Introducción
El desarrollo de la educación no es una práctica aislada de las naciones, sino que está implicada en una red de actores globales que ejercen influencia y/o entregan orientaciones para el desarrollo de los sistemas educativos. En este contexto, la globalización ha tendido a fomentar una serie de reformas educativas alrededor del mundo, potenciando la competitividad global (CARNOY, 2016), erosionando la capacidad de los estados para abordar y financiar la demanda educativa creciente y cambiante, relativizando el rol de las agencias internacionales en el desarrollo de las políticas educativas (ROBERTSON, 2016), desterritorializando las políticas educativas, transformando los marcos legales de países a través de organismos internacionales como el Banco Mundial (BALL, 1998; VERGER; MUNDY, 2016), la UNESCO y la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo de las Naciones) fomentando la competencia transnacional entre proveedores nacionales e internacionales, intensificando la circulación de ideas políticas por medio las tecnologías de la información y la comunicación, siendo el neoliberalismo (RIZVI; LINGARD, 2009) la ideología que enmarca estas transformaciones (gestión, liderazgo, privatización y liberalización) (VERGER; NOVELLI; ALTINYELKEN, 2018). Todas estas organizaciones “comparten un entendimiento explícito de que se puede medir una "mejor" educación y que una mejor educación se traduce directamente en una mayor productividad económica y social” (CARNOY, 2016, p. 34).
De esta manera, no se puede negar que la educación a nivel mundial ha sido ampliamente afectada por la agenda política, económica y cultural del neoliberalismo (BALL, 2012, 2018; CONNELL, 2013; ROBERTSON, 2008). En este nuevo paradigma son considerados los estudiantes y padres como consumidores, los profesores y académicos como productores y el cuadro directivo como administradores y empresarios (MARGINSON, 1997). No quedando actualmente otra forma de entender la escuela en términos de aumento de la eficiencia, los resultados en las pruebas, la responsabilidad y la elección (HURSH, 2007). Lo que puede ser entendido como un movimiento de cercamiento de la escuela (FERNÁNDEZ-GONZÁLEZ, 2016).
En este contexto, cobra sentido privatizar los servicios educacionales (BALL; YOUDELL, 2008; BALL, 2009). Para Rizvi y Lingard (2006), la ideología de la privatización es un fenómeno global (BONAL; VERGER, 2016; RIZVI, 2006) y considera que los servicios mejor entregados los desarrolla el sector privado (HARVEY, 2005; VERGER, 2020). Así la influencia neoliberal en la educación se caracteriza por la privatización, la mercantilización, el curriculum estandarizado, la rendición de cuentas y la evaluación regular (CLARKE, 2012; KLEES, 2008).
El sistema educativo chileno se ha caracterizado en las últimas décadas por una profunda orientación neoliberal (ARREDONDO; PINO-YANCOVIC, 2020; CONNELL, 2013; FULLER; STEVENSON, 2019; HARVEY, 2005; VERGER, 2020), con una elevada privatización y segregación de los estudiantes (BELLEI, 2015, 2016 BELLEI et al., 2018; OECD, 2016; VALENZUELA; BELLEI; RÍOS, 2014).
Su génesis se puede situar en las políticas implementadas en el golpe de Estado de Chile (1973), que tuvieron como objetivo privatizar los servicios ofrecidos y garantizados por el Estado (BELLEI, 2015; CHILE, 1974, 1980; OSANDÓN et al., 2018). En este contexto, el proceso de neoliberalización del sistema educativo chileno, se fraguó bajo la alianza del régimen militar y un grupo de egresados de la Universidad de Chicago en EE. UU., quienes desarrollaron un proyecto de sociedad en base a los principios del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, denominado “Proyecto Chile” (SALAZAR; PINTO, 1999).
Desde esta perspectiva, el cambio más profundo que sufrió la educación fue la comprensión y sentido otorgado tanto por la ciudadanía como por las políticas públicas, en donde pasó a ser considerada un bien de consumo en vez de un derecho (BELLEI, 2015; PINO-YANCOVIC, 2014, 2015), promoviendo así, un nuevo entorno moral para la sociedad chilena (PÉREZ; GALIOTO, 2020). En este contexto, una de las medidas tomadas fue trasladar la garantía y responsabilidad por el derecho a la educación desde el Estado a las familias. Este aspecto quedó plasmado en la Declaración de los Principios del Gobierno de Chile del 11 de marzo 1974 (CHILE, 1974). Además, en la constitución de 1980 se dejó establecido que “los padres tienen el derecho preferente y el deber de educar a sus hijos” (CHILE, 1980, p. 23), correspondiendo al Estado velar por la protección para el ejercicio de aquel derecho por los padres, no así por entregar y asegurar la educación para todos los ciudadanos. De esta manera, los cuerpos legislativos desde 1980 al 2013 fomentaron la orientación de mercado del sistema educativo y, desde el 2014 al 2017, reformas tendientes a reducir esta orientación.
Consecuente con el planteamiento anterior, comenzó un profundo proceso de reforma del sistema educativo por medio de cinco ejes principales: (1) la descentralización de la educación, mediante el traspaso de las escuelas públicas a las municipalidades (1979); (2) proveedores privados con bajas exigencias podían fundar y administrar escuelas financiadas por el Estado (1980) (DONOSO; DONOSO, 2009); (3) el financiamiento fue diseñado como un subsidio por alumno (voucher), concebido como una manera de mejorar la educación a través de la competencia entre los establecimientos por atraer alumnos y el subsidio a la demanda (1980) (MIZALA; TORCHE, 2013; VILLALOBOS, 2015); (4) la creación de un Sistema de Medición de la Calidad de la Educación (SIMCE en 1988) (MECKES; CARRASCO, 2010); (5) y la desregulación de la profesión docente (BELLEI, 2015), potenciando la flexibilización y la precariedad laboral de los profesores.
Es importante considerar, que las reformas y cambios indicados anteriormente al sistema educativo chileno, fueron consagrados en la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE) el 10 de marzo de 1990 (CHILE, 1990), un día de que Pinochet entregara el poder (ASSAÉL; CORNEJO; GONZÁLEZ, 2011).
Para Villalobos (2015), las políticas educacionales post-dictadura (1990 en adelante) se han caracterizado por estar marcadas profundamente por la noción de mercado. En primer lugar, frente a tal situación se han incorporado arreglos institucionales para la regulación del campo educativo (creación de la Agencia de la Calidad de la Educación, la Superintendencia de la Educación, principalmente con foco en el Estado como agente evaluador). En segundo lugar, se han desarrollado políticas con orientación de mercado basadas en la lógica de la competencia o el subsidio a la demanda. En tercer lugar, se han desarrollado políticas que combinan al Estado y el mercado, con la finalidad de apoyar a las escuelas con peor desempeño.
En este marco, desde el año 2009, producto de la movilización protagonizada por estudiantes secundarios, denominada “movimiento pingüino” (BELLEI; CONTRERAS; VALENZUELA, 2010), se comenzó a desarrollar una serie de reformas con la finalidad de modificar el sistema educativo para asegurar la calidad, la inclusión y la educación pública. Dentro de este marco, el siguiente artículo analiza los cuerpos legales que han se han incorporado como una forma de regular los procesos de neoliberalización del sistema educativo en Chile: Ley General de Educación (2009), Ley de Aseguramiento de la Calidad (2011), Ley de Inclusión (2015) y Ley de Educación Pública (2017) y las resistencias que han emergido para mantener la acción del mercado en el campo educativo chileno.
Cambios y modificaciones al sistema educativo chileno
No solo desde la academia se han evidenciado las consecuencias de la organización de mercado del sistema escolar, sino que se han sumado expresiones ciudadanas en contra de las inequidades socioeconómicas (STROMQUIST; SANYAL, 2013), la privatización extrema de la matrícula escolar, el aumento de la transferencia de fondos públicos a actores privados, la consolidación de la "libertad de enseñanza" como libertad de elección y libertad de empresa y la construcción de nuevos mercados educativos (INZUNZA et al., 2019).
Es así como durante el año 2006 se gestó uno de los movimientos sociales más grandes desde el retorno a la democracia en Chile (BELLEI; CABALIN; ORELLANA, 2014). Fue denominado como “Revolución Pingüina” (BELLEI; CONTRERAS; VALENZUELA, 2010), debido a que los actores principales de este movimiento fueron alumnos de enseñanza secundaria, a los que se sumaron los estudiantes universitarios y sus familias, quienes denunciaron y exigieron cambios a los principios que dieron forma el sistema educativo en el país por más 30 años.
Además, durante el año 2011 fueron los estudiantes universitarios quienes se manifestaron por reformar el sistema de educación superior, marcado por la privatización, endeudamiento y el elevado costo para las familias. Algunos autores evidencian que este movimiento expresa las quejas contra las características neoliberales de la educación chilena (BELLEI; CABALIN; ORELLANA, 2014; CINI; GUZMÁN-CONCHA, 2017). En este marco, Grugel y Nem Singh (2015), señalan que, además, se expresa la necesidad de un nuevo modelo de ciudadanía fundado en los derechos y el bienestar y no en la individuación y consumo que promueve el actual sistema.
Es importante considerar que, tanto la “Revolución Pingüina” como el movimiento de los estudiantes universitarios, permitieron abrir la agenda política (INZUNZA et al., 2019), promoviendo una serie de reformas al sistema educativo que abordaron la desigualdad socioeconómica y sociocultural (BELLEI; CABALIN; ORELLANA, 2018), el estrechamiento curricular, la privatización de la educación y el declive del concepto de lo público ASSAÉL et al., 2015).
Además, de los movimientos conducidos por estudiantes, durante el año 2013, emergió desde la comunidad académica y profesores del sistema escolar, un movimiento que denunció las consecuencias de la aplicación del SIMCE en las escuelas, profesores y estudiantes (ARREDONDO, 2019; CHILE, 2003, 2015a; FALABELLA; OPAZO, 2014; MANZI et al., 2014) denominado “Alto al SIMCE”. Asimismo, han realizado un llamado al boicot de la prueba y, en conjunto, han elaborado una propuesta evaluativa (PINO-YANCOVIC; OYARZÚN; SALINAS, 2016). En este contexto, los organizadores de la campaña han desarrollado una fuerte estrategia del uso de medios, con un uso intenso de tecnologías de información y comunicación (MONTERO; CABALIN; BROSSI, 2019).
No obstante, es importante considerar que las principales soluciones emanadas de los procesos de protestas sociales se han basado en los elementos que han sido ampliamente criticados, es decir, se han promovido soluciones en base al mercado para los problemas educacionales. Es posible observar un “efecto bucle”, donde se presenta una tendencia constante de instalación de condiciones para la mercantilización y la privatización (PALACIOS et al., 2020). Esto queda reflejando en los cuerpos legales que han se han incorporado como una forma de regular los procesos de neoliberalización del sistema educativo en Chile: Ley General de Educación (2009), Ley de Aseguramiento de la Calidad (2011), Ley de Inclusión (2015) y Ley de Educación Pública (2017).
Ley General de Educación 2009 y la Ley de Aseguramiento de la Calidad 2011
Una de las primeras reformas implementadas fue la Ley General de Educación N° 20.370 del año 2009 CHILE (2009) que deroga la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza de 1990 (LOCE), pero mantiene el rol subsidiario del Estado, reafirma el derecho a la educación a la libertad de enseñanza y empresa, conserva el financiamiento vía voucher, el lucro y la selección de los estudiantes. Además, crea la Agencia de Calidad y la Superintendencia de Educación (ASSAÉL et al., 2015). La Ley General de Educación en el artículo 37 indica que:
Le corresponderá a la Agencia de Calidad de la Educación diseñar e implementar el sistema nacional de evaluación de logros de aprendizaje. Esta medición verificará el grado de cumplimiento de los objetivos generales a través de la medición de estándares de aprendizaje referidos a las bases curriculares nacionales de educación básica y media [...] Estas mediciones deberán informar sobre la calidad y equidad en el logro de los aprendizajes a nivel nacional. (CHILE, 2009)
De esta manera, junto con la Ley General de Educación, se promulga la Ley de Aseguramiento de la Calidad N°20.529 durante el año 2011 (CHILE, 2011), que regula el rol del Estado sobre el mercado educativo basado principalmente en la rendición de cuentas (OSANDÓN et al., 2018). La Imagen 1 presenta la institucionalidad del sistema educativo vigente actualmente:
En el artículo 2 de la Ley se indica explícitamente que el objetivo de la Agencia de la Calidad de la Educación es operar bajo una lógica de control, sanción e intervención de los establecimientos educacionales:
mediante un conjunto de políticas, estándares, indicadores, evaluaciones, información pública y mecanismos de apoyo y fiscalización a los establecimientos (…) El Sistema comprenderá, entre otros, procesos de autoevaluación, evaluación externa, inspección, pruebas externas de carácter censal (…) El Sistema contemplará, además, la rendición de cuentas de los diversos actores e instituciones del sistema escolar y, en particular, de los establecimientos educacionales. Asimismo, incluirá las consecuencias jurídicas que se deriven de la aplicación de los instrumentos a que se refieren los incisos anteriores y el régimen de sanciones que indica la ley. (CHILE, 2011)
La ley de Aseguramiento de la Calidad, a través de la Agencia de la Calidad de la Educación, tiene como principal objetivo evaluar la calidad de cada establecimiento educacional, por medio de la aplicación del SIMCE. Los resultados SIMCE son el principal elemento para considerar el desempeño de una escuela. Específicamente, “la ponderación de los estándares de aprendizaje no podrá́ ser inferior al 67% del total" (CHILE, 2011, Artículo 18). El 33% restante corresponde a indicadores personales y sociales de los estudiantes. Es relevante precisar que el SIMCE mide principalmente estándares de aprendizaje que corresponden a lo que los estudiantes deben saber y poder hacer.
De esta manera, la ley señala que se procederá al “ordenamiento” de las escuelas, por medio de la inspección y clasificación de acuerdo a sus resultados, los que están vinculados a premios y sanciones (CHILE, 2014b). Aquellas escuelas que sean clasificadas como insuficientes, corren el riesgo de perder el reconocimiento oficial del Estado y, consecuentemente deberán ser cerradas por falta de financiamiento, siendo las mismas escuelas las responsables por el desempeño asimismo como del incremento de los resultados de calidad (FALABELLA, 2015). Para Falabella (2018), se consolida de esta manera la hipervigilancia.
Desde una perspectiva neoliberal, la comparación del desempeño escolar (a través del SIMCE) es lo que permite la elección de escuela. Para poder definir a la escuela como una mercancía la evaluación es uno de los instrumentos más relevantes para lograr este objetivo (CAMPOS-MARTÍNEZ; CORVALÁN; INZUNZA, 2015; CONNELL, 2013; INZUNZA et al., 2019).
Con la instalación de la Agencia de la Calidad, se consolida un modelo de responsabilización por desempeño escolar (FALABELLA; DE LA VEGA, 2016), en base el control y presión por resultados (ASSAÉL el al., 2015) lo que ha implicado optar por medir y comparar la calidad de la educación; establecer estándares nacionales; diferenciar, clasificar y competir como motor de la mejora; orientación al logro y motivación extrínseca.
Para ASSAÉL, ALBORNOZ y CARO (2018), las reformas desarrolladas mantienen una lógica de financiamiento a la demanda, la competencia y un Estado árbitro de los resultados de las escuelas. Asimismo a través de esta ley “fortalece y amplía el espacio de acción para que agentes privados, no solo lucren con dineros del Estado, sino que controlen ideológica, técnica y pedagógicamente a escuelas y liceos” (ASSAÉL et al., 2011, p. 313).
Si bien se puede reconocer el aporte de las políticas orientadas al desempeño, estas tienen una serie de “efectos nocivos para el desarrollo de capacidades internas de las instituciones, la profesionalización de los docentes, la calidad de las prácticas pedagógicas y las prácticas de equidad e inclusión social” (FALABELLA; DE LA VEGA, 2016, p. 409). Para CORNEJO et al. (2015) se ha optado por la estandarización de la labor docente, por medio de una medición intensiva, perfeccionamiento de los mecanismos de accountability. A propósito, ASSAÉL et al. (2018), sostienen que producto de las diversidad de las aulas, la profunda estandarización no reconoce las múltiples formas de aprendizajes, contenidos y didácticas.
El sistema de accountability se estableció con la promulgación de la Ley de Aseguramiento de la Calidad Nº 20.529 del 2011 que refuerza el rol del SIMCE. Resulta paradójico que Chile sea el único país del mundo que ha aplicado los principios del Nueva Gestión Pública (New Public Management) con la intención declarada de descomercializar la educación (VERGER; NORMAND, 2015). Como se ha observado, las reformas promulgadas mantienen una presión constante sobre las instituciones educativas, combinando la presión con incentivos para incentivar productivamente la mejora de los resultados (BERNER; BELLEI, 2011). Para Falabella (2018), estas políticas de rendición de cuentas, no han solucionado el problema de la calidad escolar, sino más bien lo han profundizado.
Ley de Inclusión 2015
La Ley de Inclusión Escolar Nº 20.845 del 2015 (CHILE, 2015b), implica una de las más grandes transformaciones del sistema educativo desde el retorno a la democracia (BELLEI, 2018). Para Valenzuela y Montecinos (2017), la Ley de Inclusión responde a las demandas ciudadanas que exigen que el Estado garantice la educación como un derecho social.
Promulgada por la presidenta Michelle Bachelet, propone garantizar la educación como un derecho, específicamente para que los niños y jóvenes que asisten a establecimientos educacionales subvencionados por el Estado reciban una educación de calidad. Dentro de esta iniciativa destacan tres principales elementos (BELLEI, 2016):
Libertad de elección para que las familias escojan el establecimiento en base al proyecto educativo que más se acomode a sus expectativas, sin que dependa de la capacidad económica de las familias. En este sentido, es el Estado el que provee los recursos, reemplazando la mensualidad pagada por los padres.
Elimina el lucro en los establecimientos educacionales que reciben aportes del Estado, lo que implica que todos los recursos públicos sean invertidos en mejorar la calidad de la educación que reciben los estudiantes.
Pone fin a la selección arbitraria (por rendimiento académico u otros tipos de discriminación arbitraria), con la finalidad de que los padres y apoderados puedan escoger con libertad la escuela y el proyecto educativo que prefieran para sus hijos.
Estos aspectos constituyen un desafío para las políticas públicas, porque por un lado intentan detener el crecimiento de la privatización de la educación, pero amplían al mismo tiempo la elección de los padres (VALENZUELA; MONTECINOS, 2017). En este marco, transformó profundamente aspectos del campo educativo chileno, debido a que eliminó el lucro y “limitó fuertemente los procesos de descreme y selección educativa, pero, al mismo tiempo, generó las condiciones para que los privados siguieran operando en el sistema” (VILLALOBOS, 2015, p. 172).
Esta situación es la que ha abierto una tensión importante por el hecho que, en un contexto marcado por la elección de los padres, quienes se comportan como consumidores de servicios educativos, no hay claridad cómo respondan a los cambios que introduce la Ley de Inclusión (VALENZUELA; MONTECINOS, 2017). Sobre este punto Bellei (2016), sostiene que se han registro una serie de dificultades y resistencias que han entorpecido el proceso de desmercantilización de la educación. Por una parte, Libertad y Desarrollo, un importante think tank de la derecha chilena, “defendió que el copago en sí es un instrumento de integración social, pues permite a algunas familias salir de las escuelas públicas donde se concentran los más pobres” (BELLEI, 2016, p. 240).
Por otro lado, han sido los mismos padres quienes se han opuesto a la Ley de Inclusión. En efecto, prácticas como el financiamiento compartido eran utilizadas por los padres de sectores medios como una forma de separar a sus hijos de entornos escolares considerados como no deseables (CANALES; BELLEI; ORELLANA, 2016).
En este proceso surgieron organizaciones de padres y colegios para oponerse a la reforma, argumentando que el Estado debiera permitir la auto segregación de la clase media, que busca una educación “integral” alejada de la violencia, drogas y huelga. De esta manera, se arrebata a las familias la libertad de escoger en el mercado educacional (BELLEI, 2016).
Además, esta reforma encontró también su resistencia en el sector particular subvencionado. En efecto, estos establecimientos contaban con una serie de prácticas de selección de estudiantes, prácticas que tenían por objeto consolidar espacios socialmente homogéneos, repercutiendo así en el resultado académico (GAYO; OTERO; MÉNDEZ, 2019). En este contexto, la Ley de Inclusión no elimina el mercado educativo, sino que corrige los mecanismos con los que esta funciona.
En este marco, a pesar de ser una de las más grandes transformaciones del sistema educativo chileno, la Ley General de Educación del año 2009, impone sus términos por ser jurídicamente de carácter orgánico-constitucional. De esta manera, persisten elementos anteriores que cuentan con vigencia legal y con una estructura gubernamental que afirma su funcionamiento. Uno de estos corresponde a la Agencia de la Calidad de la Educación y, dentro de ella, el Sistema de Medición de la Calidad de la Educación (SIMCE). Por lo cual, la integración, diversidad e integralidad, son subordinadas a la medición de la calidad por medio de la rendición de cuentas basada en el SIMCE (OSANDÓN et al., 2018). De esta manera, las finalidades éticas de la inclusión quedan relevadas a un segundo plano por la estandarización y rendición de cuentas (ARMIJO, 2019).
Es importante mencionar que la tensión entre la estandarización y rendición de cuentas y la mixtura social que promueve la Ley de Inclusión, entra en tensión con las subjetividades de los apoderados y profesores, debido a lo complejo de conciliar ambas regulaciones (ROJAS, 2018). Similar situación ocurre con directivos de escuela, quienes se ven tensionados, producto del uso de los resultados y la categorización de desempeño con las cuales son clasificados (RODRÍGUEZ; ROJAS, 2020).
Actualmente el presidente Sebastián Piñera (2019, de la coalición de derecha), presentó un proyecto con la finalidad de perfeccionar el Sistema de Admisión Escolar (SAE) en base al mérito de los estudiantes, que la Ley de Inclusión lo limita. Específicamente señala:
nos comprometimos reestablecer el mérito con criterios de inclusión en los procesos de admisión en proyectos de excelencia, considerando las particularidades de los proyectos educativos especiales y abriendo un espacio para que todos los establecimientos educacionales puedan incorporar criterios propios de priorización para la admisión de hasta un 30% de su matrícula acordes a los respectivos proyectos educativos, los cuales tendrán que ser siempre objetivos, transparentes y no podrán significar discriminaciones arbitrarias. (CHILE, 2019, p. 3)
Para Palacios et al. (2020), las reformas conducidas por el gobierno de Sebastián Piñera, tienen como objetivo restituir el sentido neoliberal y resistir las transformaciones del sistema educativo, donde los empresarios puedan desarrollar libremente proyectos educativos y las familias escojan libremente el proyecto que mejor se adecúa a sus necesidades. Cabe recordar que, durante su primer mandato, en el año 2011, señaló explícitamente que “requerimos, sin duda, en esta sociedad moderna una mucho mayor interconexión entre el mundo de la educación y el mundo de la empresa, porque la educación cumple un doble propósito: es un bien de consumo” (Cooperativa.cl, 2011).
Sin duda, la Ley de Inclusión representó un punto de ruptura para las políticas educacionales, no obstante, ha perdurado la política de la subvención por estudiante (voucher), la competencia por los resultados y, consecuentemente, el mercado escolar.
Ley de Educación Pública 2017
En el marco de las transformaciones del sistema educativo chileno, durante el año 2017, específicamente el 3 de octubre, se promulgó la Ley de Educación Pública N° 21.040 (CHILE, 2017), la cual es considerada una de las mayores transformaciones del sistema educativo chileno en los últimos 40 años (BELLEI, 2018; DONOSO, 2018; OSANDÓN et al., 2018; TREVIÑO, 2018). Esta ley tiene como propósito la “creación de un sistema para la educación pública”, a través de: “la creación de la nueva institucionalidad que integrará el sistema de educación pública; modificaciones a otras leyes vigentes que conciernen a la educación pública; y reglas para los traspasos de bienes y personal, y para la implementación gradual de la reforma” (NUEVA EDUCACIÓN PÚBLICA, 2020, p. 1).
Esta nueva institucionalidad, configura un Sistema de Educación Pública, que opera dentro del marco de regulaciones establecidos por la Constitución, como la Ley General de Educación (Ley N° 20.370), la Ley de Aseguramiento de la Calidad (Ley N° 20.529) y la Ley de Inclusión (Ley N° 20.845) (NUEVA EDUCACIÓN PÚBLICA, 2020).
Entre los objetivos de esta Ley, destaca que entre los años 2018 y 2030, se desarrollará un paulatino proceso de “desmunicipalización”, es decir, traspasar la gestión de los establecimientos educativos públicos, actualmente en manos de los municipios, a Servicios Locales de Educación, que dependerán y dependen directamente del Ministerio de Educación, por medio de la Dirección de Educación Pública (TREVIÑO, 2018).
Para Donoso (2018), la Ley de Educación Pública, si bien acoge el llamado de fortalecer la educación pública para que no colapse definitivamente, no cambia radicalmente el modo de financiamiento competitivo de mercado de la escuelas, lo que no permite evitar la competencia por los recursos. Adicionalmente el autor señala que:
No hay espacio para pensar que se trata de un proyecto de diseño de una nueva educación pública como un proyecto político integral país; y que se requiere una estructura innovadora para construir un nuevo marco de oportunidades educativas, asociadas a un sistema de financiamiento consistente con medios y fines. (p. 44)
La Nueva Ley de Educación Pública que modifica prácticamente por complejo la orgánica del sistema educativo, no deja en claro el rol del SIMCE y de la clasificación de las escuelas en base a sus resultados. De acuerdo a Bellei (2018) “no modifica aspectos como el excesivo énfasis en las evaluaciones estandarizadas (…) tan criticadas por servir como mecanismos de jerarquización, control de calidad, distribución de incentivos y sanciones para las escuelas y los docentes” (p. 201).
Es más, la Ley específica en el artículo 5, que se introduce la noción de mejora continua de la calidad en referencia a estándares. Este elemento es un vínculo directo con la Ley de Aseguramiento de la Calidad, que se hace más claro en el artículo 18 letra f, donde se señala que:
Contar con sistemas de seguimiento, información y monitoreo, de conformidad a las orientaciones establecidas por la Dirección de Educación Pública, que consideren tanto la evaluación de procesos y resultados de los establecimientos educacionales de su dependencia, como los informes emitidos por la Agencia de la Calidad de la Educación, de conformidad a la ley Nº 20.529, con el objeto de propender a la mejora continua de la calidad de la educación provista por dichos establecimientos. (CHILE, 2017)
Este aspecto no es menor, debido a que un 67% de la evaluación de la calidad de una escuela está mandatado sea por medio del SIMCE como lo estipula la Ley 20.529. Asimismo, en base a estos resultados la Ley de Educación Pública, indica que sobre las escuelas se podrá determinar su apertura, fusión o cierre. Lo anterior, es una clara alusión al Decreto 17, de la Ley 20.529 que determina la metodología para ordenar a las escuelas de acuerdo a un nivel de desempeño. De esta manera las escuelas pueden ser clasificadas como:
Establecimientos educacionales de desempeño alto
Establecimientos educacionales de desempeño medio
Establecimientos educacionales de desempeño medio-bajo
Establecimientos educacionales de desempeño insuficiente
Tal como lo mandata el decreto 17, si después de 4 años consecutivos una escuela se encuentra en el nivel insuficiente arriesga su cierre.
Lejos de lograr un consenso a nivel nacional el sistema educativo en Chile se encuentra tensionado por un lado por las reformas basadas en la rendición de cuentas (en base al SIMCE y ordenación) y, por otro lado, en aquellas reformas basadas en una comprensión diferente de los principios del libre mercado. Para Treviño (2018), este es uno de los principales aspectos que está pendiente, la reestructuración del Sistema Nacional de Aseguramiento de la Calidad, para conducir procesos de evaluación y mejora de las escuelas y eliminando las consecuencias asociadas a los resultados SIMCE.
Si bien existen elementos que permiten sostener un nuevo rumbo del sistema educativo, no está totalmente claro si el nuevo Sistema de Educación Pública logrará aplacar la excesiva rendición de cuentas, la estandarización de la política educativa general y la competencia entre las escuelas por la mejora de los resultados (OSANDÓN et al., 2018).
Discusiones
A la luz de la evidencia surgen dos preguntas que pueden orientar y dar luces acerca del desarrollo legislativo del sistema educativo en Chile durante los últimos 30 años. La primera pregunta, fundamental y de fondo, es acerca de qué es la educación pública o qué queda de ella (HOGAN; THOMPSON, 2021). Sin duda, comprender la educación pública, sin la competencia, estándares y mediciones en el contexto actual es imposible, debido a la transformación sostenida por más de 30 años bajo estos principios.
En este marco, el vínculo entre la educción y la mercantilización quedó evidenciado en las reformas implementadas luego de la revolución Pingüina. Resultado paradójico que tanto la Ley General de Educación del año 2009 y la Ley de Aseguramiento de la Calidad (2011), introdujeran más mercado al sistema educativo, siendo que la demanda del movimiento social exigía lo contrario (VERGER; NORMAND; 2015). Tanto la Ley de Inclusión como la Ley de Educación Pública, posteriores, no permiten corregir de fondo la orientación competitiva del sistema (DONOSO, 2018), persistiendo la subordinación a las reformas basadas en rendición de cuentas, tal como lo señala el mismo cuerpo legal de la Ley de Educación Pública.
De esta manera, a pesar de que el movimiento pingüino abrió la agenda legislativa, actualmente persisten elementos del mercado educacional. Por un lado, la competencia por el financiamiento, la elección de escuela y el accountability basado en evaluaciones estandarizadas (FALABELLA, 2018, 2020) permean, regulan y orientan las reformas que eliminan el lucro, la selección de estudiantes y el nuevo marco regulatorio para fortalecer la educación pública.
Esto nos lleva a la segunda pregunta, la cual radica en cuestionarse acerca de qué son las políticas, cuáles son sus funciones y consecuencias. Más allá de las nuevas formas de gobernanza que emergen, aplican y sostienen por medio de los cuerpos legislativos, las políticas son diseñadas para construir y sostener la aplicación de normas y valores, como una forma de construir un sentido común acerca de la educación (RIZVI; LINGARD, 2009).
Las resistencias que han surgido a la Ley de Inclusión, que limita la selección de estudiantes y el pago por la educación, por parte de apoderados, padres, profesores, directivos, partidos políticos como por Think Tanks, evidencia lo imbricado de las lógicas de mercado en la subjetividad de los actores (VILLALOBOS, 2015). Es decir, la legislación refleja las tensiones de los sentidos que se han desarrollado en el ámbito educativo.
Con más de 30 años de aplicación de principios neoliberales que han promovido la privatización y el mercado en la educación chilena, resulta complejo redefinir el rol de la educación pública en la sociedad y los valores que la sustentan. Sin este esfuerzo profundo del cambio de sentido de la educación, el resabio de las prácticas mercantiles seguirá presente en el sistema educativo chileno. Así resulta complejo, considerar la reposición de la educación como derecho, asegurado por el Estado, con trato preferente a la educación pública.
Este debate cobra especial importancia en el marco de la redacción de una nueva constitución para Chile, donde la educación puede ser definida como un derecho y, el Estado, puede considerarse como su principal responsable, reponiendo la educación pública como prioritaria, basada en valores democráticos y de justicia social.