Introducción
En la última década hemos podido observar una expansión de los feminismos y los movimientos LGTB en diferentes terrenos, desde producciones audiovisuales y literarias, campañas viralizadas en las redes sociales y celebridades del espectáculo sumándose a causas feministas, hasta eventos y manifestaciones de amplísima convocatoria -como la marcha mundial de las mujeres y el “Ni una menos” 1, surgido en Argentina, pero luego extendido a otros países de la región y del mundo. Esta expansión se liga también a procesos de institucionalización y creación de distintas normativas legales y nuevos lenguajes que reconocen derechos sexuales y políticas públicas con perspectiva de género, especialmente en lo vinculado a la llamada violencia de género.2
Este proceso y el conjunto de debates públicos que suscita han habilitado el cuestionamiento de las jerarquías sexuales y propiciado algunas alteraciones en ellas. Gayle Rubin (1989) ya en la década de 1980 había planteado que el sistema sexo-género produce una ordenación jerarquizada de los sujetos sexuales. Este ordenamiento toma una forma determinada históricamente, es decir, está sujeto a procesos de cambio que pueden redefinir los criterios que ordenan esta pirámide. Sergio Carrara (2015) plantea un esquema para comprender estas transformaciones pensándolas como un cambio de régimen. En el viejo régimen (desde el siglo XIX a la primera mitad del XX), el sexo es codificado por el lenguaje biomédico como una necesidad fisiológica, legítimo en tanto reproductivo y heterosexual, y vinculado al destino de la familia, la raza y la nación. En la nueva matriz, en cambio, el sexo es una tecnología del yo y el lenguaje jurídico aparece garantizando libertades y derechos a lxs ciudadanxs en pos de su bienestar sexual. En este régimen, el placer sexual y el consentimiento son los principios legitimadores. La circulación y consolidación de la idea de “derechos sexuales” es el aspecto más visible de la emergencia de este nuevo régimen secular de la sexualidad, acompañado por un estilo de regulación moral que le es propio. En este marco de transformaciones nos interesa preguntarnos qué lugar ocupan en esta nueva jerarquía sexual quienes venden y compran servicios sexuales.
Es clave tomar en cuenta que en el marco de esta expansión y multiplicación de los discursos feministas, la sexualidad aparece como un terreno de disputas, y ello se hace particularmente evidente cuando nos enfocamos en la prostitución. Si bien ésta ha sido desde largo tiempo un ámbito de debates dentro de los feminismos, en las últimas tres décadas se ha producido una polarización: de un lado quienes la conciben como trabajo sexual, y del otro quienes aseveran que es una forma de violencia de género. Este proceso de polarización comenzó en la década de 1980 en el ámbito norteamericano (Wendy CHAPKIS, 1997; Ann FERGUSON, 1984; RUBIN, 2012) y luego se ha extendido a nivel internacional e instalado en Argentina. A su vez, dicha polarización se asocia con dos procesos clave: la organización política de las autodenominadas trabajadoras sexuales para luchar por sus derechos y el crecimiento y la transnacionalización y capilarización de la campaña contra la trata de personas con fines de explotación sexual (véase Cecilia VARELA, 2015)3. Como fruto de ello, el campo se ha organizado dicotómicamente en torno a cómo se concibe a la prostitución. De un lado se reconoce la capacidad de los sujetos de consentir la venta de servicios sexuales, y por el otro se concibe a las prostitutas como sujetos vulnerables y por tanto su consentimiento está viciado a priori.
El abolicionismo en Argentina tiene una extensa historia con distintas protagonistas. Surgido de la mano de la lucha contra la entonces llamada “trata de blancas” a fines del siglo XIX, nuclea en este momento a algunas de las pioneras del feminismo sufragista argentino, como la médica Julieta Lanteri. Varios años más adelante, en la década de 1990, serán las feministas nucleadas en ATEM, donde militan varias abogadas, las que retomarán la oposición a la prostitución, pero ahora desde una posición ligada al feminismo radical. Desde esta vertiente, se comenzará a esparcir la idea de la responsabilización de los clientes de prostitución como forma de abordar el problema. Este giro, conocido como neoabolicionismo, tiene su epicentro con la implementación del modelo de penalización del cliente en Suecia en 1999. Casi dos décadas luego, en el marco de la reciente expansión de los feminismos y de la polarización del debate sobre prostitución, emergen nuevos actores en el movimiento abolicionista de la prostitución que amplían el repertorio de estrategias incorporando también nuevos lenguajes. Dentro de estos nuevos grupos, queremos centrarnos en dos que harán el uso más recurrente de lo que denominaremos retóricas del asco. Apelando a una política de las emociones, estos grupos utilizan retóricas que movilizan sentimientos de repugnancia como forma de interpelar a sus auditorios.
En primer lugar, sobre la base de la organización de prostitutas que rechazaban la idea de la prostitución como un trabajo (considerándose “víctimas” o “mujeres en situación de prostitución”), aparecen nuevas formas de identificación. Buena parte de quienes se identifican como “sobrevivientes de la prostitución” -denominación que habían comenzado a utilizar las exprostitutas de la organización norteamericana WHISPERS4- no integran organizaciones ni colectivos, pero resultan referentes que orbitan con peso específico propio en el campo de debate de las políticas de la prostitución. Algunas de estas figuras surgieron a través de desprendimientos y/o rupturas de la organización sindical de las trabajadoras sexuales, y otras emergieron a partir de su identificación como víctimas, en el despliegue de las políticas anti-trata (aquí la etiqueta, en primer lugar, fue impuesta por los dispositivos de rescate y, en un segundo momento, asumida como propia). Sus intervenciones, ya sea a través de publicaciones en distintos formatos o presentaciones orales, asumen frecuentemente la forma del testimonio (véase Annette WIEVIORKA, 1998)5. Estos relatos adquieren su legitimidad por el hecho de remitir a una experiencia narrada en primera persona.
En segundo lugar, un sector de jóvenes mujeres cis, de clase media, blancas y universitarias, tras incorporarse al feminismo, formaron sus propias organizaciones y se integraron al revitalizado movimiento por la abolición de la prostitución. Estas nuevas colectivas, a diferencia de lo que venía sucediendo en el abolicionismo argentino, no privilegian en sus prácticas militantes el trabajo de cabildeo para obtener reformas legales y políticas públicas. Se presentan, en cambio, como colectivos autónomos y orientan sus esfuerzos a producciones culturales, como fanzines y distintas expresiones artísticas que buscan poner en cuestión el carácter violento de la prostitución poniendo el foco especialmente sobre los clientes.
Si bien hay una creciente literatura sobre la emergencia del llamado neoabolicionismo, especialmente en el norte global, apenas un par de trabajos han abordado la movilización del asco como forma de intervención política. Al analizar la ley sueca de penalización de los clientes de prostitución, Don Kulick (2004) ha descripto la posición de algunas feministas abolicionistas a través de lo que Carol Queen llama una “política del ahhjjj” (expresión de asco). Esta sería “una política basada en la asunción de que si a alguien no le gustan determinadas relaciones o actos sexuales tampoco gustarán a otras personas”, de allí se concluye que la aversión por el trabajo sexual más que moral es visceral” (KULICK, 2004, p. 233). El uso político del asco con relación al trabajo sexual ha sido analizado en profundidad por Birgit Sauer (2017) para el caso de Austria y Alemania. Ella señala que esta emoción es movilizada en el marco de una gobernanza de la afectividad para disciplinar y normalizar la sexualidad. Según Sauer, se pretende de esta forma excluir las prácticas sexuales ligadas a los intercambios comerciales y restituir la ligazón entre sexo y amor.
El objetivo de este trabajo es explorar y analizar cómo la militancia abolicionista pone en marcha retóricas del asco para producir una narrativa sobre la experiencia de hacer comercio sexual. Para ello, entendemos retórica, de manera amplia, como “una forma de comunicación socio-simbólica por medio de la cual identidades, relaciones sociales, y relaciones de poder son articuladas y a través de las cuales los sujetos humanos son incorporados en sistemas de valor” (Wendy HESFORD, 2011, p. 9). Desde esta perspectiva, la retórica del asco es una práctica que construye relaciones sociales y políticas e incorpora sujetos en regímenes de verdad.
A continuación, recuperaremos algunas herramientas teóricas sobre las emociones, la repugnancia, y los símbolos de contaminación. Luego, analizaremos discursos públicos de estas militantes que utilizan retóricas del asco expresadas en diversos soportes: textos de difusión (tanto en redes sociales como en libros y fanzines), presentaciones en eventos e instituciones educativas, actividades de sensibilización orientadas a un público amplio e intervenciones artísticas callejeras. Los fragmentos que seleccionamos representan recurrencias discursivas en las intervenciones públicas de este abolicionismo, tanto cuando apuntan a un auditorio feminista como cuando se dirigen a una comunidad más amplia. Finalizaremos proponiendo algunas reflexiones sobre algunas de las implicancias políticas de estas retóricas.
Perspectivas teóricas sobre el asco
Antes de analizar las retóricas que constituyen el eje de este trabajo, consideraremos brevemente algunas características del asco como emoción. Para esto, resulta importante partir de concebir las emociones y sus significaciones como productos sociales. Esto implica, al mismo tiempo, desplazarnos de las interpretaciones “organicistas” de las emociones -aquellas que las ligan con un estrato biológico y pre-social- y comprenderlas como ligadas a los procesos y estructuras sociales. En este sentido, resulta interesante la concepción de Arlie Hochschild (1979), quien piensa las emociones como una cooperación corporal con una imagen, pensamiento o memoria de la cual el individuo es consciente (p. 551). Además, esto nos permite dejar de lado la oposición emoción - razón, y entender que las emociones no siempre son un mero reflejo irracional, sino que pueden ser una forma de producir y comunicar significados e incluso estar cargadas de pensamientos. Sin embargo, para ello, siguiendo lo que plantea Martha Nussbaum (2006), será importante distinguir y analizar cada emoción separadamente.
Aquí nos interesa pensar sobre la repugnancia o el asco. Esta emoción estructura nuestra vida cotidiana y aparece ligada a convenciones sociales con ciertos objetos -que frecuentemente están relacionados con los cuerpos- pero también con determinados grupos de personas. Estos objetos o personas aparecen como fuentes de contaminación. Según Nussbaum, la repugnancia es una emoción especialmente visceral que involucra fuertes reacciones físicas, que singularmente “encarna ideas mágicas de contaminación y aspiraciones imposibles de pureza, inmortalidad y no-animalidad, que simplemente no se condicen con la vida humana como la conocemos” (2006, p. 27). Para Carlos Figari, quien retoma los planteos de Nussbaum, la emoción del asco es fundamental para sostener las barreras que generan seres abyectos:
El asco es la forma primordial de reacción humana a lo abyecto. El asco representa el sentimiento que califica la separación de las fronteras entre el hombre y el mundo, entre sujeto y objeto, entre interior y exterior. Todo lo que debe ser evitado, separado y hasta eliminado; lo peligroso, inmoral y obsceno entra en la demarcación de lo hediondo y asqueroso. (2009, p. 133)
Aquí resulta clave entender la gesta y las funciones que históricamente han desarrollado las emociones ligadas al asco en los procesos de marginación y exclusión de grupos o personas que “llegan a encarnar el temor y el aborrecimiento del grupo dominante respecto de su propia ‘animalidad’ y mortalidad” (NUSSBAUM, 2006, p 27).
Estas funciones históricas de la emoción de repugnancia (y su contrapartida, la vergüenza) han sido abordadas por Norbert Elias (1993) en su análisis del “proceso civilizatorio”. Para este autor, el desagrado se produce cuando algo ajeno al individuo afecta a sus zonas de peligro o formas de comportamiento que han previamente revestidas de temor en su medio. En consonancia con Elias, Ian Miller sostiene que el asco está ligado al proceso civilizatorio, pues este "ha elevado nuestras sensibilidades hacia el asco hasta llegar a convertirlo en un elemento clave del control social y del orden psíquico" (MILLER, 1998, p. 26).
El desagrado y la repugnancia aparecen ligados a la reclusión de la sexualidad, junto a otras funciones corporales, en el ámbito de la intimidad y, especialmente, de un vínculo amoroso y matrimonial.
La sociedad comienza a reprimir los elementos de placer en ciertas funciones por medio del temor; o, mejor dicho, comienza a privatizar tales funciones, a recluirlas, en la "intimidad", en el "secreto" de la vida de los individuos, haciendo que los únicos sentimientos sociales frente a ellas sean los de carga negativa, el disgusto, el asco, la repugnancia. (ELIAS, 1993, p. 183-184)
Según Miller, "el sexo [...] no deja al asco en suspenso, sino que se recrea en él" (1998, p. 198). Para algunas autoras, los vínculos amorosos constituyen un espacio de excepción donde “los fluidos corporales pueden convertirse en símbolos del amor y no excreciones sujetas al rechazo” (Olga SABIDO RAMOS; Adriana GARCÍA ANDRADE, 2015, p. 47).
Estas historizaciones del asco permiten pensar que los objetos repugnantes no existen per se, sino que aparecen cuando son nombrados como tales, ello es lo que Sarah Ahmed (2015) denomina “performatividad de la repugnancia”. Si bien Mary Douglas (1973) no elaboró explícitamente una teoría de la repugnancia, en su obra ya podía encontrarse una interpretación socio-relacional de los sentimientos del asco y la aversión (Eduardo ALASTUEY, 2005). La suciedad para ella nunca es absoluta, sino que depende de un sistema de clasificación: “La suciedad, tal como la conocemos, consiste esencialmente en desorden. No hay suciedad absoluta: existe sólo en el ojo del espectador” (DOUGLAS, 1973, p. 14). Esta concepción sobre la suciedad como un efecto de un sistema de clasificaciones culturalmente construido permite pensar en su complejidad tanto las fuentes de contaminación como las formas de combatirla. Estas últimas llevan o bien a la confesión que asume la culpa, o a involucrarse en rituales de purificación que la evaden. Pero no se trata únicamente de un problema de clasificación cultural. Douglas señala que algunas contaminaciones funcionan como analogías para expresar una visión del orden social. El lenguaje de la contaminación puede ser puesto en marcha para reconstruir el orden moral y sus fronteras amenazadas a través del rechazo y separación del elemento contaminador. La repugnancia proyectada sobre determinados grupos representa así los esfuerzos por eliminar este elemento que pondría en riesgo a la comunidad y sus valores, tanto como reafirmar sus límites.
Poluciones, fluidos y producción de fronteras
“Ninguna mujer nace para puta” (Sonia SÁNCHEZ; María GALINDO, 2007) constituye la primera aparición de la retórica del asco que tuvo alta circulación en los debates feministas sobre prostitución, incluso su título se transformará en un slogan. Allí, a partir de la experiencia de Sonia Sánchez en la prostitución, se elabora un discurso que funciona como una teoría y se propone un léxico sobre el mercado sexual: “En este contexto sexo quiere decir asco, náusea y ganas y necesidad de vomitar tanta humillación” (p. 143). A lo largo de sus páginas se evoca frecuentemente la emoción del asco:
Puta vieja, puta fea, puta loca, puta de mierda, puta asquerosa, puta arrecha, puta sidosa, puta regalada, puta barata, puta de porquería. Nos duele, nos paraliza, nos lastima, nos humilla, nos descalifica completamente, nos avergüenza, nos intimida, nos enmudece, nos frena, nos agobia, nos trae recuerdos terroríficos, nos bloquea. Y por eso entendemos que las compañeras rechacen esta palabra, la toquen con asco como quien agarra ropa sucia de sangre y olor a muerte y la toquen para esconderla debajo de la cama (p.67)
¿Qué sentidos adquiere aquí el significante “puta”? En este texto, tanto como en otras intervenciones, la “puta” aparecerá como un receptáculo inerte de sustancias repugnantes. Este insulto genera un impacto del cual se vale el texto para trazar una crítica a la institución de la prostitución. Sin embargo, ello no se acompaña de una crítica al estigma de “puta” -por ejemplo, no cuestiona la división que este genera entre mujeres putas y santas (Gail PHETERSON, 2000). A diferencia de los gestos de reapropiación del insulto, la palabra “puta” -aun enunciada desde la primera persona- continúa siendo estigmatizante.
Esta concepción de la “puta asquerosa” se refleja también en la recurrente referencia a los cadáveres de prostitutas, tanto en las charlas y talleres como en imágenes. Las siguientes fotografías fueron expuestas en la muestra que luego dio nombre al libro de Sánchez y Galindo, y que fue realizada en Buenos Aires por la organización abolicionista que nuclea a las “mujeres en situación de prostitución”.6
Fuente: Foto de Gisela Volá en https://www.anred.org/wp-content/uploads/2006/05/10bis-2.jpg
#PraTodoMundoVer Imagen de una mujer morocha, de vestido rojo, a la izquierda del primer plano, con una niña también morocha, de blusa clara y pantalón oscuro, sentada a su lado en el suelo. La mujer está armando un collage con fotos de cadáveres de mujeres que formará parte de la muestra. En las fotos, las mujeres muertas aparecen con cicatrices y moretones, y con frases escritas encima en color rosado. Las imágenes están pegadas sobre un cubrecama también rosado
Los cadáveres son considerados usualmente un tabú y una fuente de contaminación. Ya sean de prostitutas asesinadas, como en la muestra, o muertas por enfermedades de transmisión sexual, como en otras presentaciones de Sánchez, estos cadáveres, al reflejar una imagen inerte, aúnan la falta de agencia y la repugnancia en el cuerpo de la puta.
En otras ocasiones, este cuerpo de la “puta” aparece esquematizado y reducido: “Vagina, boca y ano. Eso es una puta” (entrevista a Sonia Sánchez (2015), en La cultura nuestra). Aquí resuena la definición de Andrea Dworkin (1993), referente del feminismo radical: “La prostitución no es una idea. Es la boca, la vagina, el recto, penetrados usualmente por un pene, a veces por manos, a veces por objetos, por un hombre y luego por otro, y luego por otro, y luego por otro, y luego otro” (1993, p. 1). La puta aparece así representada a través de zonas erógenas que al mismo tiempo constituyen fronteras que abren el cuerpo a las sustancias del exterior, un conjunto de orificios potencialmente vulnerables a la contaminación. A su vez, la exposición a sustancias contaminantes parece redundar en la degradación de las putas, impidiéndoles la posibilidad de constituirse como un sujeto legítimo para la interlocución: “Yo no discuto con ninguna puta si la prostitución es trabajo o no, porque sé que esa puta está atragantada de semen como lo estuve yo” (presentación de Sonia Sánchez, en Encuentro Especialización en Educación Sexual Integral, en “La retaguardia”). El asco generado por los fluidos -aquí el semen- produce, según Douglas, el rechazo y separación de algo amenazante y contaminador. La repulsión representa los esfuerzos por eliminar el elemento que pone en riesgo el orden social y define los límites morales de la comunidad. Aquí el asco opera como otra de las estrategias que algunas expresiones del abolicionismo han desplegado para lograr la exclusión de las trabajadoras sexuales de los debates feministas (ver también MORCILLO; VARELA, 2017).
Las imágenes a continuación muestran una intervención del grupo “Desobediencia y felicidad”, quienes se conciben como un “grupo de investigación acción callejera” integrado por una nueva generación de jóvenes feministas universitarias. En esta intervención, llevada a cabo en el centro de la Ciudad de Buenos Aires -donde se concentra buena parte de la oferta de servicios sexuales puertas adentro-, podemos observar mujeres que vomitan avisos de oferta de servicios sexuales. Estos avisos (ver imagen abajo), son pegados en distintos lugares del espacio público en la Ciudad de Buenos Aires (cabinas de teléfonos, postes de luz, persianas, contenedores, etc.). Su uso se incrementó luego de que un decreto de 2009 prohibiera la oferta de servicios sexuales en la prensa -fundamentado como una forma de luchar contra la trata de personas y la violencia de género.7 Desde hace varios años muchos grupos abolicionistas convocan a despegar los avisos de oferta de servicios sexuales como forma de luchar contra la “trata de personas”.
Los avisos también han sido usados como insumo para distintas intervenciones artísticas en el marco de la campaña anti-trata. Por ejemplo, una intervención llamada "Vómitos catárticos" del grupo "Desobediencia y felicidad" montó para el 8 de marzo de 2013, en varias calles de Buenos Aires, imágenes de mujeres jóvenes que aparecían vomitando los papeles de oferta sexual8. En esta intervención en particular, el impacto se genera a partir del uso del vómito, lo cual nos sitúa de lleno en una retórica del asco. Según Nussbaum (2006), el vómito es la expresión paradigmática del asco. En estas imágenes el comercio sexual es representado como un elemento que contamina el interior y debe ser por ende expulsado. Las mujeres que aparecen vomitando no responden a la representación habitual de las prostitutas, sino que se eligió mujeres que representan una posición de clase media y no racializada.
Esta interpelación a las mujeres que no hacen comercio sexual aparece también en un fanzine9 del grupo Maleza, colectivo de características similares al anterior. En este texto, titulado “El asco y los cinco sentidos en la prostitución” se busca construir una imagen repugnante sobre la experiencia de vender sexo usando una narrativa que liga cada uno de los sentidos con distintas emociones de asco. Allí podemos leer:
Vista: porque no podés a ciegas, inevitablemente tenés que ver al chongo desagradable que te espera en la cama y te mira lascivo mientras te sacás la ropa.
Oído: escuchar todas las guarradas que te dice en la calle pero en tu oído, mientras te coge. Escucharlo jadear acabar. “Dale puta, cómetela toda, dale más”.
Gusto: el gusto de la wasca de un chongo desagradable, el gusto de chupar un forro, el gusto de la transpiración del culo, de las bolas, de la pija, sucios.
Olfato: tener que fumarte el olor a meo seco en la pija, de caca en el ano, a pata y chivo y aliento en la cara del borracho desagradable.
Tacto: (…) Sentirte tocada por el chongo en todos lados, te duela o no, que te metan las manos, la pija, los dedos en la boca, la concha, el ano. Que como muñeca inflable te apriete las tetas y el culo, te muerda y babosee toda. No importa si te gusta o no, si estás mojada o seca, menstruando o no (…) Toda manoseada por el pajero acosador que de día te gritó cosas y quisiste que se muera.
En esta narrativa aparecen en escena los cuerpos de los clientes imaginados como sucios, borrachos, y ligados a la figura del acosador callejero. A su vez, en un recuadro de la misma página puede leerse: “Chongo; piropeador; putañero ASCO!” (énfasis en el original). Así se establece una equivalencia entre estos términos que pone en continuidad la experiencia del acoso callejero, presumiblemente compartida por las lectoras, con aquella del comercio sexual. Si tenemos en cuenta, como señala Ahmed (2015), que el asco opera en una “zona de contacto”, que tiene una “pegajosidad”, o en términos de Miller (1998) que lo que ha estado en contacto con cosas repugnantes se vuelve repugnante, surge un interrogante. Más allá de la intención de las autoras, al caracterizar al “putero” como un ser asqueroso ¿es posible que la repugnancia no impregne a las “putas” y todxs aquellxs vinculadxs a estas?
Esta narración hace uso de lo que se considera lenguaje soez que, además de generar impacto en quien lee, aparece como una forma de hablar “sin tapujos”, sin eufemismos sobre los intercambios sexo-económicos. Este lenguaje se mezcla con otros calificativos (“lascivia”, “guarradas”) que implican un juicio moral. La alusión a todos los fluidos y desechos (semen, transpiración, menstruación, saliva, orina, heces) hace presente la idea de contaminación y permite leer una intención deliberada de producir asco en quien lee.
La referencia a la menstruación, tabú compartido por varias culturas, es una imagen recurrente en estas retóricas del asco. En una conferencia desarrollada en el aula Lohana Berkins10, de la Facultad de Ciencias de la Salud en la Universidad de Mar de Plata en 2017, Delia Escudilla, quien también se presenta como “sobreviviente de la prostitución”, despliega el siguiente relato ante las reacciones de rechazo y estremecimiento de un auditorio de mujeres:
Imaginensé yendo a trabajar en el primer día de menstruación, una está dolorida, está con espasmos, está con gases (…) una se tapona con una esponja de baño, introduce bien en el fondo de la vagina entonces la sangre queda bien adentro y entonces el putero no se da cuenta, pero cuando vos te sacás esa esponja, la verdad, la sangre corre hirviendo a chorros.
Esta referencia a la sangre menstrual en un intento de provocar asco va a contramano de las distintas formas en que los feminismos han buscado desarticular los prejuicios y las concepciones negativas en torno a la menstruación (ver Karina FELITTI, 2016). Más adelante en su presentación, Escudilla también apela a la construcción del cliente como un ser asqueroso:
Porque cuando el putero está arriba tuyo con toda su fuerza su violencia su brutalidad, sus olores, alcoholizado, borracho, bruto, sucio, gordo, y vos ya no podés más…. ¿Dónde está tu autonomía, donde están tus derechos? ¡Es ahí donde te convertís en una esclava!
Esta descripción homogeneizante de quienes pagan por sexo no escatima en el uso de distintos estigmas -que pueden ligarse a las posiciones de clase, los modos de vida y las formas corporales- a fin de representar al “putero” como un ser repugnante. El uso emocional de esta narrativa asquerosa se hace patente al deducir de dicha repugnancia la falta de autonomía de las mujeres en el comercio sexual como corolario que no precisa mayor argumentación.
En todos estos ejemplos podemos observar cómo la estrategia de movilización de emociones articula un discurso que, al causar un impacto visceral y bloquear la posibilidad de reflexión, acaba por parecer autoevidente. La repugnancia como emoción atraviesa el cuerpo y de allí extrae su fuerza para legitimarse como una verdad. Al mismo tiempo se utiliza la experiencia, relatada en primera persona en el caso de las sobrevivientes, como una evidencia que permite universalizar esa narrativa (para ampliar esta crítica ver Joan SCOTT, 2001). Estas narrativas de las sobrevivientes se organizan a través de un quiebre en la propia biografía que produce una revelación sobre el carácter violento de la prostitución y marca negativamente todos los aspectos de la experiencia de hacer sexo comercial. La idea de Douglas, para quien la búsqueda de la pureza -al intentar obligar a la experiencia a entrar dentro de las categorías lógicas de la no contradicción- genera paradojas, puede servirnos para pensar la operación de relectura biográfica de las sobrevivientes. La homogenización de la experiencia como asquerosa puede conllevar a que el pretendido intento de ayudar a las mujeres en prostitución acabe re-inscribiendo y amplificando su estigma.
Si las retóricas se articulan en relaciones de poder y producen regímenes de verdad que sitúan a los sujetos humanos en escalas de valor, ¿qué posición ocupan aquí las mujeres que hacen comercio sexual? El asco no es simplemente separación y rechazo del elemento contaminante, sino que instaura una relación jerárquica entre el objeto asqueroso y quien reafirma su superioridad al resultar asqueadx (MILLER, 1998). Al mismo tiempo esto genera una comunidad entre quienes son asqueadas, y en este caso permite delimitar una frontera entre las mujeres y las putas.
Conclusiones
La retórica del asco ha sido movilizada en el pasado por grupos conservadores con diversos fines: para condenar y prohibir la sodomía y otras prácticas sexuales no heteronormativas; o ligada al odio hacia ciertos grupos como homosexuales, lesbianas, travestis, o también judíos o negros (NUSSBAUM, 2006; FIGARI, 2009). En el terreno de las luchas políticas, el asco emerge como una emoción intensa que compromete de manera inmediata al cuerpo y, por tanto, no solo no demanda mayores argumentaciones, sino que las bloquea. Se presenta como autoevidente, al ser considerado algo “natural” porta el signo de lo verdadero.
El asco movilizado por grupos abolicionistas (ya sea en la primera persona de las sobrevivientes o en las prácticas artísticas de las jóvenes militantes) trafica juicios morales para reintroducirlos en el campo de discusión feminista a través de las ideas de pureza/impureza. Es un modo de reconstruir estigmas en torno a la prostitución que no se basa una defensa directa de valores más tradicionales (por ejemplo, la familia, los niños, una visión conservadora de género/sexualidad). De esta forma, la retórica del asco aparece como compatible con una defensa de la libertad sexual.
Sin embargo, las retóricas del asco se desplazan también respecto de los criterios de valoración de lo que Carrara (2015) llama el nuevo régimen de la sexualidad. En este régimen los vectores ordenadores del consentimiento y el placer sexual permiten posicionar tanto a prostitutas como a clientes en lo más bajo de la jerarquía sexual, pues las primeras tienen un sexo que no está orientado a su placer sexual y los segundos porque tienen un deseo por seres cuya capacidad para consentir está cuestionada. Las retóricas del asco también configuran una ordenación similar, pero sin tener aquellos vectores como referencia. Estas retóricas apelan a la especificidad emocional de la repugnancia que persigue una búsqueda de pureza al tiempo que clausura la reflexividad. Abyectar a “puteros” como seres asquerosos y el contagio de esta condición que sufren las putas habilita entonces otra vía para desacreditar su status como sujetos sexuales. El asco funciona de forma distinta, no pone en juego criterios más o menos discutibles, sino que obtura el debate. Como señala Sara Ahmed, “la repugnancia no nos da el tiempo para digerir lo que designamos como una ‘cosa mala’ (…) la crítica requiere más tiempo para la digestión. Puede que la repugnancia no nos permita acercarnos lo suficiente a un objeto antes de vernos impelidos a apartarnos precipitadamente” (2015, p. 158).
Las retóricas del asco emergen en un momento en el que las trabajadoras sexuales organizadas comienzan a poner en cuestión la estigmatización que sufren, e incluso se apropian de la injuria de “puta”, utilizándola como una forma de autodenominación. En este marco de desestabilización del estigma de puta, la movilización de emociones de repugnancia aporta en la construcción de un nuevo estigma, el de “putero”. Este desplazamiento es clave para comprender cómo conviven las retóricas del asco que producen rechazo con los discursos victimizantes que apuntan a producir empatía. La contracara de la compasión que despierta la víctima será el asco que causa la figura del putero.
En el marco de la fuerte polarización que plantea la cuestión de la prostitución para los feminismos y la emergencia y extensión que alcanzan las retóricas del asco, nos preguntamos: ¿cuáles pueden ser formas de recrear este tiempo que requiere la crítica y evitar la clausura que genera el asco? ¿cómo abrir el diálogo y recuperar las palabras en vez de la reacción visceral de “puaj”?