Introducción
Despertar el interés por el conocimiento de la historia en las aulas supone, entre otros factores, apelar a la empatía histórica mediante el trabajo de prácticas abiertas a diferentes interpretaciones sobre el conocimiento histórico. Las actividades basadas en la empatía histórica promueven la disposición para comprender las acciones de los agentes del pasado y de culturas diferentes, adoptando la perspectiva del otro y favoreciendo extraordinariamente el entendimiento de la historia (LEE; ASHBY, 2001).
Desde que, en la década de los setenta del siglo XX, el proyecto History 13-16 prestara atención a esta cuestión, como un aspecto clave en la renovación de la enseñanza de la historia (SHEMILT, 1984), variadas han sido las experiencias realizadas en diferentes países, tanto desde planteamientos de innovación didáctica como desde enfoques investigadores.
Para este artículo, recogeremos solo las investigaciones del contexto español que han ofrecido resultados basados en patrones de análisis sistemáticos, adaptados de los establecidos previamente por Dickinson y Lee (1978), Shemilt (1984) o Ashby y Lee (1987).
Dejando a un lado la interesante investigación de Calderón-López y Arias-Ferrer (2017) realizada con 98 niños de 5º de educación primaria, la mayoría de los estudios realizados se han desarrollado en el ámbito de la enseñanza secundaria, poniendo de manifiesto las serias dificultades de los estudiantes para alcanzar niveles de comprensión empática contextualizada. En el pionero trabajo de Jesús Domínguez (1986), donde los alumnos se tienen que poner en el lugar del alcalde de París, Bailly, en los inicios de la Revolución Francesa, los resultados en el grupo de control revelaron una comprensión empática de nivel 2 (empatía estereotipada) de los cinco propuestos por Shemilt, y de nivel 3 (empatía cotidiana) en el grupo experimental que había recibido instrucción conceptual previa.
Años después, en 1993, Domínguez (2015) amplia este escenario con una propuesta sobre la crisis de la monarquía absoluta de Fernando VII. En esta ocasión, la información se recoge mediante preguntas con tres posibles opciones de respuesta, que son categorizadas añadiendo dos niveles más a los cinco propuestos por Ashby y Leee (1987). Los resultados demuestran que el grupo de control no mejoró de manera estadísticamente significativa, situándose en los niveles 1 y 2, mientras que, en el grupo experimental, que recibió una instrucción formativa previa, un 75% alcanzó los niveles más altos de la progresión (3, 4 y 5).
Con una sistemática organizada en tres grados de empatía: presentista, histórica experiencial e histórica simple, González y otros autores (2009) desarrollan una investigación con 57 alumnos de 1º y 2º de la ESO. Diseñan una secuencia didáctica que se centra en la convivencia y el conflicto de los tres grupos sociales existentes en España en la Edad Media: cristianos, musulmanes y judíos. El análisis de los resultados evidencia que la empatía histórica experiencial es la predominante entre estos adolescentes, utilizando valores del presente en referencia al bienestar económico, el poder político y militar, y el rechazo a las otras culturas.
Para esta misma etapa educativa, Sáiz (2013) implementa una experiencia didáctica basada en un ejercicio de empatía histórica en una muestra de 50 alumnos de 2º de ESO, ambientada en 1238 durante la conquista cristiana de la Valencia musulmana. De los cuatro niveles establecidos, el grueso del alumnado se sitúa en los dos más bajos, demostrando una comprensión empática muy deficiente.
Tres años después, Guillén (2016) diseña un proyecto de investigación, fundamentado en una experiencia de empatía histórica con un grupo de 28 estudiantes de 2º de ESO. La práctica se basa en el estudio de la monarquía hispánica del siglo XVI a través de las acciones de un bandolero aragonés. Las respuestas son categorizadas en cinco niveles de inmersión empática, definidos en base a las dimensiones contextuales que manejan los estudiantes, oscilando entre 1. Responder a las preguntas sin hacer alusión a las dimensiones trabajadas y 5. Ver varias dimensiones y relacionarlas. La mayoría de los participantes se agrupan en los niveles intermedios.
En relación con la formación del profesorado podemos reseñar solo dos trabajos realizados en los últimos años. El primero, publicado en 2017, ha sido llevado a cabo en la Universidad de Oviedo con 79 alumnos del Grado en Educación Primaria. En el marco de la guerra civil española, San Pedro-Veledo y López-Manrique (2017) pretenden comprobar si la realización de un ejercicio de empatía histórica sobre los exiliados de la guerra civil española, puede contribuir al desarrollo de actitudes tolerantes hacia la figura de los refugiados en Europa actualmente, demostrando que, efectivamente, así sucede.
El segundo ha visto la luz recientemente. Se trata de una adaptación del trabajo realizado por Foster (1999) sobre la Política de Apaciguamiento de Chamberlain en los años previos a la II Guerra Mundial, realizada por los autores de este artículo, con una muestra de 119 futuros profesores en la Universidad de Valladolid (CARRIL-MERINO; SÁNCHEZ-AGUSTÍ; MIGUEL-REVILLA, 2018). En este caso, para el análisis del contenido de las narrativas recogidas se ha seguido una codificación de cuatro niveles adaptada de los diferentes estadios de progresión empática de Dickinson y Lee (1978) y Shemilt (1987). De sus resultados se deduce que solo el 19.3% comprende las acciones del Primer Ministro en su contexto, superando completamente el punto de vista contemporáneo.
Esta escasez de investigaciones realizadas con docentes en formación nos ha animado a investigar la capacidad empática en este colectivo, proponiéndonos como objetivo determinar la implicación de lo emocional en el desarrollo de la empatía histórica. Una cuestión que ha generado fuertes controversias entre los que reivindican el papel de los afectos en la empatía histórica (ENDACOTT, 2014) y aquellos que los cuestionan (LEE; SHEMILT, 2011).
Metodología
Para cumplir con este objetivo hemos planteado una investigación desde el paradigma cualitativo mediante un proceso de interpretación de las narrativas de los informantes, analizadas con la ayuda del sofware ATLAS.ti. El instrumento creado para obtener la información es una actividad de contrariedad que desafía afectiva y cognitivamente al alumnado (DOMÍNGUEZ, 1986; SHEMILT, 1984; TREPAT, 1995). Este tipo de actividades se estructuran en dos fases. En la primera se expone, a partir de las fuentes, una situación de la vida de las personas en el pasado, que es interrumpida antes del desenlace con el propósito de que los participantes, en una segunda fase, deduzcan el final.
En nuestro caso, el recurso utilizado es el capítulo 2º, “La compuerta número 12” de Subterra, libro con tintes autobiográficos, escrito en 1904 por el narrador chileno Baldomero Lillo y ambientado en las minas de carbón de Lota, en la provincia de Concepción en Chile. Se complementa con un fragmento de la película del mismo nombre realizada en el año 2003. Ambas fuentes relatan una situación habitual en la vida del proletariado minero del siglo XIX: el primer día de trabajo de un niño en la mina.
La investigación se llevó a cabo en la Universidad de Valladolid, con 164 alumnos del Grado de Educación Primaria, 46 varones y 118 mujeres, divididos en tres grupos y durante una sesión de dos horas con cada uno. En primer lugar, con la finalidad de que realizaran una lectura individualizada, les hicimos entrega del capítulo 2º de Subterra, incompleto, y a continuación les proyectamos el fragmento de película que se corresponde con esa parte del libro. Interrumpimos el desenlace en ambas fuentes con la finalidad de preguntar a los participantes cuál sería a su juicio la reacción del padre al ver que su hijo de 8 años, Pablo, tiene miedo, no quiere trabajar en la mina y le suplica que le deje volver a casa.
Les planteamos cuatro opciones diferentes: a) el padre se va a su puesto de trabajo y deja al niño llorando; b) el padre ata al niño con una cuerda para que no huya de la mina; c) el padre se apiada del niño y le deja que se marche a casa; y d) el padre se queda con él y le acompaña en esta primera jornada de trabajo. Los alumnos tienen que elegir una de ellas y explicar los motivos del progenitor para actuar de acuerdo con la alternativa señalada. Una vez recogidas por los investigadores las narrativas elaboradas, se les proporciona nuevamente las fuentes iniciales, pero, en esta ocasión, con el desenlace del capítulo y del fragmento de película proyectado.
El análisis de los argumentos entregados sobre la actividad de contrariedad se realiza siguiendo una progresión por fases en función del desenlace elegido, que va desde una adopción de perspectiva condicionada por el presente hasta una superación del presentismo y recreación de una mentalidad social diferente (ver Cuadro 1).
1ª: Interpretaciones presentistas desconectadas del contexto social y económico. Expresiones anacrónicas. Simpatizan con el padre sin entender los condicionantes de la vida del proletariado. Le perciben como un ser compasivo, proyectando en él actitudes paterno-filiales contemporáneas. |
2ª: Apreciaciones correctas sobre la situación socioeconómica del contexto que se tiñen de presentismo a la hora de identificar la reacción del padre. Empatizan con él manifestando sentimientos propios de la realidad actual que entran en contradicción con los condicionantes de la vida del proletariado en esa época. |
3ª: Explicaciones con una clara percepción de la realidad social y económica de la familia. Empatizan con el padre desde parámetros del pasado, si bien no son capaces de predecir la crudeza de su reacción. |
4ª: Interpretaciones con perspectiva histórica propias de las circunstancias y mentalidad de las gentes del siglo XIX. Realizan inferencias basadas en la información que les proporcionan las fuentes. Empatizan con el padre comprendiendo sus decisiones y acciones, aunque hieran nuestra sensibilidad actual. |
Fuente: Elaborado por los autores para este estudio.
Resultados
En primer lugar, se hace una clasificación de las respuestas de los futuros maestros en función de la opción elegida. Tal y como podemos observar en la Tabla 1, la opción más escogida es la (d) “el padre se queda con el niño en la primera jornada de trabajo” (nivel 2 de perspectiva histórica); seguida por la (a) “el padre se marcha y le deja llorando” (nivel 3); y a más distancia por la (c) “el padre le deja que se vaya a casa” (nivel 1). Solo cuatro alcanzan el nivel 4 de perspectiva histórica, considerando que “el padre le ata para que no se escape” (opción b).
Frecuencia | Porcentaje | Porcentaje válido | Porcentaje acumulado | |
---|---|---|---|---|
El padre ata al niño con una cuerda (b) | 4 | 2.4 | 2.4 | 2.4 |
El padre deja al niño llorando (a) | 55 | 33.5 | 33.5 | 36.0 |
El padre se queda con él (d) | 67 | 40.9 | 40.9 | 76.8 |
El padre deja que se marche (c) | 38 | 23.2 | 23.2 | 100.0 |
Total | 164 | 100.0 | 100.0 |
Fuente: Elaborado por los autores para este estudio.
A continuación, se procede al análisis cualitativo de los textos y al estudio de las perspectivas que sobre esta situación histórica revelan los participantes, identificándose de manera inductiva cuatro tópicos de interés: condiciones socioeconómicas, trabajo infantil, concepción de la infancia y escolarización.
Nivel 1- Interpretaciones presentistas desconectadas del contexto social
La práctica totalidad de las explicaciones de los alumnos que eligen la opción de que el padre le deja marchar a casa (23.2%) están repletas de interpretaciones contaminadas por el momento actual, sin relación alguna con las condiciones socioeconómicas de finales del siglo XIX y principios del XX, que explican la necesidad del trabajo de los niños. Estos estudiantes (13 varones y 25 mujeres) se ponen en el lugar del padre de Pablo, pero no son capaces de superar el punto de vista contemporáneo y analizan su actitud, en ese momento y en ese espacio, como si fuera la de un padre actual. Lo perciben como una persona sensible que se apiada del niño y le deja marchar a casa, desvinculándose por completo del contexto socioeconómico que explica la situación. Ruíz, explica muy bien la realidad de estos niños de la clase obrera en los años del desarrollo industrial:
En el fondo de la cuestión latía una razón fundamentalmente económica pues la clase obrera, doblegada por la necesidad, había de sucumbir, en muchos casos, al estímulo del dinero torpemente ganado por niños y niñas de corta edad. (RUÍZ, 2013, p. 54).
Efectivamente, los bajos salarios y las familias numerosas hacían que los ingresos aportados por los niños, aun siendo mínimos, alejaran a la familia de la mendicidad y la caridad pública. Y la sociedad lo toleraba como algo natural.
Sin embargo, una gran parte de los estudiantes de este grupo (18) proyectan en el padre un sentimiento de piedad que le hace rectificar en su pretensión de que el niño comience a trabajar en la mina, basándose en la corta edad del niño y en su fragilidad física para el trabajo. Esta compasión se expresa con frases como “tan solo es un niño” [IF, 5]3, “aún es un niño y está en pleno crecimiento” [IF, 18], “con 8 años es demasiado joven como para desempeñar aquella función tan desagradable” [IM, 102]4, o “era tan débil y pequeño” [IF, 163].
Estos argumentos muestran una concepción de la infancia propia del siglo XXI, desconocedora de que en la sociedad tradicional, tanto en el ámbito agrario como en el artesanal, en cuanto el niño podía valerse por sí mismo (en torno a los ocho años), se le incorporaba rápidamente al mundo de los adultos con quienes compartía sus juegos y sus trabajos. La separación entre ambos resultaba casi imperceptible, de manera que los infantes rápidamente se integraban en las tareas familiares contribuyendo con su esfuerzo a la economía doméstica (BORRÁS, 1996).
Por otro lado, también son bastantes (16) los que manifiestan que el padre deja marchar a Pablo porque “un niño de esta edad tenía que estar en la escuela” [IF, 5; IM, 15; IF, 43; IF, 114; IM, 137; IM, 145; e IF, 153], sin tener en cuenta la realidad educativa de la época. Si bien, en el caso español, la Ley Moyano de 1857 establecía ya la escolarización obligatoria de 6 a 9 años, esta apenas se cumplía. En 1908, el 70,82 % de españoles entre 6 y 12 años, estaba inscrito en alguna escuela, pero solo el 52,7% asistía con cierta regularidad a clase (GUEREÑA, 1996). Y el panorama en Chile era semejante o incluso peor. En este país sudamericano la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria es de 1920 y en ese año sólo el 2% de los niños y niñas completaba los seis años de escolaridad fijados como obligatorios por la mencionada Ley. Este alto absentismo escolar, así como la falta de infraestructura escolar y la escasez de profesores, explican este complejo escenario (SOTO, 2000).
Pero mayor presentismo encierran aún las explicaciones de los que conciben la escolarización como mecanismo de ascenso social. La escuela sería la tabla de salvamento que va a liberar a Pablo de un futuro tan duro como el de su padre, expresando esta idea con frases como las siguientes: “ir a la escuela y así conseguir el oficio que realmente le guste al niño” [IM, 81], “él [el padre] no tuvo la oportunidad de elegir y ahora quiere que su hijo la tenga pudiendo ir a la escuela” [IM, 105], o “va a poder tener un mejor futuro si va a la escuela, de esta manera va a tener un trabajo que le permita tener más recursos económicos para ayudar a la familia” [IM, 106].
No se dan cuenta estos estudiantes que estamos hablando de una escuela elemental muy precaria cuyos objetivos se reducían al aprendizaje de la lectura y escritura, cuatro reglas matemáticas y poco más. En la España de entonces, la instrucción Primaria dependía de los ayuntamientos, que con sus escasos presupuestos debían proporcionar los locales y pagar a los maestros que recibían salarios muy bajos, cuando los recibían, ya que las denuncias por incumplimiento de estas obligaciones por parte de los municipios eran constantes (SÁNCHEZ-AGUSTÍ, 2002, p. 178). De ahí el dicho popular de tienes más hambre que un maestro de pueblo que se podría aplicar tanto a España como a Chile. En este último país, hasta 1860 la educación primaria dependía de los municipios o de órdenes religiosas; desde ese año se logra una ley sectorial para financiar las escuelas existentes con cargo al erario nacional cuyo mayor porcentaje correspondía a un exiguo pago que recibían los docentes, a tal punto que es común en la prensa de la época titulares exigiendo la mejora de sus sueldos (IRIARTE, 1902).
Así pues, con estos mimbres y la precariedad económica familiar, resultaba difícil que el proletariado se liberara del yugo laboral a temprana edad. Solo dos futuros profesores de este grupo parecen entenderlo de esta manera, cuando afirman que el padre decide que se marche a casa “para poder ir a la escuela y cuando fuese mayor meterle [sic] a trabajar” [IF, 35] o “a seguir con sus estudios hasta el día que sea suficientemente mayor como para volver a la mina” [IM, 36]. Y es que en esta época el único camino de liberación posible solía ser el seminario, como recuerda el dirigente sindical anarquista, Ángel Pestaña (1974), en sus memorias, donde narra cómo su padre pretendió (infructuosamente) que estudiara para ser cura y así evitarle las penalidades de la vida de un minero.
Nivel 2- Interpretaciones socioeconómicas adecuadas, salpicadas con tintes presentistas
Todos los informantes (16 varones y 51 mujeres) que escogen la opción de que el padre se queda con él y le acompaña en esta primera jornada de trabajo (40.9%) manifiestan una mejor comprensión de la situación económica de la familia proletaria a finales del XIX y, por tanto, de la necesidad de que los niños trabajen en edades tempranas. No obstante, a la hora de predecir el desenlace de la historia, su elección contravendrá estas percepciones del contexto histórico. Son conscientes de la urgencia de la familia para obtener dinero por otra vía diferente a la del padre. De hecho, un elevado número de participantes (37) tienen en cuenta las dificultades económicas acrecentadas por el considerable número de hijos o hermanos de Pablo. “La situación en casa estaba difícil, hay muchos hijos que alimentar y rentas que pagar” [IM, 2], “el padre veía que no tenía suficiente dinero como para dar de comer a todos” [IF, 82] o “necesita que el niño trabaje para poder mantener al resto de su familia” [IM, 155], son algunas de las afirmaciones de estos participantes que evidencian un conocimiento del alto índice de natalidad en ese tiempo.
Por otro lado, en este grupo, los argumentos sobre la necesidad de escolarización prácticamente han desaparecido (6). Solo uno, con una mentalidad presentista similar a la del primer grupo, alude a la escuela como lugar de cobijo para la infancia y donde deben de estar los niños: “no es correcto porque el niño debería estar escolarizado y en un sitio seguro con sus iguales” [IF, 91]. Otros dos se hacen eco de la realidad social de la época caracterizada por un esquema de asistencia irregular durante un corto período de escolaridad en los niños de la clase obrera del siglo XIX (RULE, 1990): “pero a lo largo […] de los días se da cuenta y le deja ir a la escuela” [IF, 65] y “el niño dejará de trabajar para volver a la escuela” [IM, 84]. El resto es consciente del incumplimiento de la obligatoriedad de asistir a la escuela en aquellos años o de la falta de oportunidades para acceder a una educación de calidad: “los niños comenzaban muy pronto con esta labor en vez de ir a la escuela” [IF, 21], “además por aquél entonces no era obligatorio ir a la escuela, lo importante era trabajar” [IF, 22] y “porque no tendrán acceso a una educación pública para que el niño pueda llegar a otra profesión” [IM, 135].
Las escasas referencias a la escolarización infantil implican una evolución en el entendimiento de la infancia en una parte importante de los integrantes de esta categoría con respecto a la del grupo anterior. Mientras nueve de ellos mantienen la postura de los participantes de la primera categoría, considerando al niño pequeño, frágil y, por tanto, no apto para el trabajo en la mina, como es el caso del siguiente informante, “además un niño con ocho años no es lo suficiente maduro como para comprender que tiene que separarse de su familia para cumplir con obligaciones que ni siquiera sabe si es capaz de hacer” [IF, 22]; otros ocho entienden que un niño de 8 años es ya mayor y fuerte para incorporarse al mundo del trabajo en sintonía con las concepciones de la época. Entre estos últimos destacan las frases de, “en esta época, los hombres tenían que demostrar valentía y transmitir valores, y no podían parecer débiles” [IF, 73] o bien, “quiere que trabaje para hacerle más duro, no quiere que sea un niño que anda llorando detrás de la falda de su madre […] cree que es algo necesario para convertir al niño en un hombre” [IF, 139].
De modo que, en este caso, el grupo está a caballo entre la concepción infantil del siglo XIX y la propia del siglo XXI. Nos encontramos incluso con el argumento de un informante que es capaz de adoptar las dos perspectivas:
Si pensamos con la mentalidad de hoy, sin duda diría que debería dejar que el niño se fuese a casa ya que con 8 años deben ir al colegio y no a trabajar. Si pensamos con la mentalidad de ese siglo, los niños iban a trabajar si en casa era necesario para sobrevivir. [IF, 123].
A pesar de la elección equivocada del desenlace, entre los integrantes de esta categoría, destaca la imagen que proyectan 27 informantes sobre el trabajo infantil en las minas, con un punto de vista diferente al actual y adivinando en sus palabras la lógica del pasado. Así pues, la cotidianeidad del niño-obrero a finales del siglo XIX es reconocida de manera clara y precisa por los siguientes futuros profesores con frases como “verían más niños como él dentro de la mina” [IM, 2] o “el padre ve que hay más niños trabajando en la mina, no se siente tan mal al dejarle allí trabajando” [IF, 61]. Y es que, efectivamente, durante toda la revolución industrial se ocupaba a los hijos de la clase obrera en tareas auxiliares acordes con su fuerza y tamaño, pero desarrolladas en largas jornadas de trabajo y condiciones insalubres. En el caso de la minería podía ser abrir los portones de separación entre túneles (como es el caso del protagonista de Subterrra) o la limpieza manual del mineral, en tanto que en las fábricas se les solía emplear en tareas donde su menor estatura y la finura de sus manos resultaba de alguna utilidad, como el empalme de los hilos que se rompían en los telares de la industria textil. Son numerosos los testimonios de esta situación. En las minas murcianas se tiene información sobre el empleo de menores de 10 años, hasta bien entrado el siglo XX (PÉREZ; PASCUAL; SÁNCHEZ, 2013), e incluso en el caso de las minas de Linares llegaron a trabajar niños de seis años (TIANA, 1987).
Algunos informantes hacen alusiones referentes a la peligrosidad del trabajo en las minas con expresiones relativas a “un trabajo tan precario, viendo cómo la gente muere todos los días” [IF, 17] o bien, “un sitio tan duro, oscuro y desconocido para él” [IF, 40]. Ya en estas épocas eran numerosas las voces que reclamaban una legislación que regulara el trabajo infantil, puesto que la lucha contra la explotación laboral de los niños no se podía llevar a cabo sin las pertinentes leyes protectoras. Esta legislación centró sus primeros objetivos en la prohibición de ocupar niños en los trabajos peligrosos e insalubres, en la edad mínima para incorporarse al mundo laboral y en el establecimiento de jornadas laborales más apropiadas (RUÍZ, 2013).
Otro aspecto de interés relativo a la mano de obra infantil en las minas es la cuestión de los salarios y, a este respecto, son más de 14 participantes los que apuntan frases, como las siguientes, referidas a los ingresos del niño como complemento y apoyo a la economía de la familia: “Su familia necesita el poco dinero que Pablo va a aportar” [IF, 17], “su familia necesita de sus dos sueldos, por mucho que le pese” [IF, 58] o, “el padre necesita que su hijo trabaje para poder sacar adelante a su mujer y a sus demás hijos” [IM, 131]. No debemos de olvidar que, en las minas españolas y chilenas del siglo XIX, el aprovisionamiento de mano de obra infantil formó parte de una estrategia de los empresarios mineros para reducir los costes salariales y que, a un mismo tiempo, constituía un factor primordial para la subsistencia de las familias (PÉREZ; PASCUAL; SÁNCHEZ, 2013).
No obstante, la elección de que el padre acompañe al niño en su primera jornada de trabajo pone de manifiesto que los informantes de este grupo no son conscientes de lo incoherente que resulta, para esa época, que un padre acompañe a su hijo en la primera jornada de trabajo. Las siguientes expresiones son reveladoras de cómo algunos participantes (6) tiñen de este presentismo la iniciación al mundo laboral de los niños. Un par de informantes sí toman conciencia de los riesgos que ello supone, pero aun así optan por “ayudarle en todo lo posible, a riesgo de que su jefe le eche del trabajo” [IF, 20] o “decide preguntar [el padre] al capataz si puede acompañarle [al hijo] en su primer día de trabajo. Se lo conceden” [IF, 161]. Otro participante se pronuncia como si se tratara de un padre actual acompañando a su hijo en el período de adaptación al colegio, “va a ser más rápido y fructífero el proceso de adaptación” [IF, 22]. Y, finalmente, destacan las argumentaciones de tres estudiantes que adoptan concepciones propias de la sociedad actual, como son el concepto de pluriempleo, protección o tutela, “el trabajo va a ser temporal, en el momento que él [el padre] encuentre un segundo trabajo el niño dejará de trabajar” [IM, 84], “siempre con la ayuda, vigilancia y protección de su padre allí” [IF, 91], “ese duro primer día estaría acompañado y bajo la seguridad y tutela de su padre” [IM, 100].
No se puede decir que hubiera indiferencia ante el destino ineludible de los hijos, como así lo manifiestan en este grupo, pero la enfermedad y las desdichas dejaban al amor y a los afectos en un plano secundario y cada miembro de la familia tenía un papel asignado que gradualmente debía de ir cumpliendo (BORDERIES-GUEREÑA, 1996).
Nivel 3- Clara percepción de la realidad social y económica de la familia
Los participantes que integran esta tercera categoría son un 33.5% del total de la muestra (16 varones y 39 mujeres) y, en este caso, encontramos aspectos interesantes que unifican a la mayoría de los informantes y que revelan mejor comprensión de ese contexto histórico.
Todos entienden que el trabajo del niño en la mina está ligado a una difícil situación económica de la familia y, por lo tanto, constituye un elemento relevante en el presupuesto familiar. Las declaraciones de los siguientes informantes ilustran este aspecto de la economía minera: “No le queda otro remedio que poner a trabajar a su hijo” [IF, 48], “la necesidad de que trabaje y tengan algo que comer es más fuerte que […]” [IF, 56] o, “con el sueldo solo del padre no podían vivir bien […]el sueldo del niño era importantísimo” [IM, 122].
En palabras de Borrás “[…] los salarios de dos niños, entre 10 y 14 años, podían costear algo más de la mitad del gasto de toda la familia nuclear” (2013, p. 21). Su incorporación en las fábricas provocó la rebaja de los salarios de los obreros, puesto que un niño realizando el mismo trabajo que un hombre adulto cobraba un salario muy inferior (MARTÍNEZ, 2011). En Chile, durante todo el siglo XIX y hasta bien avanzado el siglo XX, el trabajo infantil fue muy usual en las fábricas, salitreras y minas. De hecho, el porcentaje de niños trabajadores oscilaba entre un 30 y un 35%. En esa época ser niño proporcionaba un plus para obtener trabajo, porque la administración les pagaba menos y además por su capacidad de aprender rápido los hacía interesantes para las labores en la industria (GOICOVIC, 2001).
El grupo, aun sin llegar a acertar en la elección de la opción correcta, la de mayor crudeza social, es coherente con la alternativa que señalan, el padre se va a su puesto de trabajo y deja al niño llorando, manifestando en sus argumentaciones una percepción de actitudes propias de ese tiempo, como es el hecho de que si el padre acompaña y consuela a su hijo en su primer día de trabajo perderá el jornal de un día. Es el caso de los informantes que señalan que “no tendría sentido que el padre perdiese un día de trabajo para cuidar al hijo” [IM, 57], que iba a “perder un día de su sueldo si se queda con su hijo” [IF, 30] o bien que “le hace falta el dinero, por lo tanto, no puede permitirse perder una jornada de trabajo” [IF, 158]. Efectivamente, como ejemplo podemos señalar que una de las principales reclamaciones de la huelga de los mineros de Riotinto (España) en 1888, fue que no se les descontará el jornal cuando, por condiciones ajenas a los obreros, no se podía trabajar. El conflicto acabó con 48 mineros muertos y decenas de heridos en la fuerte represión de las manifestaciones por parte del Ejército y la Guardia Civil (SARASÚA, 2006).
Por lo que se refiere a la escuela, las referencias y alusiones sobre la necesidad de escolarizar a los niños desaparecen. Solamente un participante proyecta en la situación de Pablo un mundo mental muy similar al nuestro, que entiende un “futuro que podría ser más prometedor si fuese a la escuela” [IM, 97]. Encontramos, en cambio, un elevado número de citas explícitas (22) que muestran el inicio del trabajo en una edad tan temprana como una medida necesaria y nada extraordinaria, teniendo en cuenta que la niñez se daba por finalizada entre los 8 y los 9 años. En las clases altas era el momento de ingresar en las academias para comenzar la formación militar o en los internados para la formación civil; y en las clases populares era el momento de iniciarse en el mundo del trabajo.
Es por esto que los siguientes ejemplos ilustran la mentalidad del padre, mostrándonos la idea de un niño fuerte que tiene que empezar a trabajar, a madurar y a cumplir con sus obligaciones como cualquier otro obrero: “mostrarle que ya no es un niño, que debe hacer cosas por su bien, aunque no le guste, que debe ser un hombre fuerte y sacar adelante a su familia” [IF, 10], “cuanto antes deje atrás la infancia para convertirse en un hombre antes aprenderá. Lo que se dice aprender a golpes, a golpes de realidad” [IF, 48], o bien, “el padre trata de hacer sentir a su hijo como un hombre… El padre va a dejarle llorando para que su hijo aprenda a estar solo en la oscuridad de la mina y entienda que esa es su nueva vida” [IF, 160]. Y es que, como señala John Rule (1990), cuando se interponía la enfermedad o el despido las familias obreras podían desembocar en un periodo de pobreza extrema. De ahí la necesidad de asegurar los salarios mediante la incorporación de los hijos en edades muy tempranas.
Nivel 4- Interpretaciones con la mentalidad social del diecinueve
Esta última categoría, integrada tan solo por cuatro alumnos, tres mujeres y un varón, constituye el único grupo que realiza explicaciones teniendo en cuenta la mentalidad de las gentes de un pueblo minero de finales del siglo XIX. Una situación realmente inadmisible desde nuestros principios y valores, atar al niño para que no se escape, se convierte en aceptable y lógica para este alumnado. Como apuntan Endacott y Brooks (2013) en su modelo para promover la empatía histórica, estos informantes se comprometen cognitiva y afectivamente con el pasado en un claro intento por comprender el contexto histórico de esa época y, consecuentemente, la acción del padre de Pablo.
Tal y como mostramos a continuación, la argumentación de uno de los cuatro universitarios integra de manera sintética todas las variables explicativas de la situación, aludiendo en un solo párrafo a las condiciones socioeconómicas, al trabajo infantil, a la no-escolarización y a la concepción de la infancia de la época:
Durante esa época era muy común que los niños con corta edad desempeñaran trabajos tan duros como trabajar en una mina ya que por su estatura podían desempeñar trabajos que los adultos no podían hacer. Daba igual que el niño estuviera escolarizado ya que cuando tenía una edad en la que puede [sic] desempeñar tareas, los niños abandonaban el colegio para contribuir con la economía familiar. El padre actúa así por la “tradición familiar”, no conoce otro mundo más allá de la minería y cree conveniente que su hijo también siga sus pasos. [IF, 119].
En parecidos términos se explican los otros informantes, localizando en sus textos la distinción presente-pasado muy diáfana y expresa: “Dado la época que es…” [IF, 52], “Durante esa época…” [IF, 119] o “teniendo en cuenta la forma de pensar de esta época…” [IF, 141]. De ahí que, como declara este último, lo más significativo de este nivel de perspectiva histórica es que, no solo comprenden los condicionantes socioeconómicos que explican el trabajo infantil y el absentismo escolar (como sus compañeros de los dos grupos anteriores), sino que se introducen en la psicología social del ambiente popular del diecinueve, previendo la expeditiva acción del padre para solucionar el miedo de su hijo y su posible huida del puesto de trabajo. Porque no se trata de una acción individual sino de una práctica habitual en esa época como medida de seguridad, tal como expresa uno de los futuros profesores: “Dado la época que es, me imagino que sería típico candar a los niños los primeros días para su seguridad y para la seguridad de los demás” [IF, 52].
De los cuatro, solo uno hace sentir al padre compasión hacia el niño; los otros tres, no emocionales, proyectan una figura paterna comprensible con la desazón infantil pero donde pesan más el sentido de la obligación, las necesidades económicas y la tradición familiar.
Para estos estudiantes las fuentes han sido reveladoras de información social y económica sobre las familias mineras y la necesidad del trabajo a temprana edad en la ciudad chilena de Lota, pero que puede ser extrapolable a otros contextos geográficos.
La diferencia entre este pequeño grupo de informantes con las anteriores categorías, especialmente la primera y la segunda, radica en que los estudiantes de las dos primeras categorías han proyectado sus sentimientos de dolor o de compasión hacia el padre (EISENBERG, 2000). Han simpatizado con el personaje y, por lo tanto, aplicado a la explicación del pasado uno de los ítems que Stuart Foster (2001) sintetiza para indicar lo que no es empatía histórica, la simpatía.
Por el contrario, el grupo anterior, y este último principalmente, toman su primer contacto con la escena a partir de la toma de perspectiva basada en las inferencias obtenidas de las fuentes que les proporcionamos (SEIXAS; MORTON, 2013), como camino para completar el desenlace histórico al que les retamos y apreciando, en definitiva, el alcance y las consecuencias de la manera de actuar del progenitor.
Discusión y conclusiones
Como hemos visto, los argumentos esgrimidos por el grupo de estudiantes del nivel 1 para sustentar la elección (errónea) del desenlace final de la historia, están marcados por concepciones presentistas sobre la infancia y la educación. Apenas hay alusiones a la situación económica de la familia, y cuando las hay resultan anacrónicas, adjudicando al padre la capacidad de encontrar vías alternativas para poder alimentar a la familia. Incluso un estudiante alude a que es preferible que la familia “pase hambre y miseria, antes que poner al niño a trabajar tan temprano” [IF, 103], evidenciando un planteamiento ético de difícil comprensión. No son capaces, pues, de poner en relación este caso particular con los contenidos sociales de la Revolución Industrial que, sin duda, estudiaron en la asignatura de Historia de 4º de la ESO y 2º de Bachillerato.
Y es que la concepción de la infancia como un periodo vital a proteger y donde las capacidades naturales de cada ser humano deben desarrollarse bajo la tutela de la escuela, es una idea de reciente implantación que no puede aplicarse a las clases populares del XIX. Si bien en esta época las ideas rousseaunianas sobre la infancia eran conocidas, estas ejercieron escasa influencia entre educadores y padres que siguieron confiando en el esfuerzo y el castigo como método fundamental de enseñanza (ARIES, 1986). Además, las percepciones de estos futuros maestros sobre el mundo escolar están igualmente contaminadas por la realidad actual, ignorando que, a principios del siglo XX, el fuerte absentismo provocaba que España tuviera una alta tasa de analfabetismo que afectaba al 56.2% de la población. Es decir, casi dos de cada cuatro españoles mayores de 12 años, no sabía leer ni escribir (HERNÁNDEZ, 1992).
Los informantes integrados en el nivel 2 revelan un futuro profesor con una mejor comprensión de la situación de las familias proletarias a finales del XIX. La mayoría de ellos son conscientes de las circunstancias que explican el absentismo escolar y el trabajo de los niños. No obstante, a la hora de seleccionar el desenlace de la situación se olvidan de estos condicionantes económicos y laborales de la época, que ellos mismos han descrito, haciendo actuar al minero de una manera anacrónica, como si se tratara de un padre contemporáneo en el primer día de colegio de su hijo pequeño, desarrollando actitudes de protección y tutela impensables en ese contexto social. No tienen en cuenta, pues, que si el padre decide acompañar a su hijo durante su primera jornada laboral, seguramente, será despedido o, si no es así, perderá el jornal de un día, tan necesario para la subsistencia de la familia.
Los futuros profesores del nivel 3 se han metido tan de lleno en el contexto de la época que las referencias a la necesidad de escolarizar a los niños han desaparecido completamente. Su capacidad para pensar históricamente les permite comprender la carencia de conciencia social con respecto a los beneficios de la escuela entre las clases populares de finales del XIX, en clara oposición a su mentalidad actual. Sus interpretaciones son mucho más firmes y precisas que las del grupo anterior, percibiendo con perspectiva histórica la realidad económica y social de la familia de Pablo. De ahí que, con respecto a los grupos anteriores, estos jóvenes experimentan un considerable salto cualitativo y cuantitativo en relación con la concepción de la infancia que realmente descubren en las fuentes que trabajan.
Entienden que en el tiempo pretérito estos condicionantes se proyectaban en acciones y decisiones que en poco se parecen a las de nuestro tiempo. En consecuencia, muchos de ellos realizan comentarios con los códigos de conducta que perciben en ese momento de la historia y que infieren de las fuentes que han manejado. Comprenden, en parte, el rol que tiene que jugar el padre, siendo conscientes de lo que supone la pérdida de un día de trabajo e intentan mostrar como señala Shemilt (1984), que las cosas tienen su lógica en el pasado. No obstante, a pesar de estas acertadas interpretaciones, no llegan a prevenir la cruda decisión del padre, habitual en las minas chilenas en esa época, de atarle, con la doble finalidad de que no se escape y cumpla con su trabajo, así como de evitarle accidentes.
Lo que hoy consideraríamos maltrato, abuso o violencia, es reconocido por los cuatro estudiantes del nivel 4 como un método de seguridad y aprendizaje propio del momento, realizado por el bien del menor con el objetivo de que aprenda a cumplir con su deber, supere sus miedos y se convierta en un hombre de provecho. Recordemos que, durante todo el siglo XIX y en buena parte del XX, atar a los niños a la silla, encerrarlos en armarios o cuartos oscuros, o pegarles con reglas y palmetas, fueron prácticas cotidianas en los ambientes domésticos y escolares. Como narra Toro Blanco (2008), las instituciones de enseñanza chilenas contaban entre los instrumentos de castigo con un cepo donde se mantenía al alumno díscolo, recluido y atrapado de pies y manos.
En conclusión, estos resultados nos ponen sobre aviso de que las limitaciones en la toma de perspectiva a la hora de abordar el pasado no es una cuestión que ataña exclusivamente a la enseñanza de la historia en la educación secundaria, sino que también es de particular relevancia en la formación del profesorado de Primaria, dadas las carencias detectadas. La diferencia de edad y de formación entre la muestra de nuestro estudio y las de estudios españoles anteriores realizados con alumnado adolescente (DOMÍNGUEZ, 1986; GONZÁLEZ et al., 2009; GUILLÉN, 2016; SÁIZ, 2013) dificultan la comparación. Pero, si como podría presumirse, los avances en el desarrollo de la habilidad empática deberían ser manifiestamente identificables, podemos constatar que esto no es exactamente así. En un número nada desdeñable de participantes (23.2%) se puede identificar una empatía presentista (nivel 1), un 40.9% revela una empatía que podemos calificar como cotidiana (nivel 2), en tanto que un 33.5% presenta una empatía parcialmente contextualizada (nivel 3). Tan solo el 2.4% es capaz de alcanzar una interpretación contextualizada por empatía.
Tampoco resulta posible realizar una comparativa con los datos suministrados por el trabajo desarrollado con futuras profesoras en Oviedo (SAN PEDRO-VELEDO; LÓPEZ-MANRIQUE, 2017), ya que estas se han encaminado a la medición de actitudes relacionadas con la xenofobia y el racismo, y no a la valoración de los niveles de inmersión empática. La actividad histórica sobre la Guerra Civil se ha utilizado únicamente como estrategia formativa.
La que si debemos tener en cuenta es la investigación desarrollada en el contexto universitario vallisoletano, (CARRIL-MERINO; SÁNCHEZ-AGUSTÍ; MIGUEL-REVILLA, 2018). La comparativa entre los resultados obtenidos en ese estudio y el que aquí se presenta nos permiten constatar que, cuando se plantea una situación histórica con un fuerte componente emocional como es el trabajo en la mina de un niño de ocho años, los resultados son más deficientes que cuando se analiza las decisiones políticas de un agente histórico desde una perspectiva política, más impersonal, y acompañadas de un trabajo de análisis de fuentes variadas, como se hizo con el trabajo sobre la Política de Apaciguamiento. Ello implicaría que, como afirman Lee y Shemilt (2011), los componentes afectivos y emocionales no favorecen la empatía histórica si bien, antes de concluir en este sentido, sería necesario extender este tipo de investigaciones a muestras más amplias.