la autoetnografía
Desarrollar un trabajo autoetnográfico es un proceso complejo de auscultación, identificación, sanación, sensibilización, participación, cuidado, perdón, compromiso y adaptación en el entorno que nos conecta o distancia de las experiencias de otras personas. La AE, también llamada autoantropología, autoanálisis o antropología encarnada (Mari Luz ESTEBAN, 2004), es una exploración interior, profunda, analítica y reflexiva de nuestra(s) experiencia(s).
Es una apuesta por comprender el contexto sociocultural y nuestro interior (Carolyn ELLIS; Tony ADAMS; Arthur BOCHNER, 2015); la glocalidad es explorada a partir de nuestras experiencias situadas y nuestras singularidades son miradas desde el contexto cultural que nos ha moldeado y en el que estamos inmersas, “yendo y viniendo de lo local a lo global, de lo individual a lo colectivo” (ESTEBAN, 2004, p. 18). El centro de la AE es la experiencia de quien analiza, cuyo panorama es una ida y vuelta constante de lo personal a lo social y viceversa; “inscribe las experiencias de un momento histórico, universalizando esas experiencias, y sus efectos singulares, en una vida particular” (Norman DENZIN, 2015, p. 236). Por tanto, cualquier experiencia es glocal y debe ser mirada analíticamente desde los vínculos micro-macro para la comprensión de las individualidades encarnadas dentro de una red de conexiones extensa y situada que nos configura y también nos brinda herramientas para pensarnos.
“La antropología asombra constantemente por su originalidad” (Tim INGOLD, 2017, p. 157) y la AE alardea de ello, a pesar de la fuerte crítica recibida por el paradigma positivista. La AE ha sido siempre consciente de sus “limitaciones” por la subjetividad desencadenada desde la autorreflexividad (Linda FINLAY, 2002). Y, a la vez, ello enfatiza su aporte: la reflexividad radical (Michael LYNCH, 2000), que niega la objetividad de cualquier proceso de estudio en las ciencias sociales, sumándose a su idea como utopía y cuestionando la distancia y jerarquía entre quien investiga y el objeto de exploración (Candela POÓ, 2009). El ser sujetas reflexivas implica una dificultad para corporeizarnos en la situación a abordar, generando una tensión creativa (Miren GUILLO, 2013) que nos lleva a cuestionar continuamente, a partir de la crítica hacia la AE, la rigurosidad metodológica. Ante esta inquietud, exponer paso a paso el proceso metodológico (multi)situado, permite visibilizar la arista desde la que miramos las emociones y las situaciones que vivimos.
La AE es provocadora, flexible, irreverente, innovadora, rebelde y transgresiva. Permite un uso experimental de nuestras experiencias, uniéndose a la trayectoria de la etnografía feminista desde “posiciones estratégicas de resistencia a prácticas académicas androcéntricas, clasistas, sexistas y coloniales: arropándonos colectivamente desde espacios epistémicos otros” (Carmen GREGORIO, 2019, p. 3).
Mientras la etnografía tradicional mantiene directrices y espacios de violencias hacia la mujer en el trabajo de campo (Gunilla BJERÉN, 2017; Natalia ESCOBAR, 2018; Virginia ROMERO; Luz MARTÍNEZ, 2021), la autoetnografía nos devuelve la seguridad, el autocuidado y el espacio para mirarnos al espejo, soltar, gritar y continuar. En este ejercicio de reflexión profunda, damos cuenta de la relevancia del “auto” (yo) en las mujeres y cómo coadyuva a romper las barreras impuestas y legitimadas en nuestros roles de investigadoras (Camila ESGUERRA, 2019; ESTEBAN, 2004), a pesar del control andronormado sobre la producción científica en la investigación social y en las ciencias sociales (Marisa G. RUIZ, 2020). Pensarnos a nosotras mismas es otro acto de rebeldía y una voz política que nos permite alejarnos de las restricciones impuestas, directa e indirectamente, por la estructura (y escritura) patriarcal en la academia. En este sentido, se recalca la conciencia y la acción política como aportes de la AE (Silvia M. BÉNARD, 2019; Carolyn ELLIS, 2009; Gresilda TILLEY-LUBBS, 2014).
La AE innova los formatos de indagación, de reflexión y de exposición de resultados a los que se nos ha acostumbrado, transgrediendo estas construcciones desde el compromiso emancipador de los ejes feministas (Roberto FERNÁNDEZ et al., 2014). Se inserta en la investigación como otra forma de mirar la realidad, de incluirnos en el andamiaje analítico y de aceptar que estos procesos cambian el mundo o, cuanto menos, nuestro entorno y el nivel de incidencia. Es un proceso de (de)construcción identitaria, donde tenemos la oportunidad de reflexionarnos en nuestros orígenes y en el presente, apropiándonos de nuestros cuerpos, discursos, ideas y batallas, y reformulando conceptos y voces. Es una provocación a la profundidad desde las inconformidades, los malestares y la rebeldía (Virginie DESPENTES, 2007). Y es aquí donde visualizamos, como parte de la crítica a la AE, las dificultades y limitaciones, porque para realizar este ejercicio de autoexploración hay que querer (y saber) despojarse de las limitantes constricciones desde las que nos conformamos, lo cual no es tarea fácil. Salir de los espacios de confort y permitir cuestionarnos implica un compromiso necesario con la sinceridad y con la ruptura de límites.
Si bien la tradición de la AE es más visible y floreciente en el ámbito angloparlante, en los últimos años ha cobrado relevancia entre la comunidad investigadora iberoamericana. A pesar del extenso campo temático perfilado de las AE, la mayoría de éstas se centran en la marginalidad (Alec GRANT, 2010) y en la opresión; por ello, el guiño va dirigido hacia las colectivas feministas y a los distintos feminismos. Las AEF son aquellas desarrolladas por mujeres que así se identifican, donde la mirada se enfoca en violencias, injusticias y defensas desde el ser-estar-sentir-pensar-hacer como mujeres, y cuyo análisis se aborda desde la crítica feminista.
Inquietudes y resistencias en las autoetnografías feministas
La crítica feminista ha cuestionado, desde análisis exhaustivos, el sistema que legitima el trato al cuerpo, la sexualidad heteronormada, la (no) maternidad, los roles de género, las representaciones sociales de lo femenino, la participación política y un sinfín de espacios donde los derechos son negados a las mujeres y las violencias hacia nosotras son prácticas cotidianas (Monserrat SAGOT, 2017). Además de reconocer las contribuciones teóricas y prácticas de la antropología feminista, es necesario reformular “la construcción misma de los objetos de estudio que, por el tipo de voces y experiencias que a lo largo del tiempo los han ido constituyendo, han tendido a reproducir una lógica androcéntrica y, en consecuencia, una definición sesgada” (Jone M. HERNÁNDEZ GARCÍA, 2019, p. 4). De acuerdo con esto, la AEF nace de los postulados de la herencia de la etnografía feminista, innovando el quehacer metodológico y epistemológico, proponiendo nuevos aspectos desde las discusiones feministas y descoloniales, y defendiendo la no fragmentación de emoción, cuerpo, mente y razón en la experiencia etnográfica como un ejercicio que identifica las relaciones de poder (Carmen GREGORIO, 2006).
La AE y las reivindicaciones feministas se articulan desde el conflicto: el conflicto con una misma (Andrea GARCÍA, 2019), a partir de la escritura y la exposición de nuestras autorreflexiones, y el conflicto con la sociedad, en tanto en cuanto explicitamos el descontento por la posición en ella, por los obstáculos, por las resistencias, por las violencias y por la guerra hacia las mujeres (Rita Laura SEGATO, 2016). Aclarando: sin conflicto, no hay auto-etnografía feminista. Porque los feminismos nacen de la lucha, de la reivindicación, de la opresión, del hartazgo, de las muertes, del conflicto con la sociedad donde vivimos.
En este contexto, nace una conciencia de oposición (Charli VALDEZ, 2008) que permite construir un refugio desde donde pensar la opresión y también la lucha por los derechos, la libertad y la justicia social. Las AEF son la máxima expresión del “siento-pienso-grito” convertido en otro eje de la protesta social y feminista que se suma con fuerza a otras voces activistas y denuncias al sistema patriarcal, neocolonial, capitalista y neoliberal, que buscan una alternativa a la globalización hiriente. En la época que vivimos, es casi una obligación repensar la vida en común (Silvia GIL, 2017) a partir de las experiencias individuales y grupales, y siempre desde el lado oprimido, o sea desde las exclusiones y marginaciones. Repensar lo común es hacernos responsables y partícipes de los cambios que urgen en las sociedades. Asimismo, desde la AEF, “la reflexividad […] se convierte en una ética en sí misma y, por tanto, en un criterio para una investigación emancipatoria” (Susan STREET, 2003, p. 75).
La AE se suma al activismo feminista como otra herramienta metodológica de análisis con la que alcanzar nuevas vías de denuncia en correspondencia con nuestro compromiso por la igualdad, subrayando la relación entre investigación, activismo y praxis que sustenta la investigación etnográfica feminista (ESGUERRA, 2019). Y a su vez, se caracteriza por marcar un claro disgusto con el feminismo hegemónico, poniendo de relieve la necesidad de integrar otras discriminaciones y violencias generadas por la clase, la edad, la etnia, las (dis)capacidades o el estatus económico, acentuando las características individuales y sociocomunitarias en la construcción de las reflexiones de las mujeres (Karina BIDASECA; Marta SIERRA, 2022; Rosa CAMPOALEGRE, 2018; Joselina DA SILVA; Fabrícia DO NASCIMENTO SILVA DE OLIVEIRA, 2021; Keiliane DE LIMA; Kamilla SASTRE, 2022; María GALINDO, 2014; Francesca GARGALLO, 2015; Mercedes JABARDO, 2012; Luis MARTÍNEZ, 2019; RUIZ, 2020; Alexandra Eliza VIEIRA, 2021). En este sentido, “la idea de partir desde ‘lo común’ puede ser perversa también cuando no se cuida el singular dentro de los comunes en plural, cuando se parte de cuerpos abstractos sin considerar los cuerpos situados” (Marisa G. RUIZ, 2013, p. 39).
Las AEF (en plural) no sólo identifican quiebres en nuestra participación social o fenómenos en los cuales nos glocalizamos violentadas, sino que, además, logran indagar espacios menos visibles donde afrontar nuevos panoramas con diferentes vulnerabilidades (Laura SARMIENTO; Paola BONAVITTA, 2022). Las propuestas expuestas por éstas adquieren un valor intangible cuando se leen desde el activismo social, desde el quehacer de la política pública y desde las posibilidades de bienestar comunitario y regional como punto de partida para una transformación societal.
La individualidad se traslada en una constante a las colectividades, tanto como lo privado se desliza hacia lo público o lo íntimo se diluye bajo la veta del cambio social. Se habla, escribe o grita desde un yo, que encamina la voz hacia un “nosotras” como procesos de empoderamiento, agencia y resistencias en clave feminista. Por lo tanto, “vulnerabilidad y agencia no sólo no son incompatibles, sino que se encuentran entremezcladas en los procesos de agenciamiento colectivo” (Ariana COTA, 2019, p. 16).
Algo que han desencadenado las AEF es un ímpetu propositivo donde la cercanía y la sensibilidad son claves para la transformación de las relaciones comunitarias a través de cambios locales donde estamos insertas y somos partícipes. El confinamiento por la pandemia vivida desde el año 2020 supuso un campo de exploración de experiencias involucradas con los espacios públicos y privados que posibilitó el desarrollo de AEF bajo temas como los cuidados, la soledad, “estar” en el barrio, la conciliación de los roles, la solidaridad vecinal y las relaciones comunitarias, entre otros (SARMIENTO; BONAVITTA, 2022; Paula SATTA, 2022).
Las AEF iberoamericanas acogen en su hacer diversos intereses surgidos desde preguntas, inquietudes y relaciones analíticas que permean en una conciencia sobre la comprensión global de los conflictos internos y sociales como punto de partida para explorar los significados desprendidos de nosotras mismas como mujeres. En cada uno de los relatos, la interseccionalidad dibuja la individualidad autoetnográfica, aportando mayor sentido a nuestras dudas y convencimientos colectivos desde la diversidad de posturas.
Los ámbitos abordados giran en torno a la violencia sexual, el cuerpo (salud-enfermedad e imagen corporal), la maternidad, la política (resistencias y agencias), la identidad (etnia y construcción sexo-genérica), las adversidades y los haceres y saberes.
Las violencias (propias y externas), en el plano micro o macro, conscientes o ausentes de conciencia, se insertan en nuestros cuerpos, voces, configuraciones, trayectorias, dolores y proyectos de vida. En los textos sobre violencia de género encontramos varios objetivos para la realización de la AE, entre los que destacan los siguientes: a) denunciar las violencias, a modo de señalamiento hacia los victimarios y la operacionalización de la violencia en espacios formativos; b) cuestionar la neutralidad del género en el trabajo de campo etnográfico, advirtiendo a las jóvenes antropólogas sobre los peligros existentes; c) explorar las distintas comprensiones sobre las violencias sexuales en las vivencias propias, resaltando la vergüenza y el miedo. Contar y (des)hacerse de la vivencia inicia un proceso de transformación donde nuestro “yo” y un “nosotras reflejadas” tejen una red de soporte (ROMERO; MARTÍNEZ, 2021), porque las experiencias traumáticas de violencia sexual “se aprenden a transformar en grupo. […] Es más fluido si se hace poéticamente viendo a la otra en mí y dejando que la otra se vea en mí” (Ángela María BOTERO, 2019, p. 274).
Dar voz a los sentires de los cuerpos es una tarea compleja que implica un diálogo profundo e íntimo con nosotras mismas, despojándonos de las representaciones sociales que el cuerpo ha tenido a lo largo de la historia, y sumándonos a la tradición feminista que posiciona la dualidad cuerpo-emociones como base para indagar sobre las violencias hacia las mujeres (Silvia FEDERICI, 2013) y que activa la idea de que lo corporal es personal, político y teórico (Lola MARTÍNEZ, 2020). El cuerpo como agente (Mari Luz ESTEBAN, 2004b) permite situar las vivencias como mujeres y coadyuva a pensarnos desde el reflejo de otros cuerpos y a dialogar con éstos. Mantener conversaciones con nuestros cuerpos desde el despojo de las cargas heteropatriarcales y neoliberales de producción, como sujetas sexuales y de reproducción, servidumbre y mercancías controladas, es posible en tanto en cuanto neutralicemos la relación entre el cuerpo y lo femenino, pues ésta ha sido históricamente el eje de opresión para las mujeres (Luisa POSADA, 2015). Repensar los cuerpos, olvidarlos, unirlos a nuestras emociones, volverlos parte de la estructura crítica de las violencias, transformarlos, experimentarlos y explorarlos posiciona un eje de inquietudes en torno a la identidad que en la actualidad cada vez toma más fuerza en las AEF (María Magdalena ARANDA, 2021; ESTEBAN, 2004; FERNÁNDEZ et al., 2014; GUILLO, 2013; POÓ, 2009; Sophie SMAILES, 2014).
La salud, física y emocional, de las mujeres aparece asociada a la inseguridad, a los roles de género y a las nuevas representaciones sociales contraproducentes de la “mujer multitask” o “superwoman”. Abordar la salud de las mujeres implica exponer abiertamente las cargas que afrontamos (cuidados, trabajo, hogar, crianzas) y las repercusiones en nuestra salud (Karla KRAL, 2016). En las AEF se aborda la enfermedad como consecuencia de las violencias, sus implicaciones y actitudes frente a la situación, los procesos de significación de los cuidados (Fabiene GAMA, 2020) y cómo, desde la reflexión situada, se es capaz de analizar la superación de un estado de salud negativo (María ZAPATA, 2019).
La belleza, sus cánones y arquetipos de dominación hacia las mujeres han expandido la controversia y análisis sobre los cuerpos de las mujeres, las sexualidades y las maternidades. Los derechos a decidir sobre nuestro cuerpo se ven reflejados en discusiones sustanciales sobre la estética, el empoderamiento y las rupturas con los imaginarios sociales sobre las mujeres y las identificaciones de género. En la exploración de conformaciones identitarias cambiantes y vinculantes a los roles de género, expectativas y trayectorias de vida, la maternidad y el aborto, aunque abordados desde la crítica feminista, apenas están configurándose como temas emergentes para las autoetnógrafas (Elizabeth Pilar CHALINOR, 2018; Doris QUIÑIMIL, 2012). En este sentido, la AE reivindica el papel de denuncia de las experiencias contadas por mujeres que atraviesan violencias en los proyectos de maternidades (Rosamaria CARNEIRO, 2021).
La descolonialidad es un aspecto presente en las luchas por la despatriarcalización y en las resistencias hacia el feminismo hegemónico, ya que no podemos abordar las relaciones de género si no contextualizamos la herencia colonial del poder en la que nos construimos como personas y comunidades (Rita Laura SEGATO, 2013). La identidad es uno de los elementos que permea las AEF porque nos sitúa en un plano transversalizado por diferentes aristas que permite reconocernos en un contexto sociocultural, político, comunitario, familiar y personal, y situar la agencia a partir del desarrollo de las resistencias y reexistencias (VIEIRA, 2021) y de la búsqueda de los derechos negados, del reconocimiento social y de la representatividad a partir de las experiencias compartidas (DE LIMA; SASTRE, 2022). Incluso, algunas veces, nos sitúa en terrenos liminales, abriendo otros interrogantes que permiten la acuosidad de las conformaciones individuales y sociales y de las autoconstrucciones de nuestros pensares y sentires desde una filosofía más enraizada (Diana Milena PATIÑO, 2021). En el contexto de las comunidades originarias, las mujeres son conformadas como guardianas de las memorias ancestrales a partir de la conexión con el territorio (Ana Manoela PRIMO DOS SANTOS, 2022), lo que subraya una vinculación particular con los cuidados, la defensa de éste, y la apropiación de prácticas ligadas al linaje femenino.
Tinta y espejos: compromiso feminista y herramienta transformadora
La AE es compleja de desarrollar, porque implica una profundidad senso-emocional densa que cuestiona nuestras actitudes, acciones y sentimientos, y realza las inquietudes que nos acompañan. Incluso aborda temas tabúes o restringidos que conllevan un esfuerzo confesional donde lo crudo de nuestras vivencias y la sinceridad se convierten en retos para la introspección autoetnográfica. Esclarece niveles profundos de información en las narraciones en primera persona, mostrándonos espejos a nosotras mismas y al resto de personas desde donde mirarse, conectarse, sumarse o posicionarse. Permite ahondar en cuestiones que nos preocupan, desnudando aspectos personales que causan confusión cuando rebasamos las reglas socioculturalmente impuestas, pero que nos muestran el camino de nuestra identidad cambiante, situada y reubicable.
Los testimonios son herramientas poderosas (Rosana Paula RODRÍGUEZ, 2013) que exponen los conflictos, brindando mayor humanidad a la realidad y un peso emocional a las percepciones sociales. En la escritura autoetnográfica “no hay tablas ordenadoras, sino buena narrativa; no es sintético, mas priva la profundidad y espesura del relato; no hay hipótesis sino intuiciones compartidas” (ARANDA, 2021, p. 222). La narrativa de nuestras experiencias permite recuperar, (des)articular y reconfigurar las acciones y, por ello, “quien narra corre riesgo, se arriesga y arriesga aquello que lo excede” (Paula RIPAMONTI, 2017, p. 85).
Cuando la escritura se convierte en la vía para “soltar” es disruptiva e incómoda (ARANDA, 2021; ESTEBAN, 2004), flexible, grotesca, valiente e hiriente. Los relatos libres de las AEF son modos de la escritura confesional emotiva (Heewon CHANG, 2008) que acorrala y regala: nos acorrala, mirándonos al espejo de nuestros trazos donde explorar miedos, dudas y resistencias, pero que también nos regala nuevas oportunidades de aceptación e inquietudes disipadas.
El desborde íntimo al que nos vemos abocadas en la escritura de nuestras vivencias (Leonor ARFUCH, 2012) implica enfrentar pudor, miedo, inseguridad, confusión, timidez y/o dudas. Sabemos que al expresar lo íntimo (o sea, lo que nunca se devela y guardamos con especial esmero), quedará expuesto al escrutinio y al juicio público, temiendo las consecuencias que de ello se desprenden. El caso más significativo es el de Eva Moreno (2005), quien, bajo un seudónimo, cuenta su vivencia de violencia sexual en Etiopía para alertar del peligro de mantener la “neutralidad en el trabajo de campo” como etnógrafas. La vergüenza, la culpa, el miedo o el pudor son constantes expuestas en las AEF, donde se subraya como una enseñanza desde los roles de género tradicionales y una violencia en lo femenino. Así se expresa Esteban sobre ello: “el pudor de hablar de mí misma, de desnudarme delante de una audiencia, o el riesgo de que no fuera bien interpretado y/o admitido” (2004, p. 2).
Creando AE se abren fronteras, permitiendo “reducir la autocensura, dejando que [surjan] temas aparentemente lejanos o inconexos, contradicciones y cuestionamientos” (POÓ, 2009, p. 165), lo cual ayuda a enfrentar la vergüenza, la duda o la impotencia. Sin embargo, se desarrollan límites, conscientes o no, de lo que estamos dispuestas a mostrar. Escribir nuestras experiencias no nos hace transparentes, pero sí (des)controla nuestro yo (Menara GUIZARDI, 2016) con diferentes matices de color de acuerdo con la profundidad con que estemos dispuestas a escarbar. Es un proceso donde a-bordar nuestro tejido vivencial es complejo y des-bordarlo mucho más, porque implica asumir responsabilidades, espacios de quiebre y rumbos nuevos.
Exponemos las vulnerabilidades desde las que nos construimos, identificadas desde una diversidad de perspectivas feministas y “asumiéndolas en su plenitud, como un modo de ‘pensar juntas’ y ‘hacer cosas juntas’, deviniendo de este modo en ‘agenciamientos colectivos’ que siempre encuentran intersticios desde los que resistimos al poder dominante y creamos nuestros proyectos propios” (COTA, 2019, p. 16).
En las AEF, los contextos de vulnerabilidad los miramos como un trampolín hacia el crecimiento y, por eso, no titubeamos ante la expresión de nuestras intimidades y tensiones personales como mujeres. La decisión de contar nuestras experiencias y el (des)control de nuestra historia nos carga de seguridad, poder y libertad.
Desde nuestros malestares e indignaciones somos capaces de generar procesos de reactivación identitaria cuando los conectamos con procesos socioculturales o con otras experiencias feministas de voces alzadas en la historia, multisituadas y convergentes en las (di)sonantes búsquedas por el cambio. En estos momentos cobra valor “mirar lo pequeño” (SATTA, 2022), lo que pasa inadvertido, lo que está ahí pero que no se toma en cuenta para cuestionarnos y que, sin embargo, es esencial para de-construirnos individualmente y co-construirnos socialmente.
El grito, la interrogación, la voz, la tinta, el acompañamiento, los “sí te creo” y la sororidad, entre otras vías, se han consolidado a través de “las olas” de lucha para sustentar un andamiaje analítico que, aunque criticado de forma exacerbada desde planteamientos positivistas y masculinizados, genera conocimiento, sensibilización y voz política.
La AE es experiencial y la experiencia personal es construida políticamente (Joan SCOTT, 1991). En sintonía con esta idea, la AEF ennoblece la experiencia como política para identificar, exponer y modificar las violencias enfrentadas por las mujeres. Como abanderaba la segunda ola feminista, “lo personal es político” y, por lo tanto, las AE se dibujan como voces políticas interiores que revierten en nuestras identidades feministas y trayectoria de empoderamiento en la historia feminista, uniéndose a las voces externas que crean lucha social y solidaridad.
La práctica autoetnográfica, por lo tanto, es política porque “es una voz, habitante de una trama plural […] Es política porque constituye una práctica de resistencia al silencio” (RIPAMONTI, 2017, p. 86) y promueve alternativas de desarrollo y bienestar. La AEF es parte de esa antiestructura que expone injusticias, marginalidades, voces silenciadas y heridas sociales, rescatando la inclusión de lo vivencial (Gabrielle DUBÉ, 2017) y pidiendo un cambio global (y radical) en el sistema, además de invitarnos a romper los moldes desde los que nos pensamos y a interrumpir los límites regulatorios para resignificarnos. Se convierte en una aliada más de la radicalidad del feminismo en tanto en cuanto lo drástico y el cuestionamiento continuo debe imperar en el sentido de las luchas feministas (Gloria Susana ESQUIVEL, 2020; Amaia PÉREZ, 2019; Margarita PISANO, 2001), para dejar de verse solamente como una protesta por los derechos de las mujeres (GALINDO, 2014).
¿Hay algún feminismo que no pretenda la transformación del sistema o cambiar todo? (Verónica GAGO, 2019). Aun constatando el deseo con carácter utópico de los cambios del sistema, “tampoco podemos renunciar a creer en la capacidad de rebeldía, oposición y práctica de conjuro de la subalternización que hay en el ejercicio de hablar, escuchar y escribir y en las prácticas micropolíticas” (ESGUERRA, 2019, p. 110).
La autoetnografía feminista como apuesta de con-ciencia
La lectura de las AEF no deja indiferencia. El poder de la palabra en primera persona no nos es ajeno, invita a caer en un espacio liminal donde repensar las posiciones frente a un fenómeno y a incidir en una apertura radical para la comprensión de alternativas y propuestas de cambio, estableciendo así “una forma de justicia […] y de la posibilidad de heredarla y compartirla” (RIPAMONTI, 2017, p. 100). Este punto se acelera con las bondades de (auto)escucha, solidaridad y vinculación a partir de los movimientos generados desde las redes sociales, donde el valor de la denuncia y la exposición de nuestra experiencia nunca se pone en tela de juicio.
La AEF quiere entender y cambiar la realidad, además de advertir sobre cuestiones veladas desde la estructura heteropatriarcal en distintos territorios, donde las violencias son válidas, normalizadas y respaldadas. Se configura como una herramienta de empoderamiento, agencia política, solidaridad, sanación, conciliación y vinculación con los retos feministas actuales.
Las AEF son historias que nos invitan a pensar, creando un espacio de (de)construcción y expansión que permite a las mujeres no sólo contar y soltar, sino ser contadas corporal, emocional y simbólicamente a partir de las vivencias situadas desde el (des)control de nuestro yo. Existe una necesidad por ser escuchadas que nos lleva a gritar en las calles y a florecer a través de reencontrarnos con nuestras profundidades, cicatrices y sonrisas. Al igual que Aranda, quien se sienta “con las mujeres gordas a pensar el mundo y subvertirlo, aunque por el momento sea utópico” (2021, p. 243), las colectivas feministas discuten entre sí las afinidades, otredades, desobediencias, resistencias y contrariedades, tanto desde la rabia como desde la ternura. La AEF nos regala fortaleza, sabiduría, libertad y conexión, conformándose también como una práctica espiritual, la cual permite entrelazar las diferentes aristas funcionales: resistencia, verdad, solidaridad y transformación (Wendy Anne BILGEN, 2022) y generar espacios y posicionamientos espiritual-políticos desde la sensibilidad y la intuición que influyan en las trayectorias vitales y colectivas (Marcela BOHÓRQUEZ-CASTELLANOS, 2019).
Cada uno de los relatos de las autoetnógrafas interpela con un público comprometido con la igualdad y la paz y dispuesto a escuchar, a cuestionar(nos) y a entender. En este sentido, permiten un diálogo sobre lo personal y lo común dentro de un cruce contrahegemónico por una mayor sensibilización para la deconstrucción de los roles de género (Fernanda SANTOS; Bruna MENDEZ DE VASCONCELLOS, 2018).
Las AEF, tanto individuales como colectivas, son un aporte a las luchas feministas porque se insertan en tres preceptos: a) resistir a las normas dictadas que nos controlan desde una jerarquía, promoviendo la experiencia única (SMAILES, 2014) para no callar las violencias, las injusticias y las vulnerabilidades en la vida cotidiana que confrontamos las mujeres; b) transformar y proponer nuevas miradas para pensarnos y aceptarnos rompiendo los patrones tradicionales de “normalidad”, resaltando la complejidad e interseccionalidad que nos caracteriza como personas sociales y políticas; y c) apostar por una performatividad desde nuestras experiencias encarnadas (Tamy SPRY, 2011).
Éstas confieren un valor de rescate de lo cotidiano como esa burbuja donde las conversaciones son reales, los sentires importan y las contradicciones se reconocen útiles en las trayectorias vitales.
El imperativo de la AEF es escucharnos y ser escuchadas con el fin de desdibujar y reformular el conflicto como la posibilidad de desarrollo y como un estado “creativo y transformador que modifica a quienes lo abren desde la escucha. Abrir los conflictos implica reconocer la vulnerabilidad y la imposibilidad de los cierres. Asumir el conflicto implica no acallarlo, ni curarlo, ni circunscribirlo” (GARCÍA, 2019, p. 12). El desborde de nuestras intimidades, vergüenzas, miedos, sufrimientos y vidas es el precio por la escucha. Y estamos dispuestas a pagarlo.
Las intimidades se convierten en elementos de especial relevancia para comprender las dinámicas de operación de las violencias. Y así, las individualidades generan pistas y apuntan hacia los fenómenos que nos dañan y nos inquietan a las colectividades feministas, permitiendo que el análisis micro identifique patrones de vulnerabilidad que permean desde la macroestructura. O como narra Patiño: “lo sufrido por mí era la individuación del entramado de sistemas de opresión y no dolencias individuales sin más” (2021, p. 284).
Al término del artículo, me pregunto si esta reflexión conjunta no es un ejercicio que apunta a encontrar la unión de las dislocaciones emergentes entre los feminismos y a un tejido ético de los (auto)cuidados. Lejos de encapsular el feminismo, la AEF realza las múltiples aristas para comprender los posicionamientos de las mujeres, subrayando la diversidad de intereses y de formatos analíticos, y dando sentido a la configuración personal en un entramado social. Esta postura devuelve la radicalidad de las luchas feministas dirigidas a la transformación consecuente de la estructura y la performatividad constante de nosotras mismas, rescatando más las coincidencias que las disidencias, subrayando la multiplicidad de las rutas y los haceres para la defensa de las mujeres y sus derechos y, sobre todo, rescatando el valor de la utopía en los feminismos (Eli BARTRA, 2021; Francia Jenny MORENO, 2018).
Las AEF hay que leerlas con respeto, con detalle, con delicadeza y con asombro, porque son un recuento de nuestros cuerpos, heridas, cicatrices, voces quebradas e impulsos por ser, estar, hacer y sentir en un espacio de vulnerabilidades. Las tintas con las que contamos nuestras experiencias y dibujamos nuestras figuras (grandes o pequeñas, nítidas o difuminadas, oscuras o claras) y los espejos donde nos reflejamos y tenemos la oportunidad de revisar nuestros contornos (límites) y nuestras miradas se han convertido en herramientas analíticas para las AEF, donde el poder de la palabra escrita y contada coadyuva a la introspección de nuestras identidades como mujeres.
Estas páginas encierran un agradecimiento a todas aquellas mujeres que, con valentía y coraje, permitieron mirarse, escribirse, reflexionarse, mostrarse, sonreírse y compartirse desde el relato. El diálogo mantenido con cada una de las AE ha supuesto un guiño a las voces feministas, una identificación más puntual de los territorios a defender y desde donde resistir, una convicción en la apuesta por reflexionar con tinta y espejos y una total reafirmación en que la autoetnografía tiene sello feminista.