sobre el encuentro de las maestras con/en un ejercicio infantil de la filosofía
Eso, el milagro, un azar, un encuentro, un soplo de misterio o de poesía.
Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas
Este artículo versa sobre el encuentro o, mejor, sobre los encuentros. Sobre el encuentro de las maestras con/en la filosofía y la infancia, con/en un cierto ejercicio infantil de la filosofía, y con aquello que posibilita tal encuentro, con aquello que encuentran en ese encuentro que les permite (des)encontrar-se. Tal perspectiva, permitirá pensar lo que hace una maestra en una comunidad de investigación más allá de un modelo de facilitadora, como se pretende establecer en Philosophy for Children. En ese sentido, el objetivo de este artículo es plantear un enfoque problematizador sobre el quehacer pedagógico de las maestras, comenzando con una revisión crítica de la idea de facilitadora, denominación ampliamente utilizada en el campo de filosofía e infancia, para después proponer una alternativa: pensar a las maestras como maestras, como maestras en múltiples encuentros que van transformando sus formas de ser y de hacer.
Tales encuentros no serían posibles, ciertamente, sin aquel encuentro inicial entre infancia y filosofía.
Matthew Lipman y Ann M. Sharp idearon y pusieron en práctica un programa para fomentar la práctica filosófica de niños y niñas. La creación de las novelas filosóficas y sus respectivos manuales para profesoras, junto con los espacios de formación docente, comenzaron a constituirse en las bases de un enorme aparato teórico y práctico que buscaba promover y sostener este encuentro entre filosofía e infancia. Philosophy for Children, gestado en sus inicios como un experimento educativo en Estados Unidos, se fue consolidando en su tierra de origen y, de un tiempo a esta parte, se tornó en un movimiento que se fue esparciendo por el mundo, adaptándose, de-formándose, reinventándose, transformándose.
El proyecto inicial de Lipman y Sharp ha sido calificado como una propuesta innovadora (Echeverría, 2004, p. 9), como una crítica a las formas tradicionales de educación que no estimulan el pensamiento propio (Vansieleghem, 2014, p. 1300) o, incluso, como una idea infantil que, en su carácter atrevido, osado, irreverente y cuestionador, permitió comenzar a abrir espacio para otros comienzos filosóficamente infantiles (Kohan; Costa Carvalho, 2021, pp. 57-58). Es innegable la fuerza contestataria, transformadora y creadora de tal encuentro inicial. Contestataria, porque contraría aquellas voces y discursos dominantes que limitan y delimitan lo que (no) pueden pensar y hacer los niños y que constituyen “modos de ser niños” normativos y universales (Almeida, 2019, p. 230). Transformadora, porque pretende cambiar cierta lógica educativa en la que las niñas son meras receptoras de conocimiento. Creadora, porque abre las puertas a la posibilidad de pensar nuevas formas de concebir la infancia y otras formas de relacionarse con ellas.
Lipman, Sharp y Oscanyan (1992, p. 118) proponen la conversión de las aulas convencionales en comunidades de investigación filosóficas como una forma de estimular efectivamente el ejercicio reflexivo en niños y niñas. Esta conversión de una a la otra está marcada por una distinción en torno a la manera en que se genera y adquiere el conocimiento. En la comunidad de investigación el conocimiento es construido comunitariamente mediante el diálogo, no hay una persona que lo trae y transmite al resto del grupo; pero también se trata de un conocimiento que nunca está completo, por lo tanto, es emergente (Kennedy, 1996, p. 2). La comunidad de investigación sería ese espacio donde se aprende en conjunto y donde la experiencia compartida permite que unos aprendan de los otros (Lipman, 2003, p. 93)
convertir a las profesoras en facilitadoras
En ese sentido, Philosophy for Children, al procurar una transformación en las formas de educar imperantes así como en las formas de producción y adquisición del conocimiento, precisa también de un transformación en la figura del docente. Así, se propone un desplazamiento en la figura tradicional de la profesora como detentora del saber que debe transmitir a sus estudiantes o como banquera que deposita el conocimiento en la mente de ellas (Sharp; Splitter, 1996, p. 166), para pasar a formar parte de una comunidad de investigación filosófica junto con los niños y niñas. De este modo, tras la conversión de las aulas en comunidades de investigación, se produce en paralelo una segunda conversión, a saber, la de las docentes en facilitadoras del proceso de indagación.
En ese sentido, la facilitadora cumple un rol de cuestionadora durante la discusión, alentando la participación de los estudiantes para que exploren nuevas perspectivas e indicando cómo las ideas se entrelazan y se refuerzan unas con otras. Asimismo, debe desarrollar una capacidad para comprender las intervenciones que aparentan ser inconexas y fragmentarias para poder relacionarlas y generar un proceso de continuo diálogo en la comunidad (Lipman; Sharp; Oscanyan, 1992, p. 189), realizando provocaciones cuando la comunidad se encuentre en riesgo de no considerar la posibilidad de error y caer en la complacencia (Sharp; Splitter, 1996, p. 132-133). Aquí nos encontramos con una primera forma de concebir a la facilitadora en la comunidad de investigación filosófica: como árbitra. Para Lipman, Sharp y Oscanyan (1992, p. 194), juega un papel de árbitra en el sentido de guiar la discusión y hacer evidentes los errores en el juego, como fallos en la argumentación, errores lógicos, inferencias incorrectas, etc. En otros términos, como sugiere, la facilitadora en la práctica filosófica con niños podría ser concebida como una auxiliar en el sentido de que contrarresta las tendencias, rumbos y acciones que van contra la comunidad de indagación (individualismo, desigualdad, competencia, etc.) y alienta aquellas que le son favorables (apertura, colaboración, etc.) (Santiago, 2006, p. 259). Por ello, tiene que estar “pendiente de los alumnos constantemente, alentándolos para que tomen la iniciativa, construyendo basándose en lo que ellos han logrado formular, ayudándoles a poner en cuestión las presuposiciones de sus conclusiones y sugiriendo maneras de llegar a respuestas más generales” (Lipman; Sharp; Oscanyan, 1992, pp. 168-169). Asimismo, Murris (2000, p. 45) agrega que la facilitadora cumple un papel que va mucho más allá del de un árbitro que se asegura de que las reglas de juego de la comunidad de indagación sean cumplidas, pues también resulta crucial que formule preguntas sustantivas o filosóficas que puedan cambiar notablemente el contenido de la discusión y profundizarlo. Se podría decir, siguiendo la analogía de Lipman, que la facilitadora sería como una árbitra que va marcando los tiempos del juego y alentando a que los estudiantes jueguen en las mejores zonas de la cancha (Murris, 2000, p. 45).
Por otro lado, en Philosophy for Children se resalta también la importancia de que la facilitadora se constituya como modelo para las estudiantes en lo que refiere a comportamientos y actitudes de diálogo e indagación (Waksman, 2004, p. 45; Sharp; Splitter, 1996, p. 166). Es necesario que ella muestre una pasión por la excelencia en el pensar, excelencia en el pensar y excelencia en la conducta, para que así las estudiantes puedan dar cuenta de los valores necesarios para el proceso del diálogo filosófico (Lipman, Sharp y Oscanyan, 1992, p. 170-171). En esa línea, la facilitadora tiene que comenzar describiendo y modelando el juego de lenguaje de la comunidad de indagación filosófica, que en su nivel más visible está compuesto por las habilidades de diálogo en grupo y que incluye algunos simples pero necesarios comportamientos discursivos (Kennedy, 2004, p. 754). La facilitadora como modelo funciona tal como los personajes de las novelas, muestra determinados comportamientos, actitudes y procedimientos adecuados para el diálogo y la indagación filosófica y, a través de esos ejemplos, las niñas y niños irán adoptándolos. Este lugar de la facilitadora como modelo resulta necesario porque los niños y niñas “necesitan modelos con los cuáles identificarse. Necesitan modelos de liderazgo, si han de verse a sí mismos como futuros líderes. Necesitan modelos de integridad, si han de darse cuenta de lo que es ser honesto. Y necesitan modelos de conversaciones inteligentes, si han de creer en la posibilidad de diálogo” (Lipman; Sharp; Oscanyan, 1992, pp. 181-182).
Por otro lado, cabría pensar: ¿qué es lo que facilita una facilitadora?, ¿qué significa, a fin de cuentas, facilitar? Facilitar quiere decir volver algo más fácil, hacerlo posible. Facilitar también está emparentado con otros verbos como proveer, proporcionar, suministrar, favorecer. En ese sentido, podríamos decir que la tarea de facilitar de la facilitadora tiene que ver con ser el medio a través del cual se hacen posibles los objetivos o fines de la práctica filosófica con niñas y niños. Así, facilitar se concibe como una forma de allanar el camino para hacer más cómodo o más sencillo el proceso de pensamiento al “[…] proporcionar la estructura y organización que se cree necesaria para el aprendizaje: crear órdenes de conocimiento (o procedimientos) y hacerlos comprensibles” (Haynes; Kohan, 2018, p. 209). De este modo, se facilita el diálogo, la adquisición de habilidades de pensamiento y el modelamiento de modos de comportamiento democráticos. Si pensamos que hacer filosofía se trata de un ejercicio de profundización y problematización, un proceso crítico, y creativo (para decirlo en términos de Philosophy for Children), sería necesario también problematizar esta idea de facilitar como tornar el proceso más fácil.
Con el objetivo de facilitar determinadas formas de indagación y habilidades de pensamiento, la transmisión de conocimientos es meramente sustituida por otro tipo de transmisión: la transmisión de procedimientos de pensamiento (Lewis y Jasinski, 2022, p. 12). De este modo, concebir a la profesora como facilitadora, no cambia del todo la relación docente-alumna, no reduce la distancia entre ambas, lo único que cambia es el tipo de distancia entre ellas: “mientras la profesora tradicional concibe esta distancia en términos de conocimiento, la facilitadora la concibe en términos de calidad de pensamiento” (Haynes; Kohan, 2018, p. 209). En esa línea, Haynes y Kohan (2018, p. 210) proponen pensar que la profesora más que una facilitadora actúa como una dificultadora, lo cual no significa que los estudiantes aprendan de ella sino con ella y junto a ella, que ponga en cuestión aquello que la escuela dice que los niños deben aprender y que crea firmemente en que cada niña es tan capaz como cualquier otra persona de aprender lo que sea que quiera aprender. Este reconocimiento de un sentido de igualdad epistémica no disminuye de ningún modo la autoridad pedagógica de la docente; por el contrario, es la condición de posibilidad para enseñar sin embrutecer, suponiendo una igualdad primigenia (Elicor, 2017, p. 89), puesto que “enseñar a pensar exige un gesto igualitario. Con relación al pensar, nadie es más que nadie. Sin este gesto inicial, enseñar a pensar se vuelve imposible” (Kohan, 2004, p. 260). De este modo, este desplazamiento pone en juego una política de la enseñanza, ya que “lo que transmite como principio de aprendizaje es la ignorancia, que funciona como una contraconducta al orden embrutecedor [...] Ella enseña el pensamiento como resistencia, desobediencia y contestación” (Kohan; Santi; Wozniak, 2017, p. 256). Con todo, parece que la figura de la profesora como facilitadora no termina de producir un desplazamiento en relación a la distancia jerárquica entre adulto y niño en la comunidad de investigación y, por el contrario, trae otras cuestiones problemáticas.
profesora, facilitadora, dificultadora… maestra
¿Qué, entonces, si no facilitadora? ¿Cómo nombrar a quien ocupa el lugar de quien enseña en la comunidad de investigación filosófica? Es curioso el lenguaje y las posibilidades de decir lo mismo de formas diferentes. ¿Decir lo mismo? A veces es necesario prestar cierta atención a la elección de las palabras, alguna forma de cuidado que resguarda los sentidos de lo pronunciado. Puede parecer un detalle mínimo, pero no todas las formas de nombrar remiten a lo mismo. Las palabras están ligadas a otras palabras y, así, nos conducen más fácilmente a algunos caminos de significado (Biesta, 2011, p. 150) que pueden empapar y producir diferencias en los modos de ser y de hacer de una docente. En este texto procuro recuperar la palabra maestra por varios motivos. En algún sentido, tiene que ver con dar cuenta del lugar desde donde se habla: Latinoamérica, donde usualmente las docentes que trabajan con niños y niñas pequeños son llamadas de maestras de escuela o maestras jardineras. Es, también, una forma de afirmar una figura que, en esta parte del mundo y en otras, está desvalorizada, denostada y, muchas veces, precarizada. Afirmar que la filosofía no llega a la escuela para convertirlas en otra cosa, para imponer un cierto modelo de cómo deberían actuar en el aula (o en el aula convertida en comunidad de investigación), sino que, por el contrario, es con la filosofía (y con la infancia, claro) que se abre una posibilidad de encontrarse con otros modos de habitar el aula y la escuela, de resignificar las relaciones que se establecen ahí y de crear nuevos sentidos de lo que es estar siendo maestra sin imponer de antemano una forma ya preestablecida.
Por otro lado, Foucault también se inclina a hablar de maestras, marcando que la diferencia entre profesoras y maestras es que, mientras las primeras se dedican a enseñar una serie de saberes o capacidades, las segundas se preocupan por la inquietud que tienen los y las estudiantes en relación a sí mismos (1994, 49). Esa preocupación implica una determinada dedicación cuidadosa que hace que la estudiante vuelva la percepción hacia sí, cultivando una actitud en relación con uno, con los demás, y con lo que nos rodea. Es una cierta manera de prestar atención y reconvertir la percepción, desplazándola desde el exterior hacia sí mismo, para vigilar lo que se piensa y los efectos en el pensamiento (Foucault, 1994, p. 76). También es una forma de actuar sobre uno mismo, haciéndose cargo de sí y de las transformaciones que se generan (Foucault, 1994, p. 58). Para esta práctica de uno mismo es necesaria la relación con las otras, y, como dice Foucault “a partir de aquí el maestro es un operador en la reforma de un individuo y en la formación del individuo como sujeto, es el mediador en la relación del individuo a su constitución en tanto que sujeto” (1994, p. 58). La maestra provoca a sus estudiantes, “desea que sus estudiantes deseen aprender y aprendan a desear seguir aprendiendo” (Kohan, 2013, p. 88).
Por un lado, se trata de un trabajo sobre la voluntad y la atención de sus estudiantes pero, por el otro, también sobre sí misma, intentando llamar la atención para ocuparse de ciertos aspectos, para descubrir aquello que necesita saber para vivir de otra manera. O, dicho de otro modo, para encontrar o inventar su propio modo de vida. Porque la maestra entiende que “para educar es necesario problematizar no sólo su práctica sino fundamentalmente la vida que vive y el modo en el que la quiere vivir” (Bertoldi, 2018, p. 282). Pensamiento, educación y vida se entrelazan, se enredan, se confunden… ya no es más posible pensarlas por separado.
Finalmente, la palabra maestra también remite a ciertos oficios artesanos: carpintería, panadería, zapatería, entre otros. De alguna manera, los oficios resisten a la profesionalización regida por imperativos de productividad y eficiencia, donde las formas de actuación son estandarizadas. El modo de hacer artesano requiere de una relación especial con la materia, una atención y cuidado. Se trata de “un impulso humano duradero y básico, el deseo de realizar bien una tarea, sin más” (Sennett, 2008, p. 18), es decir, no se hace bien tal tarea porque haya otra finalidad. En ese sentido, la forma de hacer del artesano no está ligada al rendimiento de su tarea, no está en juego la eficiencia con la que se produce, no se trata de vender más. Es una cuestión de compromiso, el artesano logra adquirir un compromiso a través de su práctica y está comprometido con ella, pero no necesariamente en términos instrumentales (Sennett, 2008, p. 20). Así, en esa relación hay algo que se va creando, hay una dimensión inventiva en el trabajo artesano. La cocinera que no puede trabajar con recetas, que entiende que cocinar es siempre ir más allá de ellas, interpretarlas, modificarlas, inventarlas, dejarse inspirar por la comida; el carpintero que, con detenimiento y paciencia, espera el momento adecuado para recoger la madera, escogerla, dejarla secar, cortarla con calma (Larrosa, 2020, p. 441).
Es cierto que, en el caso de la educación, una maestra no trabaja con materia inerte sino con personas. Entonces, no se trata de pensar que los estudiantes son un objeto sobre el cual se ejerce el trabajo artesano, no son una materia maleable al antojo de la maestra-artesana ni de los intereses institucionales que la excede, no es una cuestión de formarlos, darles forma, de un cierto modo ya predeterminado3. Nada de eso. Simplemente, lo que propongo aquí es inspirarnos en otros maestros y maestras artesanas para pensar relaciones con los y las estudiantes que nos comprometan, un hacer bien sin finalidad. ¿Puede ser la maestra una artesana? ¿Puede ese amateurismo resistir a la tan aclamada profesionalización docente y sus imperativos productivos? ¿Puede la maestra-artesana encontrar otros modos de relación?
sobre el arte de encontrar(se)
La vida es el arte del encuentro, aunque haya tanto desencuentro por la vida.
Vinícius de Moraes, Samba da benção
Quisiera proponer que se es maestra en un encuentro, un encuentro que no solo implica a estudiantes y maestras, personas. Un encuentro también es convergencia de materialidades, mundos, saberes, afectos. Pero, la simple reunión de estos elementos no garantiza que acontezca un encuentro, así como el hecho de que sucedan en un entorno habitualmente designado para la educación tampoco lo vuelve un encuentro educativo. ¿Qué es lo que hace que un encuentro educativo sea tal? Podríamos pensar que la especificidad del encuentro educativo tiene que ver con la posibilidad de imaginar una trama de trayectos en la que quienes participan son susceptibles de una transformación en función de los otros, dando lugar a la creación conjunta de algo diferente de lo que había antes (Cerletti, 2016, p. 24) Se trata de la oportunidad de que los caminos disímiles de distintas personas se crucen y consigan reunirse en torno de algo común, tornándose en una comunidad donde se camina y se piensa juntos, con una complicidad e intimidad compartida. Así, cabría pensar que el aula o la escuela puede ser el lugar un espacio de “encuentro vital donde confluyen, subjetividades, amistades y diferencias” (Suárez-Vaca; Patiño-Cuervo, 2021, p. 99) y donde se producen constantes contactos, roces o, incluso, choques (el origen etimológico del término encuentro remite tanto a la acción de coincidir como de chocar) que generan desplazamientos, que nos expelen, expulsan, nos sacan de una posición fija y nos lanzan en movimiento.
Podemos pensar que estos encuentros educativos también son encuentros filosóficos e infantiles, en el sentido de que se pone en juego cierto ejercicio infantil de la filosofía que tiene que ver con un modo de estar atento, curioso, inquieto, preguntador. Y, aquí, cuando se dice infancia no se trata tanto de una cuestión de edad (de la infancia de las niñas y niños) sino una “condición, sentido, territorio, de la existencia humana” (Kohan, 2004, p. 273) donde no se piensa lo ya pensado o lo que “debe ser pensado”, donde se piensa de nuevo una y otra vez, cada vez como si fuese la primera vez (Kohan, 2004, p. 275). En estos encuentros cada maestra va afirmando, encontrando, dejando atrás, reinventando y reafirmando modos de ser y de hacer en el aula, en la escuela. Sin duda, estos modos de ser y de hacer de la maestra producen ciertos efectos sobre el resto de participantes del encuentro, pero también son retroalimentados por todo aquello que acontece en el encuentro. La sensibilidad propia de quien se lanza a habitar el encuentro torna posible o, quizás, inevitable, que la maestra realice un ejercicio de revisión sobre cómo está siendo afectada por lo que acontece en el encuentro y cómo sus modos de ser y de hacer van siendo reconfigurados. El encuentro educativo-filosófico-infantil hace que la maestra no pueda ser maestra de la misma manera en que lo era antes, torna endebles algunas certezas sobre su propio oficio, al ir al encuentro sale de su lugar habitual.
Estos encuentros permiten ir encontrando un cierto modo de relacionarse: con el conocimiento, con las preguntas, con la materia de estudio, con el espacio físico y simbólico del aula, de la escuela y, especialmente, con las estudiantes. Kohan sugiere que, tal vez, el secreto de una buena maestra sea: “[...] mirar con los ojos bien abiertos a las niñas y los niños que lo observan. Acoger su mirada, atenderla, cuidarla, nutrirla, apreciarla” (2013, p. 81). Es necesaria cierta sensibilidad para habitar ese encuentro con estudiantes, ser capaces de captar la intensidad de sus ideas y preguntas, sostener ese movimiento y posibilitar otros nuevos.
Si el pensamiento y la indagación tienen algo que ver con una búsqueda, podríamos también pensar esos encuentros en tales términos. En la búsqueda siempre hay algo que se encuentra, aún cuando no sea aquello que se buscaba se encuentra algo con lo que relacionar lo que ya se sabe (Rancière, 2007, p. 50), aún cuando no se sepa exactamente lo que se busca se producen otros encuentros nuevos. Y, tal vez, no se trate solo de lo que se encuentra a partir de la búsqueda sino también de estar constantemente en búsqueda de encuentros, encrucijadas que nos comprometen en el pensamiento, que nos interpelan. Así, la maestra no puede sino acompañar esa búsqueda, proponer nuevos caminos y también dejarse llevar, porque, en cierto sentido, a decir de Rancière, es quien “mantiene a quien busca en su camino, en donde él es el único que busca y no deja de buscar” (2007, p. 51), pero también resulta crucial que sea ella misma quien se ponga en búsqueda. ¿Cómo mantener a los niños y niñas en esa búsqueda? ¿Cómo mantenerse a sí misma en esa búsqueda?
O, podríamos decirlo en otras palabras, en el encuentro una maestra no transmite lo que sabe sino inspira un deseo de saber, al transformar la relación propia y de los otros con el saber (Kohan, 2013, p. 88). Entonces, lo que está en juego aquí, lo que posibilita una persona desde su lugar de maestra, es una singular relación con los otros que produce una serie de efectos en su forma de ser y estar en el mundo. Y, me atrevería a decir, para esto no hay método. Es necesaria una maestra “[...] que piense, que invente, que se preocupe por todos y cada uno, que no aplique ciegamente algunos preceptos para transmitir calmamente un saber asimilado pasivamente, sino que sea un lector reflexivo, que tenga una relación personal con sus estudiantes” (Kohan, 2013, p. 70). En cierto sentido, una maestra es una filósofa “en el sentido más vivo de la palabra, el que no sabe otro saber que el de querer, siempre, saber” (Kohan, 2013, p. 88) y que, al educar, provoca e inspira tal saber a sus estudiantes.
Así, es preciso que la maestra también realice un trabajo sobre sí misma, que, a partir de los encuentros con sus estudiantes, se coloque a sí misma en cuestión, que sea afectada, que piense constantemente en esa relación y los efectos y afectos que de ella emanan, que se pregunte por las posibilidades de ese encuentro. En este proceso ocurren múltiples desplazamientos en las maestras, saliendo de su lugar fijo y confortable para desprenderse de modos de ser y de hacer anteriores. Van quedando atrás expectativas y modelos impuestos desde afuera, propios de la formación inicial docente o de las instituciones que regulan la educación (Gomes, 2017, p. 42; Bertoldi, 2018, p. 284). Este dejar atrás para dar paso a otra cosa podría ser pensado como una especie de muerte que posibilita el nacimiento de otra maestra (Gomes, 2013, p. 76), una muerte que se repite una y otra vez cada vez que se pregunta sobre qué es ser maestra y qué maestra es preciso ser en tal momento (Bertoldi, 2018, p. 282).
algunas condiciones de/para el encuentro
Hasta aquí he ido proponiendo una forma de pensar a las maestras a partir del encuentro educativo (o filosófico… o infantil…) y cómo esos encuentros posibilitan encontrar diferentes modos de relacionarse con las personas, saberes, materias y materiales, ir encontrando sus propios modos de ser y de hacer como maestras. Ahora, me gustaría ir un paso atrás y pensar en algunas condiciones que, de alguna manera u otra, podrían posibilitar, mantener y/o sostener aquellos encuentros. No pretendo presentar una serie de requisitos que garanticen que el encuentro suceda, ni mucho menos agotar las posibilidades de pensar los encuentros. Tampoco se trata de una lista organizada en orden jerárquico o secuencial. Tan solo se trata de un ejercicio de ofrecer principios, puntos de partida a partir de los cuales nos podamos abrir a experimentar algún tipo de encuentro educativo-filosófico-infantil.
Lo común. Sugiere Cerletti (2020, p. 63) que la condición mínima para un encuentro de esta clase podría ser la existencia de un asunto común entre las personas participantes. En ese sentido, podríamos pensar que es necesario algo a partir de lo cual estudiantes y maestras se junten, algo que permita el ejercicio compartido del pensamiento, algo a ser colocado en el medio de la ronda y sobre lo cual posan su atención. Por ello, es preciso poner algo sobre la mesa que permita concentrar la atención , suspender (temporalmente) las diferencias y constituirse en una comunidad en base a una implicación compartida (Masschelein; Simons, 2014, p. 80), es preciso, en otras palabras, “poner algo a circular en el espacio compartido” (Cerletti, 2020, p. 63). Circular es una palabra interesante para pensar, precisamente, en el encuentro en una comunidad de investigación, ya que remite a la forma redonda de la disposición espacial de los y las participantes y al movimiento que se pone en juego (de la palabra, del pensamiento). Así, los pensamientos, ideas y saberes que van circulando se tornan en algo compartido y común que está a disposición de todos y todas para un uso libre y cooperativo (DURÁN; KOHAN, 2018, p. 132), pero que también son susceptibles de ser reconstruidos y transformados en otras cosas diferentes a ese algo inicial, a ese algo común que fue puesto sobre la mesa.
La igualdad. “De la igualdad nace la escuela, y no al contrario”, escriben Durán y Kohan (2018, p. 83), y podríamos también pensar que de la igualdad nace el encuentro. No se trata, entonces, de pretender colocar la igualdad como un fin a alcanzar, sino como una suposición que hay que mantener todo el tiempo (Rancière, 2007, p. 172), una suposición que se verifica una y otra vez (Masschelein; Simons, 2014, p. 66) durante el encuentro. Situada en el principio (o como principio), aquí, la igualdad se constituye como punto de apertura para una experiencia compartida y, por ello, no podría pensarse en lo común, en términos del párrafo anterior, sin la afirmación de la igualdad de todos y todas quienes participan de una comunidad de investigación filosófica. La igualdad no quiere decir que no existan diferencias entre las personas, ni que todos saben o piensan lo mismo (Kohan, 2020, p. 104), se trata de que no hay superiores o inferiores en la relación educativa. Afirmar la igualdad quiere decir que todos y todas son capaces de, capaces de pensar, de dialogar, de escuchar, de prestar atención, de cualquier cosa que se proponga hacer una comunidad de investigación filosófica. Entonces, para posibilitar el encuentro, un encuentro en que unos y otros intercambian, se interpelan y se afectan entre sí, es necesario que todas y cada una se encuentren en una condición de igualdad. No hay encuentro posible, o no lo hay en los términos descritos anteriormente, si alguien se coloca por encima de otro. Si hay superiores e inferiores, "no se piensa junto, no se dialoga, no se escucha” (Kohan, 2020, p. 102).
La escucha. Escuchar podría ser el punto preciso del encuentro con el otro, no solo un encuentro de ideas sino, aún más, de cuerpos que, en su expresión sonora, se tocan y marcan su presencia. Un encuentro está colmado por voces, voces diferentes que expresan la singularidad de cada participante. La cuestión es: como maestras y maestros, ¿qué hacemos con esas voces? ¿Qué hacemos ante esas voces? Es indudable que la forma en que se acogen y se escuchan esas voces son “decisivas de las voces que (no) surgen: francas, provocadoras, diferenciadas… O conformadas, desistentes y apagadas” (Costa Carvalho, 2022, p. 24), es por ello que es necesario re-pensar el modo habitual en que se escucha e implicar completamente la sensibilidad en el encuentro (Johansson, 2010, p. 486). Como una alternativa ante la escucha habitual, Davies (2014, p. 21) propone una escucha emergente, es decir, estar abierto a ser afectado por los otros, estar abierto a la diferencia y su multiplicidad que va emergiendo, estar abierto a nuevas formas de conocer y nuevas formas de ser tanto para quien escucha como para quien es escuchado. O, quizás, también podríamos pensarla en una forma filosófica de escuchar, una escucha que nos desafía existencialmente (JOHANSSON, 2021, p. 14), una escucha como experimentación de lo que aún no hemos oído que nos hace pensar y sentir diferente, que nos permite dejarnos transformar por lo escuchado (MURRIS, 2016, p. 107). Escuchar para estar juntos, escuchar como forma de estar juntas. Se trata de acoger y adoptar las voces de todos y cada uno presente en el encuentro, dejarlas sonar y resonar…
La imprevisibilidad. No hay recetas, ni planes, ni mapas para el encuentro. No se puede predecir el encuentro ni lo que acontece en él. De hecho, podríamos decir que una dimensión importante del encuentro es lo imprevisible o lo aleatorio (Cerletti, 2015, p. 29). Se trata, entonces, de estar atentas y abiertas a lo que va sucediendo, receptivas a que siempre puede suceder algo diferente de lo esperado y generar efectos inusitados. Pero es, sobre todo, una sensibilidad hacia los otros, ya que el aspecto más sensible de una "intrusión en lo establecido es la emergencia del pensar del otro” (Cerletti, 2015, p. 30), el actuar del otro, la presencia del otro. Esa confluencia de cuerpos, voces, afectos y pensamientos disímiles que se da en el encuentro es el caldo de cultivo para la creación de algo nuevo, pero no podemos planificar de antemano cómo se combinarán o cómo se afectarán. Entonces, es precisa una estructura que permita la desestructura cuando irrumpe algo que cambia el curso de las cosas, que sea susceptible a cambios de rumbo. Todo esto no niega en absoluto la necesidad de que las maestras preparen actividades a realizar en la comunidad de investigación, pero la función de esos ejercicios es la de permitir el pensamiento mas no la de prometer aquello que será pensado, “lo que puede acontecer cuando se despierta el pensamiento filosófico en comunidad estará siempre más allá de lo representable antes de que ese pensamiento se produzca” (Costa Carvalho, 2020, p. 206).
para terminar, o en busca de nuevos encuentros
La figura de la maestra se encuentra en constante movimiento, resignificándose y transformándose en la misma práctica de cada maestra que atraviesa y es atravesada por los encuentros en/con el ejercicio infantil de la filosofía. La figura de la maestra se va inventando y reinventando continuamente, cobrando nuevos y renovados sentidos a partir de la multiplicidad y singularidad, no sólo de quienes ocupan el lugar de quien enseña, sino también de aquellos que ocupan el lugar de quien aprende pero, más aún, a partir de todo aquello que va emergiendo en los encuentros. Asimismo, si pensamos en aquella idea de la maestra como artesana o artista de la que hablé anteriormente, caracterización también referida por diversos autores y autoras del campo de filosofía e infancia (Kennedy, 2004; Kohan, 2013; Lipman; Sharp; Oscanyan, 1992; Zorzi; Santi, 2020), la figura se distancia de un modelo fijo a ser imitado y se acerca a una dimensión que tiene mucho más que ver con la creación y la exploración. Ciertamente, una figura compleja, inacabada, en trans-formación. ¿De qué transformaciones son susceptibles las maestras que atraviesan (y son atravesadas) por el ejercicio infantil de la filosofía? ¿Qué les sucede en los encuentros con la filosofía, con la infancia y con su propio hacer filosofía?