Preguntarnos por el pasado y por la infancia
Hace un par de años encontré una foto mía en la cual se me ve, a los dos o tres años, comiendo tomate. Una banalidad que fácilmente podría haber pasado por alto, pero que logró remover lo más profundo de mis reflexiones. Yo, actualmente, no como tomate, no me gusta su sabor. Yo creía que sabía que no me gustaba el tomate. Yo pensaba que nunca me había gustado el tomate, pues no recordaba un solo momento de mi vida en que la afirmación "me gusta el tomate" hubiera sido verdadera. Pero de pronto me enfrenté a esta foto, a esa imagen de mí, que desarmaba una creencia aparentemente firme que tenía sobre mí misma, una creencia que si bien no cambia fundamentalmente quien soy, me abrió paso a preguntarme cuántas otras cosas desconocía de mí, y cuántas de esas cosas que desconozco están ocultas en mi infancia. Solemos decir que la memoria es frágil, pero desconocemos qué tanta significación tiene esto para nuestras vidas.
Desde que comenzó mi interés filosófico por la infancia en la academia universitaria, mi atención se ha detenido particularmente en las autobiografías. Siempre las leo con un dejo de incredulidad, preguntándome qué tanto de aquello allí escrito es cierto y qué tanto es producto de la imaginación de quien ha escrito. De esta forma surge también la pregunta acerca de quién es realmente el autor de la autobiografía, si es el niño que vivió todo aquello, y se hace presente como narrador al momento de revivir y rememorar mediante la escritura, y así, tanto los sentimientos expresados, como las vivencias recordadas, se relatan de manera prácticamente atemporal y vívida. O si, por el contrario, tales experiencias traídas al presente no son más que los recuerdos de un adulto cuyos sentimientos por lo narrado han pasado por el filtro del tiempo, que modifica y da nuevos sentires y sentidos al pasado. Mas preguntarse por la sinceridad y veracidad de una autobiografía puede llegar a ser una tarea inútil, pues es probable que ni el propio autor de la autobiografía sea capaz de responder a tal cosa.
El género autobiográfico suele verse bajo ciertos prejuicios. Es entendido como un escrito más bien personal, y generalmente no se toma en consideración al momento de estudiar el pensamiento de determinado autor. En las instituciones educacionales poco se leen las autobiografías, y en un curso tradicional de filosofía, donde por ejemplo se estudie a Rousseau, es más común que se lea su texto El contrato social en vez de Las confesiones. Las obras intelectuales de los autores prevalecen sobre las autobiográficas, restándole valor a éstas y desechando, muchas veces, el importante papel que juegan al momento de intentar conocer la completitud de un autor, pues éstos son más que entidades productoras y pensadoras de conocimiento racional, son también su pasado, sus experiencias, sus recuerdos y sus olvidos. No es tarea fácil emprender la delicada reconstrucción de nuestras vidas, decidir qué contar y qué omitir, haciendo de manera casi inevitable un juicio de valor sobre nuestras experiencias, contrastando unas con otras y viendo cuales han sido más importantes para nuestras propias vidas y de qué recuerdos podríamos prescindir.
La infancia, entendida aquí como un periodo temporal y cronológico en la vida de un individuo, es aquel trozo de nuestra existencia donde la reconstrucción autobiográfica se hace aún más difícil, pues lo que sabemos en primera persona es poco, y además ha pasado por el filtro del tiempo. Solo se conservan recuerdos poco precisos, que no son muy útiles al momento de querer rearmar y reconstruir la infancia. La autobiografía aparece como un esfuerzo e interés de rescate de la memoria: un reconocimiento del valor de aquello que está quedando en el olvido, un intento de traerlo al presente.
Nuestros años de infancia olvidados, inaccesibles prácticamente, parecen un fértil campo de anécdotas, las cuales nos causan risa, sorpresa o tristeza, pero pareciera que a veces no son más que eso; chispas de recuerdos difusos que solo valorizamos bajo la condición de anecdotario. Más allá de aquello, no sabemos cuánto podemos conocer y cuánto permanecerá oculto y misterioso ante nuestros ojos adultos. Y a aquellos quienes se han aventurado a averiguar más, a darle una nueva vida a su infancia mediante la narración autobiográfica, no tenemos más opción que creerles y confiar en lo que dicen, pero a la vez, tener unas sinceras dudas.
Entre memoria y olvido
Nuestro pasado actúa como una entidad, que de alguna manera siempre está latente en nuestro presente. Le llamo entidad, pues para Henri Bergson -filósofo francés que dedica parte de sus estudios a la memoria- no existe recuerdo que esté fuera de nuestra memoria, cada cosa vivida, pensada, deseada y sentida, desde incluso nuestra más remota infancia, está presente en la entidad del pasado. El inconsciente tiene fuerte incidencia en estos temas, pues mucho de lo que constituye nuestro pasado, se encuentra solo presente a nivel inconsciente (Bergson, 1977). Es muy poco lo que se hace presente de nuestro recuerdo, y la mayoría de nosotros y nosotras, los seres humanos, llevamos a cabo nuestras actividades con tan solo una leve y débil señal de nuestro pasado.
Para Bergson, el pensamiento está regulado por una mínima presencia del pasado, sin embargo, éste se hace presente con todo el esplendor de su fuerza, en forma de impulso, desde nuestros deseos y en las formas que actuamos. Es aquello en donde reina el inconsciente, donde actúa principalmente nuestro pasado, aquel pasado oculto a nuestra razón. Y es aquello que en general desconocemos de nosotros mismos, lo que conduce con mayor fuerza nuestro actuar impulsivo.
Mientras que el presente se define, por Bergson, como un "estado del cuerpo" (2013: 247), algo que actúa sobre nosotros y nos mueve al hacer, la memoria actuará principalmente como un motor que traerá al presente aquello que es útil para la percepción actual, y nos servirá para tomar decisiones. Presente y pasado se nos ofrecen complementarios desde esta perspectiva, pues mientras uno nos mueve, el otro nos ayuda a decidir cómo movernos. Sin embargo, la memoria no siempre nos será de tal utilidad, pues podemos comprobar en nosotros mismos cómo solemos perder recuerdos, pues sabemos que nuestra memoria es frágil. Bergson afirmará que es solo una pequeña parte de nuestro pasado con la que pensamos, "pero es con nuestro pasado todo entero, incluida nuestra curvatura de alma, como deseamos, queremos, actuamos" (1977: 48)
Las profundidades de la memoria son desconocidas, y nadie ha logrado penetrar hasta lo profundo de su ser. San Agustín de Hipona, filósofo medieval, autor de una obra autobiográfica como lo fueron las Confesiones, dice: "No soy yo capaz de abarcar totalmente lo que soy" (1974, 402). En esta frase se integra la memoria y el recuerdo en el ser, en una especie de construcción de mi ser-yo. Mas esta construcción del ser es inabarcable a nuestra propia consciencia de sí mismo.
El pensamiento agustiniano, planteará paradojalmente que lo único que escapa a la memoria, es lo que ya se ha olvidado, pero ¿cómo saber qué es lo que ya se ha olvidado, si ya se ha olvidado? Pareciera ser que podemos saber que no tenemos todo nuestro pasado con nosotros en la memoria, mas esto también es dudoso, puesto que no podemos penetrar hasta lo más profundo de ésta, y un recuerdo que parece olvidado, podría solamente estar muy escondido. Por otra parte, si es cierto que hay parte de nuestro pasado, sea pensamiento, sea imagen, que ya hemos olvidado, y de esta manera también se puede decir que hemos perdido, sucede entonces que habrá una parte de nuestro ser que siempre estará oculta y desconocida a nosotros mismos.
De la misma manera que para Bergson, Agustín también planteará que la memoria y los recuerdos de nuestro pasado; lo que hemos hecho, lo que hemos pensado y lo que hemos creído, se convierten en posibilitadores de mi accionar futuro. Mediante mis recuerdos puedo inferir qué cosas podrían suceder si hago tal o cual cosa. La memoria nuevamente se nos presenta como un posibilitador del accionar presente, destacando su utilidad al momento de decidir qué acción llevar a cabo en determinadas situaciones. Y nuevamente nos encontramos con el mismo problema que antes planteamos con Bergson. Ya que la debilidad de la memoria nuevamente se nos hace evidente y su utilidad para la toma de decisiones es puesta en cuestión. No podemos decidir teniendo presente la totalidad de los recuerdos, pues estos no los podemos traer a la memoria. Por tanto, no decidimos más que con una pequeña parte de nuestro pasado.
Sigmund Freud afirma en Psicopatología de la vida cotidiana que, de acuerdo con varias investigaciones, el primer recuerdo de la infancia surge a los seis meses de edad, mientras que, para algunos otros, es recién entre los seis u ocho años (1936: 56). Estos datos no sorprenden mayoritariamente. Los recuerdos de infancia surgen como pequeñas chispas; algo que pasó a los cuatro años de edad, o que pudo quizá ser a los dos. Luego algún otro recuerdo, situable entre los ocho o nueve años. En realidad, son pocos aquellos que pueden recordar con absoluta certeza sus años de infancia, el resto de los seres humanos damos saltos entre imágenes borrosas, que incluso nos pueden llegar a parecer ficticias, y a las cuales debemos generalmente aplicar un gran esfuerzo mental para situar en determinado momento de nuestras vidas. Sin embargo, ya avanzados en años, podemos crear un relato vital más coherente y más completo. Los espacios en blanco disminuyen considerablemente, y pareciéramos ser más dueños de nuestros pasados, de nuestros recuerdos.
Cuántas innumerables preguntas agolpan nuestras mentes al enfrentarnos a nuestro pasado en blanco. A qué se debe la pérdida de esos recuerdos de infancia, ¿acaso nuestras memorias no los consideran lo suficientemente valiosos o importantes como para hacerlos prevalecer? ¿O se debe solo a una debilidad humana de la que no nos podemos librar?
Para Freud la infancia está lejos de carecer de importancia a la hora de hablar de una persona. Estamos prácticamente determinados por condiciones de nuestro ser que desconocemos.
Estas afirmaciones, sin embargo, nos llevan casi naturalmente a evocar el cuento de Funes, el memorioso, de J.L. Borges, donde se nos presenta una realidad totalmente contrastante con la que vivimos de manera general, y que nos abre paso a preguntarnos cómo serían nuestras vidas, y cómo seríamos nosotros mismos, si tuviésemos la asombrosa capacidad de recordar con precisión y detalle cada mínima situación vivida.
Ireneo Funes es un personaje extraño, solitario, y desconocido. No podríamos afirmar que su extraña y vasta memoria lo haga un hombre feliz, pero tampoco se puede afirmar que, por el contrario, sea un hombre triste. Pero sí podemos vislumbrar su desesperación ahogada y que, así como permanece a oscuras en su habitación, desearía fervientemente poder oscurecer también su mente. Él se sabe dueño de una capacidad única y maravillosa. Mas añora silenciosamente el olvido.
¿Podríamos vivir sabiendo exactamente todos y cada uno de los miles y miles de recuerdos que componen nuestras vidas? ¿Es quizás el olvido de nuestras infancias una facilidad más que un problema? ¿Son esos "espacios en blanco" en nuestra mente necesarios para nuestra vida?
Para Friedrich Nietzsche, mientras los seres humanos celebran y se vanaglorian de su humanidad, a la vez ocultan el secreto anhelo de ser como los animales, y envidian su felicidad (1932). En De la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida Nietzsche enfrenta y hace dialogar al humano y al animal, y los interroga acerca de su felicidad, mas para el animal es imposible responder la pregunta que le han hecho, o cualquier otra pregunta, pues a causa del olvido, olvida lo que quiere decir casi de forma simultánea al querer hablar. El humano se asombra ante esto, y a la vez se cuestiona a sí mismo su incapacidad de olvidar, su dependencia al pasado. "Envidia al animal que enseguida se olvida y ve cada instante morir de veras, volver a hundirse en la niebla y la noche y extinguirse para siempre" (Nietzsche, 1932: 697). Esta visión revela al animal como sujeto ahistórico, que se encuentra, de alguna manera, fuera del flujo temporal, y esto conlleva una sinceridad como modo de vida; el animal es completamente sí mismo en todo momento. Mientras que, por el contrario, el humano carga con el peso del pasado sobre sí, y esta carga aumenta cada vez más. El pasado nos molesta e incomoda, porque nos recuerda que somos imperfectos. Para Nietzsche solo la muerte nos puede librar de la carga del pasado, pero ésta, al presentarse, a la vez también nos quita el presente y la existencia.
Nietzsche define la existencia como un haber sido, y este haber sido vive de la negación, de la destrucción y la contradicción a sí mismo (1932). Para Nietzsche, quien no tenga tal capacidad de olvido no será feliz, ni podrá hacer feliz a otros. El peligro de no ser capaces de olvidar el pasado podría terminar por consumir nuestros presentes. Para saber hasta qué punto es necesario el olvido, hay que conocer algo que Nietzsche llama fuerza plástica, que es aquella fuerza de desarrollarse a partir de sí mismo, asimilando el pasado. Lo que nuestra naturaleza no sea capaz de dominar, hay que olvidarlo.
A pesar de lo anterior, Nietzsche afirmará que no todo se trata de olvidar, pues también hay una gran y evidente importancia en recordar, y un ser humano sano debe ser capaz de olvidar y recordar según sea necesario. Existe, aparentemente una idea de equilibro de la justa medida entre el olvido y la memoria, y es posible situar a la autobiografía, dentro de esa tensión.
Relatos desde el olvido y la memoria: autobiografía
Considerando los estudios de Georges Gusdorf, -filósofo francés- en Condiciones y límites de la autobiografía, podemos referirnos a la autobiografía como un género literario que no ha existido siempre en la historia ni es universal. La autobiografía, para existir, requiere de ciertos procesos históricos, y se vuelve un producto de cierta "civilización". La existencia de la autobiografía está condicionada por la propia toma de conciencia; la conciencia de sí, como sujeto histórico, lo que hace posible la creación autobiográfica. Este género está ligado a la revolución copernicana, donde el humano se hace parte de todo lo que sucede en el mundo.
Mediante la revolución copernicana, el ser humano se hace parte importante del mundo y la conciencia histórica lo hace descubrirse ante un presente y un pasado, y le permite situarse en un punto de la historia. El humano ahora se ve a sí mismo como sujeto incondicional de la historia humana y se da cuenta de que su vida es irrepetible y por lo mismo tiene un valor que pareciera ser intrínseco, y se hace digna, y sobre todo necesaria de ser narrada.
Para Gusdorf, la autobiografía es como una obra artística, en la cual el artista y su modelo coinciden. Hay un encuentro del ser humano con su propia imagen. Gusdorf define esta imagen diciendo: "La imagen es otro yo-mismo, un doble de mi ser, pero más frágil y vulnerable, revestido de un carácter sagrado que lo hace a la vez fascinante y terrible" (1991: 11). Mediante la autobiografía el sujeto busca encontrar su propio ser más allá de todas sus imágenes.
El autor o autora de una autobiografía quiere contar su propia historia, y para hacerlo debe reagrupar los hechos de su vida, y lograr una coherencia entre ellos. Para llevar a cabo esta tarea el autor tiene que distanciarse de sí mismo, para poder apreciarse y apreciar su vida en el tiempo. Mas el recuerdo no puede valer por el pasado, ya que se mezcla con las ficciones, y se pierde la exactitud de los detalles. "La verdad no es un tesoro escondido, al que bastaría desenterrar reproduciéndolo tal cual es" (1991: 16). En el contexto de la autobiografía, para Gusdorf la verdad es un hacer, un crear, que parte desde un rescate de una experiencia, y que está mediado por el sujeto que narra mediante la distancia que otorga el tiempo. La autobiografía está más allá de la verdad o la falsedad, ya que es más cercana a una obra de arte que a una investigación histórica, y como tal, tiene un carácter, una escritura, un estilo y un valor diferente. La verdad de la autobiografía está situada más allá de la verdad en un sentido estricto. La verdad es una especie de creación en la subjetividad del sujeto que recuerda, y que trae al presente sus recuerdos.
Para Gusdorf la autobiografía es también una justificación de la vida, una angustiada respuesta a quienes se preguntan sobre el sentido y valor de sus vidas, "la última oportunidad de volver a ganar lo que se ha perdido" (1991: 14). De esta manera se busca dotar de un sentido, coherente con la vida vivida, a cada acto. Todo esto se debe a lo que llamará "el pecado original de la autobiografía", el cual consiste en el narrador, el cual para el autor de una autobiografía, es la consciencia, y esta consciencia dirige la narración, por lo tanto el sujeto que hace su autobiografía cree que la consciencia ha dirigido toda su vida, y de esta forma se va sustituyendo lo que ha sido, por lo que es en el presente; el recuerdo mediado por la consciencia reemplaza la experiencia pasada. La consciencia también dota de sentido las experiencias pasadas, sin tomar en cuenta los otros sentidos, o el sinsentido, que ésta tuvo en su momento.
El crítico Paul De Man intenta establecer el límite entre la verdad y la ficción de la autobiografía, pues la autobiografía no es como una foto, en la cual el retrato del modelo ha quedado estampado mediante la imagen de un segundo invariable de sí mismo. De Man advierte una idea que puede sonar como locura, pero que basta darle un par de vueltas en el pensamiento para aceptarla; la vida no tiene por qué ser necesariamente el modelo de la autobiografía, como solemos creer. No es necesario que primero surja la vida que contar y luego a partir de ella la narración. Puede existir primero la idea de una imagen propia: autobiografía que tenemos en mente, y a partir de ella la vida.
Un curioso caso mencionado por De Man y relacionado con lo recién planteado, es el del poeta Lamartine, quien en su poema La vigne et la maison, nos habla de su casa de infancia, y relata con pasión versos sobre la enredadera que se encontraba en la fachada. Lo fascinante de este poema se encuentra más allá de las palabras. La enredadera mencionada en realidad jamás existió. El bello recuerdo infantil evocado en forma de poesía, de la fachada de la casa donde el poeta creció, decorada con las enredaderas que crecían y cubrían las murallas, no es más que una invención de Lamartine. Años después de la infancia del poeta, su esposa fue quien se encargó de convertir en realidad la obra de su marido, y mandó a plantar una enredadera. Vemos como los relatos autobiográficos no solo pueden estar fácilmente constituidos por invenciones del autor, sino que además la construcción de la autobiografía puede ser a la inversa, según lo propuesto por De Man, y no es necesario que la vida inspire la obra, ya que tal como en el caso de Lamartine, puede primero ser la obra y luego la vida imitar a esta.
En el caso del La vigne et la maison, el que poema y vida coincidan en la verdad, no tiene que ver con una relación de necesidad. El hecho de que exista una enredadera se debe a la intervención de un tercero. La vida podría seguir y haber seguido por años, y el poema seguiría siendo el presente de un pasado que podría nunca haber existido. Pero ¿convierte este hecho al poema autobiográfico de Lamartine en una falsedad? O es acaso que la autobiografía tiene intereses y/o finalidades que están más allá de la "simple" coincidencia con la vida.
La autobiografía, vista bajo las afirmaciones expuestas anteriormente, se transforma en una versión del pasado, revisada y "autorizada" por el autor; mas esta versión es solo una de las tantas que una vida podría tener; la autobiografía, se esfuerza por rescatar el sentido de la vida, pero solo muestra un sentido, una parte de un todo. Es por esto que la autobiografía es una obra de arte para autores como Gusdorf; pues se va creando y se construye al personaje sobre lo que quiere y cree ser y haber sido en sus recuerdos y sus olvidos, por sobre lo que fue y es. Por esto mismo es trascendental a la verdad, mas tampoco puede ser declarada ficción; es un juego entre ambas, una tentativa entre lo que es y pudo ser, entre lo que se recuerda y lo que se olvida.
Representaciones autobiográficas de la infancia
La infancia que siempre se nos oculta a la memoria, nos deja un enorme vacío que no sabemos llenar. Y para muchos autores este espacio en blanco se convierte en una pradera fértil, en la cual pueden situar pensamientos e ideas incipientes que darán sentido a sus historias de vida adulta. Y veremos que filósofos como Rousseau, Simone de Beauvoir, San Agustín y tantos otros aprovecharán sus infancias para darle sentido a sus filosofías, relatando en sus textos autobiográficos -entendiendo como texto autobiográfico los diarios íntimos, epístolas, memorias, autobiografías, etc- pensamientos y recuerdos que les motivan a vivir de la forma en que vivieron sus vidas.
La infancia perdida; san agustín
Agustín es categórico: su infancia terminó, se acabó y es poco lo que de ella puede saber. Jura a Dios no recordar su infancia ni sus comienzos, constatando esto en los primeros capítulos del libro, dice, "Te confieso, Señor de cielos y tierra, alabándote por mis comienzos y mi infancia, de los que no tengo memoria" (2007: 80). Sin embargo, pese a reconocer su propia incapacidad para situar la infancia en su vida, Agustín se embarca en un método que le permitirá tener un acercamiento a aquella etapa, que considera lejana e incluso perdida. Este método tiene dos sustentos básicos: La observación y la confianza. Agustín se pregunta, ¿cómo puedo saber cómo fui de niño si ya no lo soy y tampoco lo recuerdo? Y encuentra un atisbo de solución a esta pregunta mediante la observación de niños y niñas; su comportamiento, sus acciones, sus gestos y palabras, y también buscando el propio relato de su infancia contada por aquellos que lo criaron. Para conocer nuestra infancia, afirma Agustín, no nos queda más que confiar y creer en lo que nos dicen quienes nos conocieron durante aquellos tiempos, y podemos complementar o contrastar tales relatos con la observación de otros niños y niñas. Viendo lo que otros niños hacen Agustín asume que es probable que él haya hecho las mismas cosas. Incluso afirma que puede acercarse más a su infancia viendo a otros niños que con lo que le han contado de sí mismo.
Si bien Agustín no parece encontrar otra solución, tampoco se siente conforme con ésta. Es tal el vacío de esta etapa que dice se asemeja incluso al periodo en que habitó el vientre materno. Ve su propia infancia como un momento oscuro y difuso, del que nada sabe y al cual tiene como único medio de acceso lo que la exterioridad le puede entregar. Para Agustín conocer al Agustín-niño, al infante que fue, es conocerse en tercera persona. Recordar la infancia se vuelve un trabajo de construcción, la construcción de la vida de alguien, que según le cuentan coincide con la misma persona que es él actualmente, y esto no lo puede asegurar más que mediante la confianza en las personas de las que se rodeaba durante su niñez; debe creer y creerles. El recuerdo de la infancia se vuelve entonces un acto inspirado por la confianza. Es tan grande la incertidumbre que le proviene de este periodo que Agustín lo expresa metafóricamente como cubierto por tinieblas, que no le permiten visualizarse en primera persona; reconocerse a sí mismo. Se ve obligado a admitir que se avergüenza de tener que incluir aquel periodo de la infancia a su vida actual, pues realmente nada sabe con certidumbre.
El presente del pasado; coetzee
El libro Infancia es un recopilatorio de memorias del niño-Coetzee, probablemente sean aquellos recuerdos que más lo marcaron para el resto de su vida, y podemos comprobar con solo verlo que esto fue así. El libro está escrito en tercera persona, de cierta forma el autor se aparta de sí mismo al hacer esto. De forma simbólica muestra que aquella infancia ya no le pertenece, quizás no hay razones para situarse desde ella. Narrar su propia vida en tercera persona parece ser un recordatorio de que aquello que se vivió ya no nos pertenece. Puede ser el pasado de otro, y aparentemente lo es. Sin embargo, el autor escribe desde el presente-pasado. No hace un vistazo hacia atrás, se sitúa en ese mismo pasado y lo vuelve presente. No hace un recuento de infancia, él vive nuevamente la infancia, y los dolores, miedos y alegrías, las revive en carne propia, las hace nacer en el presente. Sin embargo, aquello ya pasó y no hay nada que hacer. Contrario a lo que diría Gusdorf acerca de que una autobiografía es "la última oportunidad de volver a ganar lo que se ha perdido" (1991: 14). Coetzee pareciera no querer ganar lo ya perdido, ni querer reconciliarse, ni justificarse, él solo narra y quizás desee hacer vivir su infancia una vez más, pero sin retorcala, ni interpretarla, ni pensarla, solo vivirla como se vive la vida.
El repaso vívido de la infancia. Simone de beauvoir
Memorias de una joven formal constituye un relato de infancia enteramente descriptivo. Cada recuerdo traído al presente es rememorado de manera precisa, exacta, evocando los sentimientos y sensaciones provocadas tal como si se estuviesen viviendo nuevamente. Simone relata cada momento mediado por su consciencia. Por su presente oculto en la voz del narrador omnisciente, que todo lo sabe. Intenta dar explicaciones y justificaciones a cada acto de vida. Sus pataletas son más que pataletas, son un símbolo de lucha ante la injusticia de la que se ve víctima y presa.
En este relato absolutamente nada es al azar, los recuerdos rememorados son profundamente conocidos y explicados por la autora. Quien no muestra un preciso interés por demostrar nada mediante sus recuerdos, pero que al narrar pareciera querer darle un sentido más completo a su infancia. Simone no solo cuenta, ella quiere situarse más allá del espectador que solo ve lo que pasa. Simone quiere hacerse de nuevo niña y revivir toda experiencia desde sí misma. Quiere entender los porqué y los cómo, y los cuenta desde lo que ella cree que pueden significar. Pero ¿quién habla realmente? ¿Es Simone escribiendo o es Simone viviendo? ¿Podemos hacer realmente tal distinción?
Para Simone no existe ninguna separación ni distanciamiento entre su yo actual y su yo infante. Ella los vive, aparentemente, a la vez. El relato lo narran ambas, y las opiniones las dan ambas. Quizás se equivoque, quizás acierte, pero no puede separar en dos personas a su propia vida. Entonces al momento de escribir, en ella viven ambas Simones, y también experimenta ambas vidas; la vida de quien escribe, y la vida de lo que escribe.
Conclusiones
La memoria es terriblemente frágil. Acudimos a ella en busca de respuestas, no solo las respuestas intelectuales. Queremos, le exigimos, le suplicamos, que también responda por nuestras vidas.
Algunos valientes se han atrevido a desafiar sus memorias, y a hacerlas vivir en el presente. Se esfuerzan por atraer con el máximo de detalles sus infancias. De plasmarlas en un papel y hacerlas volar al mundo. El espacio que abre una autobiografía es esencialmente íntimo. Una persona, que ha vivido penas y alegrías, orgullos y vergüenza, abre su vida al mundo. Sus recuerdos secretos y sus pensamientos más ocultos nos son revelados por la propia mano de quien los vivió. No sabemos qué motivaciones tienen las personas para plasmar públicamente sus más preciados recuerdos. Ni mucho menos podemos pretender comprender la significación que tales palabras tienen. Los autores escriben, y al momento de escribir aquello ya no les pertenece más. Lo sacan de ellos y ellas mismas, lo liberan y se liberal. Y sus vivencias hechas literatura quedan flotando en un mar de palabras sueltas, de ficciones y de verdades.
Las autobiografías son diferentes entre sí, varían enormemente las formas de narrar, lo que se narra, lo que se dice o no se dice sobre lo que se narra. Las autobiografías son diferentes quizás porque así de diferentes han sido nuestras vidas: únicas e irrepetibles cada una.
Cómo atrevernos a criticar o tachar de falsa una autobiografía en la cual se entremete la ficción. Quiénes somos nosotros para permitirnos decretar cuál es la verdad de una vida que no nos pertenece y que no hemos vivido. Quiénes somos nosotros para permitirnos decretar cuál es la verdad de nuestras vidas, una vida que creemos que nos pertenece, que se modifica a cada instante, que es producto de nuestras imaginaciones y realidades. Que se crea y se destruye a cada segundo que vivimos.