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Revista Estudos Feministas

versão impressa ISSN 0104-026Xversão On-line ISSN 1806-9584

Rev. Estud. Fem. vol.25 no.2 Florianópolis maio/ago 2017

https://doi.org/10.1590/1806-9584.2017v25n2p435 

Artigos

”La cadena sexo-género-revolución”

Moira Pérez1  2 

1Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina

1Universidad Nacional de Lomas de Zamora, Buenos Aires, Argentina


Resumen:

A la hora de llevar adelante proyectos políticos, el uso de las distinciones homosexual/ heterosexual o trans*/cis como categorías exclusivas de análisis puede limitar la comprensión de la complejidad de pertenencias en las que cada sujeto se posiciona. En muchos casos, incluidas ciertas perspectivas queer, esta estrategia conlleva una simplificación que atribuye un carácter radical o subversivo al primer término del binomio, y uno normal o incluso represivo al segundo. En el primer caso, se constituye lo que denominamos aquí una “cadena homo-trans*-revolución”; en el otro, una “cadena hetero-cis-represión”. Mediante un pasaje generalización-reducción-invisibilización, ambas instancias obturan la comprensión tanto de las posturas conservadoras en el ámbito de lo homo/trans*, como de las subversivas o radicales en la esfera hetero/cis. Exponer ambas permite comprender que un proyecto político colectivo disidente fértil no podrá fundarse exclusivamente en la sexualidad o el género, sino que deberá construir puentes interseccionales sobre la base del posicionamiento y los objetivos políticos, sin caer en generalizaciones y manteniendo la flexibilidad que aportan los posicionamientos queer.

Palabras Clave: identidad de género; orientación sexual; política; disidencia; normalización

Abstract

When carrying out political projects, the use of homosexual/heterosexual or trans*/cis distinctions as exclusive categories of analysis may limit the understanding of the complexity of belongings in which each subject is positioned. In many cases, including some queer approaches, this strategy provides for a simplification, which attributes a radical or subversive nature to the first term of the pair and a normal or even repressive one to the second. The former case results in what is here called a "homo-trans*-revolution series”; the latter, in a "hetero-cis-repression series". In both instances, a passage from generalization to reduction to invisibilization obstructs any understanding either of the conservative positions existing in the realm of the homo/trans*, or of the subversive and radical ones in the sphere of the hetero/cis. Exposing both of them will allow us to understand that a dissident, fertile collective political project cannot be based solely on sexuality or gender: it must build intersectional bridges based on political approaches and objectives, without falling into generalizations and maintaining the flexibility we seek in queer approaches.

Keywords: gender identity; sexual orientation; politics; dissidence; normalization

La cadena sexo-género-revolución

La reflexión teórica acerca de las diversidades sexo-genéricas, y en particular una de sus vertientes más jóvenes, la teoría queer, han recorrido un largo camino en su tarea de detectar, denunciar y desmantelar importantes aspectos de las regulaciones que afectan a los cuerpos, las sexualidades y los géneros. Los modos en que cada una de estas categorías se relaciona con la otra, y los atributos esenciales que les son asignados culturalmente, han sido un blanco primordial de críticas por parte de dichas corrientes. Ya en una de las obras que suelen señalarse como hitos fundantes de la teoría queer, Gender Trouble (1990/1999), Judith Butler expuso los mecanismos por los cuales se establece una “relación causal” y una “unidad metafísica” entre sexo, género y deseo, concatenándolos así en “modelos secuenciales o causales de inteligibilidad”1 (Judith BUTLER, 1999, p.30) y dejando todas las configuraciones alternativas en el ámbito de lo ininteligible. En algunas ocasiones, estos desarrollos han llegado a ofrecer herramientas para el activismo político - ante todo, el que se concentra en las diferencias sexo-genéricas - y su lucha por vidas más vivibles. En este sentido, el aporte de la teoría queer, en estrecha relación con el activismo, no puede ser menospreciado.

Sin embargo, es fundamental mantener una alerta constante ante las generalizaciones de las que nos servimos (¿paradójicamente?) al pensar la diversidad. El uso de las llamadas “orientación sexual” e “identidad de género” como categorías exclusivas de análisis pueden limitar y perjudicar la comprensión de la complejidad de pertenencias identitarias en las que cada sujeto se posiciona. En particular, cuando esas dos categorías se utilizan para clasificar a las personas de acuerdo a la diferenciación homosexual/heterosexual o trans*/cis, es frecuente el soslayamiento de otras pertenencias, tales como la clase, la situación geopolítica o la religión. A su vez, esto puede llevar a caer en una simplificación que atribuye un carácter disidente, radical o subversivo al primer término del binomio, y uno normal o normalizador al segundo. El argentino Néstor Perlongher (2008a, p.32) se ha referido a este fenómeno en su artículo “El sexo de las locas” (1984), donde ensaya una explicación de su origen:

Cuando se cuestiona la normalidad, cabe cuestionar también la pretensión de clasificar a los sujetos según con quién se acuestan. Pero lo que confunde las cosas es que la normalidad alza los estandartes de la heterosexualidad, se presenta como sinónimo de heterosexualidad conyugalizada y monogámica. Eso abre las puertas para una tentación: reivindicar la homosexualidad 'revolucionaria' vs. la heterosexualidad 'reaccionaria'. Algunos hechos, empero, sabotean esas simplificaciones.

En plan de señalar las “normalidades” y establecer alianzas con las “disidencias”, muchas veces corremos el riesgo de identificar a la “norma” (y la normalidad) con la heterosexualidad - y, podríamos agregar aquí, aunque rara vez es mencionada, la cisexualidad -, y a la subversión, lo queer y el potencial radical con la homosexualidad y las identidades trans*. De esta manera, se configuran nuevos “modelos secuenciales” que, en lugar de establecer una cadena sexo-género-deseo, dan forma a una que liga sexo-género-revolución o, más específicamente, una cadena homo-trans*- revolución revestida de un valor positivo, y una hetero-cis-represión de cifra negativa.

El presente trabajo propone un análisis de los mecanismos que sustentan este tipo de enfoques, los presupuestos que los habilitan, y también algunas consecuencias teóricas y prácticas en que pueden derivar. Se estructurará el desarrollo en torno a aquellas dos cadenas, que funcionarán como otros tantos ejes del análisis. En primer lugar, se indagará en el funcionamiento de la concatenación homo-trans*- revolución y de los modos en que invisibiliza o niega lo que, siguiendo a Lisa Duggan, denominaremos la “homonormatividad”: la normalización y el conservadurismo político que pueden darse al interior del colectivo lgbt. Por otro lado, se analizará la cadena hetero-cis-represión que atribuye un carácter reaccionario a las personas hetero/cis, a la vez que obtura toda comprensión de lo “heteroqueer”, o los modos en que la heterosexualidad, la cisexualidad y el cisgénero pueden ser parte de una política radical y queer. Cada uno de esos gestos encuentra ejemplos en una infinidad de casos paradigmáticos - en los términos de Perlongher, “hechos” que “sabotean esas simplificaciones”. En esta ocasión, traeremos a la discusión uno que remite al establecimiento de la cadena homo-trans*-revolución, y su contrapartida en el ocultamiento de la “homonormatividad”, y otro que expresa la cadena hetero-cis-represión y niega las posibilidades de lo “heteroqueer”.

A partir de esta doble indagación, se hará patente que la tendencia a pensar las alianzas políticas en términos exclusivamente de diversidad sexo-genérica, sin atender a otras diferencias, presenta múltiples dificultades tanto por aquello que habilita como por lo que cancela o invisibiliza. Esto deja en evidencia la necesidad de recuperar el esfuerzo que se dedicara a poner en jaque los eslabones de aquella cadena sexo-género-deseo señalada ya desde los inicios de la teoría queer (y antes también), y aplicarlo para hacer temblar las cadenas que se reproducen (desde el mismo activismo, la teoría y numerosas prácticas del colectivo lgbt) al igualar homo, trans*, e incluso queer, con “radical” y hetero o cis con “normativo”.2

1. La cadena homo-trans*-revolución y el lugar de la “homonormatividad”

En “The New Homonormativity: The Sexual Politics of Neoliberalism” (2002), Lisa Duggan propone el término “homonormativity” (“homonormatividad”) para describir “una política que no cuestiona los presupuestos e instituciones heteronormativos dominantes, sino que los afirma y sostiene a la vez que promete la posibilidad de una configuración gay desmovilizada y una cultura gay privatizada y despolitizada, ancladas en la domesticidad y el consumo” (Lisa DUGGAN, 2002, p.179).3 Si bien la autora reconoce que la “normatividad” propia de lo homo nunca llegará a ocupar un lugar equivalente a la “heteronormatividad” descripta por Michael Warner (en quien ella se inspira para proponer el término), de todos modos denuncia un fuerte avance del conservadurismo político y económico en las últimas décadas, particularmente en manos de cisvarones homosexuales blancos y republicanos en los Estados Unidos.

En esta sección, quisiera indagar en los modos en que este tipo de “homonormatividades” son invisibilizadas (o incluso negadas) cuando se aplica la cadena homo-trans*-revolución. A fin de adentrarnos en los mecanismos de este giro, tomaremos el caso de un debate que tuvo lugar en la Argentina hacia mediados del año 2012 a raíz de una imagen difundida en las redes sociales, que causó algo de polémica particularmente en el ámbito del activismo lgbt. Florencia de la V, conductora televisiva, actriz y figura mediática transexual, protagonizaba la tapa de la revista semanal Caras, mostrándose en el bautismo de sus bebés en una iglesia católica mientras el titular afirmaba “Quiero que mis hijos crezcan en la fe” (Revista Caras Argentina, 28 de agosto de 2012).

Esta imagen y las declaraciones de la conductora dividieron aguas y se encontraron, por un lado, con acusaciones de traición a la causa lgbt y cuestionamientos a sus decisiones personales -y políticas, por supuesto. ¿Cómo podía ser que una persona transexual elija sumarse a una institución históricamente opresiva y discriminatoria hacia las minorías sexo-genéricas? ¿Qué explicación podía dar esta mujer de su comportamiento tan ajeno -y por momentos contrapuesto- al discurso del activismo lgbt? ¿No debería hacer uso de su visibilidad como figura mediática para atraer la atención a los problemas del colectivo? Estos y otros planteos no tardaron en hacerse oír, junto con acusaciones de lisa y llana estupidez y banalidad. Por otro lado, una postura menos corrosiva hacia la estrella, pero contundente frente a sus críticas/os (en su mayoría gays y lesbianas cisexuales), dio el presente en una serie de afirmaciones que cuestionaban la permanente necesidad de inspeccionar y juzgar cada acción de una persona trans*, incluso aquellas que en alguien cis no reciben mayor comentario. ¿Por qué ella tenía la obligación de pronunciarse políticamente? ¿Por qué debía tomar la bandera de los derechos de las personas trans* - o incluso de gays, lesbianas y bisexuales cis? ¿Qué hay de todas las personas cis - tanto homo como hetero - a las que no se cuestiona por tomar un camino de vida similar? A fin de cuentas, se trataba de un llamamiento a permitir, de una vez por todas, que personas tales como Florencia de la V pudieran construir sus propios proyectos de vida, sin tener que rendir cuentas por todas sus acciones y sin tener que demostrar una militancia que no se tiene ni se quiere tener (Lohana BERKINS, 2012).

No es la primera vez que surge una discusión en esta línea. Incluso en términos históricos, una y otra vez activistas y teóricas/os se han preguntado “qué nos pasó”, cuál fue el desvío que habría tomado el colectivo lgbt desde un supuesto pasado revolucionario en el que habría sido una firme columna de la lucha por los derechos civiles y políticos, hasta el día en que su mayor sueño sería bautizar a nuestras/os hijas/os en una iglesia del centro de la ciudad. Hay, por ejemplo, quienes han observado (PERLONGHER, 2008, p. 88; BUTLER, 2004, p. 115) que esta “normalización” puede ser en gran parte explicada por la llamada “crisis del sida”, en la que muchas personas homosexuales tendieron a combatir el estigma de la promiscuidad demostrando que una persona no heterosexual también podía ser “normal”, “ciudadanas/os serias/os” que aspiran a la familia monogámica y nuclear, el auto y el perro.

En Homografías (1999), Ricardo Llamas y Francisco Javier Vidarte entienden este fenómeno como una cuestión de adaptación al medio, una especie de “darwinismo rosa”: hablan de una

estrategia ecologista de selección natural que sólo está dispuesta a conceder derechos a los individuos que mejor se adapten a su entorno: y este entorno es la homofobia. Adáptate a nuestra homofobia, despréndete de los caracteres adquiridos y/o heredados que no te convienen y te concederemos los derechos que te correspondan (1999, p.13).

Es así como quienes no se adaptan al medio (los autores hablan en particular de “homosexuales plumíferos, ostentosos, petardos, promiscuos, que se besan en público” (p.13)) son vistos como un lastre, un obstáculo para la integración social. En un giro bastante perverso, la corrección política que en teoría surgió para beneficio de los grupos marginados, ahora es usada para reprimir a esos mismos grupos en sus facetas menos “adaptadas” (p. 14.).

Entender el panorama contemporáneo como un escenario de despolitización (reprochable, de acuerdo a aquellas críticas a la estrella televisiva) del colectivo lgbt puede provenir también de la aseveración de las relaciones entre dicho colectivo y el mercado. Resulta fundamental tener en cuenta que una sexualidad o un género no hegemónicos no implican una inmunización contra fenómenos contemporáneos tales como el mercado capitalista de consumo. Éste ha descubierto un nicho en ciertos sectores del colectivo gay-lésbico (fundamentalmente el primero), y nada parecería indicar que lo dejará ir sin pelea. Se trata del fenómeno denominado pink dollar o “dólar rosa”, esto es, el interés por captar a algunos segmentos del colectivo lgbt (aunque en realidad se trate de una fracción considerablemente reducida de él) en las más altas esferas del circuito global de consumo. Esta tendencia, junto con el pink washing (“lavado de cara rosa”)4 y otros tantos pinks, puede llevarnos a reflexionar acerca de todo lo que se puede hacer con el “rosa” - incluyendo iniciativas con las que podemos comulgar, y otras con las que no. La pregunta sigue siendo qué nos lleva a pensar que una experiencia - en este caso, la de no ser heterocisexual - desencadena o determina las otras - tales como una postura política o un modo de vivir nuestro posicionamiento socioeconómico. En el contexto mundial actual, quizás no sea evidente que somos más habitantes de nuestra clasificación sexo-genérica que de un mercado de consumo que nos interpela directamente y en todo momento.

Tal vez haya algo de cierto en todo esto: que la crisis del sida, sumada a una década de tinte conservador en diversos aspectos en el Norte Global, empujó a parte del colectivo a buscar un “lavado de cara”, y que en las últimas décadas la lucha por los derechos humanos (y no sólo en relación con los derechos sexuales y de género) ha tomado visos más higienistas de lo que muchas/os de nosotras/os quisiéramos confesar. También es cierto que el mercado nos interpela, nos presiona - en algunos casos, hasta podría decirse que nos interpela más fuertemente el mercado que el sexo. Sin embargo, si nos preguntamos por qué aquella cadena homo-trans*-revolución no se da en todos los casos (o al menos no como algunas/os quisieran), hay un punto que resulta fundamental, y que por momentos se olvida: que simplemente somos personas diferentes, y queremos cosas distintas. Y el hecho de que compartamos un casillero de “orientación sexual” o de “identidad de género” no hace que eso sea menos cierto.

Porque tal vez el problema esté en la pregunta misma, en ese “¿qué nos pasó (que nos hicimos normales)?”. Quizás deberíamos más bien plantear si existe sólo una manera posible (“anormal”, radical, politizada) de ser homosexual, bisexual o trans*. El germen de esta duda choca con aquellos discursos que identifican la diferencia respecto del género y la sexualidad normativas con otros tipos de diferencia, o incluso con una activa disidencia o un posicionamiento político antihegemónico. Los primeros pasos de la teoría queer, principalmente en lo que respecta a la propuesta de Butler, estuvieron signados por razonamientos que parecían ver, por ejemplo, las prácticas drag como inherentemente subversivas, mientras que las personas transexuales que no enarbolaban el discurso de la disrupción sexo-genérica eran explícitamente repudiadas.5 Más de veinte años después, deberíamos estar en condiciones de aprender de aquellos errores, indagar en otras direcciones y reconocer que una determinada pertenencia de género o sexual no conlleva necesariamente una disidencia política o una búsqueda de modelos alternativos de vida.

La práctica de englobar bajo una misma bandera a cada uno de estos colectivos, que tienen necesidades, agendas y oportunidades profundamente distintas, ya es en sí misma problemática, y trae aparejadas jerarquías peligrosas. La canadiense Viviane Namaste se ha ocupado de señalar que en el caso de las personas trans*, en particular los y las transexuales (como es el caso de Florencia de la V), se trata de un recurso sumamente habitual en el activismo y la teoría queer, basado en presupuestos por demás cuestionables. Por un lado, la iniciativa de presentar conjuntamente a estos sujetos bajo el paraguas de “lgbt” suele nacer de los colectivos lésbicos, gays y/o feministas, y responde a las voces y necesidades de éstos. La voz de las personas trans*, por el contrario, rara vez es escuchada, excepto en algunos casos específicos en los que el individuo habla no en tanto trans*, sino en tanto gay, lesbiana o bisexual. Esto implica, de acuerdo con la autora, que “las personas transexuales que no dan sentido a sus vidas de acuerdo al discurso gay-lésbico” no pueden expresarse en sus propios términos y por lo tanto “no tienen voz” ni en el activismo, ni en la teoría, ni en las instituciones (NAMASTE 2005, p. 4). Por otro lado, y tal como mencionamos más arriba respecto de Butler, este tipo de discursos dan por supuesto que las personas trans* “ven sus propios cuerpos, identidades y vidas como parte de un proceso más amplio de cambio social, particularmente de disrupción del binario sexo-genérico”, mientras que en realidad muchas de ellas se ven simplemente como “mujeres” o “varones”, no como “radicales del género” o “revolucionarios/as del género” (NAMASTE, 2005, p.6). En la raíz de este razonamiento está la consideración (habitualmente presentada por aquellas/os mismas/os teóricas/os gays, lesbianas o feministas) del sistema binario de sexo-género como una institución opresiva que debe ser combatida, y de las personas transgénero como aquellas que han logrado desafiar con éxito dicho sistema. Nuevamente, gran parte de las personas trans* (principalmente las/os transexuales) quedan ocultas tras una agenda que les es ajena, y que tiene poco que ver con sus necesidades y deseos cotidianos.

En los cimientos de este tipo de planteos actúa - siempre de acuerdo a Namaste - un desplazamiento sutil pero grave, que comienza considerando que las personas trans* están en la vanguardia del cuestionamiento al sistema sexo-género, y llega a requerir esa característica como una constancia de “utilidad política” de la subjetividad trans*. ¿Cuál es el problema con esto? En sus palabras: “Creo que lxs académicxs y lxs activistas sentamos un antecedente muy peligroso si sostenemos que las identidades de las personas son aceptables si y sólo si pueden probar que son útiles políticamente. Además, ¿a quién le toca decidir qué es 'políticamente útil'?” (NAMASTE, 2005, p.8) Por otra parte, y en coincidencia con lo señalado con Berkins más arriba, esto sigue reforzando una dinámica en la cual las personas trans* tienen que dar pruebas de su valor, en lugar de ser valoradas o respetadas pura y simplemente por lo que son: “si aceptamos a la transexualidad en sí misma, entonces no necesitaremos poner como condición una agenda política particular” (NAMASTE, 2005, p.9). El hecho de que estos llamamientos a la insurgencia nazcan de sujetos que no forman parte del colectivo transexual, y cuya agenda no atiende a las necesidades de aquél, es particularmente alarmante, y añade problemas a la ya de por sí cuestionable cadena homo-trans*-revolución.

2. La cadena hetero-cis-represión y el lugar de lo “heteroqueer”

Como contrapartida a la atribución (y obligación) de disidencia política a la diferencia sexo-genérica, se configura un discurso que encadena hetero-cis-represión, esto es, que atribuye a las personas y colectivos heterocisexuales una falta de involucramiento político (ocultando así sus expresiones “heteroqueer”) o, en algunos casos, un carácter activamente reaccionario, represivo o destructivo. Sobre este punto, puede traerse a la reflexión un eslogan que en los últimos años se multiplicó en muros y pancartas en la Argentina: “La heterosexualidad mata”.6 Se trata de una frase a la que acuden con frecuencia sectores del activismo gay-lésbico y el lesbofeminismo, por ejemplo al manifestarse en protesta por crímenes homofóbicos y transfóbicos, o por homicidios relacionados con violencia de varones (cis) hacia mujeres (cis), descriptos bajo la figura del femicidio. Este eslogan, y su repetición tan enfática, condensan de manera paradigmática una serie de contenidos teóricos y políticos sobre los que es necesario -y urgente- detenerse. Así como en el caso anterior se tendía a identificar a las sexualidades y géneros no normativos con una postura política subversiva, en este caso se hace la operación inversa, identificando la heterosexualidad y el cisgénero con la defensa de la norma sexo-genérica, la hegemonía corporal, y las consecuencias represivas -incluso mortales- que éstas ejercen sobre las personas. La raíz y causa de los crímenes de odio o los femicidios no se atribuye al cisgénero, incluso en los casos en que se trata de muertes de personas trans*. Pero tampoco se culpa a la transfobia, ni al heterosexismo, ni a la heterosexualidad compulsiva, sino a la heterosexualidad misma - esto es, la posibilidad de sostener deseos y vínculos sexoafectivos entre personas de géneros “opuestos” (lo cual supone, desde ya, que éstos son dos y distintos - suposición contenida en los mismos conceptos de heterosexual y homosexual, en los cuales rara vez es cuestionada).

Es indudable que en nuestra cultura la heterosexualidad y el cisgénero, si las pensamos en sí mismas y aisladas de cualquier otro eje identitario, ocupan lugares hegemónicos. En muchos ámbitos las personas homosexuales o bisexuales encuentran mayores obstáculos que una persona en igualdad de condiciones pero heterosexual, para su desarrollo personal o profesional, e incluso para su supervivencia. En el caso de las personas trans*, esta diferencia se agrava, llegando incluso a darse en los ámbitos del activismo gay-lésbico, y en una arrolladora cantidad de sujetos implica la muerte o una expectativa de vida y de desarrollo desgarradoramente baja. Sin embargo, lejos de cerrar el tema, estas aseveraciones más bien lo abren. Porque si el “problema” de la persona homosexual no es su homosexualidad (por más que alguna clínica de “rehabilitación” intente afirmar lo contrario), sino el modo en que nuestra sociedad se relaciona con las sexualidades no normativas, ¿entonces cómo podemos decir que el problema del heterosexual es su heterosexualidad? (¿Y cómo podemos decir que es también el problema que está en la raíz del homicidio de una persona trans*?). Por el contrario, este tipo de planteos nos impulsará a considerar qué otros ejes atraviesan a cada sujeto, ya que quien es privilegiada/o en el eje de la sexualidad y el género, puede no serlo en otros. Por otro lado, también deberemos observar qué es lo que esa persona - heterosexual, cisexual, heterocisexual - hace con dicho privilegio y cómo lo usa, ya que el privilegio bien puede ser una herramienta de lucha. En esos casos, la cadena que comienza con hetero-cis bien puede terminar con la disidencia, la insurgencia o la solidaridad.

Bajo riesgo de caer en lo evidente, tal vez no esté de más señalar que la heterosexualidad de una persona heterosexual no es razón suficiente ni necesaria para que cometa un crimen contra una persona homosexual, ya que siguiendo esa línea argumentativa los índices de crímenes de odio serían mucho más altos de los que efectivamente arrojan las estadísticas. Si lo que “mata” no es la heterosexualidad, entonces tal vez sea, entre otras cosas, el rigor de la norma heterosexista y sus prejuicios. Pero entonces cabe preguntarse, ¿el prejuicio de que (toda) “la heterosexualidad mata”, qué mata? Algo que ciertamente “mata”, o soslaya, son todas las otras experiencias que constituyen la identidad, todas las maneras distintas de ser heterosexual o cisexual -algunas que alimentan la violencia heterocisexista, y otras que la combaten. Ese soslayamiento refuerza la cadena que conecta de manera necesaria género-política o género-ética, resultando por un lado en el hilo hetero-cis-represión, y por el otro en el ocultamiento de lo “heteroqueer”, ya que todo aquello que es “heterosexualidad” parecería quedar englobado bajo la insignia de la violencia y la represión.7

Entre los desarrollos de la teoría queer, ocupa un lugar preponderante el ejercicio de entender a la identidad no como fija, sino como la ubicación en una red de múltiples experiencias, características y materialidades; esta ubicación es temporal y contingente, no sólo de un individuo a otro, sino dentro de un mismo individuo, dado que las identidades son, a fin de cuentas, relacionales. Y sin embargo, al repetir gestos como el de encadenar heterosexualidad con violencia homofóbica o transfóbica, lo que hacemos es suponer que un determinado posicionamiento sexo-genérico lleva a una ubicación política (en este caso, a diferencia del anterior, en una cifra negativa). Y esto se asemeja peligrosamente a aquel esencialismo - contra el que se ha luchado tanto desde el activismo y la teoría de género y queer - según el cual con cierto sexo, género o deseo vienen determinadas características inherentes tanto dentro como fuera de la esfera sexo-genérica del sujeto. Por el contrario, es fundamental comprender que indagar en las motivaciones y las actitudes de un sujeto implica mucho más que conocer su modo de vivir la sexualidad, el sexo o el género: implica, ante todo, establecer un enfoque interseccional que dé cuenta de la compleja red de pertenencias, identidades y vínculos que atraviesan - aunque difícilmente podamos decir que “explican” - a un ser humano y sus acciones.

Vemos así cómo se expresa la concatenación sexo-género-revolución en el caso de aquellos sujetos que quedan del lado negativo de la ecuación: dar por supuesto un posicionamiento político determinado a partir de una identidad sexo-genérica hetero y/o cis puede significar transformar a las personas en tediosos ejemplos de normalidad, en el mejor de los casos, o en violentas/os fundamentalistas del heterocisexismo, en el peor. Pero no se trata sólo de lo que se atribuye subrepticiamente (conservadurismo, represión, violencia), sino también de lo que se invisibiliza. Porque incluso restringiéndonos al ámbito del aparato sexo-género, y dejando de lado el resto de las pertenencias identitarias que pueden afectar a un sujeto, ¿qué hay de todas aquellas pequeñas batallas contra las normas sexo-genéricas que libran día tras día un sinnúmero de personas que se identifican como heterosexuales y/o cisexuales? ¿Acaso existe una única forma de ser hetero o cis? Ya tempranamente Gayle Rubin dio cuenta de algunas de esas variaciones a través de su “círculo mágico” de sexualidades admitidas o censuradas socialmente (1999, p. 153), que exceden en mucho a la orientación sexual y la identidad de género: la edad de las personas que forman parte del vínculo, el lugar en el que se relacionan, si hay o no dinero involucrado, si incluye o no un acuerdo bdsm (de sadomasoquismo, dominación y sumisión, etcétera), entre muchos otros. En suma, todo ello instala el interrogante: ¿no debería ser “hetero” nada más que la descripción de una serie de deseos sexuales o amorosos -y ni siquiera todos ellos -? ¿No debería ser “trans*”, como señalaba Namaste, tan sólo la descripción de un cierto modo de relacionarse con el sexo y/o el género asignados al nacer?

3. La cadena generalización-reducción-invisibilización

Tanto en el caso en que se identifican hetero y cis con lo normativo (incluso represivo) como en el que se aúnan homo y trans* con lo subversivo, la raíz del problema parecería estar en la reducción de la identidad a un solo eje - en este caso, el pensar que los términos de la orientación sexual o la identidad de género son determinantes de nuestra manera de ser. Esto es problemático por muchos motivos. Ante todo, se está cometiendo el mismo error que tanto el activismo como la teoría lgbt y queer no se cansan de señalar: atribuir una característica a un colectivo (partiendo de alguna práctica existente o no) por el solo hecho de tener un determinado sexo o género. ¿Cuál es la diferencia desde el punto de vista lógico, si no, entre decir que todos los gays son promiscuos (entendido, en boca de quien lo dice, como insulto) y decir que todos los gays son revolucionarios? ¿Entre decir que ser trans* es estar enferma/o, y decir que ser trans* es ser la vanguardia del cambio social?

Por otro lado, esta tendencia parecería conllevar una cierta presión para que los sujetos opten por una de estas ubicaciones identitarias, que definiría a modo de cascada a las demás. Entonces nos veremos en la obligación de elegir: si una persona se presenta como mujer, entonces automáticamente se derivaría que lucha por los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. Pero si se presenta como blanca descendiente de europeas/os, entonces su entorno la recibirá como una colonialista incurable. Y si se presenta como pansexual, vaya uno a saber qué pensarán - porque el de la pansexualidad es otro debate pendiente, aunque excede en mucho el alcance de este trabajo. ¿Cuál elegir? ¿Por qué elegir una sola? ¿Por qué elegir? Probablemente seamos esas y muchas otras cosas - ¿pero lo somos esencialmente, necesariamente, por ser mujer, por ser blanca, por ser pansexual? ¿O más bien seríamos la combinación un poco azarosa de todos esos impulsos, en un equilibrio que cambia día a día?

Estas prácticas de encadenamiento parten de una generalización, pasan a restringir el horizonte de posibilidades de los sujetos y colectivos a los que se refieren, y resultan en la invisibilización de aquello que queda por fuera de dichas posibilidades - ante todo, los aspectos hegemónicos de lo homo y lo trans* y los queer de lo hetero y lo cis. ¿Qué mecanismos estuvieron en juego en la constitución de esta cadena, y cuáles siguen vigentes para su reproducción? En un apartado anterior mencionamos que hay quienes se han ocupado de indagar en una especie de “qué nos pasó”, considerando que el problema es la despolitización de un movimiento que en sus orígenes habría sido activamente contrahegemónico. Allí se criticaba principalmente el impulso de demostrar la propia “normalidad” ante los ataques de las líneas más conservadoras; paradójicamente, ahora nos encontramos con un conservadurismo que insiste en mantener generalizaciones restrictivas tanto para quienes deja por fuera del círculo homo/trans* como para quienes acceden a él. Resta por comprender, entonces, qué resultados concretos y políticos tienen hoy en día esas “cadenas”.

Tal vez estas concatenaciones hayan servido como estrategia de cohesión, principalmente en los inicios de la organización política del colectivo gay-lésbico, a fin de construir como un todo unificado y antagónico a “los heterosexuales”, retratarlos como “enemigos”, y configurar a cada “bando” como un casillero compacto y discreto (el manifiesto “Queers read this” de Queer Nation (1990) es un buen ejemplo en este sentido). Es plausible pensar que sirvieron para aunar filas a la hora de llevar adelante una serie de reivindicaciones políticas - aunque tal vez no. Más allá de esa discusión, y más allá de lo que queda en el pasado, resulta fundamental plantear qué sentido tiene hoy establecer alianzas para fines políticos sobre la base de pertenencias sexo-genéricas. ¿Acaso el aparato conceptual con el que se ha logrado poner en jaque el carácter necesario y esencial del vínculo entre sexo y género no debería servirnos también para cuestionar el vínculo entre sexo y política o género y política? Si de alianzas políticas se trata, ¿no sería más conveniente que se establezcan sobre la base de pertenencias políticas, en lugar de hacerlo sobre una sexualidad o un género determinados? Es posible que ese viraje nos permita abrir el espectro de posibilidades para todas las personas con quienes existan afinidades políticas (incluidas las personas “heterosexuales” que “no matan”), afinidades que pueden incluso ser mayores que las que nos ligan a quienes comparten nuestros posicionamientos sexo-genéricos.

Este trabajo implica mantener una mirada crítica respecto de nuestros propios deslices esencialistas y las cadenas a las que nutren, ya sea a la hora de establecer alianzas (pactadas con una aparente “disidencia” homo-trans*, que poco tiene que ver con ese mundo administrado por el “dólar rosa”) o rivalidades (encarnadas aquí en la heterosexualidad que “mata” - donde además de generalizar, se omite el papel del cisexismo y la transfobia), e incluso de establecer estas dos categorías como casilleros estancos. Este ejercicio puede ser de utilidad para establecer mayor coherencia entre nuestro recorrido político, nuestros objetivos a futuro, y los abordajes teóricos que adoptamos para interpretar las redes de pertenencias identitarias que nos rodean.

4. Disidencia desde lo queer y/o más allá

Cuando Perlongher se refería al fenómeno de “la desaparición de la homosexualidad”, no lo entendía como la extinción de una serie de prácticas sexuales, ni como el regreso a la clandestinidad en la que éstas se encontraban antes en muchas sociedades, y aún hoy en importantes regiones del globo. Más bien aludía a la desaparición casi imperceptible del “ruido” que estas prácticas hacían debido a su carácter radical. De esta manera, con lo que hemos identificado como “homonormatividad”, es decir la normalización y despolitización de la homosexualidad -que es el caso que interesa a Perlongher -, se cumpliría lo que anticipara Michel Foucault (2002): el dispositivo de sexualidad, vaciado de sentido, se esfuma tranquilamente. La homosexualidad se vuelve algo normal, irrelevante, apolítico: “Al tornarla completamente visible, la ofensiva de normalización ha conseguido retirar de la homosexualidad todo misterio, banalizarla por completo” (PERLONGHER, 2008b, p. 88). Es importante notar que el planteo de ambos autores parecería suponer que en algún momento existió un carácter radical propio de la homosexualidad, debido a su desviación respecto de los comportamientos esperados por la sociedad en la que se inserta. La visibilización de las prácticas homosexuales les habrían quitado su contenido subversivo, integrándolas en una sociedad que se ahorra así un foco potencialmente peligroso. Sin entrar en el debate histórico de estos procesos, es interesante ver cómo el planteo de los autores nos señala que una pertenencia identitaria puede funcionar de manera colectiva pero apolítica, y que la homosexualidad en particular hoy no representa en sí misma o necesariamente un foco de radicalidad política, ni un posicionamiento que “haga ruido” o esté interesado en hacerlo. La pregunta que queda por resolver en este punto, entonces, es cómo podemos “volver a hacer ruido”.

Cualquier respuesta deberá tener en cuenta, ante todo, que no toda persona homosexual o trans* tiene el deseo, el impulso, la necesidad, o la obligación de “hacer ruido”. El debate acerca de Florencia de la V (que, como vimos, fue fuertemente criticada por ser una mujer trans* que lleva adelante una vida en sintonía con lo que se espera de una figura mediática pública) mostró cómo, por un lado, se presupone o espera que una persona trans* viva su identidad de género como un posicionamiento político o una forma de disidencia, y por otro lado -y como consecuencia de lo anterior - se la juzga negativamente cuando no lo hace (o al menos, no como quien la juzga esperaría que lo haga). Si la construcción política es contingente respecto del género y la sexualidad, o no está ligada esencialmente a ciertos géneros o sexualidades, entonces cada persona puede decidir qué posturas políticas tomará, y el diálogo (incluyendo eventualmente un juicio negativo) se establecerá con esa persona real, en lugar de con un ideal de lo que debería ser una persona homosexual y/o trans*.

Considerando que la sexualidad o el género no son razones suficientes ni necesarias para construir colectivamente un proyecto político disidente, entonces deberemos encontrar otros modos de establecer alianzas, modos que no se basen en aquellas cadenas generalización-reducción-invisibilización que aparecen una y otra vez en eslóganes tales como “la heterosexualidad mata”, o en la tendencia a englobar la agenda trans* en la gay y la lésbica como si no existieran necesidades, activismos y potencialidades específicos de cada una. ¿Cuál es el sentido de tomar a la identidad o las prácticas sexo-genéricas como único factor relevante a la hora de emprender un proyecto político? Tal vez debamos considerar, más bien, si las personas con las que interactuamos tienen interés en formar parte de un proyecto de disidencia o subversión política de las características y finalidades con las que nos proponemos trabajar. De lo que se trata aquí es de tender puentes interseccionales, que puedan incluir otros sujetos (posicionadas/os desde las identidades o prácticas homo-trans* o desde cualquier otra), que quieran “hacer ruido” también, más allá de su identidad o sus prácticas sexo-genéricas. Tal como señalara Namaste, para lograr avances efectivos y concretos en la vida de las personas, más que pensar en los derechos específicos de, por ejemplo, las personas trans*, es fundamental enfocarse en “cómo estos problemas se vinculan con los de otras poblaciones marginadas, o con el funcionamiento del Estado en general” (2005, p.10). Este acercamiento hará salir a la luz la inutilidad de preguntarse por la identidad de género u orientación sexual de las personas, y la necesidad de indagar más bien en sus necesidades, sus intenciones y su proyecto político: ¿quieren “hacer ruido” o no? ¿De qué manera, con qué medios? ¿Con qué objetivos? ¿Para quiénes?

Desde su inicio como movimiento, la perspectiva queer quiso ofrecer una opción para posicionarse en un lugar de “ruido”. Parte del potencial de esta etiqueta reside justamente en la ambigüedad que transmite, expresada ya en el hecho de ofrecerse como sustantivo, verbo y adjetivo, y de no hacer alusión a una identidad estática, sino a un posicionamiento fluido y relacional. Tal como reconstruye Alfonso Ceballos Muñoz, “Queer como adjetivo significa que no existe una respuesta inmediata o sencilla a la pregunta '¿Tú qué eres?'; que no hay un término simple o un lugar definido con el que o en el que se sitúen subjetividades, comportamientos, deseos, habilidades y ambiciones complejas” (2007, p.167). “Queer”, entonces, estará lejos de la cadena de reducciones e identificaciones de lo sexo-genérico con la radicalidad política - o deberá estarlo si quiere conservar su propio potencial radical.

Las críticas a las posturas queer son numerosas, y en gran parte apuntan precisamente a su normalización y su acaparamiento por parte de un mercado hambriento por convertir transgresión en “tendencia”. Así lo hizo ante todo Teresa de Lauretis, quien rápidamente se desvincula de la denominación que ella misma acuñara, por considerar que “desde que lo propuse como una hipótesis de trabajo para los estudios gay lésbicos (…) se transformó muy rápidamente en una criatura conceptualmente vacua de la industria editorial” (1994, p. 297). Esto nos deja ante dos alternativas: seguir adelante con la idea de una política queer, o descartarla de plano y emprender la búsqueda de otros horizontes. Si decidimos mantener y defender esta bandera, no deberemos caer en los mismos problemas que ella vino a combatir - lo cual implica, entre otras cosas, no presuponer que un posicionamiento homosexual o trans* es necesaria y esencialmente algo radical o subversivo. Ni siquiera estamos en condiciones de afirmar que algo queer es necesariamente disidente: la categoría de queer en sí misma no es nada necesaria y esencialmente, sino que será lo que queramos y podamos hacer con ella. Mantener una vigilia atenta a esta flexibilidad del término deberá constituir uno de los ejes de nuestra tarea política, y la interseccionalidad será sin dudas una herramienta fundamental para lograrlo. Si, por el contrario, llegamos a la conclusión de que “queer” como categoría teórico-política ya no tiene salvación en un proyecto radical, entonces nuestra primera tarea será colocarnos en otros lugares igualmente elásticos e inasibles. Nunca lo serán del todo, porque nuestra actividad, como nuestros saberes, están situados. Pero por algo se empieza.

Referencias

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1 Esta traducción y todas las que siguen son propias.

2Ver por ejemplo “Hagamos la revolución, ¡conviértete en lesbiana!” en https://lamula.pe/2013/10/13/hagamos-la-revolucion-conviertete-en-lesbiana/feministas/, o las declaraciones de la francesa Virginie Despentes acerca de que “Convertirse en lesbiana sería un buen comienzo [para la revolución]”, en http://elpais.com/diario/2007/01/13/babelia/1168648752_850215.html.

3Es importante señalar que, si bien existe un cierto consenso en atribuir a Duggan la noción de “homonormatividad”, el mismo término se utilizaba con anterioridad en el ámbito del activismo trans* para designar “las maneras en que la homosexualidad, en tanto categoría de orientación sexual basada en las construcciones del género que compartía con la cultura dominante, algunas veces tenía más en común con el mundo hetero de lo que tenía en común con [las personas trans*]” (Susan STRYKER, 2008, 146).

4Ver Dean SPADE, 2013 y Jane BENNETT, 2013.

5Al respecto, ver la crítica en Viviane NAMASTE, 2005, p. 19.

6Es el caso, por ejemplo, de la campaña realizada por la muerte de “la Pepa” Gaitán, perpetrada por el padre de su novia en la ciudad argentina de Córdoba en 2011. Se trata de un caso particularmente complejo, ya que tras su muerte su sexo/género ha sido referido en algunas ocasiones como femenino cis – en cuyo caso el asesinato sería fruto de la lesbofobia –, y en otros como transmasculino, que convertiría al asesinato (y a su tratamiento como mujer lesbiana por parte del activismo lesbofeminista) en episodios de transfobia. Pueden encontrarse ejemplos de este ejercicio de concatenación en: “La Heterosexualidad mata! Viva la Pepa!!!”, nota en el sitio web de Malas como Las Arañas, agrupación platense compuesta por lesbianas cisexuales feministas: http://malascomolasa.blogspot.com.ar/2011/08/la-heterosexualidad-mata-viva-la-pepa.html; “La heterosexualidad nos mata” (http://djovenes.org/archivo/?p=9362), o “A propósito del 25 de noviembre” (Día Internacional de la No Violencia contra las Mujeres) en http://desacatofeminista.com/2012/11/27/a-proposito-del-25-de-noviembre/.

7Tal vez no sea azaroso el hecho de que el señalamiento de lo negativo se deposite en la heterosexualidad, sin mención alguna a la cisexualidad o al cisgénero, ya que este tipo de planteos suelen ser elaborados por personas homosexuales cis, tal como puede verse en los ejemplos enumerados en la nota supra. Las dinámicas de deslizamientos entre lo homo (o lo queer) y lo trans*, y sus retóricas poco transparentes, ameritan un análisis mucho más complejo de lo que podemos proveer aquí; al respecto, ver por ejemplo NAMASTE, 2005 o Blas RADI, 2015.

8Judith BUTLER, 1999, p. 30.

9BUTLER, 1999, p. 32.

10Néstor PERLONGHER 2008a, p. 32. This an all translations from Spanish are mine.

11For some examples in the Argentine context, see “Hagamos la revolución, ¡conviértete en lesbiana!” (“Let’s make revolution, become a lesbian!”) in https://lamula.pe/2013/10/13/hagamos-la-revolucion-conviertete-en-lesbiana/feministas/, or Virginie Despente’s idea that “becoming a lesbian would be a good start [for revolution]”, in http://elpais.com/diario/2007/01/13/babelia/1168648752_850215.html.

12DUGGAN, Lisa, 2002, 179. It is important to note that, though there is a certain consensus in attributing to Duggan the notion of “homonormativity”, the same term had already been used within trans* activism to designate “the ways that homosexuality, as a sexual orientation category based on constructions of gender it shared with the dominant culture, sometimes had more in common with the straight world than it did with us [trans* people]” (STRYKER, Susan, 2008, 146).

13Caras Argentina magazine, August 28th 2012.

14Lohana BERKINS, 2012.

15PERLONGHER, 2008, p. 88; BUTLER, 2004, p. 115.

16Ricardo LLAMAS and Francisco Javier VIDARTE, 1999, p. 13.

17LLAMAS and VIDARTE, 1999, p. 13.

18LLAMAS and VIDARTE, 1999, p. 14.

19In this respect, see the criticism in Viviane NAMASTE, 2005, p. 19. This is not to say, of course, that such stances are not to be found in current Queer Theory as well.

20NAMASTE 2005, p. 4.

21Ibid., p. 6.

22Ibid., p. 8.

23Ibid., p. 9.

24I am aware of the turn from a “homo-trans*” realm in the previous section to a “hetero” (not “hetero-cis”) realm in this one, as I will refer to “heteroqueerness” and not “hetero-cis queerness”. This is because the allegations I will be analyzing in what follows are almost exclusively directed against cis heterosexuals, as they attribute all negative features to heterosexuality, without mentioning cissexuality or cisgender. This might not be by mere chance, as such evaluations are usually presented by cis homosexuals, as we will see in the following note. The practices of displacement from homo (or queer) to trans*, and their tricky rhetoric, call for a much deeper analysis than what can be offered here; for thorough analysis of , see NAMASTE 2005 and Blas RADI, 2015.

25This is the case, for example, in the campaign organized after the death of “la Pepa” Gaitán, who was murdered by their girlfirend’s father in the Argentine city of Córdoba in 2011. This is a particularly complex case, because after this event their sex and gender has alternatively been described as cis female -in which case their murder is understood as a hate crime against a lesbian- or as trans male, which would turn the crime (and lesbian feminist approaches to it as the murder of a woman) as a case of transphobia. Some examples of this sequencing exercise can be found in: “Heterosexuality kills! Long live La Pepa!!!”, published in the website of Malas Como Las Arañas, a collective from La Plata, Argentina, formed by cis lesbian feminists (http://malascomolasa.blogspot.com.ar/2011/08/la-heterosexualidad-mata-viva-la-pepa.html); “La heterosexualidad nos mata” (“Heterosexuality kills us”: http://djovenes.org/archivo/?p=9362), or “A propósito del 25 de noviembre” (“Regarding November 25th, International Day against Violence towards Women: http://desacatofeminista.com/2012/11/27/a-proposito-del-25-de-noviembre).

26Gayle RUBIN, 1999, p. 153.

27QUEER NATION, 1990.

28 PERLONGHER, 2008b, p. 88.

29NAMASTE, 2005, p. 10.

30Alfonso CEBALLOS MUÑOZ, 2007, p. 167.

31Of course, this means, among other things, breaking any idea of queerness as necessarily tied to a certain mode of sexuality or gender.

32Teresa DE LAURETIS, 1994, p. 297.

Recibido: 01 de Junio de 2015; Aprobado: 28 de Abril de 2016

perez.moira@gmail.com

Moira Pérez (perez.moira@gmail.com) es doctora en Filosofía (UBA); docente e investigadora. Profesora adjunta de Filosofía y de Ética en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora/Escuela Penitenciaria Nacional); organiza talleres de Teoría Queer en la ciudad de Buenos Aires. Intereses actuales de investigación: perspectivas críticas en torno a la teoría y las políticas queer desde un enfoque interseccional; epistemologías, políticas y exclusiones de los relatos de triunfo del presente-pasado, particularmente en el contexto latinoamericano y argentino contemporáneos; complejo industrial carcelario y construcciones de la subjetividad de sus distintas/os actoras/es.

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