Introducción
Todo lo que ha sucedido en los últimos meses a raíz de la pandemia de Covid-19 puede ser considera do como una especie de experiencia de lo imposible. Nadie imaginaba hace un año lo que hoy recorre el mundo. Nadie pensó, por ejemplo, que un país desa rrollado como España cerraría la ominosa primavera del 2020 con una sobre-mortalidad de mil personas por cada millón de habitantes. Estamos ante la experien cia de lo que previamente considerábamos imposible. O, para ser más precisos, de lo que previamente ni siquiera imaginábamos como posibilidad. El hecho de que nos haya sucedido algo que no habíamos ni imagi nado debería aportarnos ya una primera y perentoria lección. Podríamos exponerla con las palabras de Karl Popper: el porvenir está abierto1. El futuro no está ante nuestra vista. Es más, el futuro no existe en acto. Hay que hacerlo para que aparezca, pero aparece ante nosotros siempre ya como presente. La propia natura leza, por un lado, y la libertad humana, por otro, lo van configurando.
Lo desconcertante del caso es que cuando ocurre algo que nadie preveía ni imaginaba siquiera, resulta que muchos, en lugar de asumir la lección referida, se lanzan a hacer predicciones para la post-pandemia y nadie se priva de hablar en futuro2. De nuestros pensadores de guardia, Giorgio Agamben augura un terrible futuro policiaco de vigilancia total, mientras que Byung-Chul Han celebra - desde Alemania - que el autoritarismo oriental vaya a acabar con la privacidad. Y, para Slavoj Zizek, está a punto de arribar un nuevo comunismo, dado que el virus ha puesto al aire las mi serias del capitalismo. Lo cual es una idea asombrosa, pues se refiere a un problema generado - aun no sa bemos como - en China, el mayor recinto del planeta gobernado todavía por un partido comunista. Y des pués está Yuval Harari, quien también se ha lanzado a predecir cómo será el mundo post-pandémico, sin el crédito que le hubiese dado haber predicho la propia pandemia. Pero lo cierto es que la filosofía no tiene por misión el hacer futuroscopia, no se ocupa de pre decir lo que será, sino de estudiar el ser y el deber ser.
Da la impresión de que todavía no han sacado al gunos la principal lección que la pandemia nos recuer da. Y digo nos recuerda porque tal lección podíamos haberla aprendido ya mucho antes, con o sin covid: lo único que sabemos del futuro es que no sabemos cómo será. Podíamos haberlo aprendido de las tradiciones sapienciales: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”, dice el refrán hebreo. También de la poesía de todos los tiempos. Por ejemplo, nuestro Jorge Guillén lo cantó así: “Lo extraordinario: todo”. O bien de los textos filosóficos más sensatos. Con Hans Jonas (1995): “No sotros sabemos - y tal vez es lo único que sabemos - que la mayoría de las cosas serán distintas[.], que hemos de contar siempre con la novedad, pero que no sabemos calcularla3”. Ahora bien, tras la sacudida que nadie supo anticipar, muchos han retomado ya las gafas de ver el futuro y se han echado a profetizar. ¿Qué les indica que mañana mismo no pueda darse una nueva sacudida de distinta ralea o una réplica del mismo temblor o una vacuna eficaz o algo que hoy ni imaginamos? Siguen algunos sugestionados por el mismo trampantojo que puso ante nosotros la moder nidad, es decir, siguen pensando que hay que escrutar el futuro y sacar de ahí las indicaciones pertinentes para orientar nuestra acción. Una vanguardia de sedi centes visionarios quiere precedernos en la senda del supuesto progreso. Ellos ven el futuro y su visión nos encarrila, dicen.
Pero mirar al futuro es una ocupación estéril, no se ve nada en realidad. Si uno quiere aprender, ha de mirar hacia el pasado, ha de rebuscar en lo actual. Ha de investigar qué es lo que nos ha pasado y quiénes somos nosotros, estos curiosos seres a los que nos está pasando algo inesperado. Es eso lo que tenemos a la vista y nada más.
¿Qué nos Está Pasando?
La modernidad nos enseñó a orientar nuestra vida mirando hacia el futuro, pues se suponía que la ciencia lo predecía y la tecnología lo controlaba. Hoy sabemos que no es así. Se trataba de una ilusión provocada por una casualidad histórica. Resulta que la primera ciencia matematizada, la primera que logró elaborar prediccio nes aceptables y dotadas de cierto grado de precisión fue la astronomía planetaria. Y se da el caso de que esta ciencia estudia un sistema aproximadamente ais lado. Gracias a la misma, fuimos capaces de componer calendarios duraderos, aunque nunca perfectos. Así, la ilusión laplaciana de predictibilidad quedó grabada a fuego en la conciencia moderna. Se pensó que el siste ma solar podía ser imitado perfectamente por un reloj, por una máquina. O sea, que en realidad el sistema solar era un mecanismo regular y perfectamente prede cible, en lugar de un rincón del universo y de su histo ria. De ahí se pasó a pensar que todo el mundo físico, que la naturaleza en su conjunto, poseía estas mismas características. En especial, los seres vivos y - por qué no - el propio ser humano acabarían siendo vistos bajo el prisma mecanicista. La última extrapolación de esta fantasmagoría llevó a concebir las sociedades humanas y su historia como algo predecible. Así, varias ideologías modernas se volcaron hacia la futuroscopia. Al auto-atribuirse capacidad visionaria, adquirían también una cierta autoridad, incluso un poder represor y coactivo: lo que va a ser ha de ser.
Psicológicamente, la imagen es tan elemental como potente. Nadie quiere quedarse parado o retroceder cuando ha emprendido camino hacia una meta. La vi sión del futuro se nos impone, pues, como misión. De bemos avanzar hacia ese futuro que vemos, que algu nos con especial claridad y seguridad parecen tener a la vista. Es decir, será bueno todo aquello que tienda hacia ese futuro que vemos, y malo lo que nos paralice o haga retroceder. Quien controle la imagen del futu ro controlará también lo que se entiende por bueno y malo. Quien sea capaz de afirmar con mayor convicción hacia dónde vamos, será también quien nos diga hacia dónde debemos ir.
Pero esta idea moderna de predictibilidad resulta hoy obsoleta. No hay persona sensata que la mantenga. Ha quedado solo para uso y disfrute de las ideologías. Hoy sabemos que ni siquiera un reloj funciona como un reloj. La astronomía planetaria estudia el sistema solar, es decir, un sistema que para la escala humana resulta casi aislado. Ahora bien, el resto de los sistemas que nos interesan, desde los ecosistemas hasta los organismos o los sistemas sociales, no están aislados. Mantienen in trincadas relaciones con el entorno y poseen una gran complejidad interna. Esto los hace impredecibles. Lo más que pueden hacer las ciencias es aportar modelos y esce narios abstractos que arrojan previsiones condicionales imprecisas, falibles y sometidas a incertidumbre. Por no hablar del elemento de impredictibilidad que la libertad humana introduce en el mundo. El logos nunca está a la altura de la physis, siempre hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que puedan soñar nuestras filosofías, como sabían ya los antiguos, como olvidaron los mo dernos, como hoy nos recuerda la inopinada pandemia. Por supuesto, si empezamos a considerar magnitudes alejadas de la escala humana, muy grandes espacial o temporalmente, nos damos cuenta de que ni siquiera el sistema solar es perfectamente predecible, pues está sometido a diferentes interacciones, no todas ellas inte grables en nuestros modelos.
Los modelos y teorías científicas pueden ser vistos como sistemas de expectativas. Incluso los artefactos dotados de la llamada inteligencia artificial (IA) son sis temas de expectativas. O más bien son una prótesis de nuestros sistemas de expectativas. Un sistema de IA co loca un punto en un espacio n-dimensional construido a partir de un histórico de datos, y, en función de ello, nos dice qué se puede esperar del objeto representado por ese punto. Como cualquier sistema de expectativas, puede colapsar cuando registra la ocurrencia de algo que previamente consideraba imposible, es decir, que ni siquiera consideraba. Es lo que más arriba hemos llama do la experiencia de lo imposible. Cuando esto ocurre, el sistema de expectativas que empleábamos se queda sin capacidad de adaptación, no puede aprender de esta experiencia. Cuando nos sobresalta la experiencia de lo imposible, cuando nuestro sistema de expectativas co lapsa, solo podemos sobrevivir creando otro. Y este paso no tiene por qué ser puramente arbitrario, azaroso o irracional, sino que, en algún sentido, está guidado por un saber práctico y social que Aristóteles llamó phróne sis. Dicho saber nos facilita la constitución integradora de la experiencia, la gestión de las emociones vincula das a la frustración de expectativas, la propedéutica del momento creativo y el filtrado crítico de los sistemas de expectativas emergentes.
Muchas de nuestras interacciones con la realidad en cajan en esquemas previos, pero otras obligan a romper dichos esquemas y a crear otros nuevos. En este último caso, el salto hacia un nuevo esquema o paradigma o sistema de expectativas, hacia una nueva teoría o mode lo, estará impulsado por un elemento creativo y guiado por alguna forma de racionalidad prudencial, si es que no queremos fiarlo todo al azar. Precisamente, la apa rición en nuestro horizonte de la reciente pandemia ha disparado un proceso de reestructuración del tipo men cionado. Y siempre hay que contar con que suceda de nuevo algo con lo que no podemos de antemano contar.
Todo esto ya lo supimos en su día, pero hemos pre ferido olvidarlo, pues resulta incómodo pensar que no tenemos todo bajo control, que lo inesperado puede ocurrir, que nuestros planes más queridos pueden ha cer reír a Dios. Ahora, tras la primera oleada Covid-19, nadie puede ya obviar esta sabiduría de la ignorancia. Pero si el futuro ha dejado de ser nuestra guía, la brújula de nuestras acciones, entonces, ¿cómo podemos orientar nuestras vidas? No, desde luego, intentando mirar al futuro, sino fijándonos en nuestra esencia, en nuestra naturaleza, en lo que somos. Nuestra acción se proyecta hacia el futuro, pero a la vista solo tenemos lo que somos, de aquí hay que extraer la sabiduría. Respecto de lo que será, lo único que hemos de dar por sabido es nuestra ignorancia. Sea el ser y no el futuro nuestra guía. Del ser aprendemos el deber ser. Y, como enseña Hans Jonas4, no tiene por qué haber en ello falacia alguna.
En resumen: experimentamos hoy lo que previamen te considerábamos imposible o que ni siquiera habíamos imaginado. Sabemos ya que este tipo de experiencias pueden darse y que nuestra preparación para las mismas no puede venir de la predicción, pues por definición no son predecibles (son imposibles, o inimaginables). Nuestra única fuente de orientación resulta de la fideli dad a nuestra propia naturaleza, del saber qué soy (na turaleza humana), quién soy (persona) y cuál es mi vo cación (o función, en términos de Aristóteles). El futuro humano deberíamos construirlo con la vista puesta en la naturaleza humana, no basándonos en el espejismo de una supuesta predicción. No nos orienta la utopía, sino la fidelidad a nuestra esencia. En palabras de Píndaro: “Llega a ser el que eres” (Píticas, II, 72), con independen cia de que circule o no algún coronavirus por la zona.
¿Qué Somos?, ¿Quiénes Somos? La Vulnerabilidad Humana
En el debate actual sobre la naturaleza humana po demos diferenciar dos posiciones de partida: la posición nihilista de quienes niegan que exista la naturaleza hu mana y la posición naturalista radical de los que creen que todo es naturaleza, y solo naturaleza, en el ser hu mano. En medio tenemos otra propuesta -a mi entender más sensata- consistente en desarrollar una concepción de la naturaleza humana de inspiración aristotélica y próxima, por lo demás, al sentido común y la experiencia cotidiana. En la tradición aristotélica hay una afirma ción de la naturaleza humana, pero sin reducción de la misma al plano puramente natural. Se podría hablar al respecto de un naturalismo moderado. La idea de naturaleza humana propia de esta tradición tiene cla ras implicaciones normativas, a través de nociones como las de virtud (areté), felicidad (eudaimonía) y función (ergón) del ser humano. Hablamos de desarrollar -y no meramente de recuperar- una cierta concepción de la naturaleza humana. Es decir, hay que poner dicha con cepción a la altura de nuestros actuales conocimientos. Hoy estamos en mejor posición que cualquiera de nues tros predecesores para averiguar qué es un ser humano, y ello gracias a los avances históricos en ciencias natura les, sociales y humanas. Por eso se requiere desarrollar o traer a nuestros días una cierta concepción muy valiosa de lo humano, y no meramente recuperarla.
Para decirlo en breve, el ser humano es, según la tradición aristotélica, un animal social racional (zoon po litikon logikon). El método para desarrollar esta idea ha de consistir en la apertura y exploración de cada una de estas tres cajas5.
En primer lugar, el hecho de que seamos animales tiene hondas implicaciones. Los humanos no somos cualquier tipo de ser racional, sino muy precisamente animales. Esto nos obliga a pensar y a pensarnos desde el cuerpo, desde la experiencia del animal que somos. Si, por naturaleza, somos animales, ello significa, entre otras cosas, que somos vulnerables, susceptibles de daño y sufrimiento, de placer y dolor. Observemos que el he cho de ser vulnerables no nos hace menos humanos, sino que es parte de aquello en lo que consiste precisamente ser humano6. “Los humanos - afirma la bioeticista de la Complutense Lydia Feito - somos vulnerables como condición de nuestra propia naturaleza como personas [...] Es una característica antropológica que nos define. No obstante, tendemos a esconderla [...] La pandemia ha venido a recordarnos nuestra vulnerabilidad de un modo grosero y aplastante”7 (Feito, 2020, p. 2).
El virus de Wuhan ha pro ducido una constancia palmaria de nuestra vulnerabi lidad. Constancia que ha coincido en el tiempo con la moda transhumanista, la cual aboga por la supresión de la vulnerabilidad humana. Pero la supresión de nuestra vulnerabilidad solo se puede lograr a costa de la pérdida de nuestra humanidad. Veámoslo8.
El término vulnerable procede del latín, vulnera bilis, lengua en la cual también refiere a lo que es sus ceptible de ser herido. Igualmente, en muchas lenguas latinas el verbo herir procede del latín, ferire, que quiere decir, perforar o cortar. Es decir, lo vulnerable es lo perforable. En términos más básicos, se trata de la condición de una entidad en la que se puede inserir otra. Ello exige lógicamente la distinción entre interior y exterior. También viene sugerida la idea de daño fun cional. La inserción de algo externo en una entidad se considera una herida en la medida en que causa un daño funcional en la entidad en cuestión. Los seres vivos tienen interior y exterior, poseen barreras semipermea bles que los identifican, los separan de su entorno y al mismo tiempo los comunican con él haciéndolos fun cionales, pero también, y por lo mismo, vulnerables. La interioridad y necesaria apertura del viviente es lo que a un tiempo lo hace vulnerable. La separación del viviente respecto de su medio, así como su individualidad, hacen que aparezca una cara interna en los más diversos senti dos y grados: desde el recinto espacial cercado por una membrana o por una piel o por una estructura ósea, has ta la intimidad e identidad inmunológica que cierra un sí-mismo y lo separa químicamente del resto de los seres; desde la más elemental percepción del entorno, hasta una actividad mental desarrollada y rica, cuyo exponen te extremo es la intimidad mental y autoconsciente del ser humano, su vida interior.
Es esta, nuestra base biológica, la que nos hace vul nerables. Las rocas o los conceptos no lo son. El ser hu mano solo dejaría de ser vulnerable si dejase de ser un viviente, para transformarse, por ejemplo, en software, como proponen algunos transhumanistas. Pero, con ello, obviamente, habría dejado también de ser humano. Em manuel Levinas (1978) llega incluso a entender la subjetividad humana en términos de vulnerabilidad, e identifica esta última como condición de posibilidad de cualquier for ma de respeto hacia lo humano9. Reconocerse humano implica reconocerse viviente, y, por lo tanto, vulnerable. En consecuencia, no por ser más vulnerable se es menos humano. Todas las personas, sean más o menos vulnerables, poseen una igual dignidad. Por eso, como aprecia MacIntyre (2001), hemos de preguntarnos conjuntamente por la animalidad del ser humano y por su vulnerabilidad, y por eso ambas cuestiones son cruciales para la ética10.
Por supuesto, debemos intentar en lo posible mitigar nuestra vulnerabilidad y protegernos de los daños, pero la aspiración a la absoluta invulnerabilidad para el ser humano tiene algo de absurdo o contradictorio. Esta lección tendríamos que haberla aprendido ya del viejo relato referido al talón de Aquiles: cuando Aquiles na ció, su madre, Tetis, intentó hacerlo invulnerable sumer giéndolo en el río Estigia. Pero lo sostuvo por el talón derecho al introducirlo en la corriente, por lo que ese preciso punto de su cuerpo, donde presionaban los de dos de Tetis, no resultó mojado y siguió siendo, en con secuencia, vulnerable. En el asedio a Troya, Paris mató a Aquiles clavándole una flecha envenenada en el talón. La perfecta invulnerabilidad hubiese tenido un precio que Tetis no estuvo dispuesta a pagar, a saber, hubiese requerido que la madre soltase al hijo y lo abandonase a la corriente. Este relato nos indica el camino a seguir respecto de la vulnerabilidad humana: tenemos que reconocerla e intentar mitigarla mediante el cuidado propio y mutuo, sabiendo que su completa supresión es incompatible con la naturaleza humana.
Una vez identificado el sujeto vulnerable, hay que es tudiar los diversos tipos vulnerabilidad que le afectan11. En el caso de las personas, se suele distinguir entre vul nerabilidad psico-somática, social y espiritual12. Los dis tintos tipos de vulnerabilidad están correlacionados con diferentes factores de riesgo. Y, como nos ha demostrado la enfermedad Covid-19, estos tipos de vulnerabilidad, aunque sean conceptualmente distinguibles, están en lo concreto íntimamente interconectados y se afectan mutuamente. Por ejemplo, la enfermedad somática puede causar trastornos psíquicos y viceversa, y ambas pueden incidir sobre las relaciones sociales, así como generar crisis de sentido. También una crisis de sentido puede acabar provocando distintas enfermedades y cambios en las relaciones sociales, y así sucesivamente. Dicho de otro modo, la vulnerabilidad es la posibilidad de ser herido, cuando dicha posibilidad se actualiza y uno es realmen te herido en lo psico-somático, social o espiritual, se vuelve por lo mismo más vulnerable a nuevas heridas en cualquiera de estos aspectos. La pandemia, tras el daño causado sobre los cuerpos de los afectados, ha sa cudido las estructuras sociales y finalmente ha acabado por producir una crisis de sentido en quienes han vivido de cerca, o en primera persona, una extraña muerte en aislamiento y sin apenas honras fúnebres.
Ante la constatación de esta realidad, caben varias líneas de acción divergentes. Se puede optar por la simple resignación, lo cual perjudica especialmente a los más vulnerables. Algunos gobiernos propusieron en primera instancia una política (suicida) de inhibición, un dejar hacer al virus. También hay quien se ha puesto a soñar con utopías post-humanas de perfecta protección. Se trata de paisajes des-humanizados, pues es, al fin y al cabo, nuestra naturaleza humana la que nos hace vul nerables. Entiendo que esta línea pone en riesgo la exis tencia misma de la humanidad, y con ello incumple el imperativo categórico enunciado por Hans Jonas (1995): “[...] que haya una humanidad13”. Así pues, la mejor opción con siste en el reconocimiento y mitigación de la vulnerabi lidad, con particular atención, claro está, a las personas que son más vulnerables.
Resulta intuitivamente claro que la simple resigna ción no es una actitud moralmente aceptable. Pero la actitud deshumanizadora es también susceptible de crítica. Permítaseme traer aquí algunos fragmentos escritos por Martha Nussbaum (2004). A través de los mismos podemos intuir con claridad el paisaje post-humano al que debe ríamos enfrentarnos para lograr la invulnerabilidad, en el cual todo nuestro universo conceptual, emocional y social quedaría trastocado, con la consiguiente pérdida de referencias morales.
Aristotle once said that if we imagine the Greek gods as depicted in legend--all-powerful, all-seeing creatures who need no food and whose bodies never suffer damage - we will see that law would have no point in their lives […] .We humans need law precisely because we are vulnerable to harm and damage in many ways […]. But the idea of vulnerability is closely connected to the idea of emotion […]. To see this, let us imagine beings who are really invulnerable to suffering […]. Such beings would have no reason to fear […]. They would have no reasons for anger […] for grief […] they would not love anything outside them selves […]. Envy and jealousy would similarly be absent from their lives.
Consideremos ahora, según sugiere Nussbaum (2004), “[...] the large role that emotions […] play in mapping the trajec tory of human lives, the lives of vulnerable animals […]. If we leave out all the emotional responses […] we leave out a great part of our humanity14”. En definitiva, la invulnerabilidad total abre un paisaje claramente deshu manizado, ajeno a todo lo que comúnmente conocemos como la naturaleza humana.
Exploremos, pues, la tercera vía, la del reconoci miento y mitigación de la vulnerabilidad humana. Se trata aquí de reducir en lo posible la vulnerabilidad, con especial atención a los más vulnerables, mediante una profundización en lo humano, mediante su plena realización, y no mediante su supresión o superación. Reconocer que somos vulnerables no es sino conocer y aceptar nuestra propia naturaleza. Este reconocimien to es ya en sí mismo una virtud, y de él depende el de sarrollo de otras virtudes. Por otra parte, la vulnerabi lidad se mitiga en la medida en que logremos integrar, coordinar, armoniosamente los aspectos esenciales de lo humano. Veamos, ya con mayor brevedad, los dos que nos restan.
En segundo lugar, nuestra condición social nos hace mutuamente dependientes y nos ubica en una determi nada comunidad, la familia humana. Lo mismo que su cedía con la vulnerabilidad sucede con la dependencia, es decir, que no nos hace menos humanos, sino que es precisamente una parte de aquello en lo que consiste ser humano. Desde el terreno de la filosofía, quizá ha sido Alasdair MacIntyre quien mejor ha entendido y explica do en los últimos tiempos este aspecto de lo humano. Él ha sabido desarrollar la antigua idea aristotélica del ser humano como animal político, hasta su formulación contemporánea como animal dependiente. Incluso para ser autónomos dependemos de los demás, y al servicio de los demás hemos de poner nuestra autonomía15.
En tercer lugar, somos racionales, sí, y esto nos ubica en una nueva esfera espiritual. Incluye nuestra capaci dad de pensar y de pensarnos, de hacer ciencia y tec nología, de reflexionar, de contemplar y de ponderar las razones para hacer y creer. Porque somos racionales pedimos y damos razón, buscamos explicaciones y cau sas, incluidas las más radicales y últimas, deliberamos, decidimos voluntariamente en un sentido u otro, valo ramos el bien y la belleza. Entendemos aquí lo racional en un sentido amplio y contemporáneo, que incluye e integra la inteligencia emocional, las aportaciones de la intuición, y en general la sensatez. Gracias al aspecto racional de la condición humana nos constituimos como sujetos autónomos, podemos darnos a nosotros mismos normas y criterios, y aceptar o no de manera lúcida y libre aquellas orientaciones que recibimos de fuera.
Lo interesante del asunto es que estas tres dimensio nes de lo humano, a las cuales nos hemos asomado tan apresuradamente, no son reductibles entre sí ni tampoco están meramente yuxtapuestas. Su relación mutua viene mejor descrita por el término integración: cada una de ellas impregna completamente a las otras dos, las dife rencia. Nuestra inteligencia es sentiente, nuestra forma de percibir ya viene modulada por nuestro pensamiento, nuestra racionalidad es social y conversacional, no se construye sino en comunicación con los otros, nuestras funciones animales las llevamos a cabo de modo cultu ral, nuestra autonomía, como decíamos, está al servicio de los dependientes y dependemos de los demás para llegar a construirla. En este sentido hay que entender las palabras del pensador francés Paul Ricoeur (1995) cuando afirma que autonomía y vulnerabilidad son conceptos complementarios. La autonomía humana es la de un ser vulnerable, que reconoce a otros seres vulnerables en su entorno, seres que limitan y a un tiempo posibilitan su autonomía16. Para llegar a la sustantividad que es cada persona, hemos de tener siempre presente que lo huma no se da de manera integral, unitaria, indivisible en cada uno de nosotros.
La actual pandemia nos recuerda que la aspiración a la autonomía del individuo ha de verse contrapesada en todo momento por el reconocimiento de nuestra vulnerabilidad y mutua dependencia. En condiciones de alarma como las que vivimos, uno debe aspirar, qui zá más que nunca y con mayor fuerza, a mantenerse por sí mismo, a no resultar una carga para el resto, a liberar capacidad de asistencia. Además, nos percata mos como nunca del sentido que tiene esta autono mía: ha de orientarse precisamente hacia el cuidado de los demás, hacia la mitigación de la vulnerabilidad humana. Y al mismo tiempo, no queda más remedio que reconocer nuestra estrecha interdependencia y vulnerabilidad. Todo ello configura de un modo in tenso y vívido una ética del cuidado propio y mutuo. Cada paso que damos en los hogares de la cuarentena, en los heroicos trabajos que sostienen las constantes basales de la sociedad, nos enseña que todos depende mos de todos, que formamos la gran familia humana; que hay grandeza en reconocer esta interrelación, así como en buscar la propia autonomía que de tanto puede servir a otros. Se nos impone como evidencia en estos momentos la importancia nunca bien ponderada de haber formado con antelación núcleos fuertes y estables de comunidad, redes de amigos, de conciuda danos, y, sobre todo, familias. Todo ello es preceptivo para cualquier persona antes, durante y después de esta y de cualquier otra pandemia.
¿Qué Hacer? El Cultivo de las Virtudes
Todo lo dicho no implica que no hayamos aprendi do nada de la actual situación sanitaria. Pero ha sido un tipo de aprendizaje peculiar, una cierta forma de reminiscencia. La pandemia nos ha recordado lo que ya deberíamos haber aprendido antes, nos ha mostrado con mayor viveza y fuerza lo que no deberíamos haber olvidado. En suma: que el futuro está abierto y que nuestra guía moral ha de ser nuestra esencia humana y personal. Parece algo elemental, pero este cambio de perspectiva nos coloca ya definitivamente fuera de los tiempos modernos, lejos de la ideología según la cual las ciencias - incluidas las ciencias sociales - predicen con certeza y las tecnologías controlan con seguridad. Este cambio de perspectiva nos ofrece, además, una escapatoria al desamino nihilista. No es verdad que nos hayamos quedado sin guía: como tal ejerce el ser.
Así, para cualquiera de nosotros, rige como brújula la fidelidad a nuestra común naturaleza humana y a la persona que cada cual es. Para la sociedad en su conjun to funge como guía la preservación de unas condiciones mínimas en las cuales el respeto al ser se pueda cum plir. Se podría traducir esta última máxima metafísica a términos más concretos, jurídicos y políticos: se trata, en última instancia, de preservar los derechos huma nos, basados en la dignidad de todos y cada uno de los miembros de la familia humana.
Cada persona y la sociedad en general han de fo mentar, entonces, el conjunto de virtudes que posibi litan la realización humana, que permiten para cada uno el cumplimiento de la enseñanza de Píndaro. Y no porque el desarrollo de virtudes sea la mejor - digámoslo en manida frase - apuesta de futuro, sino por que constituye el mejor modo de realizar nuestro ser. En la tradición aristotélica es la práctica de la virtud, la búsqueda de la excelencia, la que permite la realización humana. Por añadidura, como un regalo o una gracia inesperada, si miramos hacia el pasado reciente, nos per catamos de que el cultivo de las virtudes hubiera sido la mejor fórmula para afrontar la extraña experiencia que nos acongoja.
Nos damos cuenta con luz nueva de la pléyade de virtudes que nos hubieran venido bien, que ahora mis mo nos vendrían bien, que de hecho han mitigado el sufrimiento en la medida en que han estado presentes, que hemos echado de menos cuando no las hemos en contrado dispuestas y en función; virtudes que segura mente deberíamos haber cultivado desde tiempo atrás y en mejores circunstancias. Hemos asumido en estos días que hay que contar con lo inesperado. Pero resulta, al parecer, que solo el cultivo de un carácter conforme a la virtud nos prepara para aquello que no sabemos calcu lar, ni predecir, quizá ni imaginar.
Tenemos normas y dictados de urgencia que llegan desde el poder político, desde nuestros no siempre ejem plares gobernantes. Pero las normas no bastan. El senti do del deber no moviliza, y menos aun sostiene la acción en circunstancias adversas. Los cálculos de utilidad, como se ha visto, no siempre son factibles y pocas veces resul tan fiables. Hace falta, sí, resulta imprescindible, sope sar las consecuencias de cada una de nuestras acciones, atender a lo que el sentido del deber indica y observar las normas promulgadas. Pero la vida misma nos enseña hoy que hemos de ir más allá y venir más acá de todo eso, que hay algo anterior y posterior a la norma, al de ber o al cálculo; algo que es necesario y que, al mismo tiempo, no es formalmente exigible; algo que depende del carácter de las personas, que brota de nuestra natu raleza y acaba por cuajar, al decir de Aristóteles, en una especie de segunda naturaleza.
Gracias a esta segunda naturaleza se pueden equili brar, bajo el consejo de la prudencia, el reconocimiento de nuestra vulnerabilidad y dependencia con la legítima aspiración a la autonomía personal. “La vulnerabilidad en la que somos, vivimos y desarrollamos nuestra vida - escribe Lydia Feito (2020) - nos exige extremar nuestra pru dencia [.] Somos vulnerables y, desde el reconocimien to de nuestra fragilidad, debemos ofrecer la respuesta ética: el cuidado, que se traduce en la obligación de acciones prudentes17”.
En esta segunda naturaleza se instalan las virtudes del cuidado y de la dependencia que tan imprescindibles se han mostrado en los últimos días. Si miramos hacia nuestra común naturaleza humana nos veremos inclina dos al cultivo de las virtudes que pueden llevarnos a la realización y a la excelencia, virtudes como la prudencia, por supuesto, pero también el compromiso, la honradez, la fortaleza, la templanza, la humildad y la serenidad, la generosidad en el esfuerzo, la laboriosidad, la creati vidad, el buen ánimo, la amabilidad, la puntualidad, el agradecimiento, la austeridad en el consumo y la mo deración en líneas generales, la sinceridad, la toleran cia, la capacidad de sufrimiento, la alegría, la disciplina, la disposición de obediencia a la autoridad legítima y así sucesivamente, hasta algo tan modesto, pero cru cial, como son los buenos hábitos de higiene y limpieza. Se aprende todo ello con la práctica y con el ejemplo. Hemos afrontado la experiencia de lo impensable gra cias a que dichas virtudes, en cierto grado, estaban ya presentes entre nosotros. Y hemos notado que si las hubiésemos cultivado en mayor grado, la respuesta ante lo inesperado hubiera sido más satisfactoria, hubiéramos ahorrado una buena cantidad de sufrimiento y desazón.
Cuando el sentido del deber se quedó escaso, cuando faltó tiempo y medios para el cálculo de consecuencias, hemos echado mano del carácter. Hemos conocido estos días ejemplos iluminadores en la línea mencionada. Por citar tan solo dos: los profesionales de la sanidad - en destacado lugar -, los encargados de la distribución, del orden público, de la enseñanza, de la investigación médica y un largo etcétera de funciones básicas para evitar el colapso, han dado, están dando, pruebas de cora je, creatividad, laboriosidad y capacidad de sacrificio. También la sociedad en general ha sabido dar muestras ejemplares de agradecimiento - una de las virtudes que MacIntyre liga al reconocimiento de la dependência -. Aprendemos todos cuando vemos a una enfermera que mantiene la paciencia tras veinticuatro horas de guardiã o a un conductor que sacrifica la noche entera para ga rantizar el abastecimiento. De una nueva y sorprendente liturgia social, el aplauso al atardecer, hemos aprendido la virtud del agradecimiento.
Conclusiones
La pandemia que estamos sufriendo supone una especie de prueba de estrés, no solo para los sistemas sanitarios y para la economía del planeta, sino tam bién para los distintos sistemas éticos18. Las éticas del deber resultan imprescindibles, pero en estas circuns tancias excepcionales se nos han quedado cortas. Ante el esfuerzo heroico que tantas personas han ofrecido voluntaria y gratuitamente, la mera noción de deber se nos antoja minúscula e insuficiente. Cuando tan tos han actuado en el nivel de lo supererogatorio, la simple apelación al deber se convierte en una ética de mínimos, un tanto raquítica para afrontar lo que se nos ha venido encima. En cuanto a los cálculos uti litaristas, hay que decir que tampoco han soportado con éxito la prueba de estrés. Dichos cálculos de poco sirven cuando todas las previsiones van saltando por los aires, cuando la propia OMS, la comunidad científica, los expertos y no digamos los gobiernos van dando a diestro y siniestro palos de ciego. Tampoco las éticas de la posmodernidad han salido muy airosas de la prueba de estrés. Cuesta ver el virus como una mera construc ción social. Una buena parte de la frivolidad relativista se ha evaporado ante la constancia cruda de la realidad que nos golpea.
Quizá, por las razones que venimos exponiendo, han soportado mejor la prueba de estrés las éticas de virtud y del cuidado, que no dependen tan drásticamente del apego al deber, de los cálculos de utilidad o de las ve leidades individuales y culturales. Las éticas de la virtud miran al fondo de la naturaleza humana. Allí encuen tran los rasgos propios de nuestra condición animal, so cial y espiritual, allí detectan la vulnerabilidad humana, nuestra mutua dependencia, la aspiración legítima a la realización personal. De ahí brota la fuerza normativa, de ahí surge la necesidad de cultivo y desarrollo de una segunda naturaleza, de un carácter virtuoso. Gracias a que ese carácter estaba ya presente en muchos, nuestra sociedad ha logrado ir más allá del deber, de la pre dicción de utilidades y del capricho individual. Si algo hemos echado de menos es que dicho carácter hubiera estado presente en más personas y en mayor grado. En esta línea de cultivo del carácter encontramos el modo correcto para mitigar la vulnerabilidad humana que tan presente se nos ha hecho en estos días.