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Conjectura: Filosofia e Educação

versão impressa ISSN 0103-1457versão On-line ISSN 2178-4612

Conjectura: filos. e Educ. vol.26  Caxias do Sul  2021  Epub 10-Fev-2024

https://doi.org/10.18226/21784612.v26.e021048 

DOSSIÊ: RELIGIÃO E POLÍTICA: PERSPECTIVAS, TRADIÇÕES E DESAFIOS

Silencio, fe y secularidad1

Silence, faith and secularity

Rodrigo Pulgar Castro* 

*Universidad de Concepción, Fac. de Humanidades y Arte, Departamento de Filosofía (Chile). E-mail: rpulgar@udec.cl


Resumen

Vivimos en una era donde lo secular tiene su sello. El curso de la historia así lo revela. Independiente de esta situación sostengo la viabilidad de la experiencia religiosa, en un contexto de explicaciones sobre el rumbo de la existencia marcada por el imperio de la razón. Para su comprensión como posibilidad de sentido, apelo al silencio como clave interpretativa por entender que en el silencio se revela el diálogo creyente en cuanto condición de apertura, por tanto, condición de aceptación de una realidad que trasciende la simple explicación racional y que, no en pocas ocasiones, determina el rumbo de la existencia tanto personal como colectiva.

Palabras clave Filosofía de la religión; Secularidad; Fe; Silencio

Abstract

We live in an era where the secular has its stamp. The course of history reveals this. Regardless of this situation, I maintain the viability of religious experience, in a context of explanations about the course of existence marked by the rule of reason. For its understanding as a possibility of meaning, I appeal to silence as an interpretative key to understand that in silence the believing dialogue is revealed as a condition of openness, therefore, a condition of acceptance of a reality that transcends the simple rational explanation and that, not on few occasions, it determines the course of both personal and collective existence.

Keywords Philosophy of religion; Secularity; Faith; Silence

Prolegômeno:

El fenómeno de lo secular es interpretado por la ciencias sociales y humanas como una característica del mundo occidental postmoderno, de ahí que sea posible denominar la época como postsecular. Al respecto vale la pena considerar la advertencia habermasiana que hace notar su aplicabilidad en relación a sociedades altamente desarrolladas:

Para poder hablar de una sociedad “postsecular”, ésta debe haberse encontrado previamente en un estado “secular”. Por tanto, esta controvertida expresión únicamente puede referirse a las sociedades prósperas de Europa o a países como Canadá, Australia y Nueva Zelanda

(Habermas, 2015: 263).

Si bien Habermas pone límites a la aplicación conceptual usandolo para la identificación de algunas naciones y, especialmente, cuando se trata de juzgarlas desde lo postsecular, no hay impedimento alguno para aplicar el calificativo secular como identificario del tiempo presente, y en ello cabe la mayoría de Occidente sin duda. Solamente basta entender que sus características provienen, específicamente, de la modernidad. Época cuyo desarrollo reune la condición epistémica nacida de la autonomía de la razón cuando al liberarse de clausulas teológicas se permite avanzar en un proceso que reconcilia ciencia y técnica dando paso a lo que conocemos como progreso. Karl Löwith, citando directamente a Proudhon, dira que “todo progreso es una victoria en la cual aniquilamos a la deidad (1958: 94). A mi parecer, este proceso de liberación de la razón respecto de las cosmovisiones religiosos –especialmente la cristiana –a fines de la Edad Media, tiene resultados concretos para la consolidación en el tiempo del vínculo entre ciencia y técnica (Pulgar, 2017). Con ambas esferas ya reconciliadas, los argumentos que reaccionan a este proceso, concluyen en la idea de progreso de la cual, y de modo sumario, Karl Löwith da cuenta en su libro El sentido de la historia, específicamente en el capítulo IV que llama Progreso contra providencia. Ahí acusa, comentando el estudio de Bury La idea del progreso, “cómo esta idea se ha originado en el siglo XVIII, y cómo se convirtió en común opinión. La creencia en un progreso inmanente e indefinida reemplaza más y más a la creencia en una trascendente providencia divina” (LÖWITH, 1958: 90), y avanzando con una referencia directa a Bury: “Hasta que los hombres se consideran independientes de la providencia, no fueron capaces de organizar una teoría del progreso” (p. 90), para cerrar su comentario señalando que, “la misma doctrina del progreso, tuvo que asumir las funciones de la providencia, esto es, prever el porvenir y prepararse para él” (p. 90).

Las apreciaciones de Karl Löwith sobre lo que podríamos reconocer como antecedentes teóricos esenciales para comprender el tema de lo secular, tanto como de la secularidad, son abundantes y, por cierto, dejan instaladas referencias autorales que merecen trato más extenso y que no es el caso acá. Si podemos plantear que existe de parte de mucha teoría, el intento de postularse como la explicación final del fenómeno. Cierto que si se diseña como un proceso hermenéutico no podríamos quejarnos de aquello; al fin de cuentas la explicación ofrecida logra captar –en términos de Gadamer remitiendo a San Agustín– el verbum interious de aquella realidad que se investiga (GRONDIN, 1999: 15). Pero queda la duda si el postulado de Gadamer sobre el propósito hermenéutico es aplicable en un contexto donde la diversidad explicativa responde a una realidad marcadamente heterogénea. Hay que tener presente que una teoría por sí sola no pueda dar cuenta de una sola ley que explique por sí misma el fenómeno secular, porque choca con la idea que el universo en cuanto mundo es un constructo no precisamente homogéneo sino heterogéneo, asunto claramente detectable en investigaciones directamente relacionadas con el hecho religioso. Un caso que ayuda a entender el punto son los estudios llevados por Durkheim en Las formas elementales de la vida religiosa (1991):

No existen pues, en el fondo, religiones falsas. Todas son verdaderas a su modo: todas responden, aunque de maneras diferentes, a condiciones dadas de la existencia humana. Sin duda, no es imposible disponerlas según un orden jerárquico. Unas pueden considerarse superiores a las otras en el sentido de que ponen en juego funciones mentales más elevadas, que son más ricas en ideas y sentimientos, que entran en ella más conceptos, menos sensaciones e imágenes, y que poseen una más sabia sistematización (8-9).

La idea de lo diverso de lo religioso se ubica en el contexto de la heterogeneidad explicativa del mundo. Esta idea la resume Martín Velasco:

[…] el hecho religioso forma parte del hecho humano y forma parte de su historia. En efecto, en todas las etapas de la historia de la humanidad encontramos indicios suficientes para afirmar con fundamento, como hacen las “historias de las religiones”, la existencia de una actividad religiosa por parte de los seres humanos que han vivido en ella (549).

Al formar parte lo religioso de la condición humana, y sabiendo de la diversidad de experiencias en la materia, se admite que un postulado sobre lo diverso del mundo se deposita en lo religioso, con el resultado que la consistencia ontológica del mundo reside no precisamente en la uniformidad del significado de mundo sino en la diversidad de sentidos. Además, la diversidad explicativa hace plausible la fórmula de la intención hermenéutica de dar con una ley de comprensión universal que de razón del hecho que más allá de las diversas comprensiones de mundo, existe un sentido universal. El efecto hermenéutico son las perspectivas epistémicas intersubjetivas que se reconocen importantes a la hora de lograr alguna comprensión del mundo humano. Ante este escenario epistémico, ¿qué sucede si al axioma intersubjetivo se le añade el componente fe-cultura para dar una explicación del desarrollo de sentidos? Antonio Bentue en su obra Muerte y búsquedas de inmortalidad (2003) ofrece pruebas suficientes sobre la consistencia del vínculo y sus reales efectos en las cosmovisiones entendidos como esos lugares donde se significa y/o resignifica la vida. En la línea de no sólo admitir la pregunta sino sumar afirmativamente contenido a la respuesta, María Zambrano plantea que:

una cultura depende de la calidad de sus dioses, de la configuración que lo divino haya tomado frente al hombre, de la relación declarada y de la encubierta, de todo lo que permite se haga en su nombre y, aún más, de la contienda posible entre el hombre, su adorador, y esa realidad; de la exigencia y de la gracia que el alma humana a través de la imagen divina se otorga a sí misma (1993: 27).

Reconocido el vínculo propongo una aproximación al significado de la secularidad desde el silencio que tiene la particularidad de ser un factor de humanidad que sostiene la experiencia religiosa en tanto experiencia de sentido. Planteo posible al pensar que en el silencio se esconde una teleología visualizada fácticamente gracias a un sujeto/a que vive bajo condiciones específicas como son, entre otras: conciencia de pertenencia a un modo de ser cultural con raíz en lo religioso que es donde se engancha la tradición (por cierto: es clave para cualquier juego hermenéutico), o por experiencia personal de conversión a partir de un descubrimiento que sucede por mor de una experiencia límite y de lo cual la literatura confesional da ejemplo. Uno de estos ejemplos de límites es Unamuno en Diario íntimo. El pensador vasco abre el texto con la siguiente declaración:

El misterio de la libertad es el misterio mismo de la conciencia refleja y de la razón. El hombre es la conciencia de la naturaleza, y en su aspiración a la gracia consiste su verdadera libertad. Libre es quien puede recibir la divina gracia, y por ella salvarse (2007: 5).

Entonces, en su caso, no debe extrañar que, acto seguido confiese:

Con la razón buscaba un Dios racional, que iba desvaneciéndose por pura idea, y así paraba en el Dios Nada a que el panteísmo conduce, y en un puro fenomenismo, raíz de todo sentimiento de vacío. Y no sentía al Dios vivo, que habita en nosotros, y que se nos revela por actos de caridad y no por vanos conceptos de soberbia. Hasta que llamó a mi corazón, y me metió en angustias de muerte (2007: 7).

¿Cómo resuelve Unamuno la angustia? Hay que caminar por la paradoja unamuniana para intentar entenderla. Y quizá veamos ahí su repulsa a la lógica como su explicación. Más no sólo eso, también su vía de escape a la presencia de una “razón abandonada a sí misma” (2007: 31) que, concluye Unamuno, “lleva al absoluto fenomenismo, al nihilismo” (2007: 31) . Se puede seguir discutiendo sobre el ejemplo, pero salvemos la discusión sosteniendo que en él como en otros (Grahan Green es uno de ellos) media en la conversión el silencio como puerta de salida a la angustia por tener que enfrentar dilemas que comprometen el sentido de su existencia. Estimo, particularmente en el caso de lo religioso, que el silencio es constitucional de una experiencia de sentido apoyada en una conciencia respecto de la limitación existencial, la cual exige trascender de sí misma para construirse en perspectiva trascendente. Asumiendo que es así, entonces hay en esta experiencia de silencio posibilidad hermenéutica, pues se parte del silencio como lugar donde se revela el proceso creyente incluso en tiempo secular, pues aún ahí en lo secular, y a pesar de lo secular mismo, se mantiene la perplejidad ante lo que asombra. Por cierto, revisamos el concepto silencio partiendo del supuesto que lo secular privilegia cuidarse de dar explicación de los elementos que componen la opción de fe. Esta situación conlleva tener una ventaja epistemológica en el silencio al postular que en él hay una demostración de la paradoja encerrada en el intento racionalista por evitar lo que escapa a las categorias de análisis racional. La ventaja del silencio está en el hecho de ser un acto hermenéutico que expone el significado esencial del silencio mismo como acto asociado a lo más propio de la experiencia religiosa, y cuya pretensión está en consonancia con la tendencia a vivir el recogimiento. De suyo, la plausibilidad del acto de recogimiento mismo, responde al hecho que la vivencia del silencio es una categoría que identifica un talante creyente, por tanto, que se guarda para sí mismo, es decir, no ve necesidad alguna de dar cuenta a otros de aquel aspecto que lo hace un ser original.

El silencio, además, como principio es paradigmático en campos que exigen dar cauce a la convivencia social que pide para su construcción el encuentro entre sujetos diversos. En efecto, sabido que la situación del encuentro se realiza en cada acto de contacto con cosas y personas, y con la singularidad que en cada contacto está implícito el valor referencial del lenguaje. Éste, precisamente, requiere del silencio a fin de dejar o permitir que personas y cosas se muestren, significando con esto que el contacto vital con las cosas es, en su mayor expresión, mudo. Lo cierto que sin silencio que acompañe los procesos de acercamiento en la vida diaria, no hay develamiento del sentido de la realidad y aún menos cuando la realidad que se pretende aprehender es lo sacro en un ambiente secular que tiene en su definición la obstaculización de la manifestación de lo religioso.

Punto 1

La afirmación de que el carácter secular es el sello de distinción del mundo occidental postmoderno no es un postulado menor en estudiosos de la cultura moderna occidental. La identificación de este sello es la constatación de un cambio a veces radical de paradigma sobre las variables de sentido, de unas que confluyen necesariamente en la propuesta de un nuevo marco referencial de significación que, y desde la modernidad, ha venido ocurriendo particularmente en occidente. En este contexto Charles Taylor llegará a afirmar que “Este cambio en verdad expresa y refuerza la decadencia de una visión del mundo como encarnación y arquetipo” (2006: 396). Mas no es sólo Charles Taylor quien ofrece una descripción del fenómeno secular. Entre los distintos argumentos que apoyan esta hipótesis se encuentra el de Estrada en su libro Por una ética sin teología y que refiere de manera sucinta al modo cómo Habermas entiende la historia: “El hilo conductor de Habermas es que la evolución histórica ha generado una sociedad moderna, racional y secularizada en la que la religión se ha vuelto obsoleta e implausible” (2004: 171). Charles Taylor, desde la vereda creyente, no se aleja del juicio de Habermas sobre los efectos de la secularidad en la religión, esta idea es a propósito de lo que el filósofo canadiense ofrece en La era secular I. Hay ahí, una interpretación de la desacralización que, si se sigue paralelo a lo indicado por Habermas sobre el curso de la historia, permite inferir que una realidad secularizada es simplemente expresión de la dinámica histórica, por lo tanto, inevitable:

En un mundo en el que lo sagrado y los límites que éste estableció para nosotros están ausentes, sentimos una nueva libertad de reordenar las cosas como nos venga en gana. Adoptamos una posición crucial respecto a la fe y a la gloria de Dios. Al actuar fuera de ellas, ordenamos las cosas como mejor nos parece. No hay tabúes u ordenamientos supuestamente sagrados que nos lo impidan. De esta manera, podemos racionalizar el mundo, expulsar de él el misterio (porque ahora todo está concentrado en la voluntad de Dios). Se libera una gran energía para acomodar las cosas en el tiempo secular

(Taylor, 2014: 137).

En páginas anteriores, y a modo de contextualización sobre el eje nucleador del significado de lo religioso en tiempos de secularidad, señala:

[…] hemos pasado de un mundo en el que se entendía que el lugar de la plenitud estaba simplemente fuera o “más allá” de la vida humana, a una era conflictiva en la que esta interpretación es puesta en tela de juicio por otras que la ubican […] “dentro” de la vida humana (2014: 40).

Todo este proceso contribuye, agrega, “al surgimiento del humanismo” (2014: 137). Pero, ¿esto significa que el humanismo tiene relación con la desacralización del mundo? Si se sigue la tesis la respuesta debería ser afirmativa. En ello, además, podemos afirmar que el curso de la historia es la mejor muestra que lo secular al corresponder fácticamente a la manifestación de la autonomía del hombre respecto de lo sagrado, se convierte en el punto de inflexión para el desarrollo de una epistémica que desoculta desde el sujeto lo verdaderamente significativo de lo religioso como experiencia original. A primera vista la tesis parece notar una contradicción por el a priori de lo implausible que la religión en cuanto experiencia sea realidad en un contexto secular. Pero nos topamos con una hipótesis paradojal como es el hecho de la actualidad y originalidad de la experiencia religiosa en un ambiente secular que lo autoriza. Es decir: aventuramos que el ambiente secular ofrece el espacio de libertad necesario para el desarrollo de expresiones heterogéneas como heterodoxas en el territorio de lo religioso, incluyo en esto tesis absolutamente contrarias a la religión como las de Ronald Dworkin quien, por ejemplo, juzga de absurdas respuestas religiosas sobre la muerte entre otros asuntos (2016: 92 y ss).

Dejando de lado a Dworkin, hay que enfrentar el hecho que muchas de las definiciones sobre el secularismo tienen pretensiones universalistas; situación que comprobaría la idea de un autor como Burckhardt el cual advertía ya en el siglo XIX que el concepto mismo (cualquier concepto aclaramos) y su contenido es una de las tantas derivaciones filosóficas que terminan por subordinar la realidad a la teoría2. De suyo, los efectos de tal captura de la realidad por lo filosófico son, entre otros, diría Burckhardt: pérdida de la riqueza que la subjetividad aporta a la comprensión de lo religioso, e incluso esto puede también ser aplicable a lo no religioso. En la misma posición de Burckhard, pero desde una mirada más contemporánea, Enmanuel Levinas, a propósito del peso de la existencia escribe: “Una interpretación filosófica construida, impuesta desde fuera, traiciona su sentido. la construcción deforma el fenómeno”(Levinas, 2006: 90-91). Lo indicado tiene en este campo valor interpretativo por el solo hecho que permite entender el fenómeno secular convertido en una suerte de espacio ideal para advertir que las “religiones son – siguiendo aquí directamente al pensador sueco – la expresión de la eterna e indestructible necesidad metafísica de la naturaleza humana” (Burckhardt, 1971: 82). Esta situación es el escenario metafísico propicio para el significado humano.

Al releer con detención el texto Reflexiones sobre la historia universal (Burckhardt, 1971), se descubre una buena explicación del despliegue de lo religioso en una línea de desarrollo asistemática que admite la comprensión de lo religioso como una experiencia llevada por un sujeto dispuesto a vivir la fe, y que lleva a asentir la continuidad del espíritu encarnado en formas religiosas específicas.

Punto 2

Con mucho del viento en contra desde la modernidad, ¿qué lleva a leer el fenómeno de lo religioso como experiencia de un sujeto que se inclina a apostar por ello a fin de lograr una significación de su propia realidad? La respuesta no es compleja es simple, y por simple encierra la singularidad de la subjetividad que – en cuanto criterio de interpretación – hace posible pensar en lo absoluto y su movimiento referido en los entes para su plena autocomprensión. Es bajo este supuesto interpretativo que se consigue la idea que el universo – en cuanto mundo – es un constructo no precisamente homogéneo sino heterogéneo a causa que en él está presente la categoría de sujeto. De esta forma, vale decir, validada la categoría de sujeto, las perspectivas epistémicas intersubjetivas terminan por imponerse en la inteligencia de la religiosidad y de la secularidad; especialmente, si en el primer caso que corresponde a la construcción del sentido del mundo, se da la asociación fe-cultura.

Hay que guardar suficiente precaución en el proceso de aceptar que lo anterior efectivamente sucede tal como se dice; con este resguardo epistémico, lo que se expone respecto de lo religioso es – a mi entender – una óptica tan válida como cualquier otra perspectiva de análisis filosófico sobre el fenómeno religioso. Más aquí se hace una propuesta de aproximación a lo secular desde el tópico del silencio en cuanto constitutivo de lo religioso o, al menos, como variable que lo facilita. Además, ocupar el silencio como clave de interpretación tiene mucho de aventura, pero al ser una lectura que se articula desde la hermenéutica es de aquellos riesgos que vale la pena correr. Raimon Panikkar nos aporta la condición para el progreso de la propuesta:

Al igual que para detectar un electrón se requieren sofisticados laboratorios y complejas matemáticas, así también para hablar de Dios se requiere, como método adecuado, la pureza de corazón que sabe escuchar la voz de la trascendencia (divina) en la inmanencia3 Sin pureza de corazón no solo no es posible ‘ver’ a Dios, sino que tampoco es posible darse cuenta de qué se está tratando. Sin el silencio del intelecto y de la voluntad, sin el silencio de los sentidos, sin la apertura de lo que algunos llaman el ‘tercer ojo’ – del que no solo hablan los tibetanos sino también los victorinos-; no es posible acercarse al ámbito en que la palabra ‘Dios’ puede tener sentido” (2015: 34).

Se entiende con Raimon Panikkar, pero también con Luis Villoro desde el constructo filosófico latinoamericano, que en la aproximación a una probable inteligencia de lo religioso el silencio sea una categoría hermenéutica (en cuanto su comportamiento así lo revela). Los términos de Luis Villoro introducen sin mayor dificultad en el tema: “[…] hay un silencio que acompaña al lenguaje como su trasfondo, o mejor, como trama […]. Este silencio es la materia en que la letra se traza, el tiempo vacío en que fluyen los fonemas” (2016: 63). Según la descripción que habla del silencio en cuanto traza, éste revela el proceso creyente incluso en tiempo secular, ya que en la realidad desacralizada se mantiene por el sujeto activa la perplejidad ante lo que asombra tal como se puede interpretar a partir del axioma siguiente: “la realidad ordinaria queda abolida y aparecen destellos de algo aterradoramente otro” (Taylor, 2014: 26). Así, al reconocer la presencia de “algo aterradoramente otro” se devela el valor del silencio en una realidad secular; lugar en donde se invita a la paciencia a fin de lograr inteligencia de aquello que se pretende tener en plenitud.

Tomarse del concepto silencio partiendo del hecho que lo secular privilegia cuidarse de dar explicación de los elementos que componen la opción de fe, es una elección de carácter hermenéutica a causa que “La fe en Dios ya no es axiomática. Hay alternativas. Y probablemente esto también signifique que al menos en ciertos medios sociales, puede ser difícil sostener la propia fe” (Taylor, 2014: 23). Lo que ocurre es que en una escenografía cultural gestionada por la razón instrumental, de una que se postula como factor privilegiado para la construcción del sentido de lo humano, reflota la insistencia por justificar el fenómeno del silencio mismo, ya que al momento de reconocerlo como clave para la experiencia religiosa, nace la necesidad de elaborar una forma epistémica adecuada al objetivo religioso tomando como base de su desarrollo el silencio mismo. Mas no es tan fácil el asunto de dar con una propuesta epistémica desde el silencio como su articulador, a raíz que la declaración intencional se topa con lo secular que incide en la imposibilidad de una razón para dar justificación de la fe. Así la epistémica plausible desde el silencio es, a la vez, una verdadera paradoja, a causa que el fluir del silencio tensiona el intento racionalista por evitar reconocer como existente lo que escapa a sus categorías. De esta forma se asume que lo que el silencio lleva consigo, es un acto hermenéutico que desnuda el significado esencial del silencio mismo; encarnando con ello lo más singular de la experiencia religiosa que consiste en su carácter de apertura. Habrá que reconocer, entonces, que existe un obstáculo para toda episteme nacida del silencio; este obstáculo es el contexto cultural secular que, claramente, no favorece tal tipo de experiencia al ayudar a que la razón se contraiga, por tanto, enfrentada a la dificultad puesta por su propia contracción. Ante este hecho, la razón poco podrá decir más allá de la necesaria investigación que realiza al fenómeno religioso y sus efectos en campos interconectados en los substratos culturales. Siendo así, reconocido el obstáculo pero con el silencio asumido hermenéuticamente, ¿cuál es la salida? La respuesta – parece – se relaciona con la ventaja que tiene el silencio en el proceso tendiente a alcanzar cierta comprensión de la cuestión religiosa y que, tiene como desenlace práctico, el fenómeno del recogimiento que por ser existencial “da lugar a un comportamiento de reverencia que, tiene dos facetas: por una parte, pérdida del apego al yo, por la otra, afirmación del valor superior que lo rebasa” (Villoro, 2016: 96).

La salida no es, como podría pensarse, una fuga a lo etéreo, por el contrario, al reconocer el sentido existencial del recogimiento como modo explícito del silencio, necesariamente se realza el talante creyente sin la necesidad de dar cuenta a otros de aquella cuestión, a causa que lo esencial es el hecho mismo del recogimiento como la condición propia del silencio que lleva en sí la experiencia de Dios. El resultado comprensivo del fenómeno del recogimiento (en cuanto reconocimiento) es el silencio actuando como principio en campos que dan posibilidad a la convivencia humana: silencio como puerta al encuentro entre personas diversas. Por cierto, hay que insistir que la legitimidad del encuentro entre personas abarca las cosas; todo, de suyo, se realiza mediante un acto de contacto que se valida por la presencia del lenguaje que, en ese instante, adquiere valor referencial.

Se entiende que el significante del lenguaje no es ajeno al silencio mismo; éste pide su complicidad a fin de dejar o permitir que personas y cosas se muestren en sus referencias. La causa que lo explica es la condición propia del silencio que acompaña los procesos de acercamiento en la vida diaria. Esto implica que no hay develamiento posible del sentido de la realidad –y menos cuando la realidad que se pretende aprehender es lo sacro en un ambiente marcadamente secular o derechamente desacralizado, realidad secular que se construye ya por intención o ya por defecto-, sin la participación del silencio.

Pero, ¿qué decimos con secular? Charles Taylor, acusado por el contexto socio-político de la era moderna y contemporánea, pregunta “¿Qué significa afirmar que vivimos en una era secular?”(2014: 19). Su respuesta consiste en decir que es vivir lo político sin la figura determinante de lo religioso; figura que sí estaba presente en las sociedades premodernas. Hoy lo característico (principalmente en Occidente) es la ausencia de Dios:

[…] en nuestras sociedades seculares es posible participar plenamente en política sin encontrarse nunca con Dios, es decir, sin llegar al punto en el cual, en toda esta empresa, se haga patente de manera forzosa e inequívoca la importancia crucial del Dios de Abraham. Los pocos momentos que quedan de rituales o plegarias constituyen un encuentro de ese tipo, pero ellos habrían sido ineludibles en los siglos pasados del cristianismo (2014: 20).

La tesis de Charles Taylor ayuda a superar la idea que lo secular es simplemente vivir según lo propio del siglo al descubrir en la palabra misma una carga de múltiples significados, y en donde conviene asumir que en uno de ellos se perfila el silencio naciendo como postura existencial ante el ruido secular.

Punto 3

Uno de los indicativos o signos del crecer en humanidad es el afán por encontrar el tiempo del silencio. Se quiere por varias razones, entre las cuales se destacan aquellas, dirá Luis Villoro que nacen desde el momento que se acepta el silencio como el trasfondo de la palabra (2016: 63).

En una disección fenomenológica a la palabra que apela al silencio como su condición de existencia, el silencio traduce a veces el deseo de evitar escuchar al otro, en otras el pedir dejarse escuchar por el otro o que éste sea escuchado o, quizá, sencillamente por el querer aislarse del ruido ambiente a fin de lograr el descanso, también para poder atender ideas que manan desde el interior o que provienen del exterior, por tanto, medio por el cual fluye la experiencia desde el sujeto y hacia el sujeto convertido en algunos casos en simple objeto –(lo advierte Sartre: la relación de uno respecto del otro siempre oculta el deseo de ver en el otro un objeto de deseo de posesión desde la negación del otro (1993))-. Todas son situaciones que actúan provocativamente obligando a una reacción a favor o en contra, aceptando o rechazando. Será que a “través de todos sus significados variables, ¿no habrá una función significativa común a todos esos silencios, sea cual fuere el contexto en que se encuentren?” (Villoro, 2016: 65). Cualquiera sea el caso de que trate, e independiente de las causales que explican el silencio tanto como sus reales efectos, hay que confrontarlo con el carácter de lo secular para hallar pistas sobre su sentido interior que sería el verdadero propósito de una abordaje hermenéutico. Aproximemos una posible explicación: en este universo secular que extrañamente atrae al silencio, se revelan escenarios con una entonación estética que convocan su contemplación; sucede, por ejemplo, en la relación con una obra. Véase lo que sucede si nos topamos con la poesía, una que tiene el valor de rescatar la convocatoria al silencio produciendo textos en sintonía con aquello. Uno de estos textos ejemplos es El ruego de Gabriela Mistral:

Señor, tú sabes cómo, con encendido brío,

por los seres extraños mi palabra te invoca.

Vengo ahora a pedirte por uno que era mío,

mi vaso de frescura, el panal de mi boca, […]

El poema, como creación que nace del genio humano, se vuelve instancia privilegiada para observar el valor esencial del lenguaje en el descubrimiento de espacios de comunión. La plausibilidad de este acontecimiento epistémico, precisa que exista la intencionalidad poética de intervenir como lugar de develamiento de lo que conocemos como el mundo de la vida. ¿Por qué es posible adjudicarle a la poesía aquella función epistémica?:

Entre todas las modalidade de expresión de carácter poético, la ficción es el instrumento privilegiado para una re-descripción de la realidad. El lenguaje poético, más que ningún otro, contribuye a lo que Aristótles llama, en sus consideraciones sobre la tragedia, la mimesis de la realidad. Pues la tragedia imita la realidad sólo en la medida esn que la recrea en un mythos

(Ricoeur, 2008: 60)

Al plantear esta nota hermenéutica, aparece el sentido de la intención poética que consiste en gestionar positivamente la capacidad de escucha de un receptor. En efecto, en la relación obra de arte espectador, lo primario en la dinámica del diálogo (contexto esencialmente intersubjetivo) es una inquietud desprendida de la obra que solicita del observador silencio para poder lograr develar sus sentidos; en particular el modo – a mi parecer – cómo la persona (artista y espectador) entiende lo sacro. Sobre este punto Levinas es certero:

El artista dice –lo mismo el pintor, lo mismo el músico-. Dice lo inefable. La obra prolonga y rebasa la percepción vulgar. Lo que esta banaliza y echa en falta, aquélla lo capta, coincidiendo con la intuición metafísica en su esencia irreductible (2006: 117).

Pues bien, con toda la vida por delante, la persona experimenta que lo singular del silencio es requisito del escuchar. En la relación silencio-escucha se configura de por sí el acto dialogante; acto por medio del cual se participa de un fenómeno personalizador en donde el logos se expresa en su máxima plenitud como signo de humanidad. De esa relación conducida por el logos que es en una de sus formas palabra, se significa el simple hecho del encuentro de dos o más; encuentro realizado en un espacio y al alero de un lenguaje comprensivo común. Son ambas condiciones indicadas: espacio y lenguaje comprensivo común propios de una comunidad hermenéutica, las que otorgan identidad a lo revelado al mismo tiempo que sentido a los participantes del diálogo. De fondo, permanece la capacidad de comprender que todo diálogo, en la medida que se ordena a la tarea de humanizar, se construye necesariamente desde el silencio. Éste, como principio constitutivo del conversar, ocupa un lugar en aquellas situaciones y campos que visibilizan el sentido de la convivencia humana, y cuya característica, particularmente en tiempo secular, es ser polisémica, por tanto, realizable en espacios dinámicos levantados desde el encuentro entre quienes tienen intenciones o necesidades compartidas. Ejemplos de estos campos de encuentro y diálogo son la ética, la política, la religión entre otras situaciones que, y en la medida de vivenciar el conversar, permiten revelar efectivamente el significado de una humanidad en permanente construcción. De la mano de esta inteligencia sobre el silencio, la facilidad del encuentro y desarrollo de lo propiamente humano. Tal facilidad se explica por una situación cotidiana relativa al hecho que en cada acto de contacto con cosas y personas, se anuncia algo ya explicado en parte, esto es: el valor referencial del lenguaje como instancia de contacto que pide del silencio su papel a fin de dejar o permitir que personas y cosas se muestren. De suyo la situación del encuentro, solicita la presencia de un acto construido desde la intención por reconocer al otro que, en tanto conseguido, resignifica al sujeto de la intención, es decir un yo que gestiona el movimiento intencional hacia el otro u otra. Así, sin ese silencio que acompañe y acompañase a la vez los procesos de acercamiento entre quienes son parte de la cotidianeidad, no hay develamiento del sentido de realidad humana, o peor: no existe la condición de resignificar el entorno cultural como espacio de creación humana. En lo explicado partimos desde un presupuesto hermenéutico que consiste en saber que cada ser que puebla el hábitat normal, el del día a día, pide para su plenitud darse a conocer a otro que en actitud de respeto, propio de la acogida, aguarda el total descubrimiento de quien solicita atención desde una actitud que pide el acto de dejar hablar, por tanto, de un dejarse escuchar mutuo. Fenómeno que claramente tiene una carga axiológicamente positiva para la vida en común, más allá de distancias producto de cosmovisiones diferentes.

¿Y el hablar mismo? Éste no es un simple gesto de comunicar algo, lo supera, a razón que en lo más profundo del gesto del habla se encuentra la referencia a dejar que la intención de hacer visible el significado de ese algo mencionado por la palabra, efectivamente se realice pasando de la intención a la existencia. En este sentido, el hablar y el escuchar son cómplices del mismo proceso; de uno que consiste en el develamiento de la realidad humana sacralizada o desacralizada, pero en ambas situaciones, conquistada de modo llano por una mirada atenta que la acoge. Situación pedida por quien se dirige a alguien específico a fin de solicitar de él atención para su construcción axiológica. En otras ocasiones, la posibilidad de conquistar la mirada del otro u otra sucede a golpes (metáfora de fuerza), pues en ese acto se rompe la monotonía del existir; de ahí el grito manifiesto directo o indirecto de quién o quienes piden reconocimiento de sus demandas, como también de un existir creyente basado en una cosmovisión especial, pues en ello le va su aceptación. Más a veces este pedir se atisba entre los diversos pliegues de la existencia; son pliegues que esconden el deseo de ser escuchada o escuchado, es decir, silencio, de uno que habla en el conjunto de experiencias vitales conectadas en un fondo de intención común o, simplemente, único, como es el hecho de aquel hombre o mujer que ruega por espacios y tiempo con el simple objetivo de descubrir el sentido de su vida desde la credulidad o incredulidad que profesa.

Sin ese primario escuchar no hay diálogo, es decir, no hay habla humana, y sin habla, el logos que nos distingue de cualquier otro ser vivo no es posible, puesto que la posibilidad del lenguaje que comunica y enseña sentidos no existiría. Ya lo decía Hörderlin quien, según Heidegger, sintetiza perfecto el valor del habla y de modo especial en su forma poética (Heidegger, 2001). En fin, habría que interrogar si el tráfago cotidiano, las luces y ruidos característico de lo secular permiten tal silencio, y si están en ese estado dadas las condiciones del escuchar mismo, como de aquel acto correlativo que es el habla. La primera lectura al espacio vital, advierte que es algo cada día más difícil de lograr en ciudades con alto flujo peatonal como informático, súmese el estar inmersos en una dinámica continua de oferta y demanda cuyo comportamiento es elíptico no solamente lineal. Por cierto, hoy se trata de un transitar vital en una carretera informática que trae consigo mucho ruido y, por consecuencia, aparejada una distorsión en la comprensión del habla del otro u otra por ausencia de silencio. El efecto es pérdida de la capacidad de escuchar a causa que el rostro se invisibiliza como resultado concreto de un habitar dinámico. Hoy participamos de un hábitat mundano que cambia al ritmo de la demanda por nuevos modos de relaciones entre personas y colectivos. Se trata de un cambio gestionado a veces violentamente atacando la inconsistencia de formas de relaciones montadas en privilegios. Es lo que el silencio quiere denunciar. El silencio pedido es una ventana al habla de seres humanos que han sido y son expuestos a injusticias atávicas que muchos – por ser el tono vital del cual participan – consideran normales, de naturaleza.

Ya instalados en el núcleo hermenéutico del silencio, ¿cómo poder, desde esa posición, comprender el significado de lo religioso en cuanto experiencia sin caer en redes deductivas que se construyen en base a dogmas, y cómo hacerlo respetando la experiencia religiosa en el entendido que es un acto vital primario singular que, precisa del silencio de la vida que “no es una vida de silencio”? (Panikkar, 2015: 41). Suma el hecho que:

La vida del silencio es importante y necesaria para alcanzar nuestros objetivos, para proyectar nuestras acciones, para cultivar nuestras relaciones, etc., pero no es el silencio de la Vida. El Silencio de la Vida es el arte de hacer callar la actividad de la vida para llegar a la experiencia pura de la Vida […] Instrumentalizamos nuestra vida olvidando que es un fin en sí misma. Inmersos en las actividades de la vida, perdemos la facultad de escuchar y nos enajenamos de nuestra fuente: el Silencio, el No-ser, Dios

(Panikkar, 2015: 41-42).

Consideremos que la tesis de Pannikar es válida; siendo así, responder desde la premisa que ve valor en el sentido original del acto de creer, significa que epistémicamente hay un develamiento del vínculo de lo religioso con la teleología de la vida humana. Una lectura que legitima este planteo se observa aquí:

Cuando el alma ignora la consolación de la presencia de Dios, tiene una experiencia positiva de su ausencia. El discurso sobre Dios no pierde su esencia religiosa cuando aparece como un “discurso sobre la ausencia de Dios” o incluso como un silencio sobre Dios. lo religioso no es jamás lo insospechado. Lo que vincula a la filosofía de la existencia con la teología es, ante todo, su objeto mismo, la existencia; hecho por otra parte que si no es teológico, sí es al menos religioso

(Levinas, 2006: 101-102).

Levinas hace evidente lo que sospechamos, es decir: la existencia ligada a lo religioso. Más lo valioso no está en lo evidente, sino en la aventura de atreverse a pensar la religión en un tiempo secular. Y en este escenario, ¿qué significado le podemos atribuir a los elementos conceptuales que componen el discurso de Levinas? Quizá la invitación a reconocer que la filosofía de la religión se construye en su particularidad, desde una episteme capaz de recoger tanto la problemática planteada (la religión), al sujeto de la problemática (el creyente) y al contexto en dónde se resuelve o se intenta resolver la pregunta filosófica sobre el sentido de la experiencia de fe. Tres cuestiones que enlazadas dan curso a un verdadero despliegue de deveres epistémicos. En modo simple son imperativos: la religión como problema, el sujeto creyente y el contexto donde se da o vuelve plausible la experiencia creyente. Son estos tres elementos los que conforman el marco desde el cual poder lograr alguna inteligencia sobre el acto religioso. Pero con la salvedad que en este caso se trata siempre de un ensayo, es decir, de una aventura que pretende avanzar superando las barreras propias que la inclinación a aceptar el objeto de fe trae consigo, duda incluida y dogmas añadidos.

Ante el hecho de la dificultad de dilucidar racionalmente el hecho de fe, se propone aca un criterio que se comporta, en este caso, como principio interpretativo que tiene la ventaja de no agotarse en la descripción del fenómeno religioso, pues, y por el solo hecho de ser hermenéutico, participa de un proceso inagotable develativo del ocurrir sacro al interior de la existencia; proceso que responde a que “el sentido del ser ya se ha manifestado de alguna manera en la existencia, en sus distintos despliegues, cuando aflora en ella la palabra filosófica” (Corona, 2008: 9).

Puestos en el escenario hermenéutico, la proposición seguida sobre la teleología humana, parte del presupuesto de que lo religioso es una experiencia que supera la contingencia, por tanto, traduce el paso a la comprensión de la inmanencia de la existencia a su trascendencia. Más esto significa inclinarse al hecho metafísico que explica el ser de la existencia, y que correspondería a la potencia del significado de las religiones al ser ellas las que

[…] representan todo el complemento suprasensible del hombre, todo aquello que él mismo no puede darse. Son, al mismo tiempo, el reflejo del pueblos y épocas culturales enteros en un gran mundo distinto o la proyección y el perfil que aquellos extienden sobre lo infinito

(Burckhardt, 1971, p. 82).

Con Burckhardt, un pensador del siglo XIX, tenemos un adelanto y una muestra filosófica de que el mejor modo de leer lo religioso es simplemente interpretativo.

Punto 4

Una de las notas que distingue la figura humana es la capacidad de preguntar. De suyo la pregunta es una puerta sobre el hecho humano:

Y…¿qué es el hombre? Es ésta una pregunta como tantas otras, y sin embargo presenta unas características especialisimas, porque afecta directamente al hombre que interroga, porque le pone sobre el tapete de la discusión. El hombre se pregunta por su propia esencia. Y tiene que formularse esa pregunta porque personalmente es problemático para sí mismo. Y tanto más problemático resulta cuanto el espíritu y los acontecimientos de la época la ponen en tela de juicio, le amenazan con el trastorno y disolución de todos los órdenes humanos y le enfrentan con el enigma y hasta con el absurdo aparente de su existencia. De esta forma se plantea con nueva gravedad y urgencia nueva la pregunta acerca del ser del hombre, de su posición en el mundo y del sentido que tiene su propia existencia

(Coreth, 1974: 29).

Coreth refiere a la necesidad de aceptar que si “El hombre es el que interroga; es el mismo que puede y debe preguntar” (1974: 29). Pero, ¿acaso esto significa que interrogar es consecuencia de descubrir que no se tiene plena y acabada comprensión de la existencia y su sentido? Y si es así, ¿no hay en ello conciencia de indigencia? Si esta es la tesis, probablemente ahí se localiza la justificación y la intervención de lo religioso en la determinación de la teleología humana. Dando por sentado este hecho como válido, entonces la indigencia en cuanto situación antropológica es la que conduce el movimiento epistémico preocupado de resolver el tema del sentido de la vida, y en donde lo religioso aparece cumpliendo una función de respuesta. Desde ese momento, resulta inseparable de la indigencia el estado de conciencia respecto de un problema propio de la contingencia como es la realidad de la secularidad; realidad que se comporta como una marca que nos acompaña desde la modernidad.

Charles Taylor al escribir sobre “la teoría de la secularización” (2015: 198), da cuenta de algunas “facetas de la secularidad” (2015: 198) entre estas: “1 (el repliegue de la religión en la vida pública) y 2 (el declive de la creencia y la práctica)” (2015: 198). Tomando la propuesta, no es arbitrario conjeturar que el resultado práctico de este fenómeno, al menos en occidente, es más silencio sobre la fe; silencio que termina siendo una puerta abierta para entender los términos ocupados por Dios para revelarse en el espacio que resulta del repliegue, forzado eso sí por la razón instrumental, de Dios de la escena pública; y ¿cuál sería ese espacio? Entendemos que el sujeto; específicamente se trata de aquel sujeto que mantiene en la intimidad su opción de fe, pues éste, por gracia de lo secular, se cuida de dar explicación de los elementos que componen su opción. Esta situación acaba por dar vida al interés de revitalizar lo más significativo del acto religioso como es la tendencia a vivir el recogimiento, es decir, vivir el silencio propio de un talante creyente sin la necesidad de dar cuenta a otros de aquel aspecto que lo constituye como, precisamente, sujeto creyente. Pero, ¿no es acaso esta situación una contradicción vital? Es cierto, ya que el silencio es consustancial al escuchar. Pues bien, apliquemos esta condición al universo dialógico construido entre Dios y la persona: ahí – como en cualquier situación mundana – el silencio es la llave del encuentro y desarrollo de lo propiamente humano; sin embargo, hay que advertir que existe una diferencia ontológica entre el diálogo humano y la relación Dios-persona. La causa es que en este último caso, el diálogo se sostiene más allá del reconocimiento de la apertura como condición para el diálogo a razón que se estructura en la construcción de la experiencia religiosa que, a su vez, se consolida como experiencia de apertura metafísica esencial concluyendo en el descubrimiento del sentido que tiene para su existencia la presencia de Dios. Ciertamente que este tipo de apertura requiere de un lenguaje apropiado si la intención es romper la barrera puesta por el imperio de la facticidad. Este lenguaje se construye, postulamos, desde el silencio.

Vuelvo a retomar la idea que cada ser que puebla el hábitat normal, el del día a día, pide para su plenitud darse a conocer a otro que, en actitud de respeto, resignifica el reconocimiento de la dignidad de la figura humana entendida y querida como fin. Dignidad predida como modo de ser de la acogida, respeto que aguarda el total descubrimiento de aquello que solicita atención desde una actitud que deja hablar. ¿Y el hablar mismo? No es un simple gesto de comunicar algo, en lo más profundo está dejar que la intención de desocultar se realice. En este sentido, el hablar y el escuchar participan ambos del mismo proceso que consiste en descubrir una realidad humana atisbada entre los diversos pliegues de la existencia, es decir, en el conjunto de experiencias vitales conectadas en un fondo de intención común; experiencia simplemente original y que consiste, esencialmente, en el hecho de convertir cada ser hombre o mujer en ser humano. Por lo mismo, no es un absurdo que en un ambiente marcado por el progreso del secularismo, algo permanezca en la esfera de lo incognoscible por la razón científica. Lo dice entre líneas María Zambrano:

La razón despegada de la vida ha corrido durante siglos por su mundo, conquistado mundo de las abstracciones. Mas entre nosotros la mente no ha sido despegada de las cosas, de la vida, por violencia alguna, por apetito alguno de poder y la vida ha triunfado siempre (1977:163).

Y directamente Gadamer:

[…] por mucho que haya sido triunfal el rasgo predominante de la ciencia moderna, y por más obvia que resulte para quienes hoy viven, la penetración de los presupuestos científicos de nuestra cultural en la conciencia existencial de todos ellos, el pensamiento de los hombres sigue constantemente dominado, a pesar de todo, por problemas para los que la ciencia no tiene respuesta alguna (2001: 91).

En un contexto donde la razón se despliega sobre sí misma develando abstracciones, el silencio como expresión y búsqueda del recogimiento cobra mayor valor. Cierto que el texto de Zambrano no identifica de modo directo el tema de lo religioso, simplemente se esconde en su pensamiento para aparecer a cada instante como referencia. Por ello es útil para plantear que el tema no pierde actualidad filosófica. Además, mientras persista la pregunta por el sentido de la existencia, Dios seguirá siendo un existencial. Y por serlo, resulta que pensar lo religioso (asunto que incluye pensar Dios como materia) se da en un contexto social que – al menos en intencionalidad – se declara plural, tolerante y con intenciones ecuménicas no sólo entre diversas formas de vivir la fe, sino también respecto de quienes niegan la fe como constitutivo de la vida. En todo esto se registra que el contexto secular direcciona la reflexión sobre lo religioso, por tanto, pide de quienes se sostienen en la fe una:

[…] actitud epistémica hacia otras religiones y visiones del mundo que les son extrañas y con las que se topan dentro del universo de discursos ocupados hasta entonces por su propia religión. Y esto se logra en la medida en que dichos ciudadanos pongan autorreflexivamente en relación sus concepciones religiosas con las doctrinas de salvación que compiten entre sí, de modo que esa relación no haga peligrar su propia pretensión exclusiva a la verdad. Los ciudadanos religiosos tienen que encontrar, además, una actitud epistémica hacia la independencia del conocimiento secular y hacia el monopolio del saber socialmente institucionalizado de los expertos científicos. Y esto sólo se logra en la medida en que dichos ciudadanos conciban por principio, desde su punto de vista religioso, la relación de los contenidos dogmáticos de fe con el saber secular acerca del mundo de tal modo que los progresos autónomos en el conocimiento no puedan venir a contradecir los enunciados relevantes para la doctrina de la salvación.

Finalmente, los ciudadanos tienen que encontrar una actitud epistémica hacia la primacia de la que gozan también las razones seculares en la arena política. Y esto sólo se logra en la medida en que dichos ciudadanos incorporen de una manera razonable el individualismo igualitario del derecho racional y de la moral universalista en el contexto de sus propias doctrinas comprehensivas

(Habermas, 2006: 144-145).

Siguiendo a Habermas, lo secular da por resultado fenómenos calificables como vitales, signo de la variedad de situaciones producto de la dinámica de lo racional. La ventaja de la dinámica secular es el desarrollo de la originalidad humana, de ahí que resulta verosímil todo discurso que dé sentido a la existencia. El significado de este tipo de narración radica en ser un modo de aproximación-comprensiva a la realidad secular entendida como una especie de polifonía-vital; polifonía que explica la armonía social; armonía propia de un espacio o territorialidad en donde conviven diversas opciones de sentido. Pero ¿qué sucede ahí con Dios? En este escenario polifónico-vital sigue actuando como referente, y como tal “no sólo es el índice de la mutua pertenencia de las formas originarias del discurso de la fe, es asimismo el de su inacabamiento. Es su focalizacióin común y, a la vez, lo que escapa a cada una” (Ricoeur, 2008: 99). De tal manera, planteo, que si a la polifonía vital secular se suma el agregado Dios como instancia de focalización, se termina por aceptar la fe como si se tratase de una entre otras propuestas de sentido; con todo, su aceptación es clave para la posibilidad de vivir la apertura a otras realidades comprensivas que participan de la vida en la ciudad. Lo dicho equivaldría a decir que es gracias a la experiencia secular que el ecumenismo se puede manifestar como lugar de posibilidad del desarrollo de distintos marcos de significación humana.

En suma, en la medida que exista claridad sobre el sentido de lo secular como instancia efectiva de la polifonía-vital, entonces hay una puerta a la posibilidad de comprender el significado de la experiencia religiosa. Para esto se principia desde el relato de la experiencia como acceso a una realidad en donde se ubican los elementos que componen el coloquio Dios-sujeto. La razón de elegir este principio hermenéutico, esta en el hecho de pensar que es condición del filosofar sobre lo religioso, el diálogo que se construye en el contexto prestado por una comunidad plural, por tanto, desarrollada en su posibilidad desde lo secular. Esta forma de proceder – en la medida de validarlo epistémicamente –, visibiliza lo esencial de la fe enmarcada en una dinámica que descubre el valor de la alteridad para la construcción de la persona de fe. Se ha de tener presente que con el concepto alteridad, referimos a la presencia necesaria de un otro que se revela de continuo para un yo que sale a su encuentro. Piénsese que este otro no es un otro cualquiera sino un punto de inflexión y, por ende, de reflexión que se devela en el proceso de caminar en la ruta comprensiva sobre el significado de creer que – y en cuanto acontecer entre dos al menos – ahí se describe en esencia un tipo singular de experiencia que consiste en salir al encuentro de alguien – o algo – en quien se confía sin necesidad de prueba alguna. De suyo, en esta experiencia basta la palabra pronunciada que al ser comprendida actúa como instante revelativo. Al respecto Ricouer dedica un tratado a la revelación donde intenta aclarar el concepto:

Si hay algo que pueda decirse univocamente de todas las formas analógicas de revelación ello consiste en el hecho que la revelación, bajo ninguna de sus modalidades se deja incluir en un saber ni dominar por él. Al respecto, su idea-límite es la idea de secreto. La idea de revelación es una idea con dos caras. El Dios que se muestra es un Dios oculto a quien pertenecen las cosas ocultas. A la idea de revelación pertenece confesar que Dios está infinitamente por encima de los pensamientos y palabras del hombre, que nos dirige sin que comprendamos sus caminos, que el enigma del hombre oscurece por sí mismo hasta las claridades que Dios le comunica (2008: 152).

Dios, entonces, se desoculta y oculta al sujeto; habla pero también guarda silencio para ser escuchado y, en ello, esencialmente comprendido. Más esta es una situación que, paradójicamente, se convierte en una invitación al encuentro, de un encuentro iniciado al momento que se manifiesta la disposición humana de abrirse a vivir la experiencia de fe bajo la condición de la confianza, pues sin confianza no hay experiencia de apertura posible.

Notas de conclusión (a modo de sugerencia)

Se reconoce que uno de los factores más queridos a la hora de construir una relación con persona o institución humana es la confianza. Vista en sí misma, ella refiere a un sentimiento que está a la base de un acto comunicativo; se significa con ello que la confianza se comporta en la práctica como apertura a otras realidades que invitan ser conocidas. Bajo este entendido es plausible establecer el paralelo con el principio de la libertad en su significación de apertura y, a la vez, también con su sentido referencial que reconoce a la persona siempre como fin según la enseñanza kantiana. Imprescindible, por tanto, es entenderla como una virtud por participar del proceso de humanización, vale decir, por ser cómplice de un movimiento que dignifica tanto a quien confía como a quien o en quienes se confía. Así es como el hecho de caminar sostenido en ella, tiene el efecto de desplegar su influjo en un horizonte vital que contamina positivamente a quienes son sus depositarios, ergo: personas que construyen la comunidad humana con todo aquel material espiritual descubierto gracias a aquel diálogo armado en la confianza. Por ello su influencia alcanza al tiempo común, lugar y cosas que componen las circunstancias desde las cuales cada persona construye su historia; historia que nunca es puramente de uno sino de varios. Por cierto la confianza sólo se mantiene y crece en la medida que se cumplen las expectativas puestas en uno, de ahí que sea plausible, nos dirá Victoria Camps (2011), relacionar la confianza con la responsabilidad, y en este sentido la filósofa ve en ella ciertas condiciones que la certifican, por ejemplo: no defraudar la palabra que habla de acogida.

Victoria Camps, instalada en el corpus metafísico de la relación, dirá que confiar en Dios “significa esperar una redención que ninguna realidad humana puede proporcionar” (2011: 194). Lo escrito por la filósofa implica aceptar la fe como factor de la gracia y cuya explicación y canalización por la persona es un enigma dentro de tantas otras materias estimadas como misterios, por tanto, imposible desde una lectura que quiera ver en ello objetividad. Lo extraño es que a pesar del sentido mistérico hay confianza, de una que, por su peculiar forma, pide una inteligencia sobre su significado. Pero, ¿qué sucede con el contenido mistérico implicado ahí en la gracia?, ¿dónde conseguir la inteligencia sobre el contenido de la gracia misma? Las vías probatorias que la filosofía ha construido parecen insuficientes, lo cual tiene su derivado en la angustia por no tener la inteligencia perdida. Pero quedar en ello no parece ser la respuesta adecuada, entonces no queda sino recurrir al lugar en dónde se resuelve o se cree está el territorio de la respuesta. Ya Agustín en las Confesiones, muestra la clave epistémica que consiste en volver la mirada al sujeto; retorno que, en sentido práctico, consiste en que el sujeto vuelve sobre sí mismo la mirada para descubrirse como lugar de respuesta. Agustín anticipa lo que hoy es la vía epistémica aceptada desde la irrupción filosófica existencial con Kierkegärd, vale decir: ver y buscar en una existencia dada, y en un contexto marcado por la secularidad, la respuesta más certera a la inquietud por la trascendencia. En el fondo, todo consiste en aceptar la condición de la dinámica prestada por el hacer cotidiano. Cierto que hoy es una condición dinámica con características complejas, a causa que cualquier realidad en un mundo secular-globalizado, pide para su interpretación conocer el vínculo relacional con otras realidades.

Salvada la vía, por tanto, el sujeto de la experiencia religiosa que es la preocupación de la filosofía de la religión, la pregunta es ¿qué sucede si la confianza es traicionada? En el campo religioso el efecto se manifiesta en una pérdida del valor real de las instituciones como depositarias de la palabra. Históricamente éstas se presentan en sus relatos como el lugar o depósito efectivo de la confianza. De ahí que en cuanto aceptada y adscrita a aquella, la persona cree que las instituciones religiosas son las adecuadas para canalizar los mecanismos comprensivos de la esperanza que lo anima. Por ello en las instituciones de este tipo, la persona deposita muchas de sus expectativas y en sus líderes la personalización de aquello. Pero, repetimos, ¿qué ocurre si todo aquello se ve traicionado por un acto individual o colectivo? Sucede simplemente que desaparece la confianza y aflora su contrario el temor, el miedo. Victoria Camps, citando a Spinoza, dirá que “el miedo es un efecto triste, la esperanza es una alegría” (2011: 193). De suyo, no hay mayor frustración que la que tiene por efecto la desesperanza al ser del tipo de sentimiento que se origina al momento de invalidar el testimonio de quienes hacen acto público de su fe. Sin embargo, no se puede obviar que el tiempo presente en cuanto tiempo del acto declarativo de la fe es, a la vez, el punto de encuentro de lo pasado y lo de que viene. El presente tiene la facultad de permitir interpretar el significado de lo vivido y proyectar futuro. Con todo, la tesis es que en el continente del tiempo, y a pesar del continuo ir y volver, no existe determinismo, existe libertad puesta en ejercicio por y desde la memoria. Este dinamismo lo describe bien Ricoeur:

[…] a la memoria se vincula el sentido de la orientación en el paso del tiempo; orientación de doble sentido, del pasado hacia el futuro, por impulso hacia atrás, en cierto modo, según la fecha del tiempo del cambio, y también del futuro, según el movimiento inverso del tránsito de la espera hacia el recuerdo, a través del presente vivo (2010: 129).

Tomando de base el sentido de la confianza según la descripción ofrecida por Victoria Camps, podemos realizar el proceso de pasar de la simple intencionalidad y reconocimiento del otro a la búsqueda del significado de la contemplación y meditación sobre los elementos que envuelven el relato de fe. Los dos conceptos – contemplación y meditación – son fundamentales para entender el proceso, a raíz que entre ellos hay un vínculo hermenéuticamente dinámico llevado por la persona para lograr acceso al significado de la fe; situación que, por cierto, pone en juego el telón hermenéutico por medio del acto de cree. Pero, y con todo aquello en escena, ¿qué se significa con la palabra contemplación? Originariamente se la entiende como visión. En sentido primario, contemplar es prestar atención, cuidar de, vigilar a, observar para concluir en una teoría respecto del objeto observado, en donde además la teoría da cuenta del significado de aquello. Si es así, entonces entre teoría y contemplación existe una distancia no de tal magnitud que al punto de eliminar toda referencia entre ellas, pues sin la precaución de descubrir entre ambos elementos en común no hay teoría. De esta forma, la relación entre contemplación y teoría, está en el hecho que la segunda desmenuza explicativamente lo contemplado. Lo da a conocer a alguien que precisa de claridad para su propia meditación.

Pero, ¿qué ocurre con el concepto meditación en el territorio de lo contemplado respecto de lo que se cree? La meditación se plantea como un elemento previo al hecho de aceptar una seríe de puntos interconectados que encuentran su legitimidad en el origen de la narración creyente. Esto se ve facilitado por el hecho que la misma narración refiere explícitamente a un diálogo cuyo sentido se logra descubrir en un movimiento intersubjetivo, es decir, en uno que se va construyendo siguiendo la marcha de una conversación dada en un espacio de intimidad compartida entre entidades existenciales, y que en este caso son Dios y la persona. Estas dos entidades, por su tendencia natural a la relación y su realización (campo de lo propiamente intersubjetivo), comparten una misma base comprensiva inicial en donde al menos uno (la persona receptiva) la denomina fe, la cual por ejercicio práctico que consiste en vivirla, se configura como intencionalidad epistémica apuntando a descubrir el significado de la existencia para sí, pero también del significado para sí de aquel otro que participa del diálogo. Así es cómo el coloquio intersubjetivo se legitima desde la apertura que es la condición para entender el acontecer de Dios en el sujeto. De esta forma, y en la medida que la relación Dios-sujeto posee la característica de ser íntimamente intersubjetiva, se espera que cada experiencia permita descubrir la novedad del hecho creyente para el sujeto, de uno que, además, se exige creer. Éste lo acepta como una condición a priori sostenida en la intuición que efectivamente acontece así y no de otro modo.

1Trabajo realizado en el marco del proyecto enlace VRID UdeC 2018-064.014-1.0

2Interpretamos que es esto lo que Burckhardt quiere decir. Para esto usamos el texto de, en donde establece la diferencia entrre historia y filosofía, dice: “La expresión filosofía de la historia es para Burckhardt una contradictio in adiecto, un ´centauro´, ya que la historia coordina, y por tanto no es filosofía, mientras que la filosofía subordina, y por tanto no es historia” (Navarro, 2000, pág. 116)

3esto lo dice de otra forma Marcel cuando pronuncia la presencia participativa en la reflexión sobre el misterio del homo viator y el hic et nunc, vale decir, cuando explica el asunto de la inmanencia intersubjetivizada en la trascendencia para toda su plenitud de sentido (Pulgar, 1994)

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Recibido: 17 de Noviembre de 2020; Aprobado: 10 de Enero de 2021

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