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vol.22 número4HISTÓRIA EPISTEMOLÓGICA DA CIÊNCIA OU HISTÓRIA DO ENSINO DOS SABERES E DAS DISCIPLINAS ESCOLARES? UMA LEITURA DO SABER PEDAGÓGICOO MÉTODO ANALÍTICO EM ESTUDOS SUPERIORES: FRANCISCO JOSÉ DE CALDAS E RENÉ JUST HAÜY NO ENSINO DE FÍSICA (1790-1826) índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
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ETD Educação Temática Digital

versão On-line ISSN 1676-2592

ETD - Educ. Temat. Digit. vol.22 no.4 Campinas out./dez 2020  Epub 27-Jun-2021

https://doi.org/10.20396/etd.v22i4.8660154 

DOSSIÊ

LA FILOSOFIA NEOTOMISTA COMO FILOSOFIA ESCOLAR (Colombia 1870-1930)

THE NEO-THOMIST PHILOSOPHY AS SCHOOL PHILOSOPHY (Colombia 1870-1930)

A FILOSOFIA NEOTOMISTA COMO FILOSOFIA ESCOLAR (Colômbia 1870-1930)

Oscar Saldarriaga1 

1Doctor en Filosofia y Letras - Historia, Université Catholique de Louvain. Historiador por la Universidad de Antioquia - Colombia. Profesor titular Pontificia Universidad Javeriana - Bogotá. Miembro Fundador del Grupo de Investigación Historia de la Práctica Pedagógica en Colombia - GHPPC. E-mail: saldarri@javeriana.edu.co


RESUMEN

Este artículo aborda la historia de la filosofía como disciplina escolar en la convergencia de tres planos: el epistémico: el tipo de saber y sus criterios de verdad; el histórico: desde su formación bajomedieval y renacentista europea hasta la organización curricular del bachillerato colombiano en el siglo XX; y el pedagógico: los métodos y esquemas de distribución curricular y los fines políticos asignados a su enseñanza en la secundaria. Recurre a tres nociones metodológicas: el triple canon de la filosofía enseñada (Alasdair MacIntyre); el régimen epistémico empírico-trascendental del saber moderno (Foucault), y el proceso de institucionalización del saber pedagógico (Zuluaga). Sus fuentes van desde las historias de la filosofía y la educación hasta los debates filosóficos y pedagógicos entre neotomistas y positivistas en Colombia.

PALABRAS CLAVE: Filosofía neotomista; Filosofía positivista; Enseñanza de la filosofía; Historia epistemológica de los saberes; Historia de la pedagogía; Historia de las disciplinas escolares; Colombia-Historia intelectual

ABSTRACT

This article addresses the history of philosophy as a school discipline in the convergence of three spheres: the epistemic: the type of knowledge and its criteria of truth; the historical: from his late medieval and european Renaissance origins to the curricular organization of the Colombian baccalaureate in the twentieth century; and the pedagogical: the methods and schemes of curricular planning and the political purposes assigned to their teaching in secondary school. It uses three methodological notions: the triple canon of the philosophy taught (Alasdair MacIntyre); the empirical-transcendental epistemic regime of modern knowledge (Foucault), and the process of institutionalization of pedagogical knowledge (Zuluaga). Its sources range from the history of philosophy and education to the philosophical and pedagogical debates between neotomists and positivists in Colombia.

KEYWORDS: Neo-thomist philosophy; Positivist philosophy; Teaching philosophy; Epistemological history of education; History of pedagogy; History of school disciplines; Colombia-Intellectual history

RESUMO

Este artigo aborda a história da filosofia como disciplina escolar na convergência de três planos: o epistêmico: o tipo de conhecimento e seus critérios de verdade; o histórico: desde sua formação tardo-medieval e renascentista europeia até a organização curricular do bacharelado colombiano no século XX; e o pedagógico: os métodos e esquemas de organização curricular e os propósitos políticos atribuídos ao seu ensino no ensino médio. Utiliza três noções metodológicas: o cânone triplo da filosofia ensinada (Alasdair MacIntyre); o regime epistêmico empírico-transcendental do conhecimento moderno (Foucault) e o processo de institucionalização do conhecimento pedagógico (Zuluaga). Suas fontes vão desde as histórias da filosofia e da educação, até os debates filosóficos e pedagógicos entre neotomistas e positivistas na Colômbia.

PALAVRAS-CHAVE: Filosofia neotomista; Filosofia positivista; Ensino da filosofia; História epistemológica da educação; história da pedagogía; História das disciplinas escolares; Colômbia-História intelectual

***

1 INTRODUCCIÓN: FILOSOFÍA Y PEDAGOGÍA

“El modelo [de saber filosófico] recibido de la antigüedad había tendido a subordinar la filosofía a la pedagogía al presentar la función de la filosofía en términos de enseñanza. Esta tradición llegó a ser más efectiva en las estructuras universitarias, cuya influencia se ha difundido prácticamente por toda Europa desde el siglo XIII en adelante.” (MACINTYRE, 1992, p. 149)

El estudio de la filosofía como disciplina escolar comporta un interés proporcional a su dificultad. Ello radica en que, como revela la cita del filósofo Alasdair MacIntyre, la filosofía tiene una larga historia no sólo como la forma superior del saber heredada de los griegos, sino porque, desde su institucionalización en las universidades medievales, ligó su modo de existencia a la enseñanza escolar.

En 1958, el teórico literario Walter Ong sacó a luz la amplia labor desarrollada por los “ramistas”, un grupo de humanistas inspirados por el protestante Pierre de la Ramée o Petrus Ramus (1515-1572), autor de unas famosas Dialecticae Institutiones (1543), que completaron y difundieron la “invención dialéctica” del holandés Rudolph Agricola (Rœlof Huusman, 1444-1485).

En la medida en que el ramismo se desarrolla, un arte de la pura “didáctica” hará su aparición como herencia directa de la dialéctica ramista. [...] La didáctica aparecerá principalmente en los medios germanos. La Didactica Magna (1633) de Jan Amos Komensky o Comenius, discípulo del ramista alemán Alsted, es con mucho, la obra más conocida de esta tradición. Ordenando las cosas en “forma lógica”, según el “método” vulgarizado por el ramismo, Comenio establece el modo en el cual los temas del currículo serán martillados en las cabezas juveniles con la mayor eficacia posible.” (ONG, 2004, p. 161)

La fórmula de Ong parece escueta, pero no por ello menos certera: “Después del auge pedagógico de la Edad Media, la pregunta crucial para la filosofía ya no consiste en ¿es verdadero?, sino en la pregunta ¿es enseñable?” (ONG, 2004, p. 23)

Ong y MacIntyre coinciden en la tesis de que, a partir de la inclusión del canon aristotélico -la colosal síntesis elaborada por Tomás de Aquino- en el plan de estudios universitario, no sólo se operó esa fusión y reducción de la filosofía a la pedagogía, sino que el currículo adquirió la característica paradójica que lo signa hasta la actualidad. El gran logro de darle a la universidad un carácter, justamente, universal, se hizo a un alto costo que ha pasado como natural: exigirle a los estudios universitarios el deber de acoger las diversas tradiciones intelectuales en disputa, tratando de no imponer ninguna sobre las otras, implicó el desvertebramiento de cada tradición como proyecto de investigación coherente para sí, haciendo del canon de estudios -el curriculum- una colcha de retazos hecha con fragmentos más o menos representativos de cada una de las escuelas filosóficas en debate. MacIntyre denuncia este “efecto currículo” sobre la filosofía universitaria:

“[…] el impacto de Aristóteles en el siglo XIII no sólo tuvo el efecto de restringir la síntesis agustiniana a la teología, […] sino el de impedir que cualquier visión sintética diera forma al plan de estudios como un todo. […] [A diferencia de la física y la astronomía, que mantuvieron la dinámica de una auténtica tradición de investigación], ¿qué dio por resultado la filosofía moral y la metafísica medievales de los siglos XIV y XV? La respuesta es: como un todo, nada. La historia es la historia de la disolución de la investigación unificada en la variedad y la heterogeneidad; o, para expresar el mismo asunto de otra manera, la historia es la historia de la génesis de la filosofía académica como disciplina universitaria organizada y profesionalizada.” (MACINTYRE, 1992, pp. 200-201)

En efecto, desde su configuración en las universidades medievales, la filosofía jugó un triple rol de saber. En primer lugar, fue la forma general de la ciencia y de la verdad, y por tanto se convirtió, en segundo lugar, en el saber objeto de disputa entre las escuelas teológicas; y en tercer lugar, pero no último, fue la primera proveedora de los métodos de enseñanza no sólo para la universidad sino para lo que luego sería la enseñanza secundaria. Las implicaciones de este modo de institucionalización del saber filosófico no han sido menores.

La pregunta clave es: ¿existe o ha existido en alguna parte una “filosofía pura”, académica? ¿En algún momento se produjo un tipo de saber filosófico destinado expresamente para “la escuela”? Y en ese caso, ¿para cuál o en cuál escuela? ¿La universidad, la secundaria, la primaria? Este es el problema que los especialistas han identificado como la relación entre “saber referente” y “saber o disciplina escolar”. (CHERVEL, 1988) Pero, a la luz de los dos autores citados, no parece tan evidente hablar de “filosofía escolar”. O ¿habría que aceptar que ella misma es “la disciplina escolar” por antonomasia?

2 LA FILOSOFÍA EN SUS REGÍMENES DE ESCOLARIZACIÓN

La historiografía de la filosofía en Latinoamérica recibida hasta ahora tiene como tema decisivo lo que se ha denominado la “normalización de la filosofía”. Esto ha consistido en establecer el momento histórico -casi la fecha- en que ella ha alcanzado su organización como disciplina autónoma, profesionalizada y legitimada por una comunidad académica y una discusión pública. En pocas palabras, el momento en que gana una organización como “disciplina moderna” según los criterios establecidos por Francisco Romero en 1944 (LÓPEZ, 2012, p. 309). En el límite, se ha considerado que antes de la “normalización” -ocurrida de todos modos en tiempos recientes, el siglo XX- la filosofía tuvo una existencia precaria o parasitaria, a lo sumo bajo la forma, precisamente, de “filosofía escolar”: primero escolástica durante el período colonial; luego, durante y en medio de las polémicas de la Ilustración al final del siglo XVIII; y más tarde a través de las disputas politizadas entre escuelas liberales y católicas durante el siglo XIX. Esta es la periodización de un subdesarrollo intelectual y cultural efecto de la colonización europea, del cual apenas estaríamos saliendo gracias a la institucionalidad académica del siglo XX.

Y el “caso” colombiano aparece como el peor de todos: como es sabido, en este país, en 1886 triunfó una alianza política entre liberales moderados, spencerianos, y conservadores católicos ultramontanos. Un Concordato fue firmado con la Santa Sede en 1887, según el cual la “Instrucción pública deberá organizarse y dirigirse en conformidad con los dogmas y la moral de la religión católica”, con derecho a ejercer la inspección y revisión de los textos utilizados en colegios tanto oficiales como privados y autorización para retirar a los maestros sospechosos de heterodoxia. (COLOMBIA, 1956, p. 198)

Ello determinó que el contenido y el método de la filosofía enseñada en el país fueran los de la filosofía neotomista mandada restaurar en las instituciones educativas católicas por el Papa León XIII desde 1879. Esto significó, por un lado, que la Iglesia católica controlaría por más de 80 años el pénsum oficial de la filosofía (para ser) enseñada en los colegios públicos y privados prácticamente hasta la década de 1970, cuando las ciencias sociales empezaron a desplazar a la filosofía como core currículum del bachillerato. Por otro lado, esto implicó una paradoja: que el bachillerato moderno -es decir, escalonado en tres niveles continuos, abierto a toda la población y sólo institucionalizado en el sistema de instrucción pública hasta 1892- se hiciera bajo el modelo y experiencia de los seminarios diocesanos y colegios de las órdenes religiosas católicas cuya tradición pedagógica se remontaba a los siglos XVII y XVIII -jesuitas, lasallistas, salesianos, maristas, eudistas y lazaristas-. Sólo entonces se suprimió el viejo formato heredado de la universidad colonial y se dio estatuto profesional al filósofo con la creación de una Facultad de Filosofía y Letras para formar doctores -aunque fueran destinados a la docencia en la enseñanza secundaria-. Esta larga hegemonía de la estructura intelectual y pedagógica de la Iglesia católica sería una de las causas, y la prueba reina, del retraso -o incluso ausencia, sostienen varios autores- de la modernidad en nuestro país.

Proponemos, pues, reabrir el expediente archivado de la filosofía neotomista, cuya obsolescencia -real o aparente- representa el arquetipo de una filosofía expresamente construida como filosofía escolar. Ello implica abordar una serie de preguntas históricas intrigantes: ¿cómo fue posible este retorno nacional -y en el orbe católico- a la filosofía tomista, tras un siglo de enconados debates entre tradiciones intelectuales que habían propuesto cada una su propio canon o clasificación de las ciencias, como el sensualismo y el utilitarismo de los llamados ideólogos como Destutt de Tracy, la filosofía escocesa del sentido común de Jaime Balmes, el espiritualismo (o eclecticismo) de Victor Cousin, el positivismo en sus versiones comtiana y spenceriana, o el tradicionalismo católico de De Maistre y Bonald, refundido con el tomismo?

Mientras que en el resto de países latinoamericanos el canon de la filosofía académica y el de la filosofía escolar asumían, grosso modo, el canon positivista -Lógica, Psicología, Biología y Sociología-, el canon de los cursos de filosofía neotomista enseñados en Colombia, entre finales del siglo XIX y la segunda mitad del siglo XX, se hizo sobre el esquema de tratados o cursus conocido en el siglo XVIII como el canon wolffiano de la filosofía. Estaba compuesto por la serie Lógica, Metafísica general u Ontología, Metafísica especial (Psicología, Cosmología y Teodicea) y finalmente Ética (PÉREZ, 1995). Todo esto, en un contexto intelectual internacional en el que las ciencias positivas, experimentales, constituían el criterio de verdad universal y hegemónico, atravesado por un proceso político nacional que, como en los otros países de la región, ensayó medidas liberales y secularizadoras.

De nuevo, surgen acá muchas preguntas posibles y necesarias: ¿esta filosofía enseñada era un anacronismo del siglo XIII o pudo ser aún pertinente para el siglo XX? ¿Estaba en completo desfase el neotomismo con la “filosofía moderna” o “contemporánea” enseñada en universidades y centros científicos? ¿Se había instaurado en el sistema educativo por un efecto de poder político-institucional (un monopolio educativo católico) o bien podía sostenerse científica y pedagógicamente como una filosofía apta para traducir los hallazgos teóricos de la filosofía universitaria o profesional? En otros términos, ¿la presencia de la filosofía neotomista en el sistema escolar estaba en contradicción con el régimen de verdad regido por las ciencias positivas?, ¿se explica como una “anomalía” en virtud de su carácter pedagógico, de disciplina escolar? O, por el contrario, ¿era posible y explicable dentro del régimen de verdad positivista hegemónico? En suma, ¿era la filosofía neotomista enseñada en el bachillerato una disciplina escolar mantenida artificialmente, mientras la filosofía como disciplina académica -su saber referente- tomaba otros caminos epistemológicos y conceptuales? Empezar a responder a estas preguntas ha implicado remover la historia de los debates entre tradiciones filosóficas decimonónicas, rastreando a la vez el lugar y la función que estas se disputaban en el sistema educativo.

En su transformación hasta el siglo XIX, pasando por la llamada “reforma wolffiana de la filosofía escolástica”, se fue conformando un recorrido a través de varios tratados que contenían la secuencia de ciencias y nociones básicas destinadas a que todo joven lograse “el dominio del arte de llegar a la Verdad”.2 Se planteaba un recorrido por tres dominios fundamentales al lado de las matemáticas: los mecanismos básicos de la razón (Lógica); el conocimiento de la esencia del ser y sus causas (Ontología o Metafísica general); de Dios, el alma y el mundo (Metafísica especial: compuesta por Teodicea, Psicología y Cosmología), y de los principios de la moral y el derecho (Ética). Medios para acceder a la verdad, arte de juzgar o arte del buen sentido: estos eran los emblemas de estas enseñanzas, su desiderátum. Definían tanto la función general de esta disciplina escolar como el tipo de hombre que con ella se pretendía formar, pero además la instituían como un rito de paso social: a la secundaria se llega niño y se sale joven, se entra como tabula rasa y se sale con uso de razón.

Estos son los datos del problema. Se tratará, entonces, de construir una rejilla de lectura para describir, problematizar y periodizar lo que denominamos, de modo ambicioso, regímenes de escolarización para la filosofía enseñada, retomando la noción de proceso de institucionalización de un saber propuesta por Olga Lucía Zuluaga (1999)3. Inspirados en los trabajos de Alasdair MacIntyre (1992) y de Michel Foucault (1966), proponemos abordar el análisis de la formación y las mutaciones del canon de la filosofía como disciplina escolar, ya no a partir de una dicotomía entre saber referente y saber escolar -que corre el doble riesgo de anacronismo y ahistoricidad-, sino desde una tripartición entre tres planos de configuración del canon filosófico, según el lugar que éste vaya tomando en un campo de saber escolarizado:

  1. El canon visible, explícito y reglamentado en los planes de estudios o currículo de las instituciones educativas. Sería el plano del canon escolarizado. Por lo general, este es fijado políticamente por las autoridades educativas de turno y sufre procesos de fraccionamiento, negociación y conciliación, pero se propone a la vez como un canon general -occidental y/o nacional-, uniforme y neutral, en tanto representa el conocimiento común garantizado por el sistema educativo para todos los ciudadanos. (ZULUAGA, 1999, p. 196)

  2. El plano del, o más bien, de los cánones construidos por las tradiciones intelectuales o escuelas de pensamiento, que manifiestan la perspectiva particular de un grupo, una tradición de investigación o una comunidad intelectual de intereses y cultura compartidos. Estos cánones que llamaremos de tradición intelectual, por un lado, contribuyen al desarrollo de áreas específicas del saber y sus problemas de investigación pero, por otro, seleccionan o excluyen las ciencias y teorías que cada corriente considera necesarias para apuntalar su propia perspectiva del mundo, generando las disputas, las negociaciones y las exclusiones. (MACINTYRE, 1992, p. 201)

  3. El plano que denominaré canon epistémico, siguiendo a Foucault (1966, 1969), se localizaría en la matriz o conjunto de reglas que determinan unos órdenes posibles -de objetos, conceptos, sujetos y estrategias teóricas-, donde una formación discursiva regula la producción de lo verdadero y lo falso. Dicho plano no será concebido ni como un orden ideal ni como un fondo común para los saberes, las disciplinas o las doctrinas de una “época”; se identifica con las condiciones de posibilidad o las reglas de juego de un grupo específico de saberes, la regularidad que organiza un régimen de saber y verdad al demarcar las fronteras entre lo científico y lo no-científico, lo filosófico y lo no-filosófico, lo académico y lo pedagógico, lo escolarizable y lo no-escolarizable, para nuestro caso. Por ello hay que pensarlas como reglas a la vez cerradas, prefigurativas, a priori, pero constituidas y mutables históricamente, abiertas a combinatorias, contradicciones, multiplicidades y dispersiones.

3 LAS RECONFIGURACIONES EPISTÉMICAS Y PEDAGÓGICAS DE LA FILOSOFÍA EN COLOMBIA, SIGLO XIX.

Recogiendo esta rejilla analítica, y para condensar una investigación mucho más vasta (SALDARRIAGA y DÁVILA, 2012), podemos reunir estos elementos en dos grandes líneas o series articuladas al modo de una relación forma-contenido. Por un lado, la política institucional o proceso de institucionalización de la filosofía enseñada - o formas institucionales - y por otro, sus transformaciones epistémico-epistemológicas - o contenidos conceptuales - .

Así, la transformación de la filosofía enseñada en Colombia a lo largo del siglo XIX podría describirse como un cambio de estatuto de saber y verdad en su salto de ciencia universitaria a disciplina escolar. En términos de una historia europea (¿eurocéntrica?) de las disciplinas escolares, se ha dicho que “se pasó del viejo marco de la enseñanza humanista, al modelo enciclopédico del siglo XIX en el que las disciplinas se imparten las unas al lado de las otras por profesores especialmente formados.” (JULIA, 2000, p. 71) En nuestros términos, hablaríamos de una transición entre el régimen de la filosofía como pedagogía (ONG, 1958) a un régimen caracterizado por la escisión de la filosofía en disciplina académica y filosofía escolar. En efecto, se podría proponer, para el proceso colombiano, una periodización marcada por dos momentos, uno “inicial” y otro “final”:

a) La situación de la filosofía a fines del siglo XVIII, cuando ella es una ciencia universitaria con dos características. En lo institucional, por un lado, se aloja en las Facultades Menores, de Artes -luego Facultad de Filosofía y Letras-, como ciencia preparatoria y fundamento para el estudio de las Facultades Mayores de teología, derecho, jurisprudencia y medicina. En lo epistemológico, por otro, está constituida como “la ciencia de las ciencias”, pues el canon de sus tres grandes tratados -Lógica, Metafísica y Ética- provee el método, los principios y los contenidos básicos del saber letrado universitario requerido por la República de las Letras, primero católica y luego secular.

b) La situación de finales del siglo XIX, marcada por la organización del bachillerato “moderno” a partir de 1892, cuando la filosofía se relocaliza como asignatura de nivel intermedio, coronamiento de la formación media en humanidades. Aunque sigue justificándose como un paso preparatorio para las ciencias universitarias, y a pesar de que en Colombia conserva la estructura del canon humanista, ya no es la “ciencia de ciencias” sino un curso diseñado con criterios pedagógicos para los jóvenes bachilleres: es ya una disciplina escolar.

En la Colombia del siglo XIX esta fue una historia de contrasentidos, enmarañada y discontinua, tanto en lo institucional como en lo epistémico. Respecto a lo primero, dicho breve, ese proceso que los historiadores de la enseñanza secundaria han caracterizado como el “desprendimiento de ciertos cursos de las antiguas Facultades de Artes” (VIÑAO, 2011), es decir, la modificación del carácter universitario del curso o cátedra de filosofía ocurrió acá en sentido inverso al que señala Viñao. De hecho, la tendencia dominante hasta finales del siglo XIX colombiano fue la contraria: fortalecer las Facultades de Artes (Filosofía y Letras) al modo de las Facultades Menores del siglo XVIII, como parte del conflicto entre los proyectos de creación y fortalecimiento de la Universidad Pública nacional, enfrentados a los proyectos de empoderamiento de las instituciones educativas locales, muchas de ellas privadas. Se trató de un complicado juego de tensiones entre centro/provincias, poder político/poder pastoral, universidades/colegios, derecho/ciencias útiles, filosofía oficial/tradiciones intelectuales, ciencia de ciencias/ciencias particulares, fundamentación/preparación… Juego que se entretejió alrededor del estatuto, función y canon de la vieja Facultad de Artes hasta su disolución e instauración del sistema de bachillerato moderno. Hemos dicho que este acontecimiento fue tardío -inició en 1892- y se hizo sobre los formatos de los colegios y las comunidades católicas docentes. He abordado el detalle de este proceso de institucionalización de la enseñanza secundaria en Colombia en varios trabajos, que por razones de espacio me limito a referenciar. (SALDARRIAGA, 2008, 2012, 2014)

En la dimensión epistémica, arriesgamos la tesis de que, en el arco de tiempo explorado (segunda mitad del siglo XVIII a primera mitad del siglo XX), registramos tres regímenes o matrices de verdad hegemónicos: la configuración o matriz epistémica escolástico-humanista, que debe denominarse ontosilogística;4 la matriz wolffiana y sensualista, que denominamos racional; y el régimen, matriz o configuración epistémica experimental.

De la ontosilogística se han ocupado trabajos como los de SERRANO (2006) y DÁVILA (2012 y 2015). La configuración racional también ha sido objeto de nuestro análisis en otro escrito. (SALDARRIAGA, 2011) En el espacio de este artículo presentaré -de modo atrevidamente esquemático- el juego histórico producido por el ingreso de la matriz epistémica denominada experimental al canon de las ciencias universitarias durante el siglo XIX. Valga señalar que aunque la primera identificación de estas matrices corresponde a tres momentos cronológicos sucesivos, sus modos de existencia no son lineales. El neotomismo de finales del siglo XIX no sólo retomó la matriz escolástica humanista -al menos en el canon escolarizado y en su lenguaje filosófico-, sino que además articuló elementos de las matrices racional y experimental, como será argumentado enseguida. Con esta fórmula, la filosofía católica aseguró su lugar como interlocutor autorizado ante la episteme positivista hegemónica; es decir que, por una parte, alcanzó legitimidad entre las ciencias académicas (“los saberes referentes”) y, por otra, realmente constituyó una disciplina escolar específica. Por contera, transportó a la enseñanza secundaria un formato singular de filosofía como pedagogía cuando esta matriz ya desaparecía de las instituciones universitarias.

No es posible reproducir acá la minuciosa demostración y el análisis de esta arquitectura de la filosofía escolar a fines del siglo XIX, pero al menos podemos presentar sus piezas claves. Hacia 1870, en medio de la batalla entre las tradiciones filosóficas que habían circulado en la Nueva Granada hasta esa fecha (escuelas sensualistas, eclécticas o cousinianas, la filosofía escocesa del sentido común, el balmesianismo, el tradicionalismo católico y los positivismos comtiano y spenceriano), un nuevo enunciado epistemológico fue apropiado por la intelectualidad colombiana y produjo una compleja fractura epistémica. Era un enunciado metodológico que venía con el prestigio del método de la medicina experimental elaborado en 1856 por el famoso Claude Bernard, discípulo de Augusto Comte -quienes a su vez habían construido sus propias versiones de la Crítica de la razón pura de Kant-:

“El hombre puede referir todos sus raciocinios a dos criterios: uno interior y consciente que es cierto y absoluto, otro exterior e inconsciente [no depende de la conciencia] que es experimental y relativo. […] Las verdades subjetivas se desprenden de principios de que el espíritu tiene conciencia, y aportan en él, el sentimiento de una evidencia absoluta y necesaria. En realidad, las mayores verdades no son en el fondo sino un sentimiento de nuestro espíritu; y esto es lo que quiso decir Descartes con su famoso aforismo […] Conviene distinguir entre las ciencias matemáticas y las ciencias experimentales. Siendo inmutables y absolutas las verdades matemáticas, la ciencia que las encierra crece por yuxtaposición simple y sucesiva de todas las verdades adquiridas. En las ciencias experimentales, al contrario, siendo las verdades relativas, la ciencia sólo puede adelantar por revolución, y por absorción de las verdades antiguas en una forma científica nueva.” (BERNARD, 1856, p. 280)

A partir de la cuestión ideológica -epistemológica- inicial, la de las fuentes objetiva y subjetiva de las ideas, en el Tratado del raciocinio experimental se efectúa una delicada operación epistémica: separar los objetos y los métodos de las ciencias matemáticas (racionales) de los objetos y métodos de las ciencias experimentales (la fisiología). Esto introdujo una fisura mayor en el régimen de verdad: la distinción entre verdades absolutas (subjetivas) y verdades relativas (objetivas), con sus respectivos modos de producción y acumulación: la inferencia y la experimentación. Todo ello credibilizado por el prestigio creciente y la soberbia novedad de las ciencias experimentales de la vida: la biología y sus disciplinas aplicadas.

Valga precisar algo que al lector contemporáneo causa extrañeza: tras un proceso de mutación conceptual que no es del caso referir acá, nuestro lenguaje cotidiano se acostumbró a asociar la noción de “lo subjetivo” con la opinión personal o la experiencia individual y la de “lo objetivo” con lo que es verificado universalmente en la realidad. Justo lo opuesto del enunciado “kantiano-comtiano-bernardiano” como lo acabamos de presentar. Este equívoco proviene de nuestro lenguaje común actual que, curiosamente, ha reproducido de la epistemología cartesiana una visión negativa de la “subjetividad”, considerando que “el sujeto es el lugar del error”. Porque, en el lenguaje kantiano que fundamenta hasta hoy la epistemología de las ciencias experimentales, el sujeto es una razón pura, compuesta por una “estructura” de categorías a-priori,5 las cuales hacen posible que todo sujeto racional pueda garantizar su acceso a las verdades universales -hasta que nuevos datos empíricos y nuevas hipótesis y verificaciones las precisen o modifiquen-. Dicho breve: para poder fundamentar la epistemología experimental, Kant recurrió al artificio de un sujeto trascendental (universal e inmutable) que fundamentara la certeza cambiante de las verdades empíricas. Esta operación permite rebasar la desconfianza racionalista en el sujeto de conocimiento, pero al precio de insertar las ciencias positivas del hombre en un peligroso círculo vicioso epistémico, como explicaré enseguida.

La distinción entre fuentes subjetivas y objetivas de las ideas y de la verdad constituye, a mi modo de ver, una singular bisagra -continuidad y ruptura- entre las configuraciones epistémicas clásica (o racional) y contemporánea (experimental) que coexistieron de forma complementaria y antagónica en el régimen universitario de saber europeo occidental; el cual, por supuesto, fue apropiado para modernizar también los sistemas educativos y de conocimiento en los países latinoamericanos postcoloniales.6 Por un lado, “la ciencia del orden y la medida de los seres, la mathesis” (FOUCAULT, 1966), no es eliminada ni rechazada. Bien por el contrario, se le reconoce un valor en tanto orden ideal, lógico, que guarda el orden y el carácter de las verdades universales, absolutas y -Bernard no teme al término- inmutables. Pero, por el otro lado, aparece el nuevo valor asignado al conocimiento experimental. Y allí hace su entrada la semántica del régimen de verdad kantiano: verdades relativas, hipótesis, libre examen, rechazo de todo principio de autoridad, exclusión de la metafísica, autonomía del sujeto...

Esta operación implicó reasignar el lugar de cada tipo de verdad -científica, moral, estética- como había hecho la operación crítica kantiana. Pero la apropiación bernardiana de esta operación epistémica, al ser incorporada sólo como método científico aplicado en el campo del saber médico, hizo que esta ruptura -radical en Kant- se convirtiera en un desplazamiento técnico en apariencia inocuo, reduciendo los peligros políticos para la verdad y la moralidad atribuidos a la temida Crítica de la razón pura. El efecto de esta relocalización “técnica” de las fuentes de las ideas científicas, dio lugar a un régimen de verdad que permitió sostener la coexistencia legítima de dos tipos de verdades, unas absolutas, y otras relativas; es decir, un extraño régimen de convivencia entre la axiomática racional y la relatividad de las hipótesis experimentales. Dicho en lenguaje de historia intelectual: la ruptura epistémica kantiano-comtiana, o sea, la reorganización de los saberes sobre el hombre a partir de la polaridad conocimiento empírico/fundamentación trascendental, fue apropiada en Colombia bajo la forma recortada de “el nuevo método de la ciencia experimental”.

Interesa señalar por ahora, cómo opera esta especie de bisagra epistémica -que he caracterizado como “bisagra bernardiana”-. (SALDARRIAGA, 2012) Se diría que ella ha hecho posible que la configuración racional -la de las ciencias del orden y la clasificación- no desapareciera, sino que se desplazara, yendo a alojarse en el ámbito del conocimiento a priori, como verdades absolutas y autoevidentes de la razón, al precio de perder su carácter de ciencia fundamental del orden y la medida de los seres. Encerrada como una mera operación cognitiva, la mathesis ya no representa más al ser, sólo se representa a sí misma, a su propio orden de verdades a-priori. Pero gracias a ello, la subjetividad -redefinida como conocimiento por hipótesis, nueva condición de verdad de las ciencias experimentales-, puede salvarse del peligro de la experiencia individual, pues una vez asociados el entendimiento y la mathesis pura, la razón se puede concebir como constituida por unos principios formales del entendimiento que garantizan la objetividad y universalidad del conocimiento verificable. Como correlato, el conocimiento a posteriori, la experimentación, el método de hipótesis y ensayo-error, puede por fin no sólo hacerse cargo de la parte de error y desorden que Descartes atribuía a la experiencia individual, sino convertirla en su principio de progreso.

Era esta la operación epistemológica y metafísica de fondo que había realizado la filosofía kantiana desde fines del siglo XVIII, pero que -debo reiterarlo- aparece en la medicina bernardiana como un efecto técnico, como un “avance del método científico”, exento, en principio, de las implicaciones metafísicas y las exigencias éticas que hacían tan peligroso el sapere aude kantiano, no sólo para la antropología católica sino también para todas las ideologías -que prefiero llamar metafísicas ideológico-científicas- que, a lo largo del siglo XIX, aparecieron vinculadas a los saberes experimentales sobre el hombre: las filosofías del sentido común y espiritualismos, los tradicionalismos y neotomismos, los positivismos, los socialismos y los evolucionismos.7

Con esto apuntalamos una serie de exploraciones tendientes a desplegar la hipótesis de que, a partir de ese umbral epistémico-epistemológico abierto por el enunciado bernardiano, los saberes apropiados en Colombia entraron, a partir de 1870 aproximadamente, en una nueva configuración epistémica, un régimen de verdad movido por la tensión entre lo empírico y lo trascendental.8 Esto significa que estos saberes, incluyendo las diversas corrientes de filosofía católica, no podían evitar inscribirse en la tensión positivismo-criticismo, fundamento de las ciencias positivas sobre el hombre y lo social (FOUCAULT, 1966). Además, pero no menos decisivo, ello no significó la desaparición de conceptos, objetos y métodos procedentes de la configuración epistémica racional: éstos debieron ser reinsertados, no sin afectarlo, en el nuevo régimen experimental de producción de verdad. En dos palabras, la “bisagra bernardiana” proporcionó a los intelectuales colombianos el dispositivo conceptual que permitió salvaguardar, de un lado, el ancien régime de veracidad, el de la ciencia racional que postulaba la existencia de unas verdades universales, absolutas e inmutables, mientras, de otro, admitía el nouveau régime de veracidad, el de la ciencia experimental que postulaba la existencia de unas verdades, igualmente universales pero relativas y mutables. Concluimos, en primer lugar, que la distinción y asociación entre verdades matemáticas inmutables y verdades experimentales relativas fue la condición de posibilidad, el nuevo canon epistémico que empezó a regir la apropiación de aquellos saberes y tradiciones intelectuales que, ya fuesen laicas o confesionales, requerían armonizar la existencia de verdades absolutas con la de verdades relativas o experimentales, o si se quiere, la religión con la ciencia, gran obsesión intelectual del siglo XIX.

Mientras se inscribieran en esta bisagra, las tradiciones filosóficas teístas y las tradiciones filosóficas cientificistas podían ser validadas y acreditadas dentro del nuevo régimen de verdad, el de las ciencias positivas. Las múltiples formas que asumió esta bisagra epistémica -según se optase por fundarla en la biología, la filología o la economía política-, abre nuevas rutas de investigación para entender los cánones que se formaron entre la intelectualidad colombiana -incluso podría decirse, latinoamericana- hacia el último tercio del siglo XIX y sus juegos de institucionalización escolar. En segundo lugar, en el plano político e intelectual, concluimos que en razón de este mismo efecto, la relativa proliferación de tradiciones intelectuales que produjo el país a partir de 1883 y durante la primera parte del siglo XIX quedó reducida prácticamente a sólo dos tradiciones, sólo dos cánones: el positivista spenceriano, minoritario y acantonado en un par de universidades liberales que sobrevivieron como islotes en un océano católico, y el neotomista, que fungió como canon hegemónico, oficial y público. Por esta última razón, el neotomismo se vio obligado a incorporar elementos de la ciencia positiva que él mismo había aceptado, dando lugar a nuevas coexistencias, tensiones, rejillas de apropiación, contradicciones, disidencias, desgarrones y resistencias en un campo intelectual que se aceleraba y pluralizaba. Pero esto es tema para otras investigaciones.

Introduzcamos sólo un evento filosófico más para completar nuestro panorama: una de las escuelas filosóficas que había tratado de construir esa bisagra entre verdades absolutas y verdades relativas, a partir de la teoría de la doble fuente de las ideas, fue conocida como la Escuela de Edimburgo, escuela escocesa o filosofía del sentido común, cuya cabeza reconocida fue Thomas Reid (1710-1796). Su solución al problema, para evitar la “peligrosa autonomía del sujeto kantiano”, fue una especie de retroceso al cartesianismo. Según planteaban, las categorías a-priori eran más bien verdades innatas en la mente humana, un curioso tipo de verdades, pues no eran racionales ya que venían infusas, pero tampoco eran irracionales puesto que eran como unos primeros principios básicos de toda lógica: tal era la singular naturaleza epistemológica del sentido común. En medio de todas las escuelas filosóficas que se disputaban por hallar el mejor método o arte para garantizar que cada individuo pudiese llegar por sí mismo a la verdad -y por ella a la moral-, la solución “del sentido común” aparecía clara, sencilla y con dos atributos nada despreciables para ganar terreno en la lucha ideológica. Por un lado, era fácil de divulgar para educar a las mentes sencillas y, por otro, parecía una solución irrefutable: quien negara el sentido común, carecía de sentido común, lo cual lo convertía en alguien sospechoso de falta de razón.

En efecto, esta tesis anglosajona del sentido común se divulgó rápidamente entre ideólogos y moralistas en Europa y América. Por supuesto, dio lugar a diversas versiones: teístas, ateas, materialistas, idealistas, conservadoras y liberales. En Suramérica, dicha escuela hizo su entrada hacia 1832 a través del Curso de Lógica y Ética de José Joaquín Mora. No es del caso relatar acá su divulgación, pero lo que quiero retener es la hipótesis de que las filosofías del sentido común fueron el vehículo que permitió pasar todas estas discusiones epistemológicas eruditas y minoritarias a la educación popular, como se entendía en el siglo XIX. En Colombia, la intelectualidad católica halló su primera arma poderosa contra el liberalismo en la filosofía del sentido común en la obra del sacerdote catalán Jaime Balmes (1810-1848), cuyo libro El Criterio se utilizó para enseñar la filosofía en la mayoría de los colegios colombianos -incluso liberales- aún hasta la segunda mitad del siglo XX.

Un dato más: hemos podido documentar que la distinción entre ideas objetivas y subjetivas llegó a ser convertida en método pedagógico. De hecho, fueron introducidos métodos objetivos en los manuales de pedagogía objetiva, pestalozziana, con el fin de modificarlos en su propia raíz epistemológica. En una serie de manuales pestalozzianos norteamericanos -que fueron traducidos al español y difundidos en América Latina por la editorial Appleton desde 1874-, tras criticar a los métodos objetivos por su incapacidad de llevar a los niños a las nociones más complejas y abstractas de las ciencias, se enseñaba a los maestros cómo introducir los “métodos subjetivos”, es decir, la presentación de conocimientos y nociones no-empíricas validados por la autoridad de las ciencias (diríase trascendentales). Gracias a esa complementariedad de métodos, los pedagogos católicos tuvieron la vía expedita para introducir allí, “con justificación científica”, el paquete de verdades no-empíricas de la religión (WHICKERSHAM, 1890).

4 CONSIDERACIONES FINALES

La tesis con que quiero cerrar este texto es que, dada esta reducción dual de las tradiciones intelectuales en condiciones de enfrentamiento y exclusión, el fenómeno de control epistemológico que consistió en “domesticar” los resultados y efectos de las ciencias positivas experimentales, a través de un sistema de principios abstractos -y dogmáticos- procedente de la configuración epistémica racional, permitió legitimar las filosofías de corte católico en Colombia, pero también las de corte dogmático positivista en naciones donde triunfó el liberalismo. Este juego marcó profundamente el modo de ser del régimen de verdad de las academias e instituciones educativas. Finalmente, en el campo educativo en Colombia, aunque podríamos reconocerlo igualmente en otros países -incluso laicos-, se logró institucionalizar una correlación entre la jerarquización epistémica y epistemológica de las ciencias y la organización curricular y pedagógica de la filosofía escolar en el bachillerato, dando lugar a una jerarquización de los saberes incorporados en los currículos, que podemos esquematizar en una pirámide, así:

Así, podemos demostrar que la institucionalización del currículo para la enseñanza secundaria -el bachillerato- escalonó las humanidades, las ciencias positivas y la filosofía, y determinó las funciones pedagógico-políticas que se asignaron a esta pirámide ascendente entre sentido común, conocimiento científico (verdades experimentales) y conocimiento filosófico (principios racionales universales), tanto en la educación pública laica como en la confesional privada. Ese canon escolarizado fue a la vez efecto directo y objeto estratégico de la estructuración del campo de saber alrededor de la alianza non-sancta entre ciencia biológica, moral racional y pedagogía del sentido común letrado que esa bisagra racional/experimental hizo posible.

Podemos reconocer en esta pirámide el formato epistémico de la estructura curricular de toda la enseñanza secundaria entre el siglo XIX y mediados del siglo XX; y no sólo de la educación propiamente confesional: no en balde los autores de los currículos laicos fueron los discípulos de Augusto Comte quien, por un lado, admiró la estructura piramidal del saber filosófico medieval, pero por otro, la proyectó para organizar -como iglesia- el nuevo poder espiritual moderno: la ciencia. Aunque se cambiasen los contenidos curriculares según se tratara de colegios confesionales o colegios laicos, esta matriz operó como la base común y mínima para todo el bachillerato clásico -el que se coronaba con la filosofía, la filosofía como disciplina escolar.

Esta pirámide fue la que, durante buena parte del siglo XX, constituyó un tejido pedagógico que nutrió manuales, puso a circular verdades, y creó una forma mentis para los ciudadanos, los bachilleres recién educados para entrar a la polis. Esta matriz mental y moral, que se distribuyó como producto de toda la enseñanza secundaria latino-americana, creó ese plasma mental y valorativo -aséptico y consensuado- que muchas generaciones vivieron con el nombre de Cultura General, producto curricular que ahora ya podemos caracterizar como un saber sui generis -una disciplina escolar-. Un producto propio del sistema educativo, separado en sentido estricto del campo de saber de la filosofía académica, pero del cual reapropió un tejido entre verdades de sentido común, verdades de las ciencias y principios racionales. Un canon de filosofía escolar con el cual, retomando la cruda expresión de Ong, ha sido martillado un orden mental en las cabezas de los jóvenes bachilleres durante generaciones, hasta bien entrado el siglo XX.

4 REFERENCIAS

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2“L’art d’arriver au vrai” fue la traducción francesa del manual más popular de filosofía escolar católica desde mediados del siglo XIX, El criterio, del sacerdote catalán Jaime Balmes.

3“Entiendo por procesos de institucionalización, las reglas que para la institución, el sujeto y el discurso de un saber, delimitan la práctica de ese saber en una formación social dada. Se dice “práctica” para indicar que la región del análisis no separa mecanismos de poder y acontecimientos de saber. Designa una orientación que excluye el análisis de la cientificidad de un saber.” (ZULUAGA, 1999, p. 196)

4“Ontosilogística, que consiste […] en una sistematización de la tradición a partir de las categorías y los universales aristotélicos, dando lugar a una estructura piramidal de corte neoplatónico, apta para congeniar con el espíritu del cristianismo […] regida en toda su estructura por un modelo silogístico de razonamiento.” (SERRANO, 2006, 16-18)

5Hoy diríamos: esquemas de operaciones mentales de síntesis.

6Sería deseable realizar estudios comparativos con varios países de la región, incluyendo al Brasil, para determinar si es posible extrapolar, mutatis mutandi, esta hipótesis sobre el funcionamiento epistémico de sus campos de saber.

7Tradicionalismo se usa acá no en sentido genérico -opuesto a “progresismo”- sino en sentido técnico. Se trata de la escuela de pensamiento conservador moderno cuyos representantes -Lamennais (1782-1854), De Bonald (1754-1840) y De Maistre (1753-1821)- postulaban una transmisión generacional de verdades universales a través del lenguaje (la tradición), efecto de una revelación divina originaria. De hecho, Augusto Comte declaró que debía su teoría del progreso a la escuela de De Maistre.

8La expresión ha sido acuñada por Michel Foucault en Las palabras y las cosas (1966) para caracterizar el modo paradójico en que las ciencias positivas del hombre fundamentan “la objetividad” (empírica) del conocimiento en la “subjetividad” (trascendental) del entendimiento.

Recibido: 22 de Junio de 2020; Aprobado: 16 de Septiembre de 2020

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Jorge Francisco Mestre - Historiador, Mgr. en Escritura creativa. Email: jorgefmestre@gmail.com

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