Introducción
Considerando que la inclusión educativa en Chile se ha constituido en un desafío y en una tarea aún pendiente, cabe preguntarse ¿cuáles son las trabas que limitan una aplicación más efectiva y extendida, en todos los niveles y ámbitos del sistema educativo nacional, de una educación efectivamente inclusiva? Por lo pronto, hemos de señalar que ha habido innegables avances si se compara con lo que ocurría durante la primera mitad del siglo XX donde no había ni la convicción, ni menos aún la voluntad política de invertir en la formación de niños, adolescentes y jóvenes que se creía poco podían aportar al desarrollo nacional y que constituían más bien una carga o un motivo de vergüenza. En la actualidad, pese a la mayor conciencia, los desafíos parecen haberse multiplicado, dado que ya no se busca sólo transitar de la integración2 a la inclusión3 en el ámbito escolar, sino que el espectro de personas y grupos susceptibles de ser incluidos en los distintos sistemas educativos formales se ha acrecentado, con el consiguiente incremento de exigencias y demandas, tanto humanas como económicas.
En este proceso, de por sí más complejo, debido a las altas expectativas sociales que despierta en sociedades que aspiran a mayores grados de participación o al término (o al menos disminución) de las distintas formas de exclusión, no se pueden obviar los efectos positivos producto de los cambios socioculturales operados a nivel internacional en favor de la inclusión, reconocimiento y defensa de los derechos humanos de grupos tradicionalmente discriminados y/o excluidos. Cambios que directa o indirectamente han incidido en las transformaciones experimentadas en el plano nacional en las últimas décadas, que se han visto plasmadas en una serie de leyes y normativas que buscan garantizar el reconocimiento, el acceso y desincentivar las distintas formas de exclusión (algunas muy sutiles) presentes en la sociedad chilena y consecuentemente en la escuela.
En este sentido, adquieren gran valor los acuerdos y tratados internacionales que han suscrito las autoridades nacionales para impulsar en ocasiones y, en otras, prácticamente, forzar las transformaciones necesarias. Con ello se cumple aquella premisa que le asigna a la ley un valor pedagógico, por cuanto al mismo tiempo que ayuda a modelar mentalidades convierte a las reformas comprometidas en acciones ineludibles en virtud de los acuerdos y compromisos adquiridos. Por supuesto, muchas de estas acciones no han estado libres de controversias o su ratificación en el Congreso Nacional ha sido fuertemente resistida.
Más allá de esas resistencias, en el presente artículo pretendemos focalizarnos en aquellas que se identifican en la propia escuela, que apuntan tanto a las dificultades logísticas, de infraestructura, de capacitación de los distintos agentes educativos, etc., que podríamos calificar de logísticas o estructurales, como de aquellas que devienen de la falta de convicción de algunas comunidades escolares acerca de la necesidad de transitar hacia escuelas más inclusivas, que podríamos caracterizar como ideológicas o teóricas, por cuanto continúan apegadas a paradigmas convencionales que representan la escuela como el espacio donde deberían confluir sólo aquellos que cuentan con ciertas capacidades en términos cognitivos o físicos, o pretenden limitar el acceso siguiendo criterios restrictivos de procedencia, extracción social, comportamiento u orientación, propios de sociedades clasistas, xenofóbicas, racistas, patriarcales, machistas, heteronormadas o binarias.
En este mismo grupo se podrían situar tanto a los que siguen apostando por escuelas segregadas, como a aquellas comunidades que en el discurso se muestran abiertas e inclusivas (discurso que podríamos llamar “políticamente correcto”), pero que en la práctica distan mucho de ser comunidades auténticamente inclusivas y cuyos esfuerzos podrían ser calificados de “inclusión perversa” (SAWAIA, 2002), recurriendo a una terminología psicoanalítica, o de “tolerancia negativa” (RÍOS, 2001) o simplemente “tolerancia” de lo excepcional, lo extraño o lo aberrante (LEDESMA, 2017), pero que en ningún caso pueden reclamar igualdad de trato o condiciones similares a las del resto del estudiantado.
Con todo, la resistencia a una educación efectivamente inclusiva no deviene únicamente de estas dos fuentes: estructurales e ideológicas, sino también de las propias deficiencias o limitaciones de la ley sancionada. En el caso chileno, como veremos más adelante, las resistencias no provienen exclusivamente de las dos primeras fuentes, sino también de leyes y normativas que aún preservan sesgos medicalizantes y/o patologizadores, propios de estadios pasados o supuestamente ya superados de la educación especial, o de vacíos legales o alcances muy limitados de la propia norma.
Siendo ese el marco epistémico del artículo, hemos de subrayar que el propósito del mismo es reflexionar críticamente acerca de las reales posibilidades de una educación inclusiva en Chile, atendiendo al marco legal vigente, la limitación de recursos, la emergencia de nuevos grupos que demandan ser incluidos en los sistemas escolares formales, que desbordan aquella noción clásica que tendía a identificar la integración e inclusión con la atención de las necesidades educativas especiales (NEE) y, por cierto, las resistencias que devienen de patrones ético -culturales de los cuales el profesorado no es ajeno.
Desde el punto de vista de la estructura del artículo, este se organiza en tres secciones. La primera se concentra en la normativa legal vigente que regula los programas de integración escolar (PIE), e intenta develar algunas limitaciones y restricciones de esa misma norma que condicionan el tránsito de la integración a la inclusión. La segunda sección se ocupa de algunos de los obstáculos logísticos o estructurales más frecuentes como son, por ejemplo, infraestructura insuficiente o inadecuada, falta de equipamiento o de formación del profesorado para trabajar con la diversidad. La tercera sección problematiza las trabas ideológicas que comprometen o hipotecan el futuro de la inclusión educativa en el país. Por último, en las reflexiones finales se esbozan algunas posibles salidas frente a las resistencias denunciadas.
Marco legal4 de inclusión educativa en Chile: Nudos críticos, limitaciones y posibilidades
En el contexto nacional, los mayores avances en materia de inclusión educativa se verifican en el campo de la educación especial. Avances que se han expresado en una multiplicidad de leyes, decretos y normativas que intentan regular su funcionamiento, pero también las prerrogativas de que goza en el sistema educativo formal. Sin contar que, ante la escasez o derechamente ausencia de normativas específicas hacia los otros grupos objeto de inclusión en el ámbito escolar, operan como un marco de referencia.
En el siguiente listado aparecen las más importantes normas promulgadas en las últimas tres décadas que, de alguna forma, han delineado el quehacer educativo en materia de inclusión:
Decreto 490/1990. Establece normas para integrar a estudiantes discapacitados en establecimientos comunes.
Ley 19.284/1994. Establece normas para la plena integración social de personas con discapacidad.
Decreto Exento N° 1.300/2002. Aprueba planes y programas de estudio para estudiantes con trastornos específicos del lenguaje.
Ley 20.201/ 2007. Modifica el DFL Nº 2, de 1998, de educación, sobre subvenciones a establecimientos educacionales.
Decreto 170/2009. Fija normas para determinar los estudiantes con necesidades educativas especiales que serán beneficiarios de las subvenciones para educación especial5.
Decreto 201/2008. Promulga la Convención de las Naciones Unidas sobre los derechos de las personas con discapacidad y su protocolo facultativo.
Art. 34 del DFL Nº 2/2009. Mandata al Mineduc para establecer criterios y orientaciones para diagnosticar a los estudiantes que presenten necesidades educativas especiales, así como criterios y orientaciones de adecuación curricular que permitan a los establecimientos educacionales planificar propuestas educativas pertinentes y de calidad para estos estudiantes, sea que estudien en escuelas especiales o en establecimientos de la educación regular bajo la modalidad de educación especial en programas de integración.
Ley 20.422/2010. Establece normas sobre igualdad de oportunidades e inclusión social de personas con discapacidad. Art. Nº 3. Establece Diseño Universal de Aprendizaje (DUA).
Decreto N° 178/2014. Reglamenta pago de la subvención especial diferencial y de necesidades educativas especiales de carácter transitorio a los estudiantes integrados en cursos de enseñanza media.
Decreto N° 83/2015. Aprueba criterios y orientaciones de adecuación curricular para estudiantes con necesidades educativas especiales de Educación Parvularia y Educación Básica.
Ley 20.845/2015. De inclusión escolar que regula la admisión de los y las estudiantes, elimina el financiamiento compartido y prohíbe el lucro en establecimientos educacionales que reciben aportes del Estado.
Al examinar el sistema educacional chileno y la propia legislación referida al tema se puede apreciar que ambos están profundamente influenciados por el modelo médico de la discapacidad, en el cual sitúan a los estudiantes con NEE. Modelo que, además, está en la base de numerosas prácticas, políticas y concepciones teóricas discriminatorias, pues como sostienen Infante y Matus (2009), tal construcción discursiva médica de la diferencia está fuertemente arraigada en la comunidad y conlleva a prácticas de exclusión.
En el plano legal, ejemplo del sesgo medicalizador es el Decreto 170/2009, que establece criterios claramente definidos para determinar las NEE de un estudiante y, consecuentemente, los subsidios financieros que requiere. Es decir, a través de una evaluación diagnóstica realizada por “profesionales competentes” se verifican una serie de discapacidades, las cuales se validan a través de un certificado médico que identifica no sólo la discapacidad, sino que habilita al estudiante para recibir una subvención especial y como corolario de ello un apoyo educativo específico (TENORIO, 2009; INFANTE; MATUS, 2009). Es decir, el apoyo para hacerse efectivo requiere de la actualización de una serie de antecedentes médicos que, por lo general, terminan retrasando la entrega de esos mismos beneficios. Cosa análoga ocurre con el proceso de admisión y continuidad de los estudiantes en el PIE, que requieren de las mismas certificaciones médicas.
Vale decir, el sesgo medicalizador y el modelo de financiamiento subyacente a la normativa vigente terminan erigiéndose en trabas, en ocasiones insalvables no sólo por las excesivas exigencias burocráticas que demanda la implementación de cualquier programa de integración sino, principalmente, por la prevalencia del modelo bio-médico por sobre otros modelos, y la preeminencia y centralidad de los criterios económico-financieros por sobre los principios y requerimientos de la inclusión educativa.
De allí, que no resulte extraño que en las discusiones en torno a la inclusión hayan prevalecido esas consideraciones por sobre los alcances, significados o comprensiones de la misma. Esta característica, la verdad, se ha venido repitiendo las últimas cuatro décadas, desde el momento en que la dictadura militar privatizó el sistema educativo, no siendo privativa de la educación especial, sino que ha sido un trazo distintivo de todo el sistema educativo nacional, en todos sus niveles y modalidades, donde las discusiones en torno a la accesibilidad, cobertura, duración y aún calidad ha estado supeditada a la discusión económico - financiera; pues, si bien en Chile la educación se reconoce como un derecho de toda persona, especialmente de aquellos que están en edad escolar, ese derecho está mediado por lo económico.
Claro ejemplo de lo anterior es la Ley 20.845/2015 de Inclusión Escolar, que pese a su nombre, concentra su atención no en las exigencias, problemáticas o desafíos que plantea una educación inclusiva que alcance a todos los niveles de enseñanza y considere a la multiplicidad de grupos que, históricamente, han sido excluidos de los sistemas escolares formales, y no sólo a los estudiantes con NEE (indígenas, minorías étnicas, migrantes, disidentes sexuales y/o de género entre otros), de modo de promover el tránsito de experiencias focalizadas de integración a una educación inclusiva extendida que llegue a todos y todas, más allá de sus particularidades individuales o colectivas (CORNEJO, 2019).
No obstante lo anterior, no se puede desconocer que la citada ley representó un avance, no tanto en términos de las políticas, culturas o prácticas inclusivas (BOOTH; AINSCOW; BLACK-HAWKINS; VAUGHAN; SHAW, 2000; DOS SANTOS; PAULINO, 2014), sino más bien en el intento por revertir la inequidad y consecuente segregación que deviene del modelo de financiamiento de la educación chilena, que lo convierten en uno de los sistemas más desiguales del mundo, y que obliga a las escuelas municipales y particulares subvencionadas a competir por los recursos que proporciona el Estado, que son repartidos en razón del número de estudiantes matriculados y de su asistencia a clases (GARCÍA; ROMERO; RAMOS, 2015). Esto lleva a una dinámica competitiva, en la cual las instituciones compiten por los recursos y las familias por los cupos dependiendo de sus posibilidades de pagar.
La situación antes descrita se torna más compleja en el caso de los estudiantes con NEE, pues si asisten a colegios privados deben pagar por los apoyos educativos. En tanto que en las escuelas municipales o subvencionadas dichos apoyos dependen de los recursos disponibles en el establecimiento. Así, en las escuelas privadas la oferta para los niños con NEE está limitada por los recursos familiares (VÁSQUEZ, 2015), y en las escuelas municipales y subvencionadas por la capacidad de gestión de sus directivos.
De ahí que, en este tipo de escuelas, en un intento por acrecentar los recursos, se acostumbre arecurrir al sobre-diagnóstico de estudiantes con NEE con el fin de recibir más recursos (GARCÍA; ROMERO; RAMOS, 2015). Situación que incide en que la inclusión de estos estudiantes se haga de forma “aislada y principalmente con una finalidad compensatoria” (VÁSQUEZ, 2015, p. 56) buscando equilibrar la igualdad de oportunidades y derechos. Es más, los estudiantes con necesidades educativas permanentes están incluidos en un sistema de educación especial, pero al margen del sistema educativo regular (VÁSQUEZ, 2015).
En otras palabras, la inequidad se hace más notoria en el caso de los estudiantes con NEE, que tienen opciones más limitadas para encontrar una escuela donde estudiar y recibir apoyo, y están en riesgo de ser víctimas de procedimientos viciados como es la manipulación de los diagnósticos (ITURRA, 2019).
Otra práctica bastante común en muchos establecimientos subvencionados era restringir el ingreso de estudiantes con NEE a través de la aplicación de pruebas estandarizadas, cuyo fin era seleccionar a los mejores estudiantes. Así, continuaban recibiendo los aportes del Estado, pero desechando a los denominados estudiantes “problema”, que resultaban más onerosos; los cuales tendían a concentrarse en escuelas y liceos municipalizados no selectivos. Esta práctica parece repetirse no sólo con los estudiantes con NEE, sino también con estudiantes con problemas disciplinarios y aquellos que resultan incómodos para los sistemas formales en virtud de su procedencia, origen étnico, orientación sexual o identidad de género.
De alguna forma, la promulgación de la Ley 20.845/2015 de Inclusión Escolar vino a subsanar algunas de las distorsiones antes descritas, por cuanto buscaba: 1) transformar gradualmente la educación subvencionada en gratuita, para que todas las familias tuvieran la posibilidad de elegir establecimientos con libertad, sin depender de su capacidad económica; 2) eliminar el lucro en los establecimientos que reciben aportes del Estado, lo que significa que todos los recursos deben ser invertidos en mejorar la educación; y 3) terminar con la selección arbitraria, lo que permitirá a los padres elegir el colegio y el proyecto educativo que más les guste para sus hijos (MINEDUC, 2017a).
Sin embargo, no se puede obviar que prácticamente todo el texto de la ley versa sobre las prohibiciones que tienen las escuelas que reciben aportes del Estado, para seleccionar estudiantes o los denodados esfuerzos por limitar el lucro de los que administran las escuelas subvencionadas6. Es más, no deja de ser llamativo que esas restricciones se limiten a las escuelas que reciben aportes económicos del Estado pero no toquen a las escuelas privadas, las cuales pueden seguir aplicando pruebas de selección o limitando el acceso a aquellos estudiantes que no se ajustan a sus modelos formativos derivados de visiones ideológicas y/o religiosas que no sólo perpetúan la segregación del sistema educacional chileno, sino que parecieran autorizadas para excluir y, consecuentemente, discriminar a ciertos estudiantes en virtud de esas mismas visiones ideológicas.
Buen ejemplo de ello fueron los intentos de expulsión de estudiantes transexuales por parte de algunos establecimientos particulares de Santiago, o las prohibiciones de la homosexualidad contenidos en algunos reglamentos de convivencia escolar. En el primero de los casos, hubo de intervenir la Superintendencia de Educación que a través de la Circular 0768/2017 que reiteró el derecho a la educación de los/as estudiantes trans y la obligación de todos los establecimientos de respetar el nombre social, el uniforme y el uso del baño de acuerdo a la identidad de género autopercibida. En el caso de los reglamentos de convivencia escolar, el Ministerio de Educación hubo de instruir a los establecimientos para que eliminasen cualquier sesgo homofóbico y/o discriminatorio de sus reglamentos (MINEDUC, 2017b).
En esta lucha por el reconocimiento, la dignificación y respeto de los derechos fundamentales de toda persona, ha cumplido un papel clave la Ley 20.609/2012 Antidiscriminación, que si bien es de alcances limitados y carente de sanciones efectivas (CONSTESSE; LOVERA, 2012; VIAL, 2018), ha tenido un efecto disuasivo sobre los establecimientos que insisten en sus cruzadas moralizadoras, sumado al temor que despierta el impacto mediático que pueden tener algunas medidas arbitrarias y claramente discriminatorias en la opinión pública.
Y aun cuando este tipo situaciones parecieran ir a la baja en virtud de las disposiciones legales vigentes, la discriminación no ha desaparecido del todo7, pasando de formas manifiestas o abiertas, a formas veladas de discriminación, expresadas en violencia simbólica, indiferencia, invisibilización o silenciamiento, como suele ocurrir, por ejemplo, con los disidentes sexuales y de género que, normalmente, suelen ser ignorados en los establecimientos públicos o silenciados en los establecimientos privados, (especialmente confesionales). Confirmándose con ello que se trata simplemente de tolerancia de lo abyecto (LEDESMA, 2017), tolerancia negativa (RIOS, 2001) o “inclusión perversa” (SAWAIA, 2002), pero en ningún caso inclusión.
En suma, se puede decir entonces, que la Ley 20.845/2015 de Inclusión Escolar si bien representó un avance al intentar matizar la segregación derivada del desigual acceso y reparto de los recursos económico - financieros y, consecuentemente, de las ayudas que se derivan de esos recursos, poco aportó a la reflexión acerca de los desafíos que impone la inclusión y menos aún a su puesta en práctica.
Trabas estructurales que obstaculizan la inclusión educativa en Chile
Además de las limitaciones legales que traban los procesos de integración en Chile, existen otros de orden logístico o estructural como es, por ejemplo, la falta de recursos o equipamiento en las escuelas para prestar apoyos de calidad, además de la falta de capacitación de los profesores para atender a la diversidad del estudiantado. Y si bien la falta de recursos y la consiguiente falta de equipamiento y dotación de profesionales especializados se ha subsanado en parte inyectando más recursos a través de la Ley 20.201/2007, que fija las subvenciones para las escuelas y el Decreto 170/2009 que establece los criterios para determinar las NEE de los estudiantes que serán beneficiarios de los aportes para la educación especial, más la Ley 20.845/2015 de Inclusión Escolar8 que intentó regular la distribución de los recursos del Estado y garantizar el acceso a todos los estudiantes en edad escolar, no se pueden soslayar algunos problemas que terminan restando efectividad a los programas de integración.
Por lo pronto, la falta de claridad en los objetivos de esos programas o la definición de estrategias y fases a cumplir son algunos de los problemas más acuciantes. Ello en gran parte motivado por la distorsión que provoca el sobre-diagnóstico a que hicimos referencia en el acápite anterior, cuyo fin es, básicamente, obtener mayores recursos para las escuelas, pero no siempre con planes claros o metas a alcanzar.
No menos problemático, como denuncian los propios profesores de las distintas escuelas con PIE, es la falta de coordinación entre los propios profesionales contratados para atender y asistir a los estudiantes con NEE y acompañar la implementación de dichos programas. Es decir, si bien se reconoce el aporte y valora la contratación de profesionales que apoyen la labor educativa (psicólogos, trabajadores sociales, fonoaudiólogos, terapeutas ocupacionales, etc.), su contribución se ve limitada por la falta de proyectos articulados comunes derivados de la descoordinación. Situación que deriva, por ejemplo, en informes sobre un mismo estudiante que semejan más una “colcha de retazos” que documentos armoniosos y bien urdidos. Ello en gran parte se explica por la falta de espacios y tiempos compartidos, consecuencia de jornadas parciales o diferidas de estos profesionales, lo que termina condicionando las posibilidades de intercambiar ideas o aún de debatir.
En esta misma esfera no se pueden dejar de mencionar las restricciones que representan espacios no adaptados, por ejemplo, para atender a estudiantes con capacidades físicas diferentes. En este sentido, es común encontrar edificaciones que no cuentan con accesos y servicios apropiados, o si los hay es común que no fueron pensados en los usuarios resultando inadecuados o poco cómodos, pues se hicieron básicamente para satisfacer las exigencias legales. Con todo, esta falencia no es privativa de escuelas y liceos, sino que toca inclusive a las instituciones de educación superior que, en su mayoría, no cuentan con servicios suficientemente adaptados o carecen de materiales especializados (textos de estudio, programas computacionales, etc.) para la atención de estudiantes no videntes, sordos, etc.
En ese contexto, no sorprende entonces que muchos de los protocolos y normativas institucionales para la atención de estos estudiantes sean sólo nominal, no pasando de declaraciones de buenas intenciones. Sin contar que muchos de esos documentos no son resultado de procesos de discernimiento y construcciones colectivas de las respectivas comunidades educativas, sino apenas copias o reediciones de documentos de otras instituciones.
No obstante, lo anterior, uno de los aspectos que más limitan el desarrollo de los PIE en las escuelas regulares, y que es reiterativo en los relatos del profesorado, como consta en numerosos estudios (ITURRA, 2019; OJEDA, 2019), es su falta de preparación para trabajar con la diversidad. En este sentido es frecuente escuchar a profesores que manifiestan que “no fueron preparados” por sus universidades para atender a estudiantes con NEE. Con todo, este argumento se repite tratándose de migrantes (OJEDA, 2019), indígenas o disidentes sexuales y/o de género (CORNEJO, 2019).
Sin pretender restar responsabilidad a las casas formadoras por estos vacíos, no podemos desconocer que estas palabras denotan ciertos grados de comodidad y falta de compromiso con una educación verdaderamente inclusiva, pues no existe ninguna institución de educación superior en el mundo que consiga satisfacer todos los requerimientos formativos que demanda la escuela contemporánea que en el caso chileno, actualmente se traducen, además de inclusión, en: formación ciudadana, derechos humanos, género, primeros auxilios, educación sexual, cuidado y preservación del medio ambiente, entre varios otros temas. Es decir, la inclusión, como muchos otros tópicos, debería ser abordada como objetivo transversal por todos los profesionales de la educación, más allá de las responsabilidades específicas que les cabe a ciertos profesionales especializados en el área, de modo de favorecer el compromiso con las transformaciones necesarias y la voluntad de cambio, pues para avanzar, como sostiene Vásquez (2015), debe ocurrir una transformación paradigmática, en que se adopte la inclusión como un valor social y se establezca la diversidad como punto de partida de cada política educativa para poder lograr la calidad y equidad.
En otras palabras, la triada políticas, culturas y prácticas no opera por separado o resulta insuficiente si se considera aisladamente. Para que haya inclusión se requiere del concurso de las tres, que si bien en esferas y ámbitos distintos se complementan y potencian mutuamente.
Desde el punto de vista formativo, se hace necesario desarrollar una perspectiva inclusiva desde la formación inicial hasta el ejercicio profesional docente, a fin de incentivar una comprensión profunda del significado de la inclusión entre los profesores, además de otorgarles estrategias para ser flexibles, creativos y dispuestos a trabajar con cualquier niño, niña o joven, favoreciendo la evaluación diagnóstica de carácter educativo, por sobre el diagnóstico médico (INFANTE; MATUS, 2009). Lo anterior, atendiendo a lo que muestran los estudios que señalan que para satisfacer las necesidades de todos los estudiantes y del profesorado se ha de contar con oportunidades de capacitación de calidad (MALE, 2011).
Lo cierto pareciera ser, como lo muestran las evidencias disponibles, que el camino a una educación efectivamente inclusiva no está exento de problemas, dilemas y aporías. Por eso, se ha de entender la inclusión educativa como un proceso de reestructuración de los sistemas educativos, cuyos fundamentos son el respeto de los derechos humanos y los principios de la diversidad, donde se preparan los ambientes de aprendizaje y a los propios profesores para satisfacer equitativamente las necesidades educativas de todos los niños, niñas y jóvenes (ITURRA, 2019). No se ha de olvidar también, que la inclusión educativa no puede ser considerada nunca como un proceso acabado, sino como un proceso susceptible siempre de ser mejorado o perfeccionado.
Trabas ideológicas que obstaculizan la inclusión educativa en Chile
Entre las limitaciones de orden ideológico aparecen, en primer término, las confusiones conceptuales. Si nos guíanos por los testimonios del profesorado y las ideas que frecuentemente circulan en los medios de comunicación social, se verifica que uno de los obstáculos más importantes para la inclusión educativa en Chile es la asociación entre inclusión y NEE. Y si bien esta idea no es exclusiva del sistema educativo chileno, es la que más se repite. Numerosos son los estudios nacionales que muestran la dificultad que tiene el profesorado de pensar la inclusión más allá de las NEE (OJEDA, 2019). Esto, probablemente, se deba a que históricamente las investigaciones alusivas al tema se han concentrado mayoritariamente en estudiantes con NEE (ARTILES; KOZLESKI, 2014), descuidando no sólo a otros grupos sino las intersecciones que devienen de las distintas identidades de esos mismos estudiantes (clase social, lengua, género, origen étnico, nacionalidad, etc.). Situación que inclusive ha afectado la atención de estudiantes talentosos, que es otra forma de NEE.
Una característica que tampoco pareciera ayudar a ampliar o diversificar la comprensión acerca de la inclusión educativa, es que la mayor parte de las investigaciones, sobre todo las focalizadas en la escuela, han tendido a no documentar sus hallazgos o los alcances de las medidas propuestas (ARTILES; KOZLESKI, 2014). De allí, que los estudios en torno a las distintas poblaciones excluidas presentes en la escuela o de experiencias de inclusión de esas mismas poblaciones sean relativamente recientes en el país, pues si bien son innumerables las historias de esfuerzos de inclusión que se suceden en la cotidianeidad escolar, la mayor parte de ellas no está sistematizada y menos aún transformada en experiencias de aprendizaje para un creciente número de profesores que demandan formación.
Un segundo aspecto, estrechamente unido o derivado de esa confusión conceptual, es la influencia del modelo bio-médico que, como vimos en el apartado dedicado a la legislación, no sólo permea el espíritu de la ley, sino que en la práctica escolar condiciona los procesos de admisión y continuidad de los estudiantes en el PIE, así como las estrategias de apoyo desarrolladas en las escuelas, evidenciando con ello la prevalencia del modelo en las políticas y en las prácticas (TENORIO, 2009; INFANTE; MATUS, 2009), pero también en las ideas y percepciones que no sólo tienen los distintos agentes educativos, sino la población en general.
Ejemplo de ello es el reconocimiento que hacen los profesores que señalan que en sus discursos aflora permanentemente el sesgo medicalizador, que a la larga termina, como ellos mismos afirman, transformándose en una barrera, pero que justifican porque las políticas regulatorias del PIE están repletas de ese lenguaje, motivo por el cual se sienten obligados a comunicarse en esos términos (MUÑOZ; LÓPEZ; ASSAÉL, 2015).
Por otro lado, el uso de terminología médica hace que los profesores perciban su propio conocimiento como insuficiente para responder a sus estudiantes con NEE (TENORIO, 2009); cuestión que nuevamente replantea el tema de la preparación del profesorado, pues, desde un paradigma bio-médico, estos siempre van a aparecer como carentes o insuficientemente preparados. Percepción que se ve reforzada por los temores que despierta la inclusión, dadas las condiciones materiales en que debe desempeñarse el profesorado, derivadas, en gran medida, de la falta de recursos, de tiempo, espacio y materiales para diseñar y evaluar sus propias prácticas. No menos preocupante les resulta el alto número de estudiantes que deben atender por curso (45 en promedio), lo que es visto como una limitante para satisfacer los requerimientos de los estudiantes (MUÑOZ; LÓPEZ; ASSAÉL, 2015).
En otras palabras, una de las grandes trabas ideológicas que obstaculiza la inclusión en Chile, es que prácticamente todo lo que dice relación con ella, políticas, prácticas y culturas, gira en torno o deviene del paradigma bio-médico, situación que termina alejando al profesorado que, en general, la siente como una realidad extraña, ajena a su ejercicio profesional, o cosa de “especialistas” del área médica. De allí que no sean extrañas las dificultades que evidencian a la hora de pensar la inclusión más allá de las prescripciones médicas, como suele ocurrir, por ejemplo, con los desafíos interculturales que suponen para la escuela la inclusión de indígenas, migrantes o minorías étnicas, o más aún las exigencias de reconocimiento de los disidentes sexuales y de género que históricamente han sido invisibilizados y silenciados. Así, el paradigma bio-médico no sólo termina reduciendo la comprensión conceptual de la inclusión, al circunscribirla a una descripción de orden patológico, sino que obstaculiza que esta pueda abrirse a otras realidades y grupos.
Pese a lo anterior, es posible avanzar a una comprensión social de la educación inclusiva, conforme a las visiones subyacentes a los acuerdos internacionales, lo que en la práctica supondría, entre otras cosas, derogar el decreto 170 que establece las discapacidades y la necesidad de diagnóstico médico para recibir apoyo educativo a través del sistema de subvenciones; pues al adoptar un concepto más amplio de NEE no se lo relacionaría necesariamente con la discapacidad o con una condición transitoria del desarrollo o del aprendizaje, sino también con condiciones de salud general, mental, emocional, comportamental, entre otras (ITURRA, 2019). Vale decir, desde una perspectiva social de la educación, las escuelas no se verían obligadas a depender de la cantidad de estudiantes diagnosticados, sino de la matrícula general evitando así el sobre-diagnóstico, con lo cual todos los estudiantes que tuvieran una NEE en un momento determinado de sus vidas recibirán el apoyo educativo necesario, sin la necesidad de ser etiquetados.
Sin embargo, las barreras más importantes a la inclusión en el plano ideológico son ciertas representaciones sociales de determinados grupos, que son resistidos no en razón de las condiciones materiales o la sensación de no tener las herramientas para lidiar con ellos como ocurre, según vimos, con los estudiantes con NEE o con capacidades físicas distintas, sino por comportamientos, deseos y afectos que resultan “chocantes” y, consecuentemente, abyectos en razón de ciertos patrones culturales o creencias religiosas. En estos casos, la inclusión se torna más compleja aún, porque a diferencia de otros grupos que al menos gozan de la convicción teórica de que deben ser incluidos (aun cuando las prácticas contradigan aquello), estos ni siquiera gozan de ese privilegio. En el caso chileno, buen ejemplo de ello son los disidentes sexuales y de género que si bien “tolerados” en las escuelas (LEDESMA, 2017), dada las restricciones legales que impiden su expulsión, son fuertemente resistidos. A este respecto cabe recordar que la promulgación de la Ley 20.609 / 2012 Antidiscriminación demoró largos años en ser aprobada, básicamente porque ciertos grupos se oponían a que se incluyera entre los posibles discriminados a las disidencias sexuales y de género. Esa resistencia se ha trasladado en la presente década a la escuela, prueba de ello son los incipientes avances en materia de integración si se compara con otros grupos. Y ello porque si bien la citada Ley Antidiscriminación, más la Ley 20.845/2015 de inclusión escolar, resguardan y garantizan el acceso de estos estudiantes al sistema escolar, las situaciones de discriminación o marginación en el espacio escolar no son sancionadas en virtud de las limitaciones de la propia Ley 20.609/2012 que no contempla penas efectivas (VIAL, 2018).
Consideraciones finales
A modo de cierre, cabría recordar las resistencias y trabas que identificábamos al inicio de este artículo, que obstaculizan, entorpecen o limitan las posibilidades de inclusión en el sistema escolar chileno que, a nuestro entender, se sitúan en dos ámbitos o niveles. Unas que caracterizamos como estructurales y logísticas, y las segundas como ideológicas o teóricas. En ambos casos resulta evidente que es necesario ampliar la noción de “inclusión educativa”, pasando de una visión restringida, focalizada casi exclusivamente en la atención de estudiantes con NEE, a una que no solo amplía el espectro de posibles beneficiarios, sino que se muestra vigilante a las sutiles y naturalizadas formas de exclusión presentes en los sistemas escolares formales, la mayor parte de las veces invisibles a nuestros ojos.
Para atender a aquellas que denominamos como estructurales y logísticas se requiere de políticas especialmente diseñadas, pero sobre todo de recursos que posibiliten el mejoramiento de infraestructura, equipamiento y capacitación de los distintos profesionales que se desempeñan en entornos educativos. En el caso de las segundas, que denominamos como ideológicas o teóricas, se requiere, igualmente, de políticas que resguarden y garanticen los derechos del estudiantado excluido o marginalizado en virtud de filosofías, convicciones o creencias religiosas que cuestionan o intentan impedir la libre expresión de estos grupos o personas, así como el no reconocimiento de sus legítimas diferencias en el espacio escolar.
No obstante, las políticas resultarían insuficientes si no fuesen acompañadas de procesos de reflexión, discernimiento, formación y sensibilización. Esto es, empatía con los que aparecen como “diferentes”, de reconocimiento y de conciencia de que la inclusión, irremediablemente, nos va a deparar, en ocasiones, con choque de derechos entre aquellos que, por ejemplo, reivindican su derecho a expresar libremente sus opiniones o convicciones particulares, y el derecho a la existencia, expresión y reconocimiento público (y por cierto a la propia educación) que demandan aquellos que, históricamente, han sido excluidos o marginados por distintas razones y argumentos.
Ante esta disyuntiva, la opción ética es que, si bien se reconoce el legítimo derecho a la libre expresión de las creencias y convicciones particulares, ellas están supeditadas al respeto, reconocimiento y resguardo de los derechos fundamentales de toda persona o grupo, independiente de su condición, extracción u orientación. Ninguna creencia o argumento, por fundamentado o justificado que aparezca a primera vista, puede eximirse de esa premisa ética básica; pues no basta con la simple tolerancia (RÍOS, 2001) o mostrarse como políticamente correcto. Estas posturas, más que ayudar a la inclusión, devienen normalmente en pseudo inclusión o inclusión perversa (SAWAIA, 2002), lo que no hace sino perpetuar y enmascarar sutiles y rebuscadas formas de exclusión. De allí, la necesidad de estar atentos a estos autoengaños, sabiendo siempre que la inclusión no es apenas una exigencia o demanda de recursos, perspectivas o voluntades. Ella es fundamentalmente una demanda ética.
Dicho esto, hemos de subrayar que una de las trabas más notorias a la inclusión en el ámbito escolar chileno guarda relación con las problemáticas que plantea la diversidad y no la discapacidad (MOLINA, 2016) o la patología como pareciera estar implícito en el modelo bio-médico predominante, que termina no sólo reduciendo y empobreciendo la comprensión conceptual de la misma y alejando al profesorado que la siente como una realidad extraña a su práctica profesional, sino que no permite hablar de ella como una necesidad que deviene de la propia condición humana al impedir pensarla desde distintas perspectivas, realidades y comunidades.
Por otro lado, hemos de señalar también, que se hace necesario transitar de la integración a la inclusión, pues no se evidencia el mismo grado de progreso en los distintos grupos susceptibles de inclusión. Claramente hay experiencias de integración, más allá de los reparos y cuestionamientos que se pueda hacer a esos procesos, ya consolidados, especialmente los relacionados con las NEE. Otros parecieran recién estar dando los primeros pasos, como ocurre, por ejemplo, con los estudiantes con capacidades físicas diferentes, los indígenas o los migrantes. Para otros, en cambio, ese camino ni siquiera ha comenzado, pues su presencia en la escuela responde más a medidas coercitivas que a la voluntad sincera de integrarlos. Con todo, en ninguno de esos procesos y grupos se puede hablar propiamente de inclusión. Todas las experiencias hasta ahora desarrolladas se inscriben en los distintos estadios de la integración.
Por supuesto, tampoco ayuda a acelerar ese tránsito el no contar con una ley (o un cuerpo legal) que efectivamente trate de la inclusión, ya que lo que se tiene es básicamente una ley de subvención escolar, pero no propiamente una ley de inclusión que la problematice, indique estrategias o metas a alcanzar (CONSTESSE; LOVERA, 2012; BASSO, 2016). Sin embargo, una ley sería insuficiente, aún si cumpliera con todas las exigencias y condiciones antes enunciadas si no aspirase a mudar los modelos que limitan, restringen u obstaculizan pensar en ella más allá de las categorías bio-médicas, de la escasez de recursos y capacidades, pero, sobre todo, que no aspirase a romper con los paradigmas normatizadores y normalizadores que están en la base de la discriminación y la exclusión (CORNEJO, 2019).
En suma, la inclusión educativa en Chile requiere atender a los múltiples desafíos y en diferentes niveles y ámbitos en que se presenta, desde aquellos que apuntan a la falta de recursos, preparación, término de ciertos paradigmas anclados en la medicalización, hasta aquellos que apelan a las exigencias éticas de respeto y reconocimiento como condiciones ineludibles de una sociedad auténticamente humana.