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Revista e-Curriculum

versión On-line ISSN 1809-3876

e-Curriculum vol.17 no.3 São Paulo jul./sept 2019  Epub 28-Oct-2019

https://doi.org/10.23925/1809-3876.2019v17i3p827-851 

Dossiê Temático: Em busca da justiça curricular: as possibilidades do currículo escolar na construção da justiça social

UN CURRÍCULUM INCLUSIVO EN UNA ESCUELA QUE ASEGURE EL ÉXITO PARA TODOS

UM CURRÍCULO INCLUSIVO EM UMA ESCOLA QUE ASSEGURAO SUCESSO PARA TODOS

AN INCLUSIVE CURRICULUM IN A SCHOOL FOR SUCCESS FOR ALL

Antonio BOLÍVARi 

i Doutor pela Universidade de Granada. Professor Catedrático na Faculdade de Ciências da Educação da Universidade de Granada. Dirige a Revista “Professorado” e é membro de Comitês editoriais ou científicos de várias revistas de reconhecido prestígio. https://orcid.org/0000-0001-8818-5799 Email: abolivar@ugr.es


RESUMEN

Entendemos un currículum inclusivo en el marco de una educación equitativa para todos. Garantizar el éxito educativo para todos requiere repensar y diseñar los saberes indispensables que configuren la educación deseable para toda la ciudadanía. En este contexto las competencias clave (key competences) para la vida, debidamente contextualizadas, suponen un nuevo marco de referencia para la selección de lo que considera relevante, como se ha visto desde la propuesta francesa del “socle común” (BOLÍVAR, 2015a; DUBET, 2005). Una teoría de la justicia como equidad puede servir de fundamento a dicha propuesta. En tercer lugar, un currículum inclusivo no puede limitarse al nivel de aula, tiene que ser una respuesta conjunta de la escuela. Finalmente, una escuela para la inclusión debe movilizar el capital social al servicio de la mejora, en una perspectiva comunitaria.

PALABRAS CLAVE: Currículum inclusivo; Justicia como equidad; Competencias clave; Éxito para todos; Educación para la ciudadanía.

RESUMO

Entendendo o currículo inclusivo no quadro de uma educação equitativa para todos, assumimos que garantir o sucesso educacional para todos implica repensar e desenhar os saberes indispensáveis que configuram a educação desejável para todos os cidadãos. Nesse contexto, as competências-chave para a vida (key competences for lifelong learning), adequadamente contextualizadas, supõem um novo quadro de referência para a seleção do que é considerado relevante, a partir da proposta francesa do “socle commun” (BOLÍVAR, 2015a; DUBET, 2005). Uma teoria da justiça como equidade pode servir de base para tal proposta. Em terceiro lugar, consideramos que um currículo inclusivo não pode ficar limitado ao nível da sala de aula, tem que corresponder a uma resposta conjunta da escola. Finalmente, uma escola para a inclusão deve mobilizar o capital social ao serviço da melhoria, numa perspectiva comunitária.

PALAVRAS-CHAVE: Currículo inclusivo; Justiça como equidade; Competências-chave; Sucesso para todos; Educação para a cidadania.

ABSTRACT

We understand an inclusive curriculum in the framework of equity in education for all. Ensuring educational success for all requires designing the indispensable knowledge that makes education desirable for all citizens. In this context, the Key Competences for Lifelong Learning, properly contextualized, suppose a new frame of reference for the selection of what is considered relevant, as seen from the French proposal of the "socle commun" (BOLÍVAR, 2015a; DUBET, 2005). A theory of justice as equity can serve as a basis for such a proposal. Third, an inclusive curriculum can not be limited to the classroom level, it has to be a joint response of the school. Finally, a school for inclusion must mobilize social capital at the service of improvement, from a community perspective.

KEYWORDS: Inclusive curriculum; Justice as equity; Key competences; Success for all; Education for citizenship

1 INTRODUÇÃO

El presente trabajo, tiene como objetivos, fundamentar un currículum inclusivo en una teoría de la justicia, entendida como equidad y reconocimiento de las diferencias. En segundo lugar, se propone argumentar que un currículum inclusive debe delimitar las capacidades o competencias clave a asegurar para toda la población. El tercer objetivo es que, siendo la labor de la escuela fundamental, no se puede olvidar que sola no puede, sin el apoyo de la comunidad. Como estudio teórico, metodológicamente, realiza una revisión teórica de la literatura más relevante, apoyándose en estudios previos del propio autor.

Con distintos cambios de acento (“currículo democrático”, “inclusivo” y “currículum para la justicia social”) se viene a incidir en la dimensión central: una escuela justa lucha denodadamente contra las barreras culturales, sociales y educativas que están en la base de prácticas, dinámicas y estructuras que impiden progresar en su proceso de aprendizaje a todos los alumnos. Como analizaremos en la parte última, lograr unas escuelas más justas e inclusivas no es sólo una tarea escolar, dado que la reducción de las desigualdades no puede limitarse al ámbito escolar, sino social (familia, barrio, municipio). Esto conlleva y exige un conjunto de estrategias paralelas de carácter local, no limitadas al medio escolar, como redes entre escuelas e incrementar la acción conjunta con la comunidad. Al fin y al cabo, es una tarea comunitaria.

Por eso, apostamos, al igual que Lumby (2014) por un “camino intermedio” entre el necesario cambio social y cómo la escuela puede contribuir a una mayor justicia social. El primero, por ejemplo, el discurso reproduccionista de los setenta nos lleva a la inacción: “la escuela no importa” (BOLÍVAR, 2005b). El segundo, es consciente del poder de la escuela, pero también de sus limitaciones. El llamado “efecto Mateo” (“quien más tiene, más recibirá”) puede ser contrarrestado en una escuela comprometida con mitigar la desigualdad, con un liderazgo compartido por la justicia social puede contribuir decididamente a sociedades más justas (LUMBY y COLEMAN, 2016).

Una educación inclusiva se tiene que inscribir en una teoría de la justicia relevante. “¿Cómo puede preparar a las personas para vivir en una sociedad justa a menos que tenga una idea clara de lo que es una sociedad justa? […] Por lo tanto, el currículum debe fomentar la comprensión de la sociedad y sus principios y también cómo podría ser una sociedad que promueva la justicia social” (HIRST, 1990, p. 48 y 49). Sin embargo, esta no es una tarea simple. Como hemos dado cuenta en sucesivas revisiones (BOLÍVAR, 2005a, 2012), en la actualidad conviven diferentes gramáticas de la justicia escolar, que tienen muchas caras o esferas y, aunque fuera deseable, no es posible una concepción unitaria que abarque (y explique) todas las dimensiones. Como defiende Shaeffer (2019) el concepto de “educación inclusiva” ahora se entiende de un modo más amplio, abarcando todos los obstáculos para acceder y aprender más allá de un enfoque en los niños con discapacidades y otras necesidades especiales. Entre estos obstáculos, además de las desigualdades socioecónomicas, están las nuevas desigualdades, que Lumby y Coleman (2016) cifran en género, sexualidad, etnicidad, religión, emigración, necesidades especiales, discapacidad y equidad. Esto obliga a que cuando planteemos un currículum inclusivo no se limite a dimensiones equitativas, sino que tenga en cuenta estas otras dimensiones. En este movimiento de una concepción más amplia de inclusión, como defiende Shaeffer (2019), ahora responde a las diversas necesidades de todos los niños, como puso de manifiesto el movimiento de “Educación para todos” y ahora se ha reiterado en el 4º Objetivo de Desarrollo Sostenible.

2 CURRÍCULUM INCLUSIVO Y EQUIDAD

El reto de las sociedades actuales, la “nueva cuestión social”, es el grave riesgo de exclusión (social y escolar) para una parte de la población. Lograr una educación inclusiva se juega en que los establecimiento escolares garanticen y hagan efectivo el derecho a la educación de todos los estudiantes, que consiste en desarrollar todas sus posibilidades. No basta, pues, la democratización escolar en el acceso, si no se entra -además- en otras dimensiones que garanticen una equidad, mediante el acompañamiento y apoyo de las trayectorias escolares para los que no tienen los mismos recursos. Una base común y dispositivos diferenciados para que todo alumno pueda reencontrar sentido al aprendizaje escolar, con el fin de que todos se puedan sentir verdaderamente “incluidos”. Además de la determinación de los aprendizajes esenciales, requiere la implementación y desarrollo de las estrategias pedagógicas adecuadas que lo “contextualicen” adecuadamente, entre otros, al lugar, estudiantes, diversidad, disciplina (FERNANDES; LEITE et al., 2013).

Un currículum inclusivo queremos inscribirlo como parte central de la agenda de demanda de una mayor equidad en educación. En general, el objetivo de mejorar el grado de inclusividad en la educación debe entenderse como eliminar cualquier proceso de segregación y exclusión en el marco educativo y social, especialmente centrada en los grupos más vulnerables. Una educación inclusiva reclama luchar contra sistemas que, aun sutilmente, perpetúan formas elitistas, así como contra el establecimiento de modalidades o diferencias específicas (“educación especial”, “educación compensatoria”) en el interior de los centros escolares. Por eso, cualquier análisis y propuesta sobre una escuela inclusiva debe partir por reconocer los procesos de exclusión social presentes en nuestra sociedad, en los que está inserta la escuela, por lo que su superación exigirá una actuación paralela en estos ámbitos externos a la escuela, si no queremos quedar como una retórica.

Hemos tardado demasiado tiempo en darnos cuenta de que los tratamientos diferenciales o especiales eran segregadores. Bajo el supuesto de programas especiales se quería decir segregación, proporcionando un tratamiento educativo diferenciado. Una educación inclusiva implica, por eso, un modelo global de escuela entendida una transformación del funcionamiento ordinario para hacer efectivo - de modo equitativo - el derecho a la educación. Como tal, debe suponer un proceso de transformación de las culturas, las políticas de escolarización y las prácticas cotidianas de los centros educativos para eliminar las barreras que limitan el aprendizaje y la participación de los alumnos que asisten a ellos, poniendo el énfasis en aquellas poblaciones de contextos vulnerables o en riesgo educativo.

Para nosotros, hablar de inclusión en educación es equivalente a equidad educativa. La lucha por una educación más inclusiva es similar a una educación más equitativa, dado que “hablar de ‘educación inclusiva’ no es sino una perspectiva desde la que analizar los desafíos de la equidad en la educación escolar” (ECHEITA, 2017, p. 17). Se trata de asegurar que todo alumno tiene garantizado el acceso, la participación, el reconocimiento y el aprendizaje, independientemente de sus diferencias personales y su procedencia social y cultural. Por eso, una escuela para la inclusión, bien entendida, centra sus esfuerzos, por un lado, en construir una organización que aminore las desigualdades y, por otro, aspire a una sociedad más justa. En el fondo, la práctica de la inclusión en la escuela es una forma privilegiada de promover la justicia social. En esta perspectiva, capacitar a todas las personas para realizar sus potencialidades, requiere una intervención activa de las políticas públicas sociales y educativas para garantizar dicha capacitación.

Desde una perspectiva amplia de la educación inclusiva, como abogamos aquí, se trata de garantizar a todos el derecho a la educación, sin ninguna clase de discriminación o exclusión, con atención especial a los más vulnerables o marginados. Por tanto, estamos en el ámbito de diseñar un horizonte de la educación deseable, más allá de las realizaciones concretas que haya en un contexto. Es un ideal “contrafáctico”, en relación con el cual juzgar lo que sucede en la medida que se acerque más o menos a dicho ideal (BOLÍVAR, 2012). Una educación inclusiva, en sentido amplio, comprende todas las competencias clave que posibilitan realizarse personalmente, integrarse socialmente y participar de modo activo en la vida pública. El movimiento de educación inclusiva se vincula, así, con el derecho de todos los niños y jóvenes a recibir una educación de calidad basada en los principios de equidad y justicia social. El asunto es qué políticas, sistemas escolares, establecimientos, currículo, enseñanza, docentes y otros profesionales se precisan para que nadie se quede fuera.

2.1 Reformular el currículum escolar para democratizar el éxito escolar

Logrado en muchos países el acceso a la escolarización escolar en la educación básica, el drama que persiste es un fracaso escolar (es decir, una exclusión escolar y social) para una parte sustantiva de la población escolar. No basta, pues, la democratización escolar en el acceso, si no se entra -además- en la determinación de un currículum relevante y accesible para todos. Reformulando antiguas pretensiones igualitarias, hay que cifrar dicha democratización en una igualdad de base: garantizar el acceso efectivo a la base común de competencias clave o aprendizajes esenciales, como se afirma en el planteamiento francés del “socle commun” (BOLÍVAR, 2015a); al tiempo que acompañar y apoyar las trayectorias escolares para los que no tienen los mismos recursos. Una base común y dispositivos diferenciados para que todo alumno pueda reencontrar sentido al aprendizaje escolar, con el fin de que todos tengan - en ese sentido - verdaderamente “éxito”.

Más allá de una escolarización y un currículum común para todos, actualmente, se estima que democratización pasa por poder garantizar unos aprendizajes esenciales, fundamentales o básicos para todos. Limitada a la escolarización y a un currículum común, como han mostrado hasta la saciedad los análisis de la sociología de la educación, se suelen acabar imponiendo las desigualdades sociales y capital cultural de partida, como sucedió en España con una ley “progresista” (BOLÍVAR, 2015b). La igualdad formal, en una trayectoria escolar única, no garantiza una igualdad real. Por eso, precisamente, se requiere un modo de organizar el currículum, que no deje su acceso al arbitrio del esfuerzo de cada uno o de su capacidad de trabajo (es decir, mérito), al menos en la escolaridad obligatoria. Si tanto una igualdad formal de oportunidades como la carrera meritocrática engendran desigualdades, se puede proponer una igualdad de base, a garantizar para todos, independientemente de su mérito. Es decir, ningún ciudadano debe salir del sistema escolar privado de aquellos recursos básicos, bajo el pretexto de ser el culpable de su propio fracaso. Como señala Dubet (2004, p. 547):

É importante, inicialmente, definir esse nível garantido e, mais concretamente, definir os conteúdos da cultura escolar comum, aquela que todos os alunos precisam adquirir ao final da escolaridade obrigatória. Ora, os programas não são concebidos dessa maneira […] Essa concepção da justiça implica, então, uma mudança de perspectiva: os programas da escolaridade comum e obrigatória devem ser definidos a partir das exigências comuns garantidas a todos, os melhores alunos podendo, evidentemente, aproveitá-los muito melhor e progredir mais depressa. Mas a qualidade do percurso dos melhores não levaria os outros a serem totalmente abandonados.

No basta, pues, la democratización escolar en el acceso; si no se entra -además- en otras dimensiones que garanticen una equidad, mediante el acompañamiento y apoyo de las trayectorias escolares para los que no tienen los mismos recursos. Un modo para reducir la desigualdad fundamental es garantizar los conocimientos indispensables y competencias mínimas a los más desfavorecidos, encontrando su propia vía de éxito y realización personal.

De acuerdo con la concepción de la justicia de Rawls (1978), las desigualdades inevitables sólo pueden ser aceptables siempre que no empeoren las condiciones de los más débiles. Lejos de la ingenuidad de querer para todos lo mismo, en que los más vulnerables quedarán abandonados, un sistema escolar; si no más justo sí -al menos- más equitativo, es aquel que puede garantizar (como el salario mínimo, la asistencia médica o las ayudas que protegen a los más débiles de la exclusión total) las competencias básicas o clave, sin las cuales no sería un ciudadano de pleno derecho. Sabemos que no todos pueden alcanzar los mismos niveles de excelencia, pero todos deben tener garantizado unos umbrales básicos, por debajo de los cuales quedarían excluidos. Se trata de asegurar una cultura común, como derecho básico de la ciudadanía (BOLÍVAR, 2009).

2.2 Equidad en oportunidades educativas

El discurso de la equidad ha emergido con fuerza, a partir de la obra de Rawls (1978), como una noción más compleja que trata de superar que una igualdad formal (o negativa) de oportunidades sea justificable. En efecto, evocar la “equidad” (y no la igualdad) supone que determinadas desigualdades sociales, además de inevitables, deben ser tenidas en cuenta, pues - como dice Sen (1995, p.13) - “el hecho de considerar a todos por igual puede resultar en que se de un trato desigual a aquellos que se encuentran en una posición desfavorable”, por lo que es preciso ir más allá de la igualdad formal. La equidad es, pues, sensible a las diferencias de los seres humanos; la igualdad se refiere a iguales oportunidades a un nivel formal. Así, puede haber una igualdad formal de acceso a la educación; pero, equitativamente, para garantizar una igualdad de oportunidades se debe apoyar con mayores recursos a los grupos más vulnerables. Cualquiera que sea el origen, una indiferencia a las diferencias reforzaría dichas desigualdades. En este sentido, paradójicamente, puede haber “desigualdades justas”. Una justicia distributiva en educación debe tender a la equidad (apoyar con mayores recursos a los desfavorecidos), no a la distribución igualitaria de recursos entre todos los alumnos. En suma, la equidad en educación gira la cuestión de la justicia escolar a cómo resuelve la situación de los peor situados, otorgando una prioridad a la tarea de mejorar a los más desfavorecidos.

Rawls ha establecido los dos principios siguientes como claves en una teoría de la justicia como equidad:

a) cada pessoa tem o mesmo direito irrevogável a um esquema plenamente adequado de liberdades básicas iguais que seja compatível com o mesmo esquema de liberdades para todos; e

b) as desigualdades sociais e econômicos devem satisfazer duas condições: primeiro, devem estar vinculadas a cargos e posições accessíveis a todos em condições de igualdade eqüitativa de oportunidades; e, em segundo lugar, têm de beneficiar ao máximo os membros menos favorecidos da sociedade (o princípio da diferenta) (RAWLS, 2003, p. 60).

El primer principio (igualdad de derechos y libertades) tiene prioridad sobre el segundo, y la primera parte del segundo principio (justa igualdad de oportunidades) tiene prioridad sobre el principio de la diferencia, según el cual las desigualdades sólo se justifican en cuanto beneficien a los más desventajados, de lo contrario no son permisibles. Dadas las desigualdades de oportunidades en la vida en nuestra sociedad, una teoría de la justicia como equidad debe incluir algún principio que limite las desigualdades. Desde una igualdad positiva (o “justa” como la denomina Rawls) de oportunidades, es preciso que toda persona, cualquiera haya sido su punto de partida en la vida, tenga las mismas oportunidades para desarrollar sus talentos naturales hasta el nivel que sea capaz de alcanzar. Esta segunda interpretación, capacitar a todas las personas para realizar sus potencialidades, requiere una intervención activa de las políticas públicas sociales y educativas para garantizar dicha capacitación.

Las circunstancias desiguales en las que se ha nacido o vive no deben condicionar las vidas de las personas: “Intuitivamente, a mais óbvia injustiça [...] é que ele permite que a distribuição das porçôes seja influenciada por esses fatores tão arbitrários do punto de vista ético”, afirmaba Rawls (2000, p. 76-77). Dado que estos condicionamientos no son fruto de elecciones libres y, por tanto, inmerecidas, que no controlan los sujetos ni dependen de ellos mismos, está justificado que deban ser compensadas, es decir el azar ha de ser rectificado. De ahí “el principio de diferencia” antes enunciado: “las desigualdades deben redundar en un mayor beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad”. Las políticas públicas, particulamente a través de la educación, han de corregir o compensar estas contingencias sociales moralmente arbitrarias, pues es justo rectificar las desigualdades derivadas del azar social y natural.

Suele estar normalmente aceptado que no basta una igualdad negativa de oportunidades (ausencia de trabas, barreras, exclusión o discriminación), por lo que es preciso una igualdad positiva de oportunidades o de posibilidades. Para esto, en nuestro caso, se requeriría garantizar a toda la población un nivel que se considere aceptable de competencias, para poder moverse (y competir, también) en la vida sin riesgo de exclusión, como capacitación o poderes básicos de la ciudadanía. Las necesidades básicas han de ser satisfechas, en la medida en que su satisfacción es una condición necesaria para que los ciudadanos entiendan y sean capaces de ejercer fructíferamente los derechos y libertades básicos. Aquí es donde, en nuestro caso, se sitúan las competencias básicas para todos, como necesidades básicas o bienes primarios. Por tanto, un sistema educativo será más equitativo que otro si las desigualdades inevitables en el ámbito educativo o social son ventajosas para los más desfavorecidos.

2.3 Un currículum inclusivo para una escuela más justa

Una escuela completamente justa está fuera del horizonte, más bien cabe plantearse cómo el currículum escolar puede ser lo menos injusto posible. El modelo heredado y dominante de justicia escolar ha sido la “igualdad de oportunidades”, entendida como una escuela que neutraliza milagrosamente las desigualdades de origen social para tener en cuenta sólo el mérito y esfuerzo escolar. Pero esta igualdad ha sido una “ficción”, un modo de producir -paradójicamente- desigualdades “justas” (es decir, justificadas), aun cuando puede seguir siendo necesario mantenerla, por los efectos movilizadores que suele conllevar. Para que el modelo funcionase idealmente, las desigualdades sociales, culturales o de género no deberían tener influencia alguna sobre la carrera escolar. Desde posiciones de partida desiguales, la competición escolar por el mérito, no puede dar lugar a una sociedad igualitaria. Si la escuela genera, fatalmente, desigualdades, éstas serán tanto más “justas” en cuanto menos afecten a los más débiles. Una de las vías de salida es asegurar un currículum básico, una cultura común, a todos, particularmente, a los que se encuentran en peores situaciones.

Al igual que no se puede pretender, con un mínimo de realismo en el contexto actual, que todos tengan el mismo sueldo o vivan en similares viviendas, una sociedad mínimamente equitativa debe tener asegurado a toda la población un salario mínimo o renta básica que le permita vivir razonablemente. Por eso, en lugar de definir lo que se aprende desde el punto de vista de la excelencia, es preciso partir de aquello básico que toda población debe tener garantizado. En este sentido, señala Dubet (2005, p.16):

Si adoptamos este punto de vista, la igualdad de oportunidades debe ponderarse por un principio de garantía común, por la creación de un bien escolar compartido por todos, independientemente del éxito de cada uno. Antes de que comience la selección meritocrática, una escuela justa debe ofrecer un bien común, una cultura común independiente de las lógicas selectivas. Esto invita a actuar con firmeza a favor de una verdadera secundaria común, una secundaria cuya función sea garantizar a todos, hasta al más débil de los alumnos, los conocimientos y las competencias a los que tiene derecho.

Una escuela justa es la que trata lo mejor posible a los más desfavorecidos. A fin de garantizar la adquisición de una cultura común para todos, la lógica selectiva debe suspenderse a esta nivel. Esto no tiene nada que ver, como a menudo se aduce, con una “bajada de nivel”, siendo una tarea ambiciosa de justicia social conseguir para todos unos aprendizajes esenciales, básicos para todos. Siendo preciso, además, reforzar la igualdad de la oferta escolar, lo que debe conllevar una eficacia de la escuela, también se precisa de una equidad, que asegure lo básico a todos.

Las competencias clave permiten recentrar el currículum en cuál es la cultura básica que ha de asegurar la escolaridad obligatoria, al tiempo que pueda constituirse en la cultura escolar común que comparte una ciudadanía diversa, es decir, lo que contribuye como público a construir la ciudadanía en la escuela. De este modo, “la entrada simultánea por competencias clave y por saberes fundamentales, asociados a las mismas, emerge así como otro de los aspectos esenciales en los esfuerzos actuales por redefinir lo básico en la educación básica” (COLL, 2006, p.12).

Al igual que, en otros ámbitos, se acepta la idea de un salario mínimo o una renta básica de la ciudadanía, con el currículum de competencias clave estaríamos ante algo parecido. Ni se trata, como antaño en estrategias conservadoras, de un regreso a lo básico (back to the basic skills) de leer, escribir y contar; ni, menos, por el otro lado, de rebajar para todos los niveles, puesto que se continúa pretendiendo la máxima formación. Digámoslo claramente, en este final de modernidad, la “nueva cuestión social” es la fragilidad y vulnerabilidad de un grupo de personas, frente al grupo de integrados. Ese es el problema al que, desde el lado escolar, hay que hacer frente.

El problema, pues, se sitúa de otro modo: no es un currículum establecido para, luego, hacer adaptaciones o diversificaciones, al que no puede llegar. En este caso, esa norma de excelencia se convierte en exclusora, como se ha mostrado en la aplicación de la LOGSE en España (Bolívar, 2015b). Tampoco se pude tratar de establecer un mínimo obligatorio para todos, bajando los niveles. Por decirlo en los términos de Dubet (2005, p. 60 y 68):

En realidad, se debe cambiar la norma de la escuela obligatoria, no para disminuirla, sino para otorgarle otra función. En lugar de fijarla a través de un programa que muy pocos alumnos cumplen, se debe definir aquello a lo que cada uno tiene derecho, sobreentendiéndose que, una vez alcanzado ese umbral, nada impide ir más lejos e incluso mucho más lejos [...] Pero no se les pude ofrecer más, sin que nos aseguremos primero de que cada uno ha adquirido lo que le corresponde en términos de conocimiento y de competencias que se consideran indispensables para todos.

Pienso, como Linda Darling-Hammond, que -una vez alcanzada la escolarización de toda la población escolar- nuestro reto para el siglo XXI “es que las escuelas garanticen a todos los estudiantes y en todas las comunidades el derecho genuino a aprender”, lo que supone que todos puedan comprender y manejar los instrumentos culturales. “Este nuevo desafío -continua diciendo- no requiere un mero incremento de tareas. Exige una empresa fundamentalmente diferente. [...] Nos exige un nuevo paradigma para enfocar la política educativa” (DARLING-HAMMON, 2001, p. 42). El planteamiento de las key competences o del “socle común” se inscribe en esta dirección.

3 UN CURRÍCULUM BÁSICO COMÚN EN UNA ESCUELA INCLUSIVA

La escuela continúa siendo una de las escasas instituciones que puede seguir ejerciendo en su seno la labor de inclusión social, en un contexto de creciente diversidad social, identitaria y cultural. Pues bien, en este contexto, un currículum común, representado por las competencias clave, como la base de la educación de la ciudadanía, bien pudiera representar el núcleo de cohesión social, en el sentido clásico destacado por la sociología, es decir aquello que permite mantenerse unida a una sociedad en otros aspectos escindida. En el fondo, como se plantea en Francia, en un sentido ambicioso puede ser entendido como un modo de “refundar” la educación pública. Así, en la presentación ministerial del “socle commun”, se dice que el establecimiento de los conocimientos y las competencias que todos los alumnos tienen que haber adquirido al acabar la escolaridad obligatoria, “reafirma el pacto entre la Escuela y la Nación [...] constituye un acto refundador para nuestra escuela, un momento excepcional en la historia escolar, sin par desde las leyes de Jules Ferry que instauraron la enseñanza gratuita, laica y obligatoria y especificaron sus contenidos. [...] He aquí lo que la Nación se compromete a enseñarles. [...] Esta base es el cimento de la Nación ” (MEN, 2006, p. 8-9).

Si bien, por un lado, se puede considerar un tanto excesivo; por el otro tiene una gran parte de verdad: reactualizar y delimitar la misión y obligación de la educación pública. Una tarea necesaria y de primer orden. Como ha señalado Antonio Nóvoa (2002), estamos ante de una ruptura del pacto histórico que permitió la consolidación y extensión de los sistemas educativos. Este pacto, una de las grandes marcas civilizatorias del siglo XX, se fundó en una lógica pública, de integración de todos los niños en la escuela y de la construcción de una ciudadanía nacional. Su cuestionamiento actual deriva de nuestra incapacidad para responder a la multiplicidad de presencias (racial, étnico, cultural) que la habitan. Por otro, contrariamente a sus pretensiones igualitaristas, la escuela está dejando de cumplir la misión: 30-40% sin el nivel de aprendizajes esenciales deseable o que abandonan prematuramente la escuela privados de todo.

Es preciso reconocer que actualmente, para muchos alumnos, lo que se aprende en la escuela no tiene sentido, que provienen de “comunidades” que no se ven reconocidas en el proyecto escolar o que son indiferentes al curso escolar de sus hijos. Estamos ante una realidad nueva, sin paralelo en la historia. Como ha visto Francia, ¿pueden -bien planteadas- las competencias básicas contribuir a “refundar” la educación pública? -Esta es una de las apuestas que hemos defendido en un extenso libro (BOLÍVAR, 2010).

3.1 Reconocimiento de las identidades y currículum común

Lo justo ya no puede seguir identificándose con un universalismo homogeneizador, pues exige ser compensado con el reconocimiento de contextos y culturas. En este caso el sistema menos injusto no es solo el que reduce la diferencia entre los más débiles y los más fuertes sino el que garantiza a los menos favorecidos los aprendizajes indispensables. La equidad es, pues, sensible a las diferencias de los seres humanos; la igualdad se refiere a iguales oportunidades a un nivel formal. Al respecto Fraser (2008) ha distinguido tres facetas de justicia social: además de la justicia distributiva, la más relevante, por la tradición histórica que la sustenta, centrada en la equidad y redistribución equitativa de los recursos; ha surgido con fuerza la perspectiva del reconocimiento de las identidades y las culturas propias. Sin embargo, los derechos de determinadas minorías no se verían recogidos con igual dignidad en esta bivalencia de la justicia, por lo que es defendible un tercer ámbito referido a la inclusión, referido a las condiciones para que el ejercicio de esa igual dignidad sean efectivas en los diferentes ámbitos. A este ámbito se le ha llamado desde Frazer también la justicia como representación para preservar la aliteración con redistribución y reconocimiento (“tres rs”). Por eso, proponemos pueda denominarse, con toda legitimidad, inclusión.

Lograr una nueva articulación entre el reconocimiento identitario cultural (y la propia diversidad individual) con la cultura común, estimo, es una de las cuestiones más relevantes en un discurso actual sobre la educación pública. En efecto, lo que da coherencia a la educación pública es aprender a vivir en común, con el conjunto de conocimientos que posibilitan el ejercicio activo, así como con “virtudes públicas” que dan estabilidad y vigor a las instituciones democráticas. Por eso, la educación para la ciudadanía activa y responsable es hoy una preocupación común en los sistemas educativos, situándose en la agenda actual de reformas educativas. Pues bien, formando ese núcleo común que, más allá de las identidades culturales, la educación pública debe promover, se encontrarían las competencias clave (más particularmente la competencia referida al ámbito social y cívico).

Si el proyecto moderno fue subordinar la cultura individual a lo colectivo (por ejemplo, a través de la moral cívica de la escuela), donde las identidades y creencias individuales quedaban relegadas al ámbito privado, es evidente que ya no se puede plantear así. Los análisis críticos y postcríticos pusieron de manifiesto que dicha lógica, no neutral en la práctica, se subordinaba a la reproducción de la cultura dominante, pero también, como entrevió bien -entre otros- Durkheim, sin cohesión social no cabe sociedad. Si lo individual tiene que transformarse en colectivo, y sin esto no hay acción educativa, actualmente sólo se puede hacer a través del reconocimiento de la diferencia. Este reconocimiento ha de entenderse desde un pluralismo y una ciudadanía compleja, más que desde la reafirmación de cada cultura en currículos diferenciados (multiculturalismo postmoderno).

La educación de la ciudadanía, históricamente, ha formado parte del núcleo de la escuela pública, que ha considerado que una de las tareas básicas de la escuela es preparar a las jóvenes generaciones para vivir y ejercer el oficio de ciudadano en una comunidad configuradora de la nación (BOLÍVAR, 2009). Esta formación de la ciudadanía, en el imaginario liberal de la escuela pública, se asienta en la socialización en valores comunes y universales, que están por encima de las pautas culturales específicas de los distintos grupos sociales que componen un país. Según este legado liberal, se ha de pretender compartir unos conocimientos y valores comunes; aun reconociendo -dentro de un pluralismo- la cultura y valores diferenciales, siempre que no se opongan o se enfrenten con dichos valores comunes. Sin embargo, es evidente, este proyecto moderno de educación se encuentra hoy claramente debilitado. La escuela ahora se ve obligada a reconocer, y no sólo respetar, las diferencias religiosas, culturales o étnicas. Lo que está en juego es, por tanto, un trabajo de reconfiguración del proyecto de socialización y de educación de la ciudadanía, tanto en un nuevo modo de concebir el currículum como en la organización del trabajo escolar.

Más que añorar modos de funcionar propios de la “primera modernidad”, precisamos, a largo plazo, respuestas proactivas que hagan posible que los centros educativos sean “escuelas de ciudadanía”, vocación originaria de la escuela pública. En este sentido, una educación intercultural puede ser entendida y practicada como una educación para la ciudadanía, que posibilite la convivencia en un marco común. Esto impone, como exigencia educativa y social, además de apoyos y recursos complementarios, transitar desde la multiculturalidad (fáctica) hacia la interculturalidad, desde la pluralidad cultural como hecho al pluralismo como valor. La educación pública ahora no puede dejar fuera las culturas, entran dentro de la propia institución, reconociendo la identidad como un derecho y defendiendo en la acción educativa la creación de una ciudadanía, como ámbito de participación común y solidaridad.

La cuestión central en educación, como hemos apuntado antes, es cómo la ciudadanía, debidamente reformulada hoy, pueda ser un modo de conciliar el pluralismo de la escuela común y la condición multicultural. Entre la Escila de una ciudadanía homogénea (asimilacionismo) y la Caribdis de una ciudadanía diferenciada (segregación o marginalización), la educación intercultural de la ciudadanía busca compatibilizar un núcleo ético y cultural común con el reconocimiento de las diferencias de cada grupo y con los contextos locales comunitarios. Además de la lengua propia, el currículum ha de ser rediseñado de manera que incluya también los saberes, conocimientos y valores de la cultura originaria. Esto no excluye incorporar los elementos y contenidos de la cultura mayoritaria y de la universal.

Lo que se discute y está en juego, en la misión de la educación pública, es -pues- contribuir a construir un espacio público con ciudadanos que comparten un núcleo cultural común lo que, además, les posibilita participar activamente en dicho espacio público. Qué currículum y qué formas organizativas son más adecuadas para hacer frente a los desafíos presentes y futuros en la formación de las nuevas generaciones es lo que nos fuerza a repensar el papel de la escuela en este nuevo contexto. La escuela tiene una función irrenunciable para que las diferencias culturales y el pluralismo democrático se informen y conjuguen mutuamente. Conjugar los principios normativos unitarios de justicia y el reconocimiento de los distintos proyectos de vida culturales es, pues, el dilema actual de la educación pública.

3.2 Un currículum común para la inclusión

La herencia de la escuela pública moderna es, pues, que la formación de la ciudadanía se asienta en la socialización en una cultura común, que está por encima de las pautas culturales específicas de los distintos grupos sociales que componen la nación. Este proyecto ha sido cuestionado desde que, como sabemos, la sociología crítica de la educación documentó cómo la cultura escolar, bajo su presentación universalista, no ha sido neutra, sino una construcción que ha legitimado una perspectiva cultural particular, al servicio del grupo social dominante. Fracasado el proyecto ilustrado moderno, como salida, acorde con nuevas sensibilidades, se apuesta por el desarrollo de la cultura propia de cada comunidad. ¿Puede, en este contexto, el currículum básico representar ese núcleo cultural mínimo y común?

Sin cultura pública común no hay educación para la ciudadanía y se esfuma el sentido mismo de escuela pública. La herencia moderna e ilustrada es que la vida en sociedad no es posible a menos que existan un conjunto de conocimientos, destrezas y valores compartidos por los ciudadanos. El asunto es qué haya de constituir dicha “cultura”, de forma que no niegue las identidades culturales primarias ni queden relegadas al espacio privado, pero tampoco que su reafirmación impida dicha cultura común. La escuela tiene una función irrenunciable en educar en valores comunes para que las diferencias culturales y el pluralismo democrático se informen y conjuguen mutuamente. El respeto a la diferencia no es un principio absoluto, como si todo fuera relativo, ni tampoco un modelo cultural hegemónico, en nombre de supuestos principios universales de igualdad, puede pretender anular lo culturalmente propio. Conjugar los principios normativos unitarios de justicia y el reconocimiento de los distintos proyectos de vida culturales es, pues, nuestro problema moral y político.

Como comenta el pensador argentino Carlos Skliar (2017), la palabra “diversidad” (que no “diferencia”, tan querida por Derrida) ha sido impuesta por el discurso político y educativo como aquello que ha de tener un nombre para ser excluido o incluido y luego, otra vez, ignorado. Enunciar la “diversidad” para, de ese modo, ocultar la radicalidad que suponen las diferencias. Diversidad -en este sentido- no, diferencias de todos los alumnos, sí. Para que esto no vuelva a suceder con el (nuevo) discurso de la inclusión, conviene hacer un uso crítico de su empleo, en especial porque “inclusión y liderazgo son términos escurridizos como las anguilas”, señalan al inicio de su libro Mac Ruairc et al. (2013). Este último autor, desde una perspectiva postmoderna, habla de la necesidad de “deconstruir” la inclusión, pues su existencia deriva de considerar que hay un “centro” a partir del cual se incluye o, en su caso, se excluye: “lo que se requiere es hacer visible y deconstruir el centro del que derivan las diferentes formas de exclusión y prácticas excluyentes. […] Para ello, es necesario deconstruir la norma, cuya construcción ha proporcionado el contexto para la diferenciación, categorización y espacialización de los individuos” (McRUAIR, 2013, p. 12-13).

Educar para una ciudadanía activa - como hemos defendido (BOLÍVAR, 2009) - no se reduce a la competencia social y cívica; en sentido amplio e inclusivo, comprende todas ellas, en la medida que posibilitan realizarse personalmente, integrarse socialmente y participar de modo activo en la vida pública. No cabe, pues, considerar que se ha integrado a un alumno inmigrante si no posee, al final de la escolaridad obligatoria, el capital cultural mínimo necesario para moverse sin problemas en la vida colectiva. Este debiera ser el objetivo primero de la educación pública. Esta no es, como se suele sobreentender, la que depende administrativamente de los poderes públicos o es financiada por ellos sino, más radicalmente, la que contribuye a formar “público”, esto es ciudadanos capacitados para participar en el espacio público, porque poseen el activo competencial tanto para saber convivir como por no tener riesgo de verse excluido o con una ciudadanía negada. En fin, si queremos educar ciudadanos, se debiera garantiza la adquisición del currículum común, básico o indispensable para promover la integración activa de los ciudadanos (inmigrantes o no) en la vida social.

Los principios de equidad obligan a que todo individuo (muy especialmente, los alumnos y alumnas en mayor grado de dificultad) tiene derecho a esa base cultural común, suprimiendo la selección en este nivel, lo que no impide que posteriormente pueda ir más lejos en los diversas posibilidades de desarrollo. El derecho a la educación no puede quedar limitado a la mera “escolarización”, es preciso garantizar a cada uno el máximo de formación de que sea capaz y, en los casos más problemáticos, los aprendizajes básicos. Por tanto, todo ciudadano tiene que adquirir y poseer dicha cultura común, justamente porque es la que le permite ejercer la ciudadanía. En lugar de distraernos con el reconocimiento cultural de las minorías inmigrantes, el modo primero para reducir la desigualdad que les pueda afectar es garantizar los conocimientos indispensables y competencias mínimas a los más desfavorecidos, de modo que puedan encontrar su propia vía de éxito y realización personal. Una tarea posterior es qué desarrollo curricular y qué formas organizativas sea más adecuadas para lograr dicho objetivo, que tendrá que verse paralelamente apoyado por políticas sociales compensatorias.

La escuela comprehensiva, en este sentido, es la escuela de formación de la ciudadanía: abierta a todos los alumnos y alumnas sin discriminación, conjuga la diversidad sociocultural y diferencias individuales, contribuye a una socialización intercultural. Se pretende construir ciudadanos iguales en derechos y reconocidos en sus diferencias, que tienen capacidad y responsabilidad para participar en el campo político y social, revitalizando el tejido social de la sociedad civil. Queremos entender dicha educación para el ejercicio de la ciudadanía, en un sentido amplio, y no referido a alguna materia dedicada específicamente a ello. La educación para el ejercicio del oficio de ciudadano comienza, entonces, con el acceso a la escritura, lenguaje y diálogo; continúa con todo aquello que constituye la tradición cultural y alcanza sus niveles críticos en la adolescencia, con el aprendizaje y práctica de contenidos y valores compartidos. Por eso, la ciudadanía comprende también, el dominio de unos conocimientos de base y una formación cultural amplia que permita al ciudadano analizar, pensar y criticar las propuestas sociales y políticas. Aprender a vivir juntos supone, entre otras cosas, capacidad para intercambiar ideas, razonar, comparar, que una escuela inclusiva debe activamente promover.

En el escenario social y educativo actual, con una sociedad informacional que divide, unos contextos familiares desestructurados y una población con capitales identitarios y culturales diferenciados, la escuela sola no puede satisfacer las necesidades de formación de una ciudadanía. Por eso, dado que asegurar estos objetivos no depende sólo del sistema escolar sino de todo el sistema social y que acontece a lo largo de la vida, en un sistema económico y social desigual y altamente diferenciado, se requerirán políticas amplias acerca de un entorno material, institucional y social favorable y formalmente equitativo. La escuela, en conjunción con las familias, servicios sociales y municipales están llamados a recorrer un camino compartido.

4 UNA EDUCACIÓN INCLUSIVA TIENE QUE SER COMUNITARIA

Cumplir el Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) 4 de las Naciones Unidas (garantizar una educación inclusiva y equitativa de calidad y promover oportunidades de aprendizaje permanente para todos) requiere una responsabilidad compartida. Como señala la UNESCO en su informe de 2017 sobre el Seguimiento de la Educación en el Mundo “Garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad es, a menudo, una empresa colectiva en la que todos los participantes hacen un esfuerzo concertado para cumplir con sus responsabilidades” (UNESCO, 2017, p. 8).

Si las políticas educativas tienen un papel de primer orden, concierne a todos los actores (las escuelas, los docentes, los padres, los estudiantes, las organizaciones internacionales, los prestatarios del sector privado, la sociedad civil y los medios de comunicación). Un buen camino para lograrlo es crear espacios para la participación de todas las partes interesadas a fin de suscitar confianza y una comprensión compartida de las respectivas responsabilidades con todos los actores del ámbito de la educación.

Lograr unas escuelas inclusivas, como ya se ha resaltado, no es sólo una tarea del currículum escolar, dado que la reducción de las desigualdades no se limita al ámbito escolar, sino social (familia, barrio, municipio). Al menos, tres ámbitos interrelacionados condicionan la (des)igualdad: intraescolares (prácticas existentes y cultural institucional), interescolares (sistemas escolares locales); y extraescolares (contexto social y cultural). Esto conlleva y exige un conjunto de estrategias paralelas de carácter local, no limitadas al medio escolar, como redes entre escuelas e incrementar la acción conjunta con la comunidad. En nuestro contexto, entre otros, Angeles Parrilla et al. (2013, p. 16) han defendido que un planteamiento correcto de la educación inclusiva conduce al establecimiento progresivo de redes educativas y sociales en las que convergen los distintos miembros de la comunidad. De este modo señalan:

La orientación comunitaria plantea el rol de la escuela situándolo en el contexto más amplio de los problemas y prioridades de la comunidad. Este foco en la comunidad tiene como objetivo no solo hacer frente a las desigualdades en los resultados educativos, sino también afrontar las desigualdades e inequidades de la sociedad.

Abordar esta problemática desde las teorías del “capital social” provee de un marco útil para renovar el tejido social de las escuelas, dentro de una movilización de la sociedad civil por una mejora de educación para todos. Así lo han hecho recientemente Hargreaves y Fullan (2014, p. 119) en su conocido libro sobre el capital profesional, que incluye el capital social. Estos lo entienden como “la cantidad y calidad de las interacciones y relaciones sociales entre las personas afecta a su acceso al conocimiento y a la información”. Por eso, un buen capital social incrementa el conocimiento, expande la red de influencias y oportunidades.

Además de la confianza, expresada en normas de reciprocidad, las redes comunitarias de intercambio social son origen y expresión del desarrollo del capital social, al tiempo que un medio para el compromiso cívico, donde los ciudadanos aprenden a colaborar y a actuar democráticamente. Estamos convencidos que el grupo es más importante que el individuo. Como señalan Hargreaves y Fullan (2014, p. 23): “el sistema no cambiará, de hecho los individuos no cambiarán en gran número, salvo que el desarrollo se convierta en una empresa colectiva persistente”. Algo similar podemos decir la educación inclusiva.

Ainscow, Dyson, Goldrick & West (2013) defienden que, para desarrollar sistemas educativos inclusivos, se requiere una estrategia en tres áreas interrelacionadas que abarquen los distintos ámbitos:

  • Factores internos a la escuela. Desarrollar prácticas inclusivas que promuevan la Justicia Social por el modo como se enseña y se organiza el aprendizaje, según las formas y relaciones sociales dentro de las mismas, con las familias y comunidades locales.

  • Factores entre escuelas. Formar redes entre escuelas fortalecen los conocimientos y experiencias entre el profesorado que trabaja en unas mismas condiciones. Como indican los autores, es el medio más decisivo para promover la mejora en escuelas desfavorecidas. Si bien, en estos dos aspectos mencionados cobra una importancia decisiva el equipo directivo de los centros educativos, son necesarias también otras medidas.

  • Factores más allá de la escuela. El contexto político más amplio en el que operan las escuelas; los procesos familiares y recursos que conforman el modo en que los niños aprenden y se desarrollan; los intereses y comprensión de los profesionales que trabajan en las escuelas; y la demografía, economía, cultura e historias de las zonas a las que dan servicio las escuelas. Más allá de esto, se incluyen los procesos sociales y económicos subyacentes a nivel nacional y -en muchos aspectos- a nivel global, de los cuales surgen las condiciones locales.

Por eso, la equidad en la escuela requiere de estrategias multidimensionales. Particularmente, poco se puede lograr al margen de la comunidad. Incrementar el capital social al servicio de la educación conjunta de la ciudadanía supone, en primer lugar, conexionarla con la acción familiar, pero también extender sus escenarios y campos de actuación al municipio o ciudad, como modo de hacer frente a los nuevos retos sociales. Establecer redes interescuelas, con las familias y otros actores de la comunidad incrementa el capital social, fortalece el tejido social y facilita que la escuela pueda mejorar la educación de los alumnos, al tiempo que todos se hacen cargo conjuntamente de la responsabilidad de educar a la ciudadanía. Comunidades locales y los barrios de las grandes ciudades, las escuelas y el profesorado están llamados a establecer acuerdos y lazos para configurar espacios mancomunados de educación inclusiva.

Por eso, un buen capital social incrementa el conocimiento, expande la red de influencias y oportunidades educativas. Además de la confianza, expresada en normas de reciprocidad, las redes comunitarias de intercambio social son origen y expresión del desarrollo del capital social, al tiempo que un medio para el compromiso cívico, se aprende a resolver de cómo colegiado lo problemas. Establecer confianza entre familias, centros y ciudadanos en general, promover el intercambio de información son formas de incrementar el tejido social y la sociedad civil. El problema de partida es, en general, el escaso stock de “capital social” comunitario que, en general, suelen contar los centros escolares. Así, el aislamiento de los colegas, reticencias entre familias y profesorado, limitaciones de tiempo, estructuras fragmentadas o aisladas para coordinar actividades o intercambiar aprendizajes, falta de conexión entre escuela y comunidad, limitan gravemente el desarrollo de una comunidad. No obstante, cabe actuar en dicha línea, como señalan en su Proyecto Parrilla et al. (2013, p. 18):

Común en todos estos proyectos es un interés y compromiso con el trabajo en colaboración entre las escuelas, las comunidades y diversas instituciones sociales para apoyar mejor las necesidades de los estudiantes y jóvenes vulnerables, así como de los adultos que viven en las comunidades atendidas por la escuela.

En este contexto, trabajar de modo conjunto, dentro de la escuela y con las familias y otros actores de la comunidad, facilita la inclusión por la escuela de todo su alumnado, al tiempo que se promocione un reconocimiento mutuo entre familias y profesorado. El capital social se desarrolla a través de la confianza, en la familia y en la educación, por medio de redes comunitarias que comparten y refuerzan valores comunes. Establecer confianza entre familias, centros y ciudadanos en general, promover el intercambio de información y consolidar dichos lazos en redes sociales, son formas de incrementar el tejido social y la civil.

5 CONCLUSION

Como hemos escrito en otro lugar (BOLÍVAR, 2005b), aun cuando los márgenes de acción de las escuelas -como es obvio- tengan sus limitaciones y por sí sola no puede lograr una inclusión educativa, frente al diagnóstico pesimista de los setenta, una cosa parece clara: cuanto más eficaz sea una escuela más justa podrá ser y, mayor aún, si la eficacia redunda en beneficio de los alumnos en desventaja social o escolar. Por eso, lleva poco lejos enfrentar eficacia y equidad, dado que no cabe que una escuela sea equitativa cuando funciona mal.

En segundo lugar, construir capacidades en las escuelas para ser llegar a ser cada día más justas e inclusivas no puede lograrse a falta de un liderazgo pedagógico. Toda una literatura, que hemos revisado en un libro reciente (BOLÍVAR, 2019), recoge, por ello, el papel estratégico clave que juega la dirección escolar para lograr escuelas más inclusivas. Una escuela inclusiva se juega, no sólo en las prácticas individuales docentes en las aulas, sino en la cultura escolar compartida en la escuela y entre esta y la respectiva comunidad. Es aquí donde cabe hablar de un liderazgo para la inclusión. Este liderazgo para la inclusión no va unido a ocupar una posición formal en la dirección, más bien el poder está distribuido entre todos los miembros (liderazgo distribuido) de la escuela u otro tipo de liderazgos intermedios, dentro de una “gestión basada en la escuela”. Hacer escuelas inclusivas exige un liderazgo múltiple y compartido del profesorado. Un liderazgo colectivo tiene un potencial para el cambio en los centros escolares y ofrece nuevos modos de pensar y hacer acerca del liderazgo.

Transformar las culturas de las escuelas, particularmente en las escuelas de secundaria, con una fuerte tradición selectiva, por comunidades de inclusión exige rediseñar los lugares de trabajo, alterando los roles y estructuras, así como un liderazgo pedagógico compartido por otros liderazgos intermedios en una cultura profesional más colaborativa, en unos modos de organización donde todos se sientan crecientemente protagonistas incluidos.

Frente a los discursos de integración de la diversidad y a las estrategias de las necesidades educativas especiales, centradas en las intervenciones en el aula, abogamos actualmente por una perspectiva de la escuela como conjunto donde tiene sentido un currículum inclusivo, al tiempo que -obviamente- se interviene en el contexto sociocultural y político más amplio. Una inclusión no puede florecer sino en el seno de una cultura escolar favorable, por lo que las acciones didácticas un aula particular, aun siendo relevantes, por sí solas, poco lejos pueden ir. Expandir la visión del aula a la escuela como conjunto es un paso necesario, En fin, el reto que tenemos delante, como afirmaba Echeita (2017, p. 19) es “crear las condiciones para que los centros educativos sean capaces de iniciar y sostener sistémicos procesos de mejora e innovación educativa para trasladar la educación inclusiva del olimpo de los deseos a la realidad de las aulas”.

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Recibido: 07 de Julio de 2019; Aprobado: 04 de Agosto de 2019

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