Introducción: Pandemia covid-19 y educación online
Estos años quedarán en la memoria colectiva posiblemente como los años de la pandemia covid-19, por sus efectos devastadores (Yi et al., 2020). La extensión a nivel mundial del virus SARS-CoV-2, origen de esta enfermedad llevó a que de forma repentina los centros educativos cerrasen. Esto afectó a más de mil quinientos millones de alumnos y alumnas en 191 países, el 91% del total en el planeta (Delgado et al., 2020; Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura [UNESCO], 2020a). En España, se decretó el 14 de marzo un período de confinamiento en los domicilios familiares, durante el cual “se mantendrían las actividades educativas a través de las modalidades a distancia y ‘online’, siempre que resulte posible” (España, 2020).
Esto supuso que los centros, el profesorado, los estudiantes y las propias familias tuvieran que cambiar radicalmente de escenario para seguir desarrollando el proceso educativo (Manzano-Sánchez et al., 2021). Se pasó de una educación en instalaciones y espacios acondicionados expresamente para ello, en un contexto de cercanía, con una metodología docente de interacción presencial y relación personal, con recursos y medios, así como un seguimiento constante y un apoyo inmediato, a una situación no presencial y a distancia que era completamente nueva e inesperada (Cotino, 2020).
En este contexto, los estudiantes se vieron afectados en su proceso de escolarización y aumentó considerablemente el riesgo de que abandonaran sus estudios. Sobre todo, los más vulnerables por su situación sociofamiliar (UNESCO, 2020b). Una parte de ellos se encontraron con que tenían que seguir el año académico desde casa, compartiendo —en el caso de que existieran—, las herramientas tecnológicas que disponían y la conexión a internet que usaba toda la familia, para asistir a conferencias virtuales, realizar “tareas”, ser evaluados y además lidiar con las consecuencias emocionales de la pandemia (Tyng Chai et al., 2017), así como también la incertidumbre por saber cuándo se podría regresar a una cierta “nueva normalidad”.
El confinamiento ha puesto en evidencia que la brecha digital es consecuencia y, a la vez, efecto de la brecha económica, social, cultural y educativa, que simultáneamente incrementa, dado que ha afectado especialmente al alumnado de familias más vulnerables (Lacort, 2020). Especialmente a aquel alumnado que tenía contextos familiares que solo les podían ayudar cuando tenían tiempo material y capital cultural suficiente para apoyarles en las tareas escolares que les llegaban desde los centros escolares durante el confinamiento (Alonso, 2019). Que se tenían que arreglar a veces con un único móvil para toda la familia, con muy reducido almacenamiento para descargar archivos o vídeos, con muy poca velocidad y megas insuficientes para buscar información, porque no tenían otros medios y carecían de los recursos suficientes para conseguir más.
De acuerdo con los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) de España sobre el uso de tecnología, en 2019, un porcentaje superior al 10% de menores de quince años carecía de acceso a un ordenador (INE, 2019). Si a esto sumamos que, a medida que avanzaba el periodo de confinamiento, el profesorado y los centros empezaron a utilizar también videoconferencias y videollamadas colectivas, que necesitaban dispositivos actualizados y potentes, el seguimiento escolar desde casa para muchos de estos alumnos y alumnas se volvió casi imposible. En una situación en la que sus familias también se sentían desbordadas por otras circunstancias sobrevenidas, como la cuestión laboral y la repercusión de la covid-19 en la salud.
Una buena parte de las familias en situación de mayor vulnerabilidad sufrió una triple brecha: la primera, la brecha digital, debido a la carencia de las mínimas condiciones materiales: tecnología de acceso, conexión a la red, espacio físico suficiente donde desarrollar actividades escolares, temperatura del entorno que lo permitiera, luz suficiente para ello, etc.
Esta brecha digital se vio incrementada con la brecha cultural. Esta brecha hace referencia a la falta o escasez de "capital cultural" necesario para ayudar a sus hijos e hijas en el proceso pedagógico de aprendizaje en casa. Dado que no tenían formación en habilidades pedagógicas ni didácticas para acompañarlos educativamente. En muchos casos ni siquiera tenían formación suficiente, ni un “lenguaje académico” que les facilitara ayudarles con las tareas escolares, al estar su mundo y su lenguaje muy distantes de la cultura escolar tradicional académica (Alonso, 2019; Martín, 2019; 2020). E incluso, no tener dominio suficiente del idioma del país de acogida, en el caso de familias migrantes de origen extranjero.
Estas dos brechas se unieron, en este tiempo de pandemia, en muchos casos, a la brecha socioemocional. Es decir, la escasez de tiempo necesario para poder dedicarse a los hijos e hijos, provocada por el estrés y la tensión durante el confinamiento; la falta de la estabilidad emocional mínima en esta situación (al tener más agudizadas las dificultades económicas, de salud, o de convivencia habitacional, etc.); e incluso a no disponer ni siquiera de los recursos alimentarios necesarios para sobrevivir en algunas ocasiones (Martín & Rogero, 2020).
Por lo tanto, la brecha digital se ha unido y multiplicado exponencialmente, con la covid-19 y el confinamiento, a la brecha cultural y la brecha socioemocional, que ya estaban ahí, pero que durante este periodo se manifestaron de forma más explícita. Lo cual ensanchó aún más la desigualdad educativa (Martín & Rogero, 2020).
Además, en esta desigualdad hemos de tener en cuenta también la brecha digital de segundo orden (Fernández, 2018). Porque el uso de la tecnología por parte del alumnado de familias más desfavorecidas y con menos recursos culturales tiende a ser mayor en cuanto al tiempo y la intensidad, dado que suelen pasar más tiempo con ella, pero haciendo un uso más consumista y pasivo, vinculado a videojuegos, redes sociales, seguimiento de vídeos y “mariposeo” por internet. Mientras que aquel alumnado de familias con más recursos y más capital cultural, al tener acceso a una oferta más amplia de actividad cultural y de ocio alternativo, y tener entornos familiares con más formación académica y más recursos para seleccionar, controlar y orientar lo que hacen ante las pantallas, tienden a hacer un uso más variado, selectivo y educativo de la tecnología y las redes (Vicky Rideout, 2015; 2017).
Lo cual influye poderosamente en el uso educativo de la tecnología y las redes. Mucho más utilizado con este fin por el alumnado de familias con más recursos y más capital cultural que el alumnado de familias más desfavorecidas y con menos recursos y capital cultural (L’Ecuyer, 2020).
Solucionismo Tecnopedagógico
Aprovechando la situación de confinamiento por la pandemia, el capitalismo digital ha impulsado y difundido un relato de salvación y revolución que poco tiene que ver con la realidad, sino más bien con el control y el dominio de las últimas fronteras del capitalismo (Jiménez & Rendueles, 2020): el objetivo es acceder a nuestra información en forma de datos, que se pueden vender para predecir comportamientos. Un bien común y esencial extraído masivamente por los actuales neolatifundistas tecnológicos del capitalismo digital, que aplican la lógica extractivista del capitalismo al nuevo oro del siglo XXI (nuestra información) y que se están haciendo así con el control de nuestra soberanía digital (Allain, 2020).
El Washington Post publicó un informe en febrero de 2017, del fondo de inversión del banco IBIS con sede en la City de Londres, donde se decía que las reformas educativas, impulsadas por las fuerzas del mercado durante más de una década era una forma de hacer mucho dinero. Según los datos publicados, el “Mercado de la Educación” estaba moviendo en el mundo unos 4,4 billones de dólares y se esperaba un fuerte crecimiento en los próximos 5 años. El informe destacaba que el sector que más rápido crecía era el e-Learning, en el que se esperaba un crecimiento de un 23% en 2017. Una de las razones aducidas para este rápido crecimiento, según el informe, era “la caída de la financiación pública de la educación en todo el mundo, dejando espacio a las empresas privadas para moverse” (Castrillo, 2013).
La ubicuidad de las plataformas de educación digital se ha acelerado exponencialmente desde el estallido de la pandemia covid-19, generando una 'pedagogía de emergencia' definida por estas plataformas en manos de la EdTech (Williamson, 2021). Este proceso está provocando un cambio en las prácticas educativas de forma generalizada (Decuypere et al., 2021). Sin embargo, a pesar del aumento constante y la ubicuidad de las plataformas de educación digital, sigue siendo escasa la investigación educativa que adopte una mirada crítica hacia dichas plataformas, hacia el proceso de datificación y extracción de información, así como el cambio performativo que producen (Grimaldi & Ball, 2021; Junqueira, 2020; Perrotta et al., 2021).
El cambio constante que se está constatando está ligado a ese relato de solucionismo tecnopedagógico (Baldissera & Jobim, 2020) que incluye, como primera medida, dotar al alumnado de ordenadores portátiles de las grandes corporaciones, comprar software privativo a grandes multinacionales (en vez de desarrollar software libre) o adquirir pizarras digitales y materiales informáticos para las aulas que muchas veces quedan prácticamente en desuso al cabo de poco tiempo, así como pagar ingentes cantidades de dinero a las grandes editoriales para que trasladen los contenidos de los libros a formato digital.
Todos estos proyectos de educación digital, presentados como la innovación educativa del futuro, parecen haber sido negociados con las Big Tech (Williamson, 2021), con las grandes multinacionales fabricantes de hardware informático, con el apoyo de las grandes editoriales de libros de texto escolares que están trasponiendo sus materiales al formato digital y con los operadores de redes.
Estas grandes empresas saben que un trozo de ese pastel de dinero público destinado a la educación va a recaer en sus manos. Un “negocio tecnológico” que les puede aportar unos dividendos extraordinarios a sus accionistas (Hartong, 2021). Beneficios provenientes de que millones de alumnos y alumnas reciban un material tecnológico pagado por el estado o las familias (Chromebook, Ipad, Tablet, mini-PC…) con software privado preinstalado. Lo cual aumentará hasta límites exponenciales la dependencia tecnopedagógica de esas multinacionales privadas, como denuncia desde hace años Adell (2009), condicionando (o dictando) no solo la agenda gubernamental de la tecnología educativa, sino la propia identidad de los docentes más "edtech" que, por ejemplo, incluyen en sus perfiles en las redes sociales sus "certificaciones" corporativas digitales.
El coste de cada sistema operativo, al que hay que sumar cada licencia para estudiantes, que inicialmente se ofrece de forma gratuita hasta generar demanda y clientes suficientes, suma cientos de millones de euros cada año. A esto le tenemos que sumar los costes de licencias de programas de videoconferencias, de elaboración de presentaciones, las plataformas de trabajo, el antivirus que es indispensable para los sistemas operativos privativos (e innecesario por regla general para el software libre) y que demanda pagar actualizaciones periódicas que siguen sumando a la cuenta de beneficios de las multinacionales, además otras muchas apps o aplicaciones de uso habitual, muchas de ellas muy caras. Y no es despreciable el coste añadido para el mantenimiento que requiere Windows y que seguimos pagando con dinero público.
No parece que sea excesiva innovación introducir tecnología en los centros educativos, como si ello por sí solo fuera a desarrollar y mejorar el proceso de enseñanza y aprendizaje (Gorur & Dey, 2021). Porque los niños y las niñas, “nativos digitales”, están rodeados de aparatos y entornos digitales prácticamente intuitivos, pensados incluso con mentalidad infantil. Pero su uso intensivo no construye de por sí capacidad de trabajo en equipo, o habilidades colaborativas o principios y valores éticos. Además, la industria digital no pretende educar ampliando o cuestionando nuestros intereses. Tiende a dar más de lo mismo y consolida rutinas, homogeneizando gustos y deseos, porque eso le permite vender más, siempre en buscas del beneficio económico (Sampedro, 2018).
La presión de la industria de las TIC por aumentar los beneficios ignora u omite lo más básico acerca de las nuevas tecnologías y la pedagogía: que la introducción de la “aparatología” por sí sola no cambia nada de lo que ocurre dentro de las aulas ni desarrolla las posibilidades de un país para tener libre acceso al conocimiento y la cultura (Adell, 2004). Recordemos que “toda tecnología digital lleva implícita una ideología” (Watters, 2018, p. 184) y los medios tecnológicos tienen dueños e intereses corporativos, como vemos.
Gestión neotecnológica
La brecha digital durante el confinamiento por la covid-19 ha sido utilizada por las grandes multinacionales occidentales de la tecnología (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft: GAFAM como acrónimo) como operación “cisne negro” para expandir sus plataformas tecnológicas en el mundo educativo (Williamson, 2021). Utilizaron el desencadenante de la pandemia, el “cisne negro” que ningún analista había previsto ni tenido en cuenta por su improbabilidad y que ha terminado teniendo un gran impacto y una repercusión trascendental en la demanda de comunicación online.
La pandemia de la covid-19 ha supuesto para estos gigantes tecnológicos un momento de shock histórico a nivel global (Klein, 2020), una oportunidad histórica para aplicar de forma masiva lo que antes se cuestionaba o se veía desde un enfoque más crítico. Nadie cuestiona el interés y la aportación que suponen las herramientas de educación online, como instrumentos complementarios a la educación presencial y directa, vinculada a la interacción, reflexión, análisis y aprendizaje dialógico en el ámbito educativo (Lima et al., 2020; Rodríguez-Hoyos et al., 2021). Lo que se discute es el relato del solucionismo tecnológico que pretende sustituir la educación presencial por un modelo de educación online, donde parece que el profesorado será redundante y prescindible, especialmente durante el periodo de infantil, primaria y secundaria obligatoria, pero también en cierta medida en la educación postobligatoria (Lange, 2021; Manzano-Sánchez et al., 2021).
En el espacio escolar presencial, el proceso de enseñanza y aprendizaje supone el desarrollo de una educación integral, en la que se trabaja desde la igualdad de oportunidades a la prevención del acoso o la violencia de género, donde se genera un proceso de aprendizaje y socialización en las relaciones humanas, en la convivencia, el respeto y la valoración de la diferencia, se combate el fracaso escolar y el absentismo escolar, donde se configura ciudadanía y se enseña participación democrática. Esto no se puede hacer a través de las pantallas.
Claro que el profesorado y todas las comunidades educativas han de formarse y actualizarse al máximo con la tecnología más reciente y más útil pedagógicamente, pero no para sustituir esa presencialidad sino para enriquecerla. Hemos de ser conscientes de que la enseñanza online no es realmente “educación”, sino fundamentalmente mera instrucción y transmisión de contenidos o conocimientos (Desmurget, 2020).
Analizando el proceso educativo, vemos como la relación personal, la comunicación directa, el contacto inmediato, la convivencia cotidiana, la interacción colectiva o la gestión de las emociones son elementos fundamentales en los contextos de enseñanza y aprendizaje. Especialmente durante las etapas de infantil, primaria y secundaria, en una edad donde el alumnado está en pleno proceso de desarrollo y necesita especialmente acompañamiento, orientación y apoyo. De ahí que el rol del docente, especialmente en este periodo de la vida del alumnado, como guía y facilitador, difícilmente puede ser sustituido por una pantalla, un video de YouTube o un programa online. El proceso de comunicación e interacción humana que se desarrolla en la educación presencial tiene un papel esencial en el aprendizaje y es clave para el desarrollo posterior.
En definitiva, podemos afirmar taxativamente que la educación es una cuestión fundamentalmente humana, no tecnológica. Podemos desarrollar instrucción o transmisión de conocimientos a distancia, pero no una auténtica educación, un proceso dialógico de enseñanza-aprendizaje inclusivo, democrático, participativo y que involucre el desarrollo integral de la persona. Además, las investigaciones (Molnar et al., 2019) demuestran que la transmisión de contenidos, mediada por la tecnología, no implica mejores resultados, pero sobre todo no disminuye la tasa de abandono escolar, ni mejora el índice de estudiantes que finalizan con éxito la educación obligatoria; pero que, en cambio, puede tener efectos negativos o perjudiciales (Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico [OCDE], 2015).
Además, hemos de tener en cuenta las consecuencias que implica una sobresaturación de exposición a las pantallas en los efectos para el desarrollo cognitivo (L’Ecuyer, 2020), con efectos especialmente reseñables de nerviosismo y ansiedad en los alumnos y alumnas más pequeños. Sobreestimulación que les hace que se sientan inquietos y nerviosos, frente a una realidad cotidiana que se presenta con ritmos más pausados y lentos y ante la que progresivamente se aburren.
A pesar de ello, las Big Tech han venido vendiendo desde hace tiempo el relato de que la introducción de tecnología e interacción digital en las aulas supone, sin más, una forma de innovar e incluso “revolucionar” el sistema educativo, al que califican de obsoleto, anquilosado y anclado en un inmovilismo reticente a cualquier cambio. De ahí las diferentes iniciativas, como aquella de dar a cada alumno y alumna de primaria un ordenador portátil, en Uruguay o España. Iniciativa en la que, por supuesto, participaban Intel, Microsoft, la Banca y las operadoras de telecomunicaciones, y que aplaudían los medios de comunicación con grandes titulares: “Un portátil a cada niño de primaria revolucionaría la educación”, “Un PC por niño de primaria, el plan para cambiarlo todo”. Luego vendrían las pizarras digitales, las tablet, que tampoco parece que hayan provocado dicha revolución educativa (Area Moreira et al., 2014).
Lo que sí han supuesto estas iniciativas es la expansión del “edunegocio” por parte de esas multinacionales de la informática y las telecomunicaciones (Burch & Miglani, 2018). El gobierno de España, en plena pandemia de la covid-19, volvía a destinar 260 millones de euros para la compra de medio millón de dispositivos electrónicos con conexión a internet, con el fin de, aseguraban, cerrar la brecha digital en el sistema educativo, cuando lo que se necesitaba era duplicar el número de profesorado para poder reducir las ratios escolares en las aulas, manteniendo las distancias de seguridad y poder así desarrollar un modelo de educación inclusiva. Se ha normalizado de esta forma el discurso de la Edutech, en el que lo central en educación se está convirtiendo en los sistemas de software y no el profesorado (Yu & Couldry, 2020).
De esta forma las GAFAM se han apoderado de las infraestructuras tecnológicas y digitales de los centros educativos de todos los niveles, se han hecho con el control de los servidores y de la nube como espacio de almacenamiento de datos, así como de la mayor parte de las apps que solo funcionan en el entorno de sus plataformas (Lange, 2021). Su dominio se extiende desde el software al hardware y comprende ahora incluso el espacio virtual de almacenamiento en la nube.
Se han transformado en los reguladores y legisladores del territorio de la comunicación digital de la especie humana. Convirtiéndose en compañías privadas tan poderosas que nuestra soberanía digital y nuestra capacidad de comunicación virtual está en sus manos. De hecho, muchas instituciones educativas como las universidades han externalizado incluso la gestión de sus servicios (desde el simple correo electrónico hasta el almacenamiento en la nube, pasando por multitud de servicios tecnológicos). Lo cual supone que los estudiantes desde muy pronto se acostumbran a sus entornos, a sus plataformas, a sus apps, a sus diseños y estética, a sus logos y marcas, y se educan en sus rutinas, sus herramientas, sus claves de interacción, normalizando su forma de interacción. Algo que cuando se ha asumido y a lo que uno se ha acostumbrado es difícil de cambiar. Mientras, simultáneamente, los jóvenes están siendo socializados por estas multinacionales en las habilidades requeridas para el futuro mercado digital y para el consumo de sus productos (Cancela, 2020).
Nos tenemos que preguntar si este modelo de supuesta innovación tecnopedagógica y, en definitiva, buena parte del futuro de la educación no se está rediseñando al dictado de la oportunidad de negocio y en función del incremento de beneficios de unas cuantas empresas privadas, configurando incluso la producción del conocimiento académico y la vida profesional de los propios académicos (Saura & Caballero, 2021). Mientras, se dejan caer o se olvidan todos los proyectos de software libre que se han implementado durante años en diferentes regiones y comunidades autónomas de España, realizados por parte de profesionales de la educación que han compartido sus conocimientos, sus recursos y sus contenidos. Como la red Guadalinex de Andalucía, que funciona con software libre y gratuito y que está quedándose obsoleta por falta de actualización y mantenimiento. Pero ya Google for Education, que ha tenido una fuerte entrada en la educación privada concertada de España, ha impulsado el asalto definitivo a la educación pública aprovechando el confinamiento por la pandemia covid-19, con el incentivo inicial de que sus aplicaciones son gratuitas para el profesorado y las comunidades educativas (Perrotta et al., 2021).
Capitalismo Digital
Hay un dicho en el mundo de la tecnología que asegura que, si hay algo gratuito, es que el producto “eres tú”. Y, efectivamente, parece que el negocio somos nosotros. Tras estos proyectos, además del “edunegocio”, lo que se parece subyacer es también una oportunidad para extraer información del alumnado, con el fin de convertir a los colegios en una fábrica de datos e información comercializable (Williamson, 2021) sobre unos clientes presentes y futuros a los que se quiere fidelizar y donde el sector de las finanzas tendrá aún mejores condiciones para especular y apostar sobre las perspectivas futuras de cualquier niño o niña, escuela o distrito (Saura & Caballero, 2021). Es decir, un negocio billonario extractivista que se esconde tras el edunegocio tecnológico.
La tecnología Blockchain, conocida por ser en la que se basa el sistema monetario Bitcoin, se vende como forma de privatizar, monetizar y convertir en negocio la educación en la red (Adell & Bellver, 2018). Se impulsa mediante plataformas descentralizadas en las que los profesores pueden cobrar por enseñar de forma proporcional al reconocimiento adquirido en la comunidad (Reig, 2018). Lo cual, según sus adalides, supone una “democratización de la meritocracia” y el control de Internet, dado que para ellos Internet está enferma en su versión actual y Blockchain parece, a día de hoy, la única medicina que la puede curar (Reig, 2018).
Para las empresas tecnológicas está claro que la extracción de datos se ha convertido en el principal fin para el que se quiere utilizar el sistema educativo (Komljenovic, 2021). Como analiza Cancela (2017), quien sea capaz de vender e instalar sus aplicaciones, plataformas y programas en el mercado de la educación de los centros educativos, tendrá el mejor sistema de extracción de información y datos para seducir y cautivar a la futura generación de consumidores (Junqueira, 2020). Se está consolidando de esta forma un modelo de educación digital que se revaloriza constantemente, no tanto por los servicios que puede ofrecer, sino por su valor monetizado de cara al futuro de consumo de sus “clientes” actuales. Un modelo integrado por la filosofía comercial del capitalismo de plataformas, desde Netflix a Uber pasando por Pokemon Go (McDowell, 2017), donde unas pocas compañías compiten por extraer los datos académicos del alumnado, de las comunidades educativas y de su entorno.
Conocer sus antecedentes particulares, su trayectoria y preferencias, facilita no solo predecir su futuro como consumidores, ofrecer información a las compañías de seguros sanitarios, vender datos a las compañías de transporte de las rutas más utilizadas por los usuarios o trasladar datos valiosos a los bancos para garantizar o no un préstamo, sino también, y de forma inmediata en la educación, poder reemplazar al profesorado por ‘itinerarios personalizados’ y ajustados a demanda, con sistemas tecnocráticos de inteligencia artificial que se encargarán tanto de monitorizar como de cuantificar y puntuar los resultados de los estudiantes, los cuales “aprenderán la lección” a través de videojuegos online, apps, canales de videotutoriales y redes sociales diseñadas por sistemas de realidad aumentada y virtual. En definitiva, estandarizar las necesidades humanas de formación y hacerlas medibles para poder digitalizarlas y venderlas de forma masiva y global (Williamson, 2021).
Lo que está claro es que tras proyectos de digitalización masiva y de utilización de plataformas virtuales para desarrollar el proceso educativo lo que se esconde más bien es una estrategia muy calculada para extraer información del alumnado con el fin utilizar a los colegios como un profundo y extenso pozo de datos (Fueyo et al., 2018). Ya no solo a través de los programas educativos o las plataformas de comunicación online sino a través de las apps cotidianas que utilizan porque el móvil es una vía de penetración constante al convertirse casi en una extensión de nuestro cuerpo y una parte de nuestra vida (perderlo supone actualmente una tragedia al contener datos fundamentales sobre nuestra vida e incluso el acceso al mundo actual).
Además, una vez extendidas y consolidadas determinados programas e infraestructuras digitales en los sistemas educativos y recopilada la vida del alumnado, a través de los datos masivos que vuelca en esos programas, el sector de las finanzas tendrá las mayores oportunidades para hacer cálculos y decidir sobre las perspectivas económicas, sanitarias o educativas futuras de cualquier niño o niña, escuela o distrito, facilitándole o no acceder a préstamos, hospitales privatizados o centros educativos de élite.
De esta forma un bien común y esencial, la soberanía digital, está siendo puesto bajo el control de las Big Tech, terratenientes neofeudales del capitalismo digital. Necesitamos seguir avanzando en el análisis crítico e interconectado de estas nuevas formas de capitalismo de datos (Fuchs, 2019), capitalismo algorítmico (Peters & Jandrić, 2018), capitalismo comunicativo (Ford & Jandrić, 2021), capitalismo de vigilancia (Zuboff, 2019), capitalismo tecnocientífico (Birch & Muniesa, 2020) o capitalismo tecnopedagógico (Decuypere et al., 2021; Williamson, 2021).
Por eso, las alternativas no pasarían solo por controlar a los vigilantes tecno-totalitarios (Morozov, 2018) que tienen en sus manos las tecnologías e infraestructuras digitales privadas fuera del control democrático (Williamson & Hogan, 2020). Para “asaltar los cielos” habría que empezar por socializar la nube y desarrollar infraestructuras digitales públicas, es decir, poner en manos del común los nuevos medios de producción digital, para avanzar hacia la “socialización de los datos” como bien público y común. Avanzar de forma decidida hacia la democracia digital. Si Internet es esencial para muchas cosas en nuestras vidas, como lo es claramente, ¿no debería tratarse como un bien común de utilidad pública sin fines de lucro? (Klein, 2020). Es decir, la solución desde el bien común sería avanzar hacia el socialismo digital que proponen Mason (2016) o Morozov (2018). Y la educación tiene un papel crucial en ello.