Luego de la intensa y extensa experiencia escolarizadora del siglo XIX y comienzos del XX, en torno a las décadas de 1910-1920, el sistema educativo argentino se había consolidado sobre la base de una estructuración hegemónica que había establecido una determinada relación entre la sociedad civil y estado respecto a los asuntos educacionales, así como una determinada relación entre las distintas jurisdicciones y el nivel central. También esos años fueron momentos marcados por la crisis social propia del clima de entre guerras, el sufrimiento de regímenes totalitarios y la exacerbación de prácticas imperialistas. La crisis económica se hizo presente: la pobreza de sectores urbanos y rurales, los procesos de migración interna y lo inconcluso de algunas promesas del desarrollo educativo del siglo XIX, pusieron al sector docente frente a una serie de nuevos desafíos y abrieron la posibilidad de revisión de los modelos preexistentes y los sentidos y condiciones de su trabajo. Muchos diagnósticos partieron de poner el acento en las carencias. “Es un espacio incompleto de civilización, de urbanidad, de racionalidad, de servicios, de mercancías, de población, de alfabetización, de control y anticipación” (Troncoso, 2010, p.103).
Ese escenario generó las condiciones de posibilidad para el desarrollo de concepciones nuevas a partir de la puesta en crisis del carácter omnicomprensivo, a la eficacia performativa del discurso civilizatorio. Ello configuró un marco importante para el surgimiento del espiritualismo y la simiente de una vinculación mayor de conocimiento con sus razones social y contextual, que incluyó desde la revisión de la pedagogía tradicional, la incorporación de sectores sociales que no habían tenido hasta ese momento un lugar prioritario y la reconfiguración de la estructuración del Estado para abarcar problemas irresueltos, nuevas demandas y sujetos sociales en ascenso.
La consolidación de un modelo de trabajo docente -a través de la institucionalización de la formación- implicó una búsqueda de modelamiento de su sensibilidad, una prescripción sobre sus gustos y maneras, dado que en manos de las y los docentes se puso la tarea de difundir la cultura escolarizada. Con la posesión del titulo de maestra y maestro se ponía en funcionamiento el impacto de su función pero también la significación de su acción inculcadora; corporeizaban así el éxito de ascenso y incidencia social del modelo de integración social disciplinada y jerarquizada que proponían en el aula. Como afirma Dubet (2006) las y los educadores representaban valores trascendentes, por encima de tensiones locales, pero a cambio debían dar muestra de una virtud sin fisuras en su vida cotidiana y esa forma de vida era percibida como vocación. Esa vocación se llevaba adelante merced a un trabajo reglamentado, meticuloso, disciplinado.
La vocación fue una condición sustantiva de construcción de sensibilidad, en la que convergía una prédica de moral republicana, austera, con fuertes interpelaciones al gesto de entrega y obstinación desplegada individualmente al impulsar los sentidos misionales que se desprendían del discurso civilizador. La vocación permitía conjugar los valores explícitos del discurso político con aspectos de la sensibilidad que difundían una apreciación estética sobre el mundo circundante, sobre los sujetos sociales, daba una dimensión trascendental y natural a su existencia (la vocación se tenía o no, se había recibido el don o no) y desde esa interpelación motorizaba el impulso de hacer cotidianamente la escolarización.
Así, las sociedades modernas convirtieron a la escuela en una de las herramientas privilegiadas para llevar a cabo potentes procesos de unificación de costumbres, practicas y valores en las poblaciones que le fueron asignadas. La volvieron un dispositivo capaz de llevar a cabo el objetivo moderno de que las poblaciones compartieran una cultura común –basada en una misma ética y una misma estética– necesaria para los progresos prometidos y soñados. Logró fraguar el futuro mediante la inculcación de pautas de comportamiento colectivo basadas en los llamados “cánones civilizados” en grandes masas de población. Los colores, los vestuarios, las disposiciones, los gestos y las posiciones de genero resumibles en el buen gusto y el sentido comun escolares no eran casuales, ingenuos ni universales, sino que respondían a una campaña histórica de producción estética: esas marcas eran premiadas o sancionadas, permitidas o prohibidas, de acuerdo a su grado de adaptación a los modelos impuestos por la institución educativa.
Esa posición político-pedagógica involucró también una mirada descalificadora sobre cualquier otra expresión cultural por fuera del canon seleccionado para y por la escuela y –con ello-una descalificación de los individuos, tanto la/os alumna/os como sus familias, que aún no habían sido “cultivados” por ese modelo que desarrolló formas muy eficaces y amplias de inclusión social, al costo de dejar fuera de la escuela todo lo ajeno al modelo cultural y político que ella encarnaba. En esta configuración se visualizaba la presencia de la autoridad estatal en la materialidad de un gesto cotidiano.
Interesa en este artículo detenernos en una experiencia desarrollada por educadoras de la ciudad de Rosario que transgredieron el mandato formulado hacia ellas. Se trata la experiencia de Haydée Maciel, en particular, la puesta en marcha y despliegue de la Escuela al Aire Libre o escuela de Puertas Abiertas (surgida en Rosario en 1916 y cerrada en 1931) que adoptó una organización no graduada y sin horarios rígidos. Enclavada en el espacio físico del hipódromo, la escuela recibió a los hijos de sus empleados y también a niños que realizaban trabajos en la calle (lustrabotas, canillitas, etc.). Rosa Ziperovich, decía de esta experiencia que “[...]fue la primera que tuvo fe en la evolución psíquica del niño, que la respetó y esperó sin apremios sus frutos” (Ziperovich, 1992:184). El trabajo con los niños en esta escuela –dice la autora- no era una “[...]fórmula de laboratorio”, sino una “[...]determinación inquebrantable que nacía de la confianza de los maestros en los niños y en el camino emprendido” (Ziperovich, 1992:185).
La construcción de una sensibilidad: estética, cuerpos y espacios
Es necesario plantear que la escuela también se constituyó en una fábrica de lo sensible, la escuela –y aún la educación en términos más amplios– produjo sensibilidades que desplegaron un conjunto de emociones que fueron parte de las formas con las cuales los sujetos conocieron, habitaron y experimentaron el mundo (Pineau, Serra y Southwell, 2018). Se trató de un sistema de signos implícitos, latentes y contingentes que operó mediante códigos inscriptos dentro del entramado ideológico discursivo, a través del cual las sociedades modernas convirtieron a la escuela en una herramienta privilegiada para la homogenización de costumbres, practicas y valores (Galak y Southwell, 2016). Por ello nos resulta productivo reconstruir contextos de sensibilidad, investimentos, modos de percepción, disposición sensible, como parte de los lenguajes disponibles en una determinada época.
A ser moderno se aprendía, principal pero no exclusivamente, en la escuela (Pineau, 2014). De acuerdo con Eagleton (2006), en el siglo XIX el poder tendió a estetizarse como estrategia principal para mantener la cohesión social garantizada anteriormente por la religión. La escuela enseñó a actuar sobre el mundo de acuerdo con ciertas premisas y matrices que se articulaban con los efectos de otras instituciones similares (Berman, 1988). Los procesos modernos y modernizadores impulsados a partir del siglo XIX incluyeron la dimensión de la sensibilidad y la emotividad por lo que nuestro análisis indaga también en ellos como registros constituyentes de lo social en términos generales y de lo educativo y lo escolar en términos particulares (Grosvenor, 2012). Así, la dimensión estetica del proceso de escolarización se nos fue presentando como una variable central para comprender la educación y el trabajo docente en la historia de nuestro país.
Las y los educadores también se vieron interpelados por este clima cultural y por el florecimiento del espiritualismo que – a través de distintas expresiones- iban a interpelar la tarea pedagógica con nuevos sentidos. Asimismo, la crisis social, la pobreza de sectores urbanos y rurales, los procesos de migración interna y lo inconcluso de algunas promesas del desarrollo educativo del siglo XIX, contribuyeron a la erosión del sujeto liberal. En palabras de Patricia Funes “La Primera Guerra Mundial limó todas las mayúsculas decimonónicas: Razón, Civilización, Progreso, Ciencia” (Funes, 2006, p.13). En el terreno pedagógico se desarrolló una temprana influencia de las corrientes espiritualistas, una suerte de idealismo humanizante de matriz bergsoniana, que a través de la obra de Rodó tuvieron una importante circulación en América Latina.
MUJERES EDUCADORAS
Un número importante de trabajos (Morgade, 1997; Barrancos, 2008; Lionetti, 1999, Yannoulas, 1996) analizó que el normalismo tuvo como destinatarias de la formación – fundamentalmente aunque no de modo exclusivo- a mujeres, y el impacto que eso tuvo en la feminización del trabajo docente, así como la conformación de una fuerza de trabajo económica y disciplinada sobre la base de la subordinación de género en la sociedad decimonónica y de comienzos del siglo XX.
El primer decreto de creación de la primera escuela normal en 1870, explicitaba que la misma debe ser mixta en el nivel primario. De allí en más, varios decretos irán creando sus escuelas primarias mixtas: como la Escuela Normal de Tucumán en 1875; la creación de dos escuelas mixtas en la Patagonia, una al norte de la provincia de Rio Negro, una escuela en la ciudad de Resistencia en 1879; en 1880 creación de una escuela primaria mixta en la Colonia Caroya en la provincia de Córdoba; en 1882 creación de escuelas mixtas en la capital, y en las ciudades de Santa Ana, Concepción y San Javier; en 1886 se crearon escuelas normales mixtas de maestras de instrucción primaria en San Nicolás, Mercedes, Dolores y Azul (Ayarragaray, 1909).
En los primeros años del siglo XX, una pedagoga como Julia Ayarragaray, preocupada por contabilizar y registrar esta evolución de la creación de escuelas mixtas, se apenaba por dicha situación. Sobre esos decretos del poder ejecutivo pensaba que, “[…] no son sino ensayos aislados que permitirán más bien creer que la escuela argentina tiende a la separación de los sexos” (Ayarragaray, 1909, p.80). En aquello que se podría leer como una expansión concreta e institucional de la educación mixta, Ayarragaray era concluyente cuando afirmaba que esas aperturas de escuelas nuevas mixtas desde sus inicios, respondieron a razones económicas, que la coeduación había sido adoptada reciém a inicios del siglo XX y, por último, que las universidades al comenzar a permitir el acceso a mujeres en algunas facultades, mantenían un sistema coeducativo, ya que de lo contrario “[…] sería verdaderamente imposible para el Estado el sostenimiento de universidades especiales para cada sexo” (Ayarragaray, 1909, pp.81-2).
Estudios recientes sobre otras provincias argentinas muestran una diversidad de situaciones con respecto al componente de género: el referido al Círculo del Magisterio de Tucumán permite ver que en su fase inicial –asociativa, no sindical–, las mujeres alcanzaron un papel incluso más relevante que los varones presidiéndola (Vignoli, 2017). No obstante, en el caso de la Asociación de Maestros de San Juan, que tenía similares características iniciales, modificó esa tendencia a favor de los varones cuando la situación laboral se deterioró luego de 1918 (Ascolani, 2018), mientras que en la asociación Maestros Unidos de Mendoza, la conducción femenina, adherente a ideas de izquierda, se mantuvo durante la huelga de 1919 (Crespi, 1997).
La elección de mujeres jóvenes como protagonistas de la escolarización, como agentes de civilización, tuvo consecuencias muy importantes para la historia del sistema educativo y configuró fuertemente la feminización del trabajo docente. Algunas escuelas nacieron como mixtas y luego fueron reconvertidas a Escuelas de Señoritas u otras fueron siempre destinadas a mujeres. Los cambios que priorizaron destinatarias y destinatarios se hicieron fundamentalmente a través de la política de becas. Este recorte era concurrente con la interpelación doble según la cual las jóvenes alumnas-maestras comenzaban un camino hacia el ejercicio profesional y, a la vez, eran catalogadas como sujetos dependientes, cuyo compromiso debía estar rubricado o autorizado por sus padres.
Por ejemplo, Mary O. Graham –directora de la Escuela Normal Nro. 1 de La Plata- sugería no otorgar becas a los varones para las Escuelas Normales y, pensando específicamente en la institución que dirigía, planteaba la conveniencia de que la Escuela fuera sólo de niñas aduciendo que esto permitiría mayor eficacia, ya que los varones no entendían la formación de maestros como una carrera terminal.1 En algunos casos, ejercían la profesión hasta tanto se recibían de profesores, optando por ocupar las cátedras del nivel medio, o completaban sus estudios universitarios y ejercían sus profesiones. Entonces, mientras para las jóvenes mujeres existía terminalidad en los estudios y la consecuente inserción laboral en el ejercicio de la docencia, para los jóvenes varones ese estudio significaba el camino a completarse con un profesorado superior y ocupar los puestos políticos e intelectuales del campo pedagógico. (Por ejemplo, es muy notable que los Inspectores eran todos varones). Aquí conviene detenerse sobre este aspecto que fue característico de los circuitos de formación de ese momento: mientras el colegio nacional era concebido como la institución por la que debía transitarse para luego ingresar a la universidad, contrariamente, la Escuela Normal era una formación con terminalidad, es decir, no prevista para continuar estudios superiores sino para insertarse en el trabajo profesional de la docencia.
Por ello, se tendía a orientar la matrícula hacia las mujeres para evitar ese rasgo que era entendido como una disgresión o una desnaturalización de su función, llevada adelante fundamentalmente por hombres. La perspectiva sobre la mujer que completaba esta estrategia la ubicaba como un sujeto con menores pretensiones de formación e inclusión laboral, con menor autonomía jurídica y política y se le adjudicaban mayores disposiciones para roles subalternos.
Las medidas tendientes a desalentar la formación de los varones a través del direccionamiento de becas y escasa remuneración, contribuyeron a la preponderancia femenina. Eso iba acompañado de un discurso “científico” de la época que posicionaba a la mujer como “maestra natural”. Las mujeres madres debían ser ángeles del hogar, único lugar simbólico y material de existencia natural y feliz (Nari, 1995).
Esta característica nacional debe ser mirada en la especificidad de cada experiencia local. Por ejemplo, cuando se analizan los seguimientos hechos hacia las egresadas y los egresados por algunas escuelas se encuentran casos –pocos- que habían continuado estudios superiores. Debe decirse que si bien el circuito de la Escuela Normal no fue previsto para tener continuidad en la universidad –como si lo estaba para los colegios nacionales- es posible pensar que no había una prohibición taxativa. Por ejemplo, para el año 1900, 7 de las egresadas de la Escuela Normal 1 de La Plata seguían estudios universitarios. Aún no habiendo una prohibición taxativa, esa ausencia de intercambiabilidad entre los circuitos, se daba por factores económicos pero también, muy especialmente, con un discurso acerca del lugar que las mujeres podían tener en las instituciones, revestido de fuertes elementos vocacionales ligados a tareas promovidas como extensión del mundo doméstico y maternal.
En esta dinámica, conviene resaltar la figura de Raquel Camaña (1883-1915), una educadora normalista que a comienzos de siglo XX planteó debates cruciales para el fortalecimiento de la escuela y la expansión de los problemas atendidos por el sistema escolar, planteando temas irresueltos y otros de los que el sistema escolar no se había ocupado aún (Southwell, 2015). Ella intentó, en 1910, impartir la cátedra de Ciencias de la Educación en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires pero le fue negado por ser mujer.2 Pese a su corta vida, tuvo una presencia destacada en numerosos eventos oficiales que vinculaban la preocupación por la higiene que –en el clima de su época- involucraba fuertes consideraciones sobre los comportamientos sociales y humanos, el lugar social de la mujer y el rol que jugaban las instituciones educacionales sobre ellos (Southwell, 2015). Camaña tuvo una destacada actuación en el Primer Congreso Femenino del Comité Pro-Sufragio Femenino realizado en 1907. En 1910, concurrió como representante oficial al Congreso de Higiene Escolar que se realizó en París y posteriormente, junto con otras mujeres pujantes y renovadoras de ese momento, organizó en 1913 el Primer Congreso del Niño.3 Su pensamiento social y político estuvo emparentado con el socialismo argentino. Luego de su muerte, la editorial La cultura argentina, dirigida por José Ingenieros, publicó dos de sus obras: Pedagogía Social (1916) y El dilettantismo sentimental (1918) prologado por Alicia Moreau de Justo.
Asimismo, postulaba enfáticamente una educación integral –y esta era el corazón de su noción de educación- que contuviera un sujeto pedagógico integrado por la religiosidad humana, que debía buscar los modos plenos de ser humano. Y en esa plenitud, la coeducación y la sexualidad tenían un lugar primordial. Religiosidad e instinto de procreación se articulaban en aquella interpelación subjetiva a través de un elemento que era eje curricular: la educación sexual. Camaña era una socialista argentina de comienzos del siglo XX, por lo tanto su mirada no dejaba de estar conectada al discurso biologicista de su época; en ese marco su noción de la educación sexual se aproximaba a razones de profilaxis social (término que utiliza literalmente en sus textos). Entendía que la sexualidad era la fuente desde la cual se conformaba el sujeto social, a la cual considera moldeable, al punto de otorgar a la educación un papel distinto al que le reconocía el psicoanálisis. La educación sexual de las masas populares tenía la finalidad de enseñarles una procreación consciente, ilustrada. Se trataba de que abordaran con alegría la civilización del instinto sexual. Estas concepciones no estaban articuladas a una noción soberana de lo femenino, sino que el hombre era ubicado como modelo y la femineidad se concebía articulada a la familia y atravesada por la maternidad (Southwell, 2015).
Hay que decir que así como la formación docente buscó especialmente una destinataria femenina, la coeducación, la enseñanza conjunta, alcanzó cierto extendido consenso en la Argentina que transitaba el cambio de un siglo a otro, después de que esa modalidad había tenido importantes resistencias durante el siglo XIX. Si bien Juana Manso había recibido un sistemático rechazo a su propuesta de coeducación en el siglo XIX, las primeras décadas del siglo XX mostraban un nivel primario del sistema educativo con una fisonomía mixta.
Silvia Yannoulas (1996), analizó el desarrollo del sistema educativo argentino vinculado a la histórica división sexual del trabajo, en términos de que “[...]la incorporación de las mujeres a la formación y la profesión docente permite comprender mejor el significado de las diferencias e igualdades de hombres y mujeres en el proceso de organización de los estados nacionales y sus respectivos sistemas educativos” (Yannoulas, 1996, p. 11). Por otro lado, la especificidad de la tarea docente podía definirse según los siguientes criterios:
A- El tipo de contrato que regula el ejercicio de su profesión: el docente es un profesional subalterno y asalariado, al cual se le asigna la tarea de transmitir distinto tipo de saberes (valores, saberes instrumentales, información, normas de conducta). B- La relación con el conocimiento o formación académica, el docente es un profesional que domina ciertas áreas de conocimiento por ser capacitados (…) para transmitir, los docentes no se constituyeron en productores o críticos del conocimiento que ellos mismos transmiten. C- La relación con la infancia o la formación pedagógica: el docente es un profesional que trabaja con la infancia y debe entrenar las capacidades y metodologías específicas para ello. D- La relación simbólica del docente con la sociedad en el sacerdote o mediador indiscutible entre el saber legitimado y la sociedad. Se trata, de un subalterno poderoso. E- La conformación de una mentalidad particular vinculada a la formación, el tipo de ocupación y el modo de vida propios de los profesionales (Yanoulas, 1996, p. 45).
De este modo, al analizar el proceso de profesionalización docente, la autora planteó que el número de mujeres fue siempre mayor que el de hombres, y denomina el acceso masivo de mano de obra femenina a una determinada profesión como feminilización, asociada a cuestiones materiales de existencia y simbólicas de un presunto deber ser o poder realizarse como tales, efecto que describe como feminización.
Graciela Morgade (1997) investigó los antecedentes y luchas de las educadoras argentinas, haciendo hincapié en un análisis de la visibilidad e inserción material de las mujeres en la estructura escolar argentina. Al tiempo que describe las condiciones de subordinación y opresión femenina, junto al desarrollo de un proceso de feminización de la docencia en términos cuantitativo y cualitativo. Pues, por entonces la función moralizadora de la escuela y el respeto por los valores hegemónicos, contribuyó sobremanera, al disciplinamiento de la futura mano de obra “[. ..]mediante la aplicación de una variada red de estrategias político-culturales” (Morgade, 1997, p.85).
Las referencias anteriores no sólo dan cuenta de la importancia otorgada a las mujeres para el ejercicio de la docencia de nivel primario sino también el carácter de trabajadoras baratas en el que ellas eran incluidas. Junto al avance de la institucionalización y la regulación del Estado, las mujeres fueron incorporándose en esa tarea en una doble condición de apertura hacia el espacio público y el mundo laboral y – a la vez- posicionándolas en un lugar de subalternidad y falta de autonomía. En esas coordenadas se fue desarrollando una feminización del trabajo de enseñar. La escasa autonomía de la que disponían las mujeres en relación con asuntos políticos (por ejemplo no pudieron votar hasta 1947), jurídicos (no podían realizar operaciones financieras sin autorización de su padre o marido, por ejemplo) y sociales en general, fortalecieron el carácter subalterno que se les asignó. También, hubo una denodada, difícil y creciente lucha para modificar este rol asignado a la mujer que dio frutos una vez avanzado el siglo XX.
La escuela en revisión: transgresiones del mandato para las educadoras
Cuando se inicia el siglo XX, las naciones sudamericanas habían producido un proceso de modernización cultural impulsada desde el Estado, especialmente a través de las leyes educacionales. Sin embargo, no se había consolidado del mismo modo ese otro proceso moderno que es el de la ampliación de la ciudadanía ya que el Estado era administrado por una minoría con un bajo nivel de participación política. Ese contraste fue un terreno propicio para el florecimiento de demandas políticas crecientes, reclamando la inclusión de sectores sociales, ideas políticas y derechos sociales.
Los orígenes del trabajo de enseñar y del formato escolar moderno habían marcado una preponderancia de la organización escolar centrada en la figura del/a adulto/a docente. En las primeras décadas del siglo XX, el conocimiento de nuevas corrientes psicológicas y las propuestas renovadoras de la Escuela Nueva, requirieron poner mayor énfasis y cuidado en las y los jóvenes alumna/os y una renovación de los aspectos cotidianos de la dinámica escolar. De allí que es relevante historizar las luchas que entablaron los distintos grupos sociales en el seno del Estado por la adjudicación de valor entre estos diferentes capitales culturales.
Los elementos antes mencionados generaron las condiciones de posibilidad para el despliegue de alternativas y concepciones renovadoras: las insuficiencias que mostraban las instituciones generadas en el siglo anterior y la crisis social que se hacía evidente en amplios sectores urbanos, en particular en niñas, niños y jóvenes de sectores populares. En segundo lugar, estaba en retroceso el apoyo en la ciencia positivista y en las explicaciones y recomendaciones que habían generado la biología y la higiene como paradigma conceptual de la época. Como tercer componente, el cuestionamiento a las perspectivas desarrolladas hacia lo femenino, fundamentalmente la separación en escuelas para hombres y mujeres, la persistente propuesta de la coeducación y un lugar más jerarquizado para las educadoras y alumnas.
La ciudad de Rosario en esos años fue un terreno de experimentación muy significativo que desarrolló reflexión y organización educacional. Así se hizo evidente que otras pedagogías eran posibles, así como un espacio de discusión y desarrollo de alternativas que generaron las condiciones de posibilidad para entrar en un diálogo productivo con el movimiento de escuela nueva.4 Se trató de un nucleamiento que reunió a Dolores Dabat (1889-1940) -que dirigió la Escuela Normal Nro. 2 de Rosario entre 1920 y 1940- y a la Asociación de Ex Alumnas de la misma escuela.6 Esas educadoras pusieron en marcha la Escuela al Aire Libre o escuela de Puertas Abiertas (surgida en 1916) que adoptó una organización no graduada y sin horarios rígidos.5 Enclavada en el espacio físico del hipódromo, la escuela a la que y se le asignó el nombre de Francisco Podestá, recibía a hijas e hijos de empleados hípicos y también a quienes realizaban trabajos en la calle (lustrabotas, canillitas, etc.). a los no escolarizados de los márgenes rosarinos para enseñarles a leer y a escribir. Lo hacían con las pizarras destinadas a las apuestas del hipódromo instalado en el Parque Independencia.6 De los 150 alumnos que las jóvenes maestras recibieron el primer año, “[...]el 60% aprendió a leer, escribir y contar en períodos no mayores a seis meses” (Acta de Fundación de la Asociación de Ex Alumnas de la Escuela Normal N° 2, art. 1, 3 de julio de 1927).
Combinando expresiones típicas de ese momento histórico junto con otras más innovadoras, esas docentes impulsaban una “[...]educación moral, intelectual y física” a niños y niñas, con las condiciones concretas que tenían en ese lugar. Además, recorrían el barrio, visitando casas y hogares humildes para hablar con madres y padres de familia y convocar a sus hijas e hijos a ese proyecto educativo innovador, que facilitaba la alfabetización de quienes tenían otras ocupaciones. El aprendizaje teórico iba acompañado por prácticas conjuntas de espacios comunitarios en la huerta, el gallinero, la colmena y el ordeñe de las vacas del lugar. Se fue construyendo un espacio en el cual se ofrecía a las y los alumna/os de muy diversas edades un taller de cestería y un taller de corte y confección, de tal forma de proveerlos de un oficio (Zoppi, 2017). La escuela fue defendida por la Federación de Maestros proponiendo incluso “[...]crear otras similares a la mencionada de acuerdo a las modalidades sociales y económicas del lugar en que se erijan”7 (Acta de Fundación de la Asociación de Ex Alumnas de la Escuela Normal N° 2, art. 1, 3 de julio de 1927).
También la propia asociación fundó en 1932 la revista Quid Novi? Revista de las Asociaciones de ex alumnas y padres de la Escuela Normal N° 2, “[...]antítesis de lo frívolo, inquieta de espíritu, noble por respetuosa y sincera” que se ocupaba de “[...]pedagogía, literatura, ciencia, arte y notas varias” (Quid Novi? Nro.1). Esta experiencia evidenció aquellos lugares a los que el sistema educativo que estaba en expansión no cubría, fundamentalmente vinculados a los sectores sociales vulnerables, pero también en términos de los saberes que incluía y las prácticas de enseñanza que impulsaba como parte de esa renovación. La experiencia de la escuela, los debates de la Asociación y la palabra pública expresada en la revista se evidenció la gran dimensión social de la educación, las reconsideración de ese vínculo de lo escolar con sus comunidades, lo que impactaba claramente en los modos de pensar en los sujetos que aprendían, que enseñaban, y como lo hacían. Se trataba de avanzar en una consideración social de lo que sucedía y producía en la escuela, diferenciada de la lógica ortopédica o correctiva, prevaleciente hasta ese momento. “Hay un mundo, el de la escuela, que no puede aislarse del mundo de los hombres sin quitarle el calor vital que todo proceso educativo exige imperiosamente” (Quid Novi?, año 1, núm. 3 y 4, 1932:37). Elisa Welti (2011) plantea que la revista Quid Novi fue un fiel testimonio de esa experiencia, que fue produciendo reflexión a la par del desarrollo de la misma en consonancia con grandes debates pedagógicos y climas estéticos del período de entreguerras. Así, la Escuela Normal N° 2 se caracterizó por una visión ampliada del trabajo educativo como tarea de cultura, en cuyo marco se inscribieron una gran cantidad de iniciativas culturales e innovaciones pedagógicas realizadas en la escuela desde su época más temprana (Welti, 2011).
Es significativo destacar allí el trabajo de Dolores Dabat llenando de nuevos contenidos el concepto de educación popular, por ejemplo, ligado a la noción de libertad en relación con la enseñanza. En ese gesto, había una muestra de que el ideario civilizador había tenido sus límites y que la injusticia parecía ser inherente a la relación social que requería una fuerte intervención humana para ser corregida. Claro está que estas voces que recogemos no fueron las únicas, sino que convivieron con la conservadurización de las formas de educación y de relación social más tradicionales. Desde posiciones políticas distintas, el problema de la injusticia social se alzaba en voces. Docentes socialistas, comunistas, anarquistas, demócrata-progresistas, radicales, demócrata-cristianos, posteriormente peronistas, etc., disputaban por ponerle otros sentidos, simbólicos y materiales, a la distribución cultural que la escuela ejercía. Asimismo, la tarea de Dabat encerraba la concepción de la escuela como un lugar feliz, para ello pensaba otras formas de desarrollo de la disciplina escolar, lo que denunciaba aún sin propornérselo, que el sistema escolar se basaba en una disciplina coercitiva que aseguraba la pasividad de la infancia, en un movimiento anti-natural. Sosteniendo que un rol sustantivo del trabajo docente era generar entornos apropiados para el aprendizaje. La influencia del pensador norteamericano John Dewey sobre las ocupaciones parece haber inspirado su fuerte énfasis en el desarrollo de la enseñanza de la educación física y la estética, equivalentes a las actividades productivas del hombre, que determinaban la organización social y cultural. Estas concepciones planteaban las ocupaciones como actividades que deberían ser altamente instructivas en su ejecución y portadoras de la cantidad suficiente y pertinente de información demandada por la vida moderna. Su plan se encuadraba en el activismo pedagógico, por entonces puntal de la renovación escolar. En 1930 Dolores Dabat publicó su obra: "La instrucción primaria en Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes", ensayo donde señaló la problemática pedagógica y educacional del momento.
CONCLUSIONES
En la consolidación del clima cultural y político modernizador de las primeras décadas del siglo XX, el normalismo resultó uno de los pilares fundamentales de los procesos de regulación social, configurándose como una corriente político-pedagógica que se articuló con el proyecto de construcción de una Argentina moderna. En este marco, produjo pautas de comportamiento, procedimientos, reglas y obligaciones que ordenaron y regularon cómo se debía desarrollar la profesión de enseñar, actuar en la escuela, estar, sentirse y hablar de ella, impactando en el modo en que los sujetos docentes construyeron sus experiencias subjetivas y asumieron una identidad en cuestiones pedagógicas y sociales en un sentido más amplio.
Por otro lado, con el normalismo hubo una muy significativa ampliación de los sectores sociales que fueron incorporados en esta dinámica de formación; los sectores bajos y medios y la población femenina -en particular- encontraron una importante vía de incorporación a una formación más allá de la instrucción básica con un significativo mejoramiento del acceso al capital cultural así como al mundo del trabajo. Esto se consolidó debido a la tendencia a que en las escuelas normales estudiaran -fundamentalmente- mujeres. La otra cara de ese progreso fue la construcción de un lugar subordinado en la jerarquía cultural, ya que de las y los docentes normalistas se esperaba que fueran ejecutores de decisiones político-culturales que se tomaban más allá de su injerencia. Sin embargo, y tomando ejemplos que hemos citado, debe decirse que la historia educacional nos ha provisto de numerosos ejemplos de educadores, instituciones y prácticas que desafiaron y se posicionaron mucho más allá de esta supuesta relación inapelable de subordinación en la que los pensaba el modelo.
Esto supuso una determinada relación con ese mandato inapelable, que a la vez hizo posible que un conjunto muy importante de educadoras, accionaran de este modo para lograr lo que consideraban la mejor inclusión social posible para sus alumnas y alumnos. La eficacia y la naturalización de ese mandato fueron parte –paradojalmente- de un despliegue escolar democratizador.
Vale la pena pensar que en paralelo a experiencias como esta, se extendía un discurso escolar que adoptó nociones provenientes de la medicina y la biología. En ellos, la escuela era pensada predominantemente como el mecanismo principal para esa finalidad; debía corregir hábitos e imponer modos de vida a través de dispositivos de ortopedia pedagógica, homogeneizar a una masa de población que se había vuelto diversa, compleja y heterogénea y argentinizar en torno a una idea de nacionalidad al conjunto de personas que provenían de orígenes, experiencias y tradiciones sumamente diversas. La escuela cumplía entonces estas tareas, volviéndose –a la vez- inclusiva, disciplinaria, otorgadora de derechos, impulsora de un orden establecido, constructora de ciudadanía y subalternidad. En ese contexto la posición de una escuela de puertas abiertas, sin rigidez en la organización escolar y que se proponía atender a aquellos a los que la escuela no parecía haber tomado como sujeto preferente, conformaba una alternativa frente a ese pensamiento educacional dominante.
La producción pedagógica, psicológica y sociológica del siglo XX, contribuyó a desarrollar nuevos modelos e intervenciones sobre las concepciones y las políticas de formación desarrolladas durante el siglo XIX y comienzos del XX. Se había instalado ya la necesidad de revisar las condiciones laborales, el rol de la mujer en esas tareas de responsabilidad social y el cuestionamiento hacia la posición subordinada que el sistema educativo había consolidado para ellas y, en particular, las docentes. En ese terreno, también se ponía en juego una disputa por los métodos de la docencia, por lo que ellos encerraban y por lo que construían en la micro y la macro política educativa. En esa contienda, aparecían tensiones, relevos y sincretismos entre distintos modelos clásicos y nuevos, que significaban –para algunos educadores más que para otros- construir una posición (irreverente o sumisa, crítica o renovadora) hacia la prescripción metodológica centralizada, que regulaba el trabajo de enseñar. También las fuentes históricas dan cuenta de como mucha/os educadora/es fueron cobrando mayor autonomìa en su voz, ocupándose y/o denunciando la desigualdad y la injusticia y el lugar de su tarea en relación con ello.