Introducción
El 28 de junio de 2020, el Día Internacional del Orgullo LGBT, en varias ciudades de la Argentina, algunos veteranos de la guerra de Malvinas, entre otras personas y grupos anti-derechos, agraviaron la bandera de la diversidad sexual que había sido izada en dependencias municipales por decisiones de los gobiernos locales. En el Parque Sarmiento de la Ciudad de Córdoba, las disputas escalaron hasta la agresión física con cadenas a activistas LGTBIQ+. En aquel día, mientras el Estado reconocía y celebraba las sexualidades disidentes y sus derechos conquistados en las últimas décadas, las memorias de la guerra de Malvinas, librada entre Argentina y Gran Bretaña en 1982, se volvieron un escenario de política sexual. Como gendarmes de un orden heteropatriarcal, algunos veteranos de guerra buscaron señalizar las fronteras de la nación desde el rechazo y la exclusión de las sexualidades subalternas. “Ninguna ordenanza municipal puede modificar la Constitución Nacional, así que si vuelven a subir esta bandera (…) los veteranos de guerra vamos a hacer exactamente lo mismo siempre”, se escuchó en Mar del Plata (Alexis OLIVA, 2020a). Repudiando esos ataques, el Centro de Ex Combatientes de las Islas Malvinas de La Plata, lo circunscribió a una acción de ciertos grupos pertenecientes a la Confederación de Veteranos de Guerra1. Y respondiendo a lo sucedido, la militante LGBTQI+ Anabella Romagnoli, se dirigió a los veteranos recuperando la memoria de aquellos que “en silencio y en la clandestinidad tenían que fingir ser quienes no querían ser para sobrevivir, no a la guerra, sino al odio y la indiferencia de sus propios compañeros… quienes también dieron su vida por esta patria…” (OLIVA, 2020b).
Esa teatralidad social (Alicia DEL CAMPO, 2017) puso en escena una trama sospechada pero poco analizada y que voy a explorar en este artículo: los vínculos entre las memorias de la guerra de Malvinas y la construcción de la masculinidad hegemónica en Argentina.2 Me concentro en los testimonios de diez protagonistas de la guerra de 1982 - distintos y distantes de quienes agraviaron al movimiento LGBTQI+ en 2020. Analizo esos relatos memoriales buscando escuchar como la experiencia bélica y el servicio militar obligatorio en esos años impregnaron y modelaron los cuerpos de los soldados conscriptos como parte del cuerpo social jerárquico, dócil y disciplinado que la última dictadura cívico-militar (1976-1983) buscó imponer en Argentina (Pilar CALVEIRO, 2013). Se trata de diez hombres que en 1982 llegaron a las Islas como soldados conscriptos desde distintas unidades militares3; y que treinta años más tarde, se encontraron con mujeres profesionales de las ciencias sociales para reconstruir sus vivencias antes, durante y después de la guerra y conservarlas en el Archivo Oral de Memoria Abierta. Este archivo de testimonios audiovisuales, facilitados de manera remota en tiempos de pandemia, permite escuchar y ver, aunque mediados por una pantalla, a quienes prestan testimonio. No se concibió “volcado a cuestiones de género”, como explicó Alejandra Oberti (2020), una de sus responsables. Comenzó en el 2001 para rescatar memorias de personas cuyas vidas se hubieran visto afectadas, de una forma u otra, por el terrorismo de Estado en Argentina, cuando el Estado promovía “el olvido” de los crímenes dictatoriales (Vera Carnovale; Federico LORENZ; Roberto PITTALUGA, 2006). Pero si el archivo, además de fuente desde donde extraer información es también, y fundamentalmente, un artificio productor de sentidos; si el archivo no solo registra el acontecimiento sino que también lo produce (Jacques DERRIDA, 1997; Ann STOLER, 2010); y si el testimonio es una práctica encarnada donde los sobrevivientes no sólo narran lo sucedido sino que construyen y transmiten sentido (Barbara SUTTON, 2018), las marcas de género y las trayectorias de masculinidad, aunque no previstas ni solicitadas, se volvieron una presencia ineludible en los relatos de los protagonistas de la guerra. La práctica testimonial encarnada, como la que habilita este acervo de Memoria Abierta, supone ‘al cuerpo como archivo’, que no solo almacena memorias (físicas y emocionales), sino que también transmite sentidos sobre la experiencia vivida y sobre la historia reciente.4
En los últimos años, los ex conscriptos adquirieron roles importantes en distintos procesos de justicia transicional: desde 2007 impulsan las causas por delitos de lesa humanidad durante la guerra de Malvinas (Vassel en Verónica PERERA, 2019) y devinieron testigos fundamentales en instancias como el juicio por ‘los vuelos de la muerte’ que despegaban desde Campo de Mayo para arrojar personas detenidas-desaparecidas al mar (Ailín BULLETINI, 2020; 2021). En el Archivo Oral que nos ocupa, sus voces denuncian un inventario de tormentos y violencias ocurridas en distintos escenarios castrenses entre 1981 y 1982, poniendo en evidencia las continuidades entre las violaciones sistemáticas a los derechos humanos en el continente durante la última dictadura cívico-militar y en las Islas Malvinas durante la guerra. Pero además, sus testimonios subrayan historias de más larga duración: sugieren continuidades con hábitos institucionales, prácticas disciplinarias y modos de gestión de la tropa durante el servicio militar obligatorio, que para estos ex soldados transcurrió entre 1981 y 1982, pero que en Argentina estuvo vigente entre 1901 y 1994. Voy a sugerir, entonces, que esas continuidades entre el escenario del servicio militar obligatorio y la guerra nos invitan a pensar en la dimensión productiva del poder disciplinario y soberano de la vida de los soldados conscriptos (Santiago GARAÑO, 2016; 2017). Desde una escucha sensible al cuerpo - entendido como “materia ampliada, superficie extensa de afectos, trayectorias, recursos y memorias”5 (Verónica GAGO, 2019, p. 89), elaboro en esas continuidades del poder disciplinario y soberano como instancias clave en las trayectorias de masculinidad hegemónica en Argentina. Centrando la atención en que del cuerpo los ex combatientes recuperan y relatan; y cómo narran con el cuerpo - sus palabras, pausas, silencios, sollozos, entonaciones de la voz, ritmos de la conversación, gestos en sus rostros, movimientos de sus manos y brazos - respondiendo a las preguntas, la curiosidad y la empatía de sus entrevistadoras mujeres, profesionales del Archivo Oral, analizo las memorias de la guerra y de la conscripción como usinas desde donde se modelaban los cuerpos de los varones; laboratorios de las formas más tradicionales y tóxicas del heteropatriarcado.
Sobre la masculinidad hegemónica
En los últimos años, los estudios de masculinidades impugnaron la idea de una masculinidad única. Lejos de lo innato, lo esencial, aquello indisolublemente ligado a la conformación cromosómica y genital del ‘hombre’, las masculinidades son fenómenos fluidos y complejos; constructos inestables y múltiples. Se trata de modelos normativos que incluyen estéticas de género, códigos de reconocimiento visual y convicciones psicológicas para efectuar las performances cuya “repetición coercitiva” (Judith BUTLER, 2008) asegura los privilegios de la dominación masculina (José J. MARISTANY; Jorge L. PERALTA, 2017, p. 11).6 Estos bienvenidos desarrollos teóricos, que comenzaron en los años ochenta en otras latitudes y más recientemente en la Argentina, sacudieron los estudios de género antes demasiado concentrados en ‘las mujeres’. Aún desde las perspectivas relacionales del sistema sexo-género, la masculinidad aparecía como una categoría estática, universal, ahistórica - como si no tuviera marca ni género ni historia (MARISTANY; PERALTA, 2017, p. 10). Esa invisibilidad y ese silencio, constitutivos del patriarcado, deben y merecen ser estudiados (Todd REESER, 2010, p. 9). Pero si la atención analítica se concentra exclusiva o desproporcionadamente en las masculinidades “alternativas”, “disidentes”, “subalternas”, “contrahegemónicas”7, la norma, los modos dominantes de ser “varón” que legitiman la desigualdad de poder, permanecen libres de escrutinio, deshistorizados, descontextualizados, poderosamente opacados en el centro de la organización genérica de nuestra sociedad (Sally ROBINSON, 2000). Desde acá la importancia para la teoría y la práctica feminista de explorar “esos modos particulares de estar en el mundo como integrantes de un sector dominante” (MARISTANY; PERALTA, 2017, p. 11); “esa configuración normativizante de prácticas sociales para los varones predominante en nuestra cultura patriarcal” (Luis BONINO, 2002, p. 9). Desde acá la urgencia de estudiar eso que Raewyn Connell (1987, 1995) llamó “masculinidad hegemónica” y que, en última instancia, legitima relaciones desiguales de poder entre “hombres” y “mujeres”, entre masculinidad y feminidad, y entre masculinidades (James MESSERSCHMIDT; Michael MESSNER, 2018, p. 41).
Desde el psicoanálisis y los estudios de género, Bonino entiende a la masculinidad hegemónica como una matriz generativa, individual y colectiva, que deriva su poder de la naturalización de mitos acerca de los géneros construidos para el dominio masculino y la desigual distribución genérica del poder. Un constructo socio histórico, variable y flexible culturalmente, pero no por eso menos persistente; y que opera en intersección con la clase, la edad, la etnia, la sexualidad (BONINO, 2002, p. 11). Se trata de un sistema de estatus de una temporalidad lentísima (diferente del sistema moderno de contrato social), dice la antropóloga Rita Segato (2003), basado en la usurpación del poder de las mujeres por parte de los hombres y en cuya posición jerárquica, a través de la capacidad de dominio y de la exhibición de potencias (bélica, política, sexual, intelectual, económica y moral), se construye lo que llamamos ‘masculinidad’. Es allí dónde se asienta la subjetividad de los hombres y se entrama su sentido de identidad y de humanidad.
La trágica persistencia de los femicidios en Argentina y en otros países - las muertes de mujeres provocadas por la violencia masculina; por sus parejas o ex parejas hombres en la mayoría de los casos - nos habla de un patrón de masculinidad tradicional y tóxico que no desaparece ni disminuye. A modo de ejemplo: en 2022 en Argentina se cometió un femicidio cada 28 horas, el 62% ocurrió en la vivienda de las víctimas y el 60% fue realizado por parejas o ex parejas de las víctimas (Observatorio de las Violencias de Género, 2022). A pesar de (¿o debido a?) las luchas feministas por otras masculinidades y por la reivindicación de las disidencias sexo-genéricas, la masculinidad centrada en el dominio y control de las mujeres y de otros feminizados no pierde su poder como organizador complejo, individual y colectivo, del cuerpo y del psiquismo de los varones. Fundamental para el patriarcado heteronormativo, la masculinidad hegemónica se asienta y se entrama con ejes de la modernidad occidental: el individualismo burgués, el capitalismo, la exclusión y la subordinación de la otredad (BONINO, 2002, p. 13). Se trata de un modelo vivo, que moldea y limita, que opera mediante “creencias matrices”: imperativos de fuerte arraigo emocional, constelaciones de afirmaciones arbitrarias que impregnan (cognitiva, afectiva, comportamental y vincularmente) los cuerpos. La “belicosidad heroica” (o la “potencia bélica”, usando la fórmula de Rita Segato), es una de esas creencias matrices, junto a “la autosuficiencia prestigiosa”, “el respeto al valor de la jerarquía” y “la superioridad sobre las mujeres y sobre los varones ‘menos masculinizados’. Por supuesto que “la belicosidad heroica” no alude únicamente a la guerra, ni al universo militar. Se trata de un ideal regulatorio, nunca completamente realizado, siempre desafiado - pero no por eso menos persistente y poderoso normativamente. La agresividad, la afirmación de sí a través del enfrentamiento, el riesgo y las pruebas constantes, la extrema valoración del honor personal y la excepción épica, la subordinación y el sometimiento del otro, la inhibición del miedo, la capacidad extrema de soportar dolor y sufrimiento, y la emocionalidad dura y distante son componentes clave de la belicosidad heroica (y de la masculinidad hegemónica) que, obviamente, no se actualizan únicamente en la guerra, ni en la vida militar. Se trata de un horizonte de experiencia y de subjetivación, donde se logra el reconocimiento de los iguales y se favorece la homosociabilidad; y donde la vida es, en última instancia, prueba, riesgo y amenaza permanente a ser superados. El otro es un adversario peligroso o un enemigo a ser doblegado y el mundo es un campo de batalla donde gana el más fuerte y donde se valida la violencia (BONINO, 2002, p. 19-21). Aunque lejos de esencializar la relación entre masculinidad y guerra (Paola EHRMANTRAUT, 2013), desde el Archivo Oral de Memoria Abierta, desde los testimonios de quiénes combatieron en 1982 en el Atlántico Sur, voy a argumentar que las experiencias de la guerra y de la conscripción aparecen como laboratorios de esos modos de ser, de hacer y de sentir característicos de la masculinidad hegemónica: en las memorias del conflicto bélico y del servicio militar obligatorio se advierten usinas que ‘matrizaban’ en los cuerpos, los varones para la nación.
La tortura en la guerra de Malvinas: una historia de larga duración
Las violaciones a los derechos humanos de los soldados de Malvinas han sido pensadas como el resultado de un proceso de adoctrinamiento de las Fuerzas Armadas, que desde 1955 redefinió cognitivamente la moralidad del acto de matar, habilitando la violencia extrema contra todo aquel designado como enemigo (Mario RANALETTI, 2017). Otros subrayan la continuidad de la lógica político-represiva centrada en la eliminación del enemigo interno de la última dictadura cívico-militar: así como existió, desde el 24 de marzo de 1976, un vasto sistema de desaparición forzada de personas en el continente; durante la guerra en las islas, el hambre y la tortura no fueron negligencias ocasionales, sino parte de un plan sistemático. El ex Subsecretario de Derechos Humanos de Corrientes y primer impulsor de las causas judiciales por delitos de lesa humanidad cometidos durante la guerra, Pablo Vassel, condensa esa idea cuando dice: “el desprecio a la dignidad humana que vivimos en el continente no fue muy distinto a lo que vivimos en las Islas; las torturas como método de disciplinamiento social estaban ahí también” (en PERERA, 2019). Estas continuidades, sin embargo, pueden inscribirse en una historia de más larga duración que nos remonta al comienzo del siglo XX y al servicio militar obligatorio, vigente en Argentina hasta 1994. En los párrafos que siguen, voy a elaborar esas continuidades entre la guerra y la conscripción a partir de los ecos que aún hoy se escuchan en las memorias sensibles de los ex combatientes de Malvinas, refractarias y reflexivas de esos laboratorios de la masculinidad hegemónica.
La imagen de los estaqueos es la más prevalente cuando se habla de las violaciones a los derechos humanos en Malvinas. Durante la guerra, algunos cuadros oficiales ataron a soldados de pies y manos a estacas sobre el suelo a bajísimas temperaturas durante períodos de muchas horas. Aunque estos abusos fueron denunciados públicamente desde 1982 (LORENZ, 2006, p.20; Natasha NIEBIESKIKWIAT, 2012, p. 181), no se tradujeron a la justicia institucional. Recién en 2007, en el contexto memorial de las políticas públicas de Memoria, Verdad y Justicia, esas prácticas son denunciadas como crímenes de lesa humanidad.8 En casi todos los testimonios del Archivo Oral que nos ocupa, los estaqueos se recuerdan como una ‘medida disciplinaria’ de parte de los oficiales y suboficiales hacia una tropa desesperada de hambre. A medida que pasaban los días durante la guerra, los alimentos eran escasísimos, inadecuados, hipocalóricos, transportados en cilindros metálicos que no conservaban el calor, y no podían ser calentados dado que las cocinas que había llevado el Ejército funcionaban a leña, un recurso inexistente en islas cubiertas de turba. La logística de distribución era deficiente para ese territorio serrano, ventoso, muy frío, húmedo y constantemente lluvioso (Natasha NIEBIESKIKWIAT, 2012). La entrega de víveres era inequitativa y corrupta. La desesperación por la comida - “no podés pensar en otra cosa” -incluye denuncias sexuales: “había un cabo que cambiaba sexo por comida” (Ernesto ALONSO, 2011). Si los soldados se proporcionaban alimentos por sí mismos (en acciones como “robarse unas galletitas del Jefe de la Compañía” (Orlando PASCUA, 2011) , “hurtar en el supermercado de Puerto Argentino”, “matar a una oveja”, “carnear una vaca muerta en un accidente” (Silvio KATZ, 2012), podían ser estaqueados hasta 24 horas, con breves interrupciones “para comer o para hacer sus necesidades biológicas”, absolutamente expuestos e indefensos para protegerse del ataque enemigo (Victor FORESI, 2012). Los estaqueos aparecen, entonces, recordados como actos punitivos hacia conductas que, aunque motivadas por la desesperación de un cuerpo no alimentado, eran definidas como acciones rebeldes, desafiantes de la autoridad, inaceptables en un soldado.
En reiteradas oportunidades, a los estaqueos se sumaban otros tormentos. Silvio Katz (2012), por ejemplo, relata haber sido sometido múltiples veces a maltratos distintos: luego de ser estaqueado, fue orinado por compañeros forzados a hacerlo; obligado bajo pistola a comer excremento mezclado con comida; maniatado en el piso junto a un compañero a quién los suboficiales le habían puesto “una granada en la boca sin seguro…que si llegaba a gritar, volábamos los dos en mil pedazos”. Katz denuncia, así, un hostigamiento particular hacia su identidad judía: “No había día que no me despierte con el grito de ‘judío de mierda’… Y me retaceaba(n) la comida más que al resto”; dice describiendo un antisemitismo militar que padeció desde su paso por la conscripción. Dice Katz: “cuando eras judío (en el servicio militar obligatorio) el baile podía empezar en cualquier momento, o en los peores momentos, después de almorzar, hasta llevarte al vomito. Te mandaban a lavar los baños los domingos durante la misa”. Recuerda, además, haber tenido permiso para salir por cinco días para celebrar una fiesta judía, pero al segundo día de ese franco autorizado, lo fueron a buscar y lo mandaron al calabozo por desertor.
Es decir, no se trata solo de ‘medidas disciplinarias’ para sancionar acciones ‘desobedientes’ impulsadas por el hambre. La tortura durante la guerra aparece, más bien, como una práctica denigrante y extrema (pero una práctica entre otras) para otrorizar, subordinar y jerarquizar los cuerpos de la milicia - el cuerpo judío, como denuncia Katz; el cuerpo del conscripto de menor capacitación, menor rango, probablemente perteneciente a sectores populares, como denuncian Ernesto Alonso (2011) y José Luis Aparicio (2012), refiriéndose al Teniente Balbini, durante la guerra y durante la conscripción. En relación a la guerra, Ernesto Alonso recuerda: “Cuando a nuestra compañía llegaron soldados de otra compañía de servicios que no eran infantes, eran choferes, de servicios, etc., este Balbini los tenía montados en un huevo, hablando mal y pronto, porque no eran infantes (…), y Balbini los estaqueó un par de veces”. El subteniente Balbini también aparece en las denuncias de tratos inhumanos de Ernesto Alonso y de José Luis Aparicio durante la conscripción. Dice Aparicio: “¡Le teníamos pavor! Nos hacía bailar con un mortero pesado (puesto) tipo poncho.”
Además de punir actos considerados inaceptables en un soldado, entonces, los estaqueos y los otros tormentos aparecen como actos de oficiales y suboficiales cuyos efectos marcaban, clasificaban, ordenaban los cuerpos de la tropa y los cuerpos de la institución. Para los perpetradores que actúan y para las víctimas que padecen; los tormentos en el cuerpo del combatiente vehiculizan la jerarquía - ese imperativo que no solamente organiza, paradigmáticamente, la institución de las Fuerzas Armadas, sino también, nos recuerda Bonino, la masculinidad hegemónica. La práctica de la tortura inscribe, en el cuerpo individual del soldado conscripto y en el cuerpo colectivo de la institución, un patrón de disciplina-obediencia; de sometimiento a la figura del rango superior y a la cadena de ‘obediencias debidas’. La tortura graba la jerarquía y la humillación; generando modos de estar contrarios a la cooperación igualitaria y al cuestionamiento de la autoridad, de sí, de las normas, de los ideales grupales. Si “ser hombre es adquirir un prominente lugar dentro de una estructura jerárquica masculina dentro de la que se puede ascender por obediencia” (BONINO, 2002, p. 21-22); la práctica de la tortura inscribe en el cuerpo - del combatiente, de la institución, de la nación - un trazo fundamental de la masculinidad hegemónica.
“El proceso de disciplinamiento y obediencia a través de un miedo que se inscribe en el cuerpo tiene larga data en la sociedad y en las instituciones armadas, y se remonta prácticamente a la constitución de la Nación” escribe Pilar Calveiro (2013, p. 61). Aunque prohibidos por la Asamblea del año 1813, los tormentos se siguieron utilizando en escuelas y en cuarteles. Desde los comienzos de la nación independiente y la formación del Ejército de Buenos Aires, tanto el reclutamiento de la tropa, inicialmente formada por ‘vagos sin ocupación conocida’, ‘pobladores sin medios de fortuna’ entre 18 y 40 años, como la respuesta frente a la deserción, no medían el maltrato y la violencia (Ricardo RODRIGUEZ MOLAS, 1983, p.10). La pena de azotes en el Ejército fue abolida en 1864 por el Congreso (CALVEIRO, 2013) pero las denuncias públicas de “castigos irracionales” como el cepo, el látigo, la estaqueada; el uso de candados, grilletes y cadenas; las torturas como la “semi-horca” o el “zambullón”, permanecieron bien avanzado el siglo XIX, especialmente antes y durante la guerra contra el Paraguay, entre 1865 y 1870 (RODRIGUEZ MOLAS, 1983, p. 10-11; 17). Frente a la deserción en el ejército, el general Gelly y Obes, por ejemplo, aludía así al general Alvear en momentos previos a la guerra de la Triple Alianza: “al atravesar con su ejército para la campaña de Brasil, se cansó de fusilar para contener la deserción…era tal la matanza, que se tomó el temperamento del castigo hasta el exceso y aún así desertaban los soldados” (RODRIGUEZ MOLAS, 1983, p. 12). La ley del Servicio Militar Obligatorio de 1901, propulsada por el familiarizado con el ejército prusiano y ministro de guerra de Julio A. Roca, el Coronel Ricchieri, vino a atender el problema del reclutamiento y la deserción de la tropa. También imaginado por las élites liberales como un medio para formar jóvenes argentinos viriles, saludables, decentemente alimentados, alfabetizados, soldados-ciudadanos honorables (Nicolás SILLITTI, 2018, p. 269-270), el servicio militar obligatorio cumpliría un rol fundamental en la integración de la nación. La conscripción sería un vehículo para darle cohesión a la joven república, reforzar la presencia del Estado y transmitir a los jóvenes valores nacionales y cívicos, basados en las virtudes militares (LORENZ, 2006). Mientras se discutía la ley en la Cámara de Diputados en 1901, el Coronel Ricchieri decía:
[...] el servicio obligatorio va a acelerar la fusión de los diversos y múltiples elementos étnicos que están constituyendo a nuestro país en forma de inmigraciones de hombres, porque no se nos negará que el respeto, sino el amor a la misma bandera, la observancia de la misma disciplina, y quizá los mismos sinsabores, los mismos peligros, asaz poderosos para realizar esa fusión de nacionales y extranjeros, de que tanto necesitamos, para llegar de una vez al tipo que nos tiene señalado el destino (RODRIGUEZ MOLAS, 1983, p. 109, resaltado propio).
Desde sus inicios, entonces, el servicio militar obligatorio es imaginado por las élites que lo promueven como una instancia de integración social, donde el patrón de tormento-obediencia es pensado con una función de cohesión, un aglutinador en la disciplina; un patrón que se extendería desde el Ejército a toda la población de varones jóvenes (CALVEIRO, 2013), para “fusionar” la nación, modelando a sus hombres.
Es dable pensar que durante períodos dictatoriales, con la suspensión de las garantías constitucionales, esta modalidad se exacerbó. Santiago Garaño (2016; 2017) estudia la conscripción durante el Operativo Independencia en Argentina (1975-1977) con la hipótesis de que el funcionamiento burocrático y rutinario de la conscripción se enlazó con las formas de la represión ilegal y clandestina del régimen dictatorial en una misma estructura jurídico-política. “Cuando los soldados estaban ‘bajo bandera’, se cancelaba su estatus jurídico como ciudadanos - es decir, como sujetos de derecho - y estaban sometidos al poder soberano de sus superiores” (2016, p.16). Para los militares se trataba de seres matables, continúa Garaño siguiendo a Agamben y refiriéndose tanto a los conscriptos como a las personas sospechadas de pertenecer a organizaciones revolucionarias de lucha armada en el sur tucumano. Para quienes alojaron su testimonio en el Archivo Oral que nos ocupa, el servicio militar obligatorio transcurrió pocos años más tarde que el estudio de Garaño. Pero allí también se escuchan los ecos del estado de excepción de la época: “Eran los dueños de la vida y de la muerte de los que transitábamos este país”, dice Ernesto Alonso (2011); “era entrar a la boca del lobo…con una cuota de angustia hecha carne”, dice Víctor Foresi (2012); “empezaba el peor año de la vida y nadie (te) podía salvar de nada”, dice Silvio Katz (2012).
Los “bailes” de la conscripción: rituales de tortura, ritos de iniciación
Los llamados “bailes” durante la conscripción, escribe Calveiro, no eran “otra cosa que una forma de tortura” (2013, p. 67). En los relatos que aquí analizamos, esos “bailes” ocurridos durante la conscripción en 1981 y 1982, aparecen como una práctica ordinaria. “Cualquiera de nosotros podría haber sido Carrasco” dice Silvio Katz, refiriéndose al conscripto cuya muerte luego de un “baile” en un destacamento de Neuquén, catapultó la abolición del servicio militar obligatorio en 1994.9 En sus testimonios de Memoria Abierta, los ex combatientes reconstruyen los “bailes” como rutinas de ejercicios físicos, “movimientos vivos”, flexiones, saltos en rana, “saltos de paracaidistas”, muchas veces exigidos en lugares inadecuados (como la ducha o el baño), a un ritmo extremadamente veloz, durante períodos exageradamente largos - “más de veinticuatro horas” (APARICIO 2012; Carlos GUEVARA 2011); “hasta que la transpiración concentrada en los azulejos permitiera escribir el nombre del superior” (Edgardo ESTEBAN 2012; Pedro BENITEZ 2012), muchas veces iniciados a la mitad de la noche interrumpiendo el sueño, sin límite ni consideración del agotamiento, las lesiones, el sangrado que los soldados pudieran sufrir: “a los que caían agotados los pisaban”, recuerda Guevara (2011). Ocurrían con más frecuencia durante el período de “instrucción militar”; esos dos meses iniciales en que la compañía de soldados se concentraba en sitios alejados de las unidades militares y los centros urbanos, muchas veces en grandes estancias10 - sugiriendo sinergias o cooperación entre grandes propietarios rurales y la corporación castrense; mostrando tal vez algo de esa trama que hoy llamamos dictadura cívico-empresarial-militar.
Tanto como a los estaqueos durante la guerra, a los “bailes” durante la conscripción se les agregaban otros tormentos físicos y emocionales: “Me obligaban a aplaudir en los cardos y se reían de mí” dice Mario Volpe. “A un compañero le tiraron un hormiguero en la espalda”, relata Ernesto Alonso, quien también recuerda la exigencia de las vueltas carnero en los cardos “hasta que me quedaron espinas en los testículos”. “Tagarna”, “idiota”, “sorete”, “sea monkey”, “viejo puto”, “¡Cállese zurdito!”: el insulto se sumaba a la herida; los agravios permanentes remataban el dolor infligido en la carne. La comparación con el “subversivo” - el otro para la nación - era una forma frecuente de escarnio. Y los estudiantes, especialmente si eran militantes políticos, eran humillados públicamente (APARICIO 2012; ALONSO, 2011; Mario VOLPE, 2011). El régimen de sometimiento y sujeción no operaba solamente en la materialidad del cuerpo, incluía también un “repertorio psicológico”, tal como elaboro más abajo.
En algunos casos se trataba de actos punitivos que aparecían como respuestas a acciones concretas que los conscriptos podían identificar (como haber llegado tarde). O se trataba de respuestas a acciones que podían entenderse como un desafío a las órdenes impartidas, a los modos de enunciación en el cuartel. Por ejemplo, cuando recuerda la revisación médica para el ingreso, Edgardo Esteban (2012) relata: “Nos dicen: ¡Abran los libros!, nos hacían poner boca abajo; también podían decir ¡Abran los cantos! Alguien preguntó ¿en qué página? Y le pegaron tanto en el traste que el pibe no se podía ni arrastrar del dolor, le dieron una paliza impresionante, eso me asustó un poco…”. Es decir, eran castigos absolutamente desproporcionados y deshumanizantes, pero los conscriptos podían avizorar alguna relación entre sus acciones (interpretadas como faltas o rebeldía por los superiores) y el castigo.
Otras veces, contrariamente, los tormentos físicos y emocionales eran absolutamente arbitrarios, imposibles de ser entendidos como originados en alguna acción desobediente o conflicto visible. La tortura y el insulto, el tormento físico y emocional aparecían como puros vectores de terror: “me hicieron aplaudir cardos solo para reírse de mí” denuncia Mario Volpe (2011). Y Ernesto Alonso (2011) recuerda que cuando volvió al cuartel después de Navidad, “de golpe nos bailaron, decían que teníamos que volver a adaptarnos al sistema”. Se trataba de abusos impunes originados en una cadena de mando; prerrogativas basadas en la antigüedad: “los cabos podían irse y designar a los soldados más viejos que estaban a cargo y esos bailaban a los más chicos” reconstruye, por ejemplo, Carlos Guevara (2011). Eran abusos que podían llegar a ser relativamente naturalizados hasta por los propios conscriptos11 y que podían llegar a perpetuarse más allá del cuartel.12
“Los varones de esa época lo resumíamos así: las mujeres tienen hijos, los varones van al servicio militar. Te tenés que joder, te va a tocar,” dice José Aparicio (2012) reconstruyendo el sentido común patriarcal de esos tempranos años ochenta en la ciudad de Rosario. En esta memoria, al mandato cultural de la maternidad se acoplaba el destino inevitable de la conscripción. La maternidad y el servicio militar se homologaban como moldes vivos de subjetivación sexo-genérica. Se trataba de instancias desde donde se distribuían configuraciones normativizantes para producir hombres y mujeres adultas; impregnando los cuerpos para volverlos legibles y legítimos. La conscripción, como la guerra, arrojaba a los jóvenes a la masculinidad adulta. Así, estas memorias evocan la idea del ritual de pasaje a la masculinidad adulta (Rosana GUBER, 2009; GARAÑO, 2016; 2017), y hegemónica.13 Según Garaño, desde los ya clásicos aportes de la antropología británica, los conscriptos pueden ser pensados como “seres liminales” quienes atraviesan un momento de transición, un rito de paso “cuya culminación exitosa implicaba devenir un soldado considerado “apto”; un legítimo ciudadano argentino; y un “hombre adulto” con el sello de la aprobación estatal y considerado capaz de ingresar al mercado laboral” (GARAÑO, 2017, p. 126). Esas prácticas y rutinas del servicio militar obligatorio basadas en el desprecio hacia la vida de los soldados, pueden ser pensadas como rituales violentos cuya eficacia simbólica, cuando victoriosa, transformaba niños varones en hombres adultos para la nación (GARAÑO, 2017). Los “bailes” devenían, así, escenarios donde se performaba no solamente la jerarquía que marcaba el cuerpo del soldado y el cuerpo de la institución, como ya mencionamos. En los “bailes” se actuaba ese mandato de la masculinidad hegemónica que Bonino llama “belicosidad heroica” (BONINO 2002, p.19). Mucho más que instruir militarmente, la crueldad, la arbitrariedad, la impulsividad, la violencia explícita, la prueba constante, el riesgo extremo, la exigencia física y emocional excesiva de los “bailes” marcaban los cuerpos y matrizaban la belicosidad como modo de ser hombre. Se trataba de “iniciaciones colectivas”, para usar la expresión del testimonio de Edgardo Esteban, donde la eficacia institucional, más que producir soldados, moldeaba formas de habitar la masculinidad.
Improvisación: cuerpos abandonados, emociones silenciadas
En el Archivo Oral que nos ocupa, los ex combatientes sugieren otras continuidades entre la guerra de Malvinas y la conscripción de 1981 y 1982. Se trata de la improvisación como desresponsabilización; la producción institucional de incertidumbre e incomunicación, cuyos efectos, voy a argumentar, modelaban una emocionalidad dura, distante, silenciada - propia de la masculinidad hegemónica. En los últimos años, las investigaciones periodísticas y académicas sobre la guerra pusieron en evidencia que la decisión de recuperar militarmente las islas se limitó a planificar la Operación Rosario del 1 y el 2 de abril (RANALETTI, 2017). Es decir, las Fuerzas Armadas prepararon una ocupación militar, pero no una guerra. En sus testimonios de Memoria Abierta, los ex combatientes recuerdan a ‘la subversión’ y a ‘los chilenos’ como los enemigos de las Fuerzas Armadas argentinas en los años inmediatamente anteriores a la guerra de Malvinas (ALONSO 2011; APARICIO, 2012; FORESI, 2012; VOLPE, 2011), tal como parodia el ex combatiente Gabriel Sagastume en la obra teatral Campo minado de Lola Arias cuando recrea su instrucción militar en el Ejército. Gran Bretaña no era una hipótesis de conflicto. Desde esa ‘sorpresa’ o esa falta de planificación de la guerra, se entiende la improvisación y la sensación de desorientación que los testimonios subrayan. Esta improvisación, debe aclararse, se distingue de aquella fuerza creativa y resolutiva que celebra, por ejemplo, Rosana Guber (2012) cuando estudia las improvisaciones de los pilotos del cazabombardero A-4B Skyhawk, autodenominados ‘halcones’, y sus habilidades profesionales.
Todos los ex combatientes insisten en lo súbito de su partida hacia la guerra. Mario Volpe, por ejemplo, reconstruye así la noche anterior a su salida desde el Regimiento 7 de La Plata:
Fue una noche de gran confusión, recuerdo un gran desorden. Fueron las novias, esposas, los padres, estaban afuera del regimiento [...] pidiendo información, ¿dónde iban?, preguntaban. Era secreto militar y nadie les daba información. Adentro nos decían “en un rato van a salir” (a ver a sus familiares), pero pasaba cualquier cosita, se caía un vaso y se suspendía la visita. Uno quería salir para ver a su mujer, a sus padres, al menos 15 minutos. Pero ellos (los cuadros militares) estaban esperando cualquier cosa para suspender eso. (…) íbamos a partir, no sabíamos a dónde. Al otro día nos llevan hasta el (Aeropuerto del) Palomar en micros de línea, luego a Río Gallegos en un avión sin asientos para que entráramos más, con armas, municiones, un bolsón marinero. Al otro día a otro avión y salimos a Malvinas. Llegamos de golpe, para ver un despliegue infernal de militares, tanques, camiones. Sin ninguna explicación. Solo buscaban dominarnos por el miedo. ‘Ustedes que estaban jugando, ¡ahora van a ver lo que es la guerra!’, nos decían (VOLPE, 2011).
Los entonces conscriptos combatientes no sabían dónde iban.14 No lo supieron hasta casi llegar a las Islas. Como Mario Volpe, muchos recuerdan el avión sin asientos con el que fueron trasladados: una imagen que desdibuja subjetividades y evoca, más bien, un acarreo de animales. No pudieron avisar a sus seres queridos que iban a la guerra; mucho menos despedirse. Una vez en las Islas, las posibilidades de contacto mediante cartas y telegramas fueron, en muchos casos, retaceadas, reducidas a textos fijos de dos palabras (VOLPE, 2011), comercializadas (RADA, 2011), censuradas (ALONSO, 2011), homogeneizadas (GUEVARA, 2011).
Pero los escenarios más palpables y patéticos de la improvisación como desresponsabilización durante la guerra fueron la gestión y la comunicación sobre las muertes de soldados a sus familias - escenarios de vidas abandonadas y de muertes que no merecen ser lloradas, para usar expresiones que Garaño (2016) toma de Judith Butler. Por un lado, más de la mitad no tenía esa medalla identificadora partida al medio para ser cortada cuando el soldado muere (APARICIO, 2012; VOLPE, 2011). Muchos fueron enterrados de manera precaria cerca de Puerto Argentino, en fosas comunes o abandonados en el campo de batalla. Esto derivó en los “123 NN de Malvinas”, cuerpos inhumados por el capitán británico Geoffrey Cardozo entre fines de 1982 y principios de 1983 en el Cementerio Darwin bajo la leyenda “Soldado argentino solo conocido por Dios”, identificados recién en 2017, gracias al trabajo conjunto del Comité Internacional de la Cruz Roja y del Equipo Argentino de Antropología Forense. Por otro lado, una vez terminada la guerra, las Fuerzas Armadas no produjeron información sistemática y organizada sobre los muertos para sus familias.15 Madres, padres, esposas, hermanxs se acercaban a los supuestos puntos de retorno esperando encontrar a los combatientes sin tener precisiones de quienes habían sobrevivido y volvían en esos micros; quienes estaban heridos en el Hospital de Campo de Mayo o en algún otro lugar; quienes habían fallecido. Los testimonios se empeñan en nombrar la “crueldad” y la “perversidad” de esa “falta de profesionalismo” de las Fuerzas Armadas que provocaban “una altísima ansiedad” y “angustia”, tanto en las familias como en los propios ex combatientes.
En el caso del servicio militar obligatorio, la improvisación no puede adjudicarse a ‘la sorpresa’ de una guerra no esperada ni planeada con suficiente tiempo. Se trataba, como señalé, de una institución dentro de las Fuerzas Armadas que funcionaba desde hacía casi ocho décadas, recibiendo miles de jóvenes civiles todos los años. Los testimonios identifican, sin embargo, momentos en la trayectoria dentro de la institución cargados de incertidumbre. Lógicamente el momento del “sorteo”, cuando se decidía si los jóvenes podían ser exceptuados o no, y a que fuerza iba cada uno. Pero la decisión del destino geográfico para la instrucción militar y para el resto del servicio; y el momento y la decisión de ‘la baja’, la finalización de la conscripción, eran coyunturas innecesariamente gestionadas con total discrecionalidad, que generaban altísimos niveles de ansiedad y de angustia.16 Quienes podían, buscaban “contactos” que pudieran influir en las decisiones del ingreso y el destino (CALVEIRO, 2013; GARAÑO; 2016, 2017; SILLITTI, 2018). Muchas veces, a pesar de haber conseguido una supuesta ayuda, los jóvenes podían ser enviados a lugares muy alejados de su residencia, obturando el contacto con sus seres queridos. Sus relatos evocan no solo la ausencia de información a los conscriptos sobre sus destinos y circunstancias, sino también procedimientos y criterios de decisión difusos, erráticos, ininteligibles para ellos. Sus narraciones dan cuenta de patrones institucionales que ignoraban las necesidades emocionales de los jóvenes, alienaban los vínculos afectivos. La reconstrucción que hace Carlos Guevara sobre su salida hacia la instrucción militar subraya tanto la incertidumbre, la arbitrariedad, lo errático de las órdenes y contraordenes para los conscriptos; como la desconexión afectiva que se les imponía. Entre las palabras y los sollozos, aún se siente su angustia. El ritmo de su relato todavía muestra la perplejidad que vivió en 1982:
Esperaron a que oscureciera y nos metieron dentro de un tren, no sabíamos dónde estábamos, ni tampoco dónde íbamos, nos hacían cerrar las ventanillas. Nos llevaban a La Plata (…), nos ponían un foco que nos dejaba ciegos, uno no veía donde entraba, todo para que uno no se escape. Al otro día nos enteramos donde estábamos (…) Mis padres ni sabían dónde yo estaba, después averiguaron, y después de unos cuantos días les dijeron dónde estaba (...) Ahí nos explicaron que eran 14 meses en Marina, si nos portábamos bien eran 14 meses, que no había baja antes a comparación del Ejército (GUEVARA, 2011).
Y cuando se refiere a la partida hacia su destino final en Río Grande, a más de 3.000 km de su residencia en San Juan, donde pasaría doce meses más de conscripción, agrega:
Te llamaban por número, no por nombre, por el rol de combate. Yo tenía que acordarme que era el 282. Cuando dicen 282, dicen “Rio Grande”, y yo decía ¿dónde estará Rio Grande? (…) Nos dijeron que íbamos a ir a casa, pero hubo una contraorden y no dejaron salir a nadie, tenían miedo que no volviéramos (…). Nos dijeron que íbamos a tener visita de los familiares. Pasaban las horas y no dejaban entrar a nadie. Los dejaron entrar un ratito. Yo le dije a mi papá y mi hermano, que iba al sur, que iba a volver pronto. Yo no sabía lo que era el sur, quería ver la nieve, pero no había porque era mayo… Nos llevaron en avión, cuando nos bajamos nos enteramos que no había licencia para Buenos Aires. Habían pasado dos meses (de instrucción) y había que esperar un año para volver… No había permiso para volver. Eso fue la tristeza, nos amargamos todos… fue lo peor. (GUEVARA, 2011).
No todos indican haber estado coercitivamente tan lejos de su hogar por tanto tiempo. Víctor Foresi, por ejemplo, pudo ‘elegir’ el paracaidismo, uno de los dos destinos voluntarios que existían, a modo de reducir la incertidumbre. Pero así como en los relatos de la guerra, estos hombres recuerdan que no pudieron avisar dónde iban ni despedirse de sus familias; y que el contacto epistolar con los afectos fue, en muchos casos, retaceado, censurado y hasta comercializado; y así como la gestión de los muertos en combate y la comunicación con las familias estuvo marcada por la desresponsabilización institucional; en las narraciones del servicio militar, estos ex conscriptos subrayan cómo se obturaba y se alienaba el cuidado afectivo y el contacto con seres amados. Entre otros efectos, la improvisación y la incertidumbre dentro de la institución militar aislaban emocionalmente a los soldados conscriptos; los desconectaban de un afuera que pudiera sostenerlos o nutrirlos afectivamente. En sus efectos, esta improvisación, incertidumbre y arbitrariedad apuntalaban el régimen de sometimiento y sujeción. Pero en ese mismo abandono y deshumanización, el poder aparece productivo, constitutivo de una forma (emocionalmente distante, dura, autosuficiente) de ser hombre. Ese poder grababa, así, en los cuerpos de los conscriptos - y de la institución - un modo (afectivamente desconectado, mutilado) de habitar la masculinidad.
Desde aquí cobra sentido la disposición al silenciamiento emocional que también se enfatiza en los testimonios. Cuando la entrevistadora Susana Skura le pregunta a Silvio Katz si había algún lugar donde los soldados podían pedir ayuda durante el conflicto bélico, se escucha: “¡No! ¿Cómo íbamos a pedir ayuda? Por ejemplo, el Subteniente Eduardo Pérez Alborino decía que era de marica pedir ayuda médica, estábamos en la guerra porque teníamos que ser hombres, como íbamos a llorar o pedir ayuda médica; era una estupidez” (KATZ, 2012).
Expresar angustia, desesperación, tristeza, miedo (“llorar”); mostrar vulnerabilidad, fragilidad, exponer la propia necesidad de atención y cuidado (“pedir ayuda médica”) estaban excluidos de lo posible para el soldado desde su marca de género: “era de marica”, “teníamos que ser hombres”. Es que la fragilidad y la debilidad, sostiene Bonino (2002), están desvalorizadas, despreciadas y hasta temidas en los mandatos de la masculinidad agresiva y belicosa que supone la inhibición del miedo y el vigor para soportar el sufrimiento.
La matriz de la masculinidad hegemónica tiene, previsiblemente, atributos binarios y distribuye arbitrariamente capacidades humanas entre “lo masculino” y “lo femenino”: “callar y soportar dolor es de hombre; hablar y mostrar fragilidad es de marica”. Del testimonio de Ernesto Alonso se escucha: “Muchos compañeros fueron tratados de mentirosos, maricones…eso tenía que quedar ahí, no se podía contar; si te estaquearon, te vejaron, eso quedó ahí, son situaciones de mucha injusticia que están esperando…”. Los historiadores de sexualidades subalternas Insausti y Ben (2017, p. 38) argumentan que hasta los años ochenta, las maricas “no se definían solamente por su elección de objeto de deseo - como los gays actuales sino también por su identificación con la feminidad. La marca de otredad de estos sujetos no devenía de su deseo sexual orientado a otros hombres sino de su expresión de género femenino…”. El hecho de que para los conscriptos (y para muchos hombres heterosexuales hasta los años ochenta) el sexo con maricas se vivía como algo que no impugnaba, ni cuestionaba la masculinidad tradicional habla de una cierta yuxtaposición entre la marica y la ‘mujer’ como ‘otro’ en la Argentina heteropatriarcal.17 En otras palabras, mostrar la propia vulnerabilidad o expresar emociones como el miedo y la tristeza durante la guerra; denunciar torturas y tormentos en la posguerra, no le cabían ni le caben a “lo masculino”, a ese modo belicoso, dominante de habitar la masculinidad.18 Desde la configuración normativizante y binaria de la masculinidad hegemónica, exponer la propia fragilidad o hablar para nombrar el horror padecido son, más bien, atributos del ‘otro’ del heteropatriarcado, del otro a quién dominar y someter: la marica, la ‘mujer’.
La disposición al silenciamiento impregna(ba) también el terreno de la violencia sexual, tal vez de manera aún más profunda. Las mujeres que padecieron la muy frecuente violencia sexual durante el terrorismo de Estado en Argentina, han hablado y denunciado (Ximena BUNSTER-BUROTTO, 1994; Claudia BACCI et al. 2012; Miriam LEWIN; Olga WORNAT, 2014; Elizabeth JELIN, 2017; SUTTON, 2018); especialmente en los últimos años cuando se modificaron los marcos sociales de escucha para alojar sus testimonios en la esfera pública y en ámbitos judiciales (Victoria ALVAREZ, 2020). Pero el género no solo modula la violencia estatal sino también los modos de recordarla y narrarla (SUTTON, 2018, p. 82). En el Archivo de Memoria Abierta, algunos ex combatientes, apenas mencionan, tímidamente, la violencia sexual padecida durante el servicio militar obligatorio y durante la guerra. Dan atisbos de un repertorio que incluye desde violaciones (en la conscripción y en la guerra) hasta humillaciones en situaciones de desnudez. Aunque los hombres suelen estar más acostumbrados y cómodos que las mujeres en las situaciones de desnudez frente a sus pares (SUTTON, 2018), los testimonios insinúan que la revisación médica para ingresar a la conscripción era, para muchos, una experiencia de desnudez abusiva, intimidatoria y hasta denigrante; mucho más allá de lo sanitariamente necesario o de lo posiblemente naturalizado en un varón. Cuando los ex combatientes mencionan la violencia sexual, suelen distanciarse de la experiencia usando expresiones como “hubo violaciones… era todo muy violento. El que hizo la colimba sabe que existía” (ESTEBAN); o “en la causa (judicial) hay violencia sexual”. Inmediatamente aluden a la dificultad para reconocerla, especialmente en ámbitos judiciales: “era como que no había que contarlo”, “¡Imaginate!... ¡hacer esa denuncia en la justicia!” le dice Ernesto Alonso a la entrevistadora Susana Skura.19 La dificultad no sorprende: en Argentina y en otros lugares del mundo, el silencio suele permear la violencia sexual contra los hombres en situaciones de conflicto armado (Analía AUCÍA et al. 2011); un silencio en parte ligado a una matriz sexual y de género que constituye esos actos como “vergonzosos” para los hombres ya que los “pasiviza”, los “feminiza” (JELIN, 2017, p.223), los “convierte” en mujeres; posiblemente activando fantasías de castración o de homosexualidad (SUTTON, 2018, p. 107).
Habilitar la voz, interrumpir la hegemonía
A lo largo de Surviving State Terror, Barbara Sutton insiste en que a pesar de la represión brutal y deshumanizante por parte del Estado terrorista durante la última dictadura argentina, las mujeres víctimas de crímenes de lesa humanidad en los Centros Clandestinos de Detención también ejercieron, en ese momento y en los años subsiguientes, distintas formas de resistencia y acción política, con y desde sus corporalidades traumatizadas. El testimonio siempre ha sido un modo - no el único - de enfrentar la violencia estatal. Aunque no niega ni minimiza lo irreparable de los avasallamientos padecidos, el testimonio puede tener fuerza reparatoria, contribuir a devolver dignidad e integridad a las víctimas, ya que habilita y legitima formas singulares de transitar la experiencia (Susana KAUFMAN, 2014). Sutton concluye que entre las sobrevivientes del terrorismo de Estado que analiza, muchas “…utilizaron sus memorias corporales como testimonio de la violencia estatal, trayendo sus experiencias al terreno de la política.” (2018, p. 251, traducción propia). Es que la vulnerabilidad, aunque sea extrema, no se opone a la agencia proactiva; y la figura de la víctima no está en las antípodas de la acción colectiva. Gabriel GATTI (2017) subraya esto cuando argumenta que en las democracias contemporáneas y desde la consolidación del imaginario y la práctica jurídica de los derechos humanos, la figura de la víctima se ha fusionado con la del ciudadano.
En el Archivo Oral de Memoria Abierta, los ex combatientes también utilizaron sus memorias corporales como testimonio de una forma de violencia estatal ilegítima, incompatible con los derechos humanos de los jóvenes conscriptos reclutados para la guerra de 1982. En esta acción política de testimoniar en 2011-2012, los ya no jóvenes lograron desafiar una doble imposición: un silenciamiento como mandato institucional militar y un silenciamiento como marca de género. Por un lado, en 1982 luego de la derrota en la guerra, las Fuerzas Armadas diseñaron un plan para ocultar el retorno de los combatientes al continente y controlar la información que éstos pudieran darle a la población: la visibilidad de sus cuerpos y la publicidad de sus relatos podía aumentar la indignación social con el gobierno militar. Al llegar a Campo de Mayo, los combatientes completaron ‘Actas de recepción’, donde algunos se animaron a mencionar, entre otros datos, la desnutrición, las torturas y los tormentos. Pero en esos mismos documentos, los combatientes fueron obligados a firmar el compromiso de no compartir esa información (Cora GAMARNIK et al. 2019). En 1982, las actas fueron clasificadas como secretas y desde entonces muchos ex combatientes acallaron esas vivencias o las volvieron memorias subterráneas (Michel POLLAK, 2006); las guardaron sigilosamente en espacios que solo habitan algunos de los que fueron a la guerra. Por otro lado, como vimos, en la configuración normativizante de la masculinidad hegemónica, “callar y soportar dolor es de hombre; hablar y mostrar fragilidad es de marica”. Mostrar la propia vulnerabilidad, reconocer emociones como el miedo y la tristeza durante la guerra, denunciar torturas y tormentos en la posguerra, no le cabían ni le caben a ‘lo masculino’, a ese modo belicoso y dominante de habitar la masculinidad - un silenciamiento que se extiende, tal vez de manera más profunda, a la violencia sexual.
Cuando el gobierno constitucional de 2003-2015 contribuyó a materializar demandas de larga data de los organismos de derechos humanos en Argentina; y en una esfera pública marcada por la justicia transicional y la construcción memorial del terrorismo de Estado de 1976-1983, aquellas memorias subterráneas de los ex combatientes volvieron a emerger. Desde el primer impulso en Corrientes, esas memorias de la guerra de Malvinas se hablaron con la lengua de los derechos humanos. En 2007 se tradujeron a una causa por delitos de lesa humanidad en curso, que denuncia 120 hechos e involucra a 95 militares (Luciana BERTOIA, 2021). Que algunos hayan resguardado sus testimonios en un archivo de una organización como Memoria Abierta - donde se conservan relatos sobre los abusos y las resistencias al terrorismo de Estado - es otro índice de un tiempo donde el discurso y la práctica de los derechos humanos devino potente en el repertorio memorial y activista de algunas (las más antimilitaristas) organizaciones de ex soldados.
Pero más allá de los contextos memoriales que habilitan la escucha social, el testimonio requiere ‘otros’ que puedan interrogar con curiosidad por un pasado doloroso y escuchar con empatía y compasión, habilitando la “alteridad en diálogo” antes que la identificación (JELIN, 2002, p. 86). La economía de género de los testimonios que aquí analizamos, es decir, la división sexual del trabajo testimonial donde los ex combatientes hombres narran pasados traumáticos y “otras” mujeres profesionales de las ciencias sociales escuchan con curiosidad y empatía, aunque reproduce un patrón tradicional de la esfera pública patriarcal - hombres que hablan y mujeres que escuchan - habilita, paradójicamente, un espacio de distancia crítica y reflexiva sobre la masculinidad que se construía en aquellas experiencias militares. Mediante esa economía de género, los ex combatientes construyen, junto a sus entrevistadoras, memorias donde trazan continuidades entre la guerra y la conscripción como rituales de pasaje hacia una masculinidad adulta hegemónica. En esos relatos memoriales reflexionan, de alguna manera, sobre aquellas prácticas que modelaban formas de ser varón discriminadoras y jerarquizantes, avasalladoras y violentas, emocionalmente duras y distantes. Con esas narraciones visibilizan, en última instancia, moldes vivos de una configuración sexo-genérica normativizante que, aunque multidimensional y persistente, en los últimos años comenzó a ser hablada y pensada.