Introducción
Dedicamos este artículo a la pedagogía social, campo científico, y a la educación social, proceso formativo y actividad profesional, porque la escuela, por sí misma, es incapaz de responder con éxito a diversos desafíos de nuestro tiempo: sobrecarga informativa, multiculturalidad, aumento del tiempo libre, tecnificación, conservación de la naturaleza etc.
La oportunidad de este artículo nos parece innegable si se tienen en cuenta, entre otras razones, las nuevas formas de mirar la educación, inclusivas y convivenciales, así como el creciente interés académico y la progresiva sistematización en América Latina de la pedagogía social-educación social, en el contexto de la que podríamos denominar, con convicción y cautela, perspectiva sociopedagógica iberoamericana, en la que sobresalen las aportaciones liberadoras del pedagogo brasileño Paulo Freire.
Queremos contribuir al reconocimiento de la pedagogía social (ciencia y disciplina académica) y de la educación social (objeto de estudio, praxis, carrera universitaria y profesión). Aunque la cobertura oficial que una y otra reciben es bien distinta según los países, gozan, en general, de celebrada pujanza. Deseamos que este trabajo, en el que se repasan también diversos modelos de intervención socioeducativa, brinde un nuevo impulso a la reflexión teórica y a la investigación pedagógico-social, y, por ende, al desarrollo de la acción educativo-social en las diversas áreas y con personas de cualquier edad, ya sea a nivel preventivo, remedial u optimizador.
En definitiva, la pedagogía social y la educación social se constituyen respectiva y complementariamente en atalaya científica y en motor de transformación personal y social. Modelos de intervención, teoría y acción socioeducativa que, desde la familia, desde la escuela en su más amplio sentido y desde la sociedad permitan alcanzar cotas más elevadas de bienestar, inclusión, justicia y libertad.
La Pedagogía Social, ciencia de la Educación Social
Aunque hay diversas ciencias de la educación, la pedagogía es en rigor la ciencia por antonomasia de la educación, con entidad epistemológica y significación propia. La pedagogía, por tanto, no debe quedar subsumida en otros saberes o disciplinas más o menos afines (psicología, sociología, filosofía, antropología, etc.). Con arreglo a este planteamiento general, definimos la pedagogía social como “la ciencia teórico-práctica de la educación social de personas, grupos, comunidades y de la sociedad en su conjunto”.
Desde una perspectiva aplicada se puede sistematizar la praxis educativo-social en tres niveles: 1) Preventivo. Intenta evitar la aparición del problema. Pensemos, por ejemplo, en programas para prevenir el alcoholismo. 2) Correctivo. Pretende solucionar el problema una vez que se ha presentado, como cuando se quiere frenar o eliminar la violencia familiar. 3) Optimizador Encaminado al despliegue de todas las posibilidades de los sujetos y de los grupos. Así, las campañas culturales y deportivas dirigidas a jóvenes. Como puede suponerse, este nivel es a la vez preventivo.
En ocasiones, por influjo del campo sanitario, se habla de nivel de prevención primaria, secundaria o terciaria, según la praxis socioeducativa se dirija a evitar la aparición del problema, a su detección precoz o a superarlo una vez que se ha presentado.
Aunque el corpus doctrinal y la actividad práctica pueden llegar a fundirse y confundirse en determinados momentos, la pedagogía social es, según venimos exponiendo y defendiendo, el primer y principal marco científico teórico-práctico de la educación social. Limón (2017) señala que la pedagogía social es concebida como la teoría y práctica de la educación social, tanto de las personas como de los grupos y del conjunto de la sociedad, cuyo fin es lograr la plena inclusión y el desarrollo social orientado al bien común y a la mejora de la calidad de vida, principalmente, aunque no exclusivamente, de las personas y grupos en situaciones de vulnerabilidad.
Breve historia de la Pedagogía Social
Quintana (1994) refiere que el nacimiento oficial de esta ciencia se sitúa en 1898 cuando Paul Natorp, filósofo neokantiano, publicó su libro “Pedagogía Social. Teoría de la educación de la voluntad sobre la base de la comunidad”, con un enfoque pedagógico “sociologista”, pues para el autor germano toda educación es educación social.
Limón (2016), por su parte, describe el gradual desarrollo de la pedagogía social, que se traduce, por ejemplo, en su consolidación universitaria, en la potenciación de la investigación en su campo, en la ampliación de su objeto de estudio a cualquier persona, en el creciente reconocimiento profesional, así como en el impulso de la actividad pedagógico-social en diversos ámbitos.
No hay que olvidar que la existencia de diversas interpretaciones de la pedagogía social complica el acercamiento a esta ciencia y a su objeto. Como muestra de esta complejidad recogemos la descripción analítica de Quintana (1994) sobre los sentidos que han dado a este saber disciplinar diversos autores: 1. La pedagogía social como doctrina de la formación social del individuo. 2. La pedagogía social como doctrina de la educación política y nacionalista del individuo. 3. La pedagogía social como teoría de la acción educadora de la sociedad. 4. La pedagogía social como doctrina de la beneficencia pro infancia y juventud. 5. La pedagogía social como doctrina del “sociologismo pedagógico”.
De las cinco concepciones comentadas, Quintana (1994) sólo admite la primera y la cuarta. Rechaza la segunda por desorbitada, la tercera por inútil y la quinta por impropia. Por mi parte, considero que debe incluirse y estimarse el tercer enfoque, porque se alza sobre una idea que afortunadamente se va consolidando en la pedagogía actual: la de la sociedad educadora. Lejos de propugnar la desescolarización, lo que esto supone es invocar la responsabilidad de toda la sociedad en la formación humana.
La Educación Social: objeto de la Pedagogía Social
Entre los factores explicativos de la expansión de la educación socia Petrus (1998) señalaba los siguientes: el advenimiento de la democracia y las nuevas formas del Estado del bienestar, el aumento de la exclusión social en ciertos sectores poblacionales, así como la concienciación/concientización de los nuevos problemas derivados de la convivencia. A estas causas hay que añadir la crisis de los sistemas escolares. De hecho, hoy se cuestiona el monopolio de la escuela sobre la educación.
La institución escolar, con su tradicional parcelación por especialidades y niveles, no puede hacer frente en soledad al dinamismo de nuestra sociedad y a las nuevas necesidades educativas. Surge así la educación social con la laudable aspiración de responder con éxito a los retos formativos de la vida actual, crecientemente compleja y tecnificada. Se supera de este modo el concepto de educación, habitualmente contemplado con rigidez, y se avanza por caminos socioeducativos poco transitados hasta ahora, al menos sistemáticamente.
La educación es un proceso gradual de desenvolvimiento y mejora, por el cual la persona se realiza tanto en la vertiente individual como social. La educación social, dondequiera que acontezca, enfatiza la dimensión relacional de la persona y promueve actitudes, valores y conductas que facilitan la vida en comunidad, esto es, la convivencia, sin renunciar por ello, en absoluto, a modificar estructuras tecnoadministrativas y sociopolíticas obsoletas, inflexibles e insensibles que limitan el ejercicio de los derechos y de la libertad, al tiempo que generan desigualdad y exclusión.
Períodos históricos de la Educación Social
La intervención socioeducativa ha transitado desde formas voluntaristas y planteamientos caritativos o filantrópicos hasta otros de carácter profesional en el marco del sistema público de bienestar. En un tiempo lejano, la ayuda a las personas necesitadas era proporcionada, según los casos, por los familiares, por miembros de instituciones de beneficencia, por órdenes religiosas, etc. La ayuda humanitaria se fue organizando gradualmente hasta llegar a los modernos servicios de asistencia social fundamentados en proteger a la ciudadanía y en garantizar una vida digna a todas las personas, particularmente a las más vulnerables. Aun cuando el sistema público de servicios sociales presenta flaquezas representa un avance sustancial en la atención social. Díaz Fernández (2007) sostiene que para conocer los inicios de la ayuda organizada procede un acercamiento a los siglos XV y XVI, en el contexto del Renacimiento, caracterizado por la expansión urbana, el progresivo aumento de la pobreza en las ciudades y el surgimiento del humanismo, con el ser humano en el centro de la preocupación, y con un enfoque cristiano a la hora de abordar las situaciones de necesidad. Destaca en esta época Juan Luis Vives (1492-1540), humanista, filósofo y pedagogo español, autor, entre otras obras, del Tratado del socorro de los pobres. En De subventione pauperum, título original en latín de la obra publicada en 1526, Vives (1991) muestra su pensamiento religioso, humanista y moral de gran alcance social.
Díaz Fernández (2007) también cita al sacerdote San Vicente de Paúl (¿1581?-1660) como otro de los precursores de la acción social en el ámbito de la pobreza.
De la caridad, privada y de espíritu religioso, se pasó a la beneficencia, ayuda pública a los necesitados, una suerte de “caridad oficial”, nociones de las que ya se ocupó Concepción Arenal (1820-1893), incansable luchadora por los derechos de la mujer y destacada reformista social, en su obra de 1894 La beneficencia, la filantropía y la caridad (1999).
La etapa asistencial de la beneficencia, muy diversificada, en cierto modo se cierra en el primer tercio del siglo XX. El Estado, de modo creciente, se hace cargo de cuestiones sociales y se encamina a garantizar derechos para los ciudadanos, así como a crear o consolidar servicios. Al concluir la Segunda Guerra Mundial se extiende el “Estado del bienestar” (Welfare State), reflejo de la aspiración a la asistencia pública o social, es decir, a promover por parte del Estado el bienestar material general de la población. Las finalidades sociales y redistributivas a través de los presupuestos del “Estado benefactor”, aunque pueda haber diferencias entre los países, se refieren a cuatro aspectos básicos: sistema de salud universal y gratuito; educación obligatoria; vivienda; subsidios por desempleo o vejez, a los que pueden agregarse otros servicios asistenciales.
En lo que se refiere a la intervención socioeducativa se advierte una creciente especialización. En España, desde los años 60 la educación social se ha ido profesionalizando, lo que supone que se ha ganado en planificación, en estructuración, en institucionalización, en desarrollo técnico y en compromiso ético etc. En 1991 (Real Decreto 1420/1991, de 30 de agosto) (Ministerio de Educación y Ciencia de España) se aprobó el título universitario de carácter oficial de Diplomado en Educación Social. En los años transcurridos desde el establecimiento del título se ha avanzado mucho, pero se critica, por ejemplo, que se soslaye el importante papel que los profesionales de la educación socia pueden realizar en la escuela (LÓPEZ ZAGUIRRE, 2013; DAPÍA; FERNÁNDEZ, 2018; ARPAL, 2019).
Modelos de intervención socioeducativa
En nuestro repaso del saber científico pedagógico-social y de la actividad profesional socioeducativa es fundamental la referencia a los modelos de intervención, sobre todo porque se trata de representaciones de la realidad, esquemas teóricos que orientan el trabajo en distintos ámbitos.
Obviamente, lo que ahora abordamos no agota cuanto puede decirse sobre los modelos de intervención socioeducativa, al menos por dos razones. La primera, porque la actuación educativo-social no se detiene, sino que evouciona y se diversifica. Aunque cada vez hay más experiencia acumulada en distintos ámbitos, también surgen inquietudes profesionales sobre campos relativamente nuevos o poco transitados, por ejemplo, el ambiental, el vial, el hospitalario… incluso, como queda dicho, el escolar, en el que se precisa mayor definición pedagógica sobre las funciones socioeducativas que han de desarrollarse. La segunda, porque la educación social es relativamente reciente, lo que obliga a tomar como referencia modelos de campos científico-profesionales cercanos, particularmente del trabajo social y la psicología. Para que la adopción de modelos sea fructífera se precisa una buena dosis de adaptación crítica y de innovación por parte de los educadores sociales. Pese a la doble argumentación esgrimida, la sumaria descripción de modelos que presentamos, aderezada con comentarios relativos a la actual pandemia, puede orientar significativamente, siempre en un marco flexible, abierto y dialógico, sobre cómo organizar la actividad socioeducativa a partir de referentes teóricos valiosos para la pedagogía social. La panorámica que sigue, a partir de Martínez-Otero (2019), puede resultar beneficiosa para los propios profesionales, para los responsables políticos y educativos y, en general, para cuantas personas deseen conocer claves optimizadoras de la realidad social, en la que, a fin de cuentas, todos nos hallamos y cuya positiva transformación a todos concierne.
Modelo psicodinámico
Es un modelo de orientación psicoanalítica que anima a acercarse comprensivamente a las personas con las que se trabaja (educandos), con objeto de buscar conexiones biográficas dotadas de sentido, interpretaciones causales del comportamiento desadaptado o no. Sin seguir la ortodoxia freudiana, la evolución del modelo psicodinámico anima a explorar las variables significativas vinculadas a todos los sujetos, lo que permite, por ejemplo, otorgar más relevancia en el campo pedagógico-social a la anamnesis (del gr. áváμνησις anámnsis = 'recuerdo'), es decir, a la información aportada por la propia persona y por otras personas o fuentes relevantes con objeto de elaborar su historial socioeducativo, punto de partida para organizar la intervención. Un planteamiento así, siempre desde la consideración de los aspectos situacionales y psicosociales, exige al profesional una actitud respetuosa y empática, así como una escucha sensible y profunda de la persona, sin ceder apriorísticamente a miradas patologizadoras de la singularidad individual. En cambio, desde la dimensión social del psicoanálisis, a menudo inadvertida pese a ser patente incluso en su fundador, se pueden enjuiciar críticamente ciertas tendencias mórbidas en la sociedad que enajenan al sujeto.
Con escritos como El malestar en la culturaFreud (2006) plantea el antagonismo entre las limitaciones impuestas por la cultura y las exigencias pulsionales. Vucínovich, Romero, Poves e Otero (2011) muestran la vigencia del psicoanálisis como crítica social y se preguntan por el lugar del sujeto en la sociedad actual. El sujeto que aparece ahora tumbado en el diván está en gran medida comprimido por el discurso científico, desatento a la subjetividad, y por el discurso capitalista, que presenta un horizonte inalcanzable.
Desde una perspectiva psicosocial, el modelo psicodinámico nos anima a contemplar al sujeto en una concreta situación social, a reflexionar sobre las relaciones que establece y las fuerzas que lo alienan, entre las que destacamos las siguientes: la desorientación axiológica, el uso indebido y abusivo de la tecnología, la rivalidad, el alejamiento de la naturaleza (tecnocosmos) y el consumismo. Con Fromm (1964), famoso psicoanalista judío-alemán, podríamos decir que se trata de ayudar a las personas a liberarse y a trazar el propio rumbo lleno de sentido, basado en la razón y el amor. Este pensador, con inspiración freudiana y tras evaluar críticamente el impacto que la cultura occidenta contemporánea ejerce sobre la salud mental de las personas, concluye que está muy extendida en la sociedad la que llama “patología de la normalidad”.
Podemos incluso preguntarnos, en términos psicodinámicos, por los efectos de la pandemia sobre esa instancia psíquica central denominada yo, expuesta a una manifiesta inhibición desadaptativa por las sobrevenidas disrupciones vitales que amenazan de modo interrelacionado tanto desde la propia interioridad, en forma de angustia, vacío, extrañeza e irrealidad, como desde el exterior, por las significativas restricciones en la cotidianeidad, una suerte de represión de las libertades individuales y colectivas (por ejemplo, de la libertad de movimiento y del contacto físico interpersonal, con la mascarilla como simbólica frontera) que no por estar justificada resulta menos neurotizante, particularmente para colectivos vulnerables como los constituidos por personas mayores, niños y personas con discapacidad.
En suma, en este modelo asumen gran relevancia los procesos psíquicos (conscientes, preconscientes e inconscientes) y lo básico es promover el ajuste del yo, expuesto a trastornos y sufrimiento, más aún cuando el ambiente social es manifiestamente perturbador, cual si se tratase de una generalizada atmósfera hospitalaria. El educador social, en cuanto experto comprometido con la labor reflexiva, interpretativa y transformadora, asesora a los educandos y promueve en ellos, pese a la traumática situación, autonomía y crecimiento activo a partir de referentes saludables desde el punto de vista racional, emocional, sensorial, físico y mora
Modelo cognitivo-conductual
El modelo cognitivo y el modelo de modificación de conducta no son, en absoluto, incompatibles. Aunque hay innegables diferencias entre ambos, es bien conocido que un número significativo de investigadores y de profesionales se adscriben al denominado “modelo cognitivo-conductual”, en el que se incluyen aportaciones teórico-prácticas de los dos modelos.
Si para el modelo cognitivo lo importante son los procesos mentales y la información que posee el sujeto, para el modelo de modificación de conducta la acción es el resultado de factores ambientales. En el modelo de modificación de conducta es fundamental lo observable, lo tangible, mientras que en el modelo cognitivo asumen más importancia los pensamientos y las sensaciones. Así, por ejemplo, para comprender e intervenir en la conducta desadaptada se presta mucha atención a los procesos mentales del sujeto, a sus creencias, expectativas, deseos, temores, etc.
La educación social en distintos campos, por ejemplo, en lo que se refiere a los estilos de vida, puede beneficiarse si en las intervenciones, además de fijar directrices claras y realizar modificaciones ambientales, contempla aspectos relativos a los recursos racionales (pensamientos, conocimientos, etc.), actitudinales y adaptativos que las personas, grupos y comunidades identifican y movilizan.
En el ámbito socioeducativo el modelo cognitivo-conductual se traduce en una intervención muy estructurada que hace hincapié en la evaluación continua del proceso, con atención a los progresos.
En general, este modelo dual, a la hora de aplicarse a la intervención socioeducativa, concede importancia a los aprendizajes del sujeto, a sus informaciones, pensamientos y destrezas, al igual que a las variables contextuales.
El proceso de intervención socioeducativa cognitivo-conductual, podría seguir, con carácter general, las siguientes fases:
- Definición de la situación objeto de intervención.
- Diálogo entre el profesional y los sujetos sobre la situación o problema. Interpretación conjunta de dicha realidad.
- Consideración atenta de las informaciones, pensamientos, ideas, intereses, actitudes, competencias, valores, etc., de las personas que reciben la intervención, así como del entorno y de su influencia, por si procede y se pueden modificar algunos aspectos.
- Establecimiento de objetivos.
- Evaluación de las alternativas a la hora de tomar una decisión.
- Propuesta dialogada de acciones realistas para alcanzar las metas.
Si nos centramos en la actualidad, a la hora de prevenir la expansión de la pandemia, la educación social puede conseguir relevantes logros con personas, grupos y comunidades; por un lado, mediante la transmisión de información apropiada encaminada a reducir la incertidumbre y la confusión (vertiente cognitiva) y, por otro lado, con el fomento y afianzamiento de acciones concretas de protección individual y colectiva (vertiente conductual).
Modelo de intervención en crisis
La teoría y la praxis de la intervención en crisis surgen en el contexto de la psiquiatría americana y su adaptación a la educación social se torna fundamental, pues como dice Rabelo (2010) las demandas de atención socia son muy numerosas, crecientemente complejas y se precisan intervenciones muy especializadas, por ejemplo, en cuestiones de carácter emocional. Desde esta perspectiva, la educación social comprometida con el ser humano a lo largo de sus discurrir vital apoya a las personas para que superen la crisis y se minimicen sus consecuencias.
Recuerda Viscarret (2009) que la intervención en crisis es una acción de ayuda dirigida a una persona, una familia, un grupo o una comunidad para que se afronte un suceso crítico, disminuyan en lo posible sus efectos negativos a nivel físico y psicológico, y se incrementen las opciones y perspectivas vitales. En gran medida, se trata de movilizar los recursos personales en aras del equilibrio emocional y a menudo se trabaja con otros profesionales como los psicólogos.
Se plantean muchos retos a la intervención socioeducativa en crisis derivados de la especificidad de las numerosas situaciones en que el modelo puede implementarse. Aun cuando haya procesos de carácter general, la singularidad personal de los afectados y la concreción situacional exigen al profesional fina sensibilidad, amplio conocimiento y manejo técnico solvente para prevenir negativas consecuencias indeseadas y que la crisis se encauce de la mejor forma posible.
Cada vez es más reconocida la importancia de la resiliencia en la praxis socioeducativa, también en el marco del modelo de intervención en crisis. La resiliencia es la capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos. También informa de la capacidad para recuperar el estado inicial una vez finalizada la perturbación (RAE, 2014). El término se traslada a nuestro contexto con el significado de capacidad para asumir con flexibilidad situaciones límite, encajar hechos especialmente adversos y hasta de sobreponerse a ellos. Cabe pensar, por ejemplo, en muerte de los padres, catástrofes, maltrato, ataques terroristas, enfermedades, etc.
La crisis pandémica actual afecta particularmente a los grupos poblacionales más vulnerables a los que hay que brindar especial atención socioeducativa. Es el caso de personas con discapacidad; mayores, sobre todo si viven solos; personal sanitario; hogares en los que hay considerable penuria socioeconómica, conflictividad, ha fallecido un ser querido o alguno de sus miembros presenta psicopatología previa, enfermedad, etc. Como consecuencia de la pandemia y de las medidas adoptadas para controlar su expansión se ha incrementado la ansiedad, el estrés, los síntomas depresivos, la adicción, las reacciones agresivas, etc. Como indican Chacón-Fuertes, Fernández-Hermida y García-Vera (2020), en el espectro de reacciones psicológicas provocadas por la pandemia encontramos miedo y ansiedad intensos, reacciones de tristeza o aburrimiento, que pueden conducir a síntomas depresivos, complicaciones en el duelo, mayor propensión a las conductas adictivas y agravamiento de alteraciones psicopatológicas, tales como cuadros afectivos, de ansiedad o psicóticos.
Ante estas reacciones, explicables por la dura crisis sobrevenida, las estrategias de afrontamiento dependerán de las características y circunstancias personales, pero en todos los casos desempeña un papel relevante la resiliencia que, desde una perspectiva orientada a la búsqueda de sentido existencial y basada en fortalezas, ofrece una visión positiva del discurrir vital y, de forma general, enfatiza la capacidad de superación de la adversidad mediante la mejora de la información proporcionada, el fortalecimiento de la comunicación para abordar sentimientos timéricos y preocupaciones, el fomento de rutinas y actividades físicas, al igual que la adopción de medidas para incrementar el apoyo sociofamiliar, la confianza y contrarrestar la soledad. Y todo ello sin olvidar que en una crisis, el despliegue de la resiliencia y, en general, de las potencialidades individuales y colectivas está condicionado por las relaciones cotidianas corresponsables y significativas, así como por la disponibilidad de servicios sociales comunitarios que satisfagan las necesidades y favorezcan la calidad de vida y el bienestar. La intervención socioeducativa en situación de crisis es fundamental a la hora de activar y aprovechar tanto las competencias personales como los dispositivos institucionales.
Modelo humanista
Se puede decir, a partir de Hernández ( 1998), que si bien este modelo es un complejo conglomerado de tendencias teórico-conceptuales y metodológicas, sus contribuciones en el campo socioeducativo han llenado un vacío que otros modelos, por ejemplo, el cognitivo y el conductista, han sido incapaces de cubrir: el análisis del dominio socio-afectivo y de las relaciones interpersonales, los valores en el proceso de intervención, el desarrollo personal, etc.
El modelo humanista ha desempeñado una relevante función al cuestionar la visión de la persona como un robot u ordenador. Desde esta perspectiva, el sujeto de la intervención socioeducativa ni es un autómata que se limita a responder a los estímulos ni un mero procesador de información, sino alguien activo, abierto y creativo que tiende hacia la maduración y la autorrealización. Esta posición humanista en educación social resulta mucho más sensible a la realidad personal y ha influido en que otros modelos reconsideren sus planteamientos teóricos y aplicados.
El modelo humanista o, con mayor concreción, el modelo personalizado parte de la consideración del educador social y de los educandos como personas, cualesquiera que sean sus características, con toda su integridad y en una específica situación sociohistórica y cultural. El profesional está comprometido con la transformación positiva de la realidad personal y social, y durante el proceso de intervención socioeducativa asumen gran importancia la apertura, la singularidad y la autonomía de las personas con las que trabaja en un marco de cooperación/colaboración, acogida y cordialidad.
Con carácter general, la acción socioeducativa ha de contemplar tanto la vertiente técnica como la vertiente humana, de ahí que sobresalgan igualmente junto al respeto a la independencia profesional, sin menoscabo de la actuación colegiada, la creatividad, las relaciones interpersonales y la importancia atribuida al sentido de unidad ante la variedad de tareas y funciones que el educador social está llamado a realizar.
Para este modelo humanista-personalizado adquieren gran relevancia a lo largo de la intervención socioeducativa los aspectos cognitivos, afectivos y éticos, el autoconcepto, la autoestima y la maduración, de manera tal que los educandos puedan autorrealizarse merced al desarrollo del proyecto de vida. En todo el proceso la cultura, la sociedad, la historia, la actitud dialógica y las relaciones humanas son claves para impulsar la mejora personal, profesional y social.
Para Rogers (2000), célebre psicólogo humanista, se trata en gran medida de crear una relación que las personas puedan utilizar en beneficio de su propio desarrollo. Esa relación debe distinguirse por la autenticidad, la aceptación, el cálido respeto, la comprensión y la libertad.
En cierto modo, podríamos decir a partir de Maslow (1976), otro destacado psicólogo humanista, que puesto que la naturaleza interna del ser humano es buena o neutra y no mala, es mucho mejor sacarla a la luz y cultivarla que intentar ahogarla. Si se le permite que actúe como principio rector de nuestra vida, nos desarrollaremos saludable, provechosa y felizmente. Desde esta perspectiva, el trabajo socioeducativo debe contribuir a revelar, actualizar y encauzar positivamente nuestra naturaleza interior.
Una nota psíquica extendida en este tiempo de pandemia de COVID-19 es la ansiedad, acaso acrecentada por la excesiva exposición a información mediática. Los temores hipocondríacos con presentimientos de enfermedad y muerte se han disparado socialmente como un sombrío indicador de preocupación existencial angustiosa. Ante este amenazante y oscuro panorama de sufrimiento y lamento, de desconcierto, aprieto y desamparo, el modelo humanista ofrece, en general, una puerta de esperanza, sentido y libertad interior a partir de la asunción de responsabilidad, la comunicación profunda y el encuentro interpersonal -a pesar de la mediación creciente de la tecnología-, y la regulación consciente y ética del rumbo existencial. Precisamente un influjo positivo de este modelo sobre la relación profesional establecida se advierte en el rol del educador social, que desde una actitud moderadamente optimista, incluso en circunstancias adversas, acompaña a los educandos, con tacto, comprensión, calidez y respeto, para que descubran el sentido de su vida y construyan su propio proyecto.
Modelo crítico
Parafraseando a Ordoñez (2002) puede decirse que el modelo crítico refleja una actitud muy extendida frente a una realidad que, en muchos aspectos, se muestra injusta, insolidaria, opresiva. En el mismo trabajo se indica que algunas de las cuestiones que se abordan desde la pedagogía crítica son, entre otras, las siguientes: la adopción un método dialéctico en lugar del método lógico-formal, la preferencia por una educación liberadora, la propuesta de una educación como acción cultural, la necesidad de superar la metodología positivista –empírica y analítica – en la investigación educativa mediante la metodología cualitativa, histórica y hermenéutica, la relación entre educación y contexto histórico-social, el replanteamiento del vínculo entre ciencia y poder, así como la superación de las dicotomías que se establecen entre teoría y práctica, entre intervención e investigación, etc.
La educación social crítica pretende acabar con las estructuras autoritarias y excluyentes, fomenta la (auto)emancipación de los oprimidos. La intervención socioeducativa adscrita al modelo crítico se basa en el diálogo y promueve la concienciación/concientización de las personas con las que se trabaja, para que sean protagonistas de su vida y emprendan una senda iberadora.
A partir de Viscarret (2009), citamos tres enfoques críticos de intervención socioeducativa que se han ido desarrollando en el tiempo: a) El enfoque marxista. Marx (1818-1883) concibe una teoría de la lucha de clases basada en las relaciones sociales concretas de la producción capitalista. Desde esta óptica, la intervención socioeducativa pretende liberar a las personas de la explotación de que son objeto y no duda en establecer acciones concretas para lograrlo en un determinado contexto económico y sociohistórico. b) El enfoque feminista. El feminismo es el conjunto de ideas y prácticas propias del movimiento social y político que propugna la igualdad de derechos de la mujer y el hombre. La educación social feminista sostiene que nos hallamos en una cultura patriarcal opresora que afianza las desigualdades de género y, por lo tanto, la intervención socioeducativa feminista y crítica lucha por la igualdad efectiva entre hombres y mujeres en todos los órdenes. c) El enfoque problematizador de Paulo Freire. El eminente pedagogo brasileño (1921-1997) propone un modelo de intervención socioeducativa que tiene en cuenta el análisis crítico de la realidad y promueve una adecuada comprensión de algunos factores que se manifiestan en los procesos de transformación social. Para ello aporta el método de la problematización, dirigido a un grupo, una comunidad o una persona, y cuya finalidad es doble: tomar conciencia de la situación y diseñar el proceso que permita superarla.
Freire (2005) consigna que la concepción problematizadora de la educación, a diferencia de la educación “bancaria”, no consiste en depositar, transferir o transmitir “conocimientos” a los educandos. Es una educación liberadora, dialógica, reflexiva, humanista, crítica, revolucionaria, consciente de su historicidad, profética, esperanzada, superadora de la contradicción educador-educandos.
La acción socioeducativa crítica es sobre todo participativa, reflexiva y dialógica, de ahí que se plantee conjuntamente con los educandos. Es contextualizada, atenta a la influencia de la situación ecológica, económica, política, histórica, sanitaria, cultural, etc., en las personas, grupos o comunidades. Estamos ante una intervención empoderadora, que impulsa la concientización y la transformación del entorno, para que deje de ser opresivo y sea humanizado, inclusivo, democrático, ético.
Si contemplamos desde el modelo crítico esta pandemia se advierte el acrecentamiento del individualismo, la disminución de las relaciones interpersonales, el vertiginoso aumento de la brecha digital y la expansión del neoliberalismo educativo. Como recuerdan Williamson, Eynon y Potter (2020), el cierre total o parcial de escuelas y universidades ha aumentado considerablemente las posibilidades de negocio de ciertos sectores industriales de tecnología y se advierte a nivel mundial una integración de la educación pública en sistemas tecnológicos cada vez más poderosos: Google, Microsoft, Amazon, Zoom, etc., con el apoyo de organizaciones internacionales muy influyentes en las políticas como el Banco Mundial y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
Estamos, en definitiva, ante un modelo distinguido por el compromiso de actuación liberadora, que exige necesariamente una concienciación/concientización del propio mundo vital y de las contradicciones y constricciones del discurrir humano-social, por ejemplo, los intereses sectoriales, la manipulación, la opresión, etc. Para esta perspectiva sociocrítica, los profesionales de la educación social han de ser activistas, militantes, que, lejos de conformarse con interpretar o comprehender las situaciones, intervienen para alcanzar prácticas educativas y sociales más justas. En sintonía con Giroux (1990), otro de los representantes de la pedagogía crítica, los educadores sociales han de ser intelectuales transformativos y contrahegemónicos, comprometidos en formas de política radical al servicio de un horizonte liberador y justo.
Modelo sistémico
Aunque el modelo sistémico se ha trabajado sobre todo en el ámbito familiar, sus aplicaciones se extienden a otras áreas. Sus fundamentos y conceptos, más allá del ámbito concreto en que nos hallemos, permiten contemplar la realidad de un modo diferente, en su complejidad, y descubrir relaciones entre distintos elementos que la constituyen. El modelo sistémico muestra un determinado fenómeno social, susceptible de intervención, en su conjunto, donde cada parte se interrelaciona con las demás y donde un cambio en una parte afecta a la totalidad. Por ello, el foco de la acción socioeducativa no es el sujeto considerado de forma aislada, sino el grupo, por ejemplo, la familia, las interacciones entre sus miembros. El modelo sistémico enfatiza también las relaciones del sujeto, un ser biopsicosociocultural, con el entorno, y lleva a adoptar una visión multiocular, en la que es fundamental la posición del propio profesional, que permite observar desde numerosos ángulos distintos elementos y ámbitos, así como la interrelación entre ellos. La perspectiva sistémica posibilita, al fin, en el ámbito socioeducativo, particularmente complejo, una alternativa a la tradicional intervención fragmentada y lineal causa-efecto.
La intervención socioeducativa sistémica ofrece una visión global de la realidad social, de la interrelación e interacción entre las partes, lo cual es una indiscutible ventaja, lo mismo que la atenta consideración que este modelo otorga al contexto en que la persona se halla.
Recuperamos de Viscarret (2009) algunos de los supuestos teóricos del modelo, que adaptamos al campo de la intervención socioeducativa:
- Los orígenes del modelo datan de los años treinta del siglo XX. Sus referencias teóricas provienen principalmente de la Teoría General de Sistemas (TGS), cuyo desarrollo se atribuye a Ludwig Von Bertalantfy (1901-1972), un biólogo y filósofo austriaco que definió los sistemas como elementos que interactúan unos con otros.
- Mediante la interacción, los componentes del sistema forman parte de un todo, que es superior a la suma de las partes. Esto supone que cualquier acción que produzca cambio en una de las partes del sistema producirá cambios en el resto de las partes del sistema.
- La TGS sostiene que las propiedades de los sistemas no se pueden describir significativamente en términos de elementos separados. Además, el sistema y el medio son interdependientes, ya que cualquier cambio en el medio afecta al sistema, y a la inversa.
- La acción socioeducativa no está desligada de lo que acontece en el contexto y en los diversos componentes del sistema (personal, familiar, escolar, laboral, social, sanitario …).
- No se responsabiliza únicamente a las personas de su situación, sino que, por ejemplo, se abordan los problemas humanos como resultado de interacciones o de comunicaciones deficientes entre diferentes tipos de sistemas o subsistemas (personas, organizaciones, grupos, familias o comunidades). La perspectiva sistémica, que tiene una fundamentación ecológica, subraya los procesos de adaptación y de interacción recíproca entre las personas y sus entornos físicos y sociales.
- Se plantea mejorar la interacción y la comunicación de las personas con los sistemas, así como desplegar las capacidades de las personas para solucionar los problemas. Asimismo, es importante relacionar a las personas con aquellos sistemas que puedan prestarles servicios, recursos y oportunidades, y hacer lo posible para que estos sistemas funcionen de la mejor forma posible.
- La praxis socioeducativa, en la que asume gran relevancia la evaluación, es un proceso planificado, pero no lineal.
- Se propone que la relación entre el profesional y el destinatario sea horizontal y recíproca. Dicha relación debe superar, si es posible, ciertos condicionamientos de estatus, clase social, género, etcétera.
La perspectiva sistémica nos permite acercarnos a la naturaleza holística y compleja de la pandemia actual y, al mismo tiempo, identificar y gestionar muchos de sus riesgos a distintos niveles. La intervención socioeducativa sistémica, en un marco de actuación multiprofesional, es sensible a la interrelación de la situación sanitaria y las condiciones socioeconómicas individuales y colectivas y, de forma general, propone replantear las interacciones del ser humano con la naturaleza en aras de un desarrollo sostenible. Desde esta mirada ecosistémica global y con objeto de prevenir, mitigar y afrontar adaptativamente los daños de diversa índole (sanitaria, social, económica, escolar…) asociados a la pandemia, procede establecer las estrategias educativo-sociales concretas ajustadas a las personas, grupos o comunidades con los que se trabaje colaborativamente.
A modo de conclusiones
Sin la intervención de otros modelos, instancias y agentes educativos las acciones promovidas por la educación escolar resultarán infructuosas. La pedagogía clásica circunscribía la acción formativa a la familia y la escuela durante las primeras etapas de la vida, mas resulta evidente que la praxis educativa se extiende a toda la vida, desde la cuna a la sepultura, y no solo a través de las dos importantes instituciones citadas.
La complejidad de nuestras sociedades, ahora acrecentada por la crisis sociosanitaria pandémica, nos empuja a abrir la educación, demasiado encerrada en la familia y la escuela, a otros modelos, agentes, actores y escenarios, sin soslayar el trascendente papel de las dos grandes instituciones educadoras, pero sin renunciar tampoco a que la sociedad misma asuma su responsabilidad formativa. Por utópico que resulte este anhelo, nos parece que debemos esforzarnos en lograrlo. La perspectiva sistémica que alberga la expresión “sociedad educadora” da cuenta de este desidératum. En las dos palabras se funde el ansiado horizonte de la convivencia humana, que es a un tiempo concordia y desarrollo. En un proceso tal la pedagogía social y la educación social deben ejercer su liderazgo teórico-práctico.
En el artículo que ahora concluye, tras el acercamiento conceptual e interrelacionado al campo científico (pedagogía social) y a la actividad profesional (educación social), repasamos desde una perspectiva dual, a la par doctrinal y ensayística, esta última actualizada con comentarios sobre la emergencia sanitaria mundial, la viabilidad de diversos modelos socioeducativos, algunos prestados por campos disciplinares afines (trabajo social y psicología). Cada modelo alberga de modo más o menos explícito una racionalidad/epistemología, unos valores, unos principios y unas concepciones acerca de la persona, del profesional, de la educación social y de la sociedad, pero dado que la actividad de los educadores sociales se desarrolla en contextos complejos, proponemos una visión amplia e inclusiva, en la que se adopte una combinación de aspectos de los distintos modelos. Una actitud integradora así, que deja atrás la compartimentación, es la que distingue la actuación de muchos profesionales y, a decir verdad, quizá sea la única senda apropiada para afrontar colaborativamente los muchos desafíos socioeducativos que presentan nuestras complejas sociedades en un mundo interconectado.