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Práxis Educativa

versión impresa ISSN 1809-4031versión On-line ISSN 1809-4309

Práxis Educativa vol.15  Ponta Grossa  2020  Epub 02-Sep-2020

https://doi.org/10.5212/praxeduc.v.15.16142.065 

Artigos

Crisis de la educación: el constructivismo neoliberal. Notas en contextos de pandemia*

Education crisis: neoliberal constructivism. Notes in pandemic contexts

Crise da educação: construtivismo neoliberal. Notas em contextos de pandemia

** Profesor Universidad Pedagógica Nacional. Doctor en Educación. E-mail: <drubio@pedagogica.edu.co>.


Resumen

El artículo presenta resultados parciales de una investigación relacionada con el discurso de la “crisis de la educación”. El proceso de asilamiento preventivo obligatorio causado por la emergencia sanitaria en el mundo (COVID-19) ha implicado el cierre de las escuelas, hecho que supone una agudización de la crisis. Por cuenta de la crisis, estamos ante un pedido generalizado a la escuela para que se transforme; el pedido supone un alegato entre la defensa y el ataque a la práctica escolar. Este alegato tiene como uno de sus protagonistas al constructivismo. Se propone acá una lectura del constructivismo como una expresión de las prácticas escolares neoliberales y, de otro lado, se pone en duda la filiación de la pedagogía de J. Dewey con las ideas constructivistas actuales, en el sentido en el que el alegato lo presenta.

Palabras clave: John Dewey; Constructivismo; Conocimiento; Neoliberalismo

Resumo

Este artigo apresenta resultados parciais de uma pesquisa sobre o discurso da “crise da educação”. As medidas de isolamento obrigatório devido à emergência sanitária mundial (COVID-19) envolveu o fechamento de escolas, fato que agrava a crise. Devido à crise, estamos diante de um pedido geral à escola para se transformar; o pedido é uma alegação entre a defesa e o ataque às práticas escolares. Essa alegação tem o construtivismo como um do seus protagonistas. Uma leitura do construtivismo é proposta aqui como uma expressão das práticas escolares neoliberais e, por outro lado, é questionada a filiação da pedagogia de J. Dewey às idéias construtivistas atuais, no sentido da alegação proposta.

Palavras-chave: John Dewey; Construtivismo; Conhecimento; Neoliberalismo

Abstract

This paper presents partial results of a research about the “education crisis” discourse. Lockdown procedures due the COVID-19 global health emergency has implied closing of schools, a fact that represents a worsening of the crisis. Due to the crisis, we are facing a general request to the school to transform itself; the request is an argument between the defense and the attack of school practice. This allegation comprise the constructivism as one of its protagonists. Here, a reading of the constructivism is proposed as an expression of neoliberal school practices and, on the other hand, the affiliation of the pedagogy from J. Dewey with the current constructivist ideas, in the sense in which the allegation presented it.

Keywords: John Dewey; Constructivism; Knowledge; Neoliberalism.

Introducción

La información para la entrada “COVID-19 y educación” en la web se puede contar por millones para mediados de 2020. Hay disponibles cientos de miles de horas de video con conferencias, conversatorios entre actores sociales de diversa procedencia, recomendaciones técnicas para el uso de plataformas, entre otros modos de la comunicación, que van desde la opinión individual, hasta los pronunciamientos más oficiales por parte de políticos o promotores de opinión pública en relación con las nuevas condiciones de la educación y de la escuela en tiempos de pandemia. La producción de textos es también imparable y los hay de tipo diverso: desde reclamos por mejores condiciones de conexión a Internet en los hogares de países pobres en nombre del derecho a la educación, hasta advertencias sobre efectos en la salud mental de los hiperconectados en los más ricos; desde análisis sobre las negativas consecuencias pedagógicas de la prótesis tecnológica, hasta las miradas más optimistas sobre la oportunidad del cambio en las prácticas pedagógicas.

El análisis social y filosófico sobre posibles efectos de la crisis sanitaria en el mundo ha sido particularmente activo, y las voces más calificadas han querido referirse al fenómeno en direcciones diversas. Intelectuales de alto prestigio han oscilado entre ideas acerca del virus como una invención para conspirar contra la lucha social acentuada en Europa (AGAMBEN, 2020) y el llamado de atención sobre las insostenibles condiciones del capitalismo contemporáneo, que quedaron ahora al desnudo frente a un enemigo invisible y letal (DE SOUSA, 2020; ŽIŽEK, 2020). Otros más han intentado ver en la pandemia un acontecimiento que desvela las diferencias expresivas de la sociedad de control que anticipara Deleuze a finales del siglo XX (2006), por ejemplo, en lo eficaz y al mismo tiempo riesgoso para las libertades individuales de los mecanismos habilitados en algunos países para la contención del contagio entre sus habitantes. Este es el caso de las decisiones como las tomadas por el gobierno de Corea del Sur, para las que la actualización del panóptico, por la vía de los smartphones, ha constituido una herramienta potente, permitiendo establecer tendencias en la propagación del virus, trazar mapas epidemiológicos con base en la información sobre la movilidad de los ciudadanos, y anticipar los riesgos de mayor contagio a través del monitoreo de la información que cada individuo le provee (voluntariamente) al Estado mediante el uso de su teléfono móvil, sin tener en cuenta, eso sí, “la protección de datos ni la esfera privada” (CHUL-HAN, 2020, p. 103) de cada uno.

Estos y otros filósofos, que aportaron con sus escritos a la apresurada edición de un libro electrónico titulado grotescamente como Sopa de Wuhan (2020), son habituales en los programas de estudio de las facultades de filosofía y otras ciencias humanas en el mundo. Estos, nuestros autores de referencia hoy, sucumbieron rápidamente a la tentación de decir algo sobre el COVID-19, en una especie de carrera por proferir el más diáfano análisis y, sobre todo, el más premonitorio : ¿Qué sucederá en los tiempos de pos-pandemia? ¿Viviremos del mismo modo? ¿Cambiaremos nuestras prácticas de vínculo social? ¿Comprenderemos, por fin, que el capitalismo reinante en el último siglo debe ser reemplazado por modelos más equilibrados, más justos con el medio ambiente y con los humanos más vulnerables? ¿Volveremos a los asuntos más simples de la vida y daremos la espalda, por primera vez, a lo frenético del consumo y a las banalidades de la moda?

En materia educativa, es claro, estas preguntas tienen un correlato: ¿Por fin abandonaremos las relaciones directivas que son características en la mayoría de las escuelas? ¿Entenderemos de una vez por todas que las nuevas generaciones deben antes aprender a superar las dificultades (resiliencia) que les presenta la vida cotidiana, que aproximarse escolarmente a su composición en átomos, moléculas y sistemas más complejos? ¿Que les es más útil a los niños aprender sobre el uso óptimo de los escasos recursos, que ser enseñados a reconocer el polinomio, el teorema de Pitágoras, y los diez casos de la factorización que nos mostrara el viejo Baldor? ¿Que es más importante aprender a vivir con los otros desde premisas socio-emocionales, que conocer sobre los modos en que históricamente las sociedades han tejido sus lazos y que hubo otras épocas en las que la cooperación, la convivencia, la solidaridad y, sobretodo, la expresión libre de la emoción no fueron los valores supremos?

El examen de estas y otras preguntas, que han abundado en los últimos tiempos más en sentido de afirmación que, de hecho, como cuestiones abiertas a la discusión y los análisis es, cuando menos, inútil. Es inútil por dos razones. En primer lugar, porque preguntarse por los efectos para la educación escolar de una crisis que llevó al cierre de la mayoría de escuelas en el mundo durante varias semanas, asunto que aún persiste en países de nuestro hemisferio, derivaría apenas en áridas especulaciones o en falsas promesas. Realizar análisis sobre un fenómeno sin precedentes requiere reposo, estado sin el cual los balances corren el riesgo de ser borrosos y de caer presos de nuestros anhelos; en suma, de ideologizarse.

En segundo lugar, en lo que toca a la educación y la escuela, se trata de cuestiones que no son nuevas, es decir, que no aparecieron en el ámbito del COVID-19. El alegato en función de la escuela, igual a como sucedió a principios del siglo XX, guarda expresiones polarizadas. De un lado, aquellas de envergadura conservadora que ven en esta institución la mejor estrategia para el gobierno de la población (DUSSEL Y CARUSO, 1999; NARODOWSKI, 1999; NOGUERA, 2012), la preservación del orden social republicano (DUSSEL, 2018), y hasta el vehículo más eficaz para el agenciamiento de los discursos sobre el desarrollo aparecidos en la segunda posguerra (MARTÍNEZ, 2004). De otro lado, perspectivas más liberales que han reclamado a la escuela cambios en la dirección de nuevos valores democráticos, de instauración de renovadas formas de vinculación social y de resistencia a las prácticas más anquilosadas. Entre uno y otro polo, un sinfín de solicitudes tendientes a describir, tanto la necesidad del final de la escuela en su forma moderna (ILICH, 2012; REIMER, 1973), como una relectura que le pide volver a respirar sin perder aquello que le ha sido esencial desde su nacimiento, esto es, su carácter de espacio-tiempo singular en el que suceden cosas que en ninguna otra institución social acontecen (SIMONS y MASSCHELEIN, 2014; LARROSA, 2018).

El alegato sobre la escuela, no obstante, también puede ser advertido en función de las formas de la subjetividad que han sido producidas en racionalidades distintas y que, por lo tanto, se vinculan de maneras diferentes con el saber y con el poder. En esta analítica, las discusiones en torno a la escuela y su papel en la producción de modos particulares de lo humano (DEBESSE y MIALARET, 1972), pueden plantearse en términos de la pregunta por las formas de conducción de la conducta en Occidente o, dicho de otro modo, en el cambio que sufrieran las prácticas entre las sociedades disciplinarias y las neoliberales en clave de saber y de poder. A esta analítica de saber-poder, M. Foucault prefirió, en un momento maduro de su pensamiento, llamarla “gubernamentalidad” (2006; 2007).

De manera esquemática, en suma, podríamos advertir que las tendencias más conservadoras de lectura de la escuela, esto es, aquellas que leen en positivo sus prácticas coactivas, de encierro epistémico y corporal, y como instrumento para el gobierno de la población (la conducción de su conducta), se localizarían en un tipo de sociedad disciplinaria, en la que escuela, fábrica y hospital serían los espacios socialmente elegidos para el control (disciplinario) de los individuos. Por otro lado, las perspectivas más liberales de la escuela, es decir, que defienden su flexibilización como espacio-tiempo, así como el desarrollo de relaciones democráticas, igualitarias y no coercitivas y, en el más agudo de los casos, que apuntan a su total transformación de cara a la libre actividad de los individuos, pueden identificarse como propias de una gubernamentalidad neoliberal, en la que han de prevalecer formas de subjetivación regidas por el «libre albedrío», la «auto-agencia», y el «emprendimiento».

Ahora bien; las formas disciplinarias y las formas neoliberales para la conducción de la conducta de las poblaciones en occidente son apenas una grilla de análisis para comprender el alegato en función de la escuela. Se trata de una aproximación no desprovista de problemas, siendo el primero su carácter taxativo: no se trata de mostrar que hubo una escuela disciplinaria que existió entre los siglos XVII y XIX y que, como contrapunto, el siglo XX dio lugar a otra escuela, en este caso neoliberal, que se encargó de borrar todo vestigio disciplinario, reemplazándolo por técnicas de conducción más centradas en el individuo y en el ejercicio de su libertad. Si algo hace especial el alegato contra la escuela es que se trata de una institución que extraordinariamente mantiene hoy varias de sus técnicas disciplinarias (el espacio, el horario, el currículo…) y que, pese a ello, se encuentra en el centro de sociedades cuyas prácticas generalizadas son de corte neoliberal.

De atenernos a la propuesta de Foucault, el cambio de un modo de gubernamentalidad disciplinaria a una neoliberal, no ha de constituir un «reemplazo» en todas de sus técnicas; lo que cambió entre uno y otro tipo de racionalidad es el énfasis dado a la práctica de conducción: si en las sociedades disciplinarias se trataba más de una acción o de un conjunto de acciones dirigidas al cuerpo de los individuos, masificando y, al mismo tiempo, individualizando a la población (FOUCAULT, 2002), en las neoliberales se trata de una gestión de la vida de dicha población, a fin de favorecer su libre movimiento en el medio, a partir de los intereses individuales y sin más coacción (más bien, control) que la que le ofrece un ambiente rico en derechos y libertades, en un proceso que podemos entender con Foucault como de economización de toda forma de vida social (2007).

El tránsito de formas pedagógicas disciplinarias a otras más de carácter neoliberal, entre la modernidad y el mundo contemporáneo, ha sido descrito ampliamente por Noguera (2011; 2012), en lo que el autor llama la transición “de las sociedades de la enseñanza hacia las sociedades del aprendizaje” (2012, p. 292). Es así como este artículo no pretende profundizar en la lectura pedagógica del paso de las disciplinas hacia el neoliberalismo, sino que tratará de orientarse, en lo que sigue, en el examen de las formas adoptadas por el saber en la escuela, en el marco del alegato ya insinuado y, desde luego, en una clave pedagógica.

Por supuesto, es de advertir una eventual ingenuidad en el planteamiento: sería imposible dar cuenta stricto sensu de «las formas adoptadas por el saber en la escuela» contemporánea; en lugar de ello, se fijará la atención en una zona específica del alegato, esto es, el modo en que las lecturas que defienden hoy la escuela, sea porque perviven en la utopía del reparto del mundo a través de los procesos de la transmisión (FRIGERIO, 2004; ANTELO y ALLIAUD, 2011), sea porque mantienen una idea conservadora de la acción de la escuela y del lugar del saber en ella (ENKVIST, 2016), parecen coincidir en que la actual crisis consiste en una deliberada expulsión de todo objeto de conocimiento y de todo intento de aproximación a los saberes formalizados y, en su lugar, se ha dejado paso abierto a procesos de antiintelectualismo. En concreto, el artículo se concentrará en explorar lo que parece ser otro elemento articulador del alegato: la eventual relativización del conocimiento que se supone crucial en toda forma de acción pedagógica en la escuela, como consecuencia de la proliferación del discurso del constructivismo.

El alegato

La actual crisis sanitaria no ha hecho nada distinto a actualizar una vieja discusión : la escuela no es más el espacio social cuya función es formar el intelecto de las nuevas generaciones y permitir el acceso al conocimiento de un modo igualitario. En cambio, se la ha querido convertir en el correlato de las maneras democráticas, populares y de participación procedentes de las sociedades neoliberales, para las cuales es el individuo y su «yo», principio y corolario de toda forma de vida social.

La crisis, desde un punto de vista pedagógico, tiene materialidad en lo que se ha querido llamar acá de manera deliberada como «el alegato», en un juego del lenguaje con el recientemente difundido trabajo de Simons y Masschelein En defensa de la escuela (2014). Este alegato ha sido ha sido particularmente intenso en la última década. Se trata de una discusión alentada en países escandinavos (ENKVIST, 2016), España (FERNÁNDEZ, et al., 2017; SÁNCHEZ, 2018), Francia (GIL, 2018), y Estados Unidos (YOUNG, 2016), principalmente, y con algunas resonancias todavía muy recientes en Colombia (ÁLVAREZ, 2020; RUBIO, 2020). Este alegato ha sido promovido sobre la base de las dificultades que acarrea haber ingresado en una acelerada expulsión del conocimiento en la escuela y del correspondiente proceso de “vaciamiento de contenidos” (YOUNG, 2016, p. 80) del que ha sido presa el currículo. Hemos llegado, como dice Young (2016), a unas formas curriculares que no se basan en el conocimiento, sino en los aprendices.

El alegato subraya, además, unas nuevas comprensiones sobre los intereses políticos en el juego de la flexibilización curricular y una dejación deliberada del saber que marca aún más distancias entre la escuela pública y la privada (BUSTAMANTE, 2012). Las críticas apuntan, con más o menos variaciones, a que tanto las líneas políticas de izquierda como de derecha (FERNÁNDEZ, et al., 2017) coinciden en el tipo de subjetividad que promueve el neoliberalismo del siglo XXI, según el cual es más relevante que la escuela apunte más a la «formación» de emprendedores, que a la «enseñanza» y la «instrucción» sustentadas en disciplinas del conocimiento. La gramática del «emprendedor», central para las formas neoliberales del gobierno de las poblaciones contemporáneas, en efecto ha encontrado unas espléndidas condiciones en el marco de la crisis ocasionada por el COVID-19; es rasgo constitutivo de los sujetos emprendedores, el hecho de hacer frente a las adversidades del mundo adaptándose de manera rápida, flexible, y como expresión de un valor de aspiración indiscutible hoy: la «reinvención».

Un emprendedor, lo sabemos bien, es un tipo de sujeto cuyo atributo característico es el hecho de adaptarse rápidamente a los cambios, que se «reinventa», como señala el vocabulario actual de la crisis, y que en su vertiginoso tránsito por el mundo (la ensoñación del emprendedorismo está aliada con la utopía global) requiere andar ligero de equipaje, esto es, con competencias antes que con conocimientos duros, sólidos. Ha de ser capaz de resolver problemas de «su contexto» más próximo y, para ello, no necesita de saberes estáticos, rígidos, sino de «habilidades», «destrezas» e «inteligencia socio-emocional» que le permitan hacer frente a la contingencia.

Nada nuevo en los análisis. Desde hace más de cincuenta años, “la izquierda en general ha aceptado sin rechistar […] el cambiazo que se nos ha dado respecto al tipo de humano que deseamos defender, pasando del ciudadano de derechos y del trabajador protegido sindicalmente al actualmente llamado emprendedor” (FERNÁNDEZ, et al., 2017, p. 15). Más de cinco décadas en las que el neoliberalismo se consolidó como el modo unánime para el gobierno de la población mundial, y que de manera apabullante instaló a izquierdas y derechas en una misma gubernamentalidad (FOUCAULT, 2006; 2007), destinando al Estado a un proceso cruento de sometimiento a las reglas de los mercados.

Esta forma de unificación política arrojó como resultado el vaciamiento del conocimiento en la escuela y la dejación del saber formalizado. No obstante, el dispositivo educativo, dice Bustamante (2012), “más allá de la anécdota de la época, está edificado en relación con el saber [y en torno de] disciplinas que producen saber” (p. 87). En esa dirección, parece que la escuela en lo contemporáneo ha privilegiado discursos tales como “inclusión, amor, diversión, valores, autoestima, sexualidad responsable, respeto por la naturaleza, etc.” (p. 88), lo que es particularmente visible en la escuela pública, que parece haber sido un buen huésped de las competencias. El discurso de las competencias hace más énfasis en la actividad trivial que en el contenido profundo, aquel que tiene aspiración intelectual.

Pero habría unas condiciones que desde dentro de la pedagogía contribuirían a explicar este proceso de abandono del conocimiento y de ausencia de saber en la escuela. Parte de estas condiciones se condensan en un enunciado de la época que, a modo de eslogan, de lugar común, se basa en una argumentación de corte constructivista. Este enunciado señala que “la verdad no existe”. El enunciado deja unas importantes “huellas en diferentes ideologías pedagógicas” (ENKVIST, 2016, p. 36). Si la verdad “no existe”, entonces “es negativo que el profesor enseñe, explicando una lección” (p. 36). De igual modo, si la “verdad no existe”, lo que queda en su lugar son puntos de vista sobre la «realidad» y opiniones sobre el saber. Nada sólido. Esta línea constructivista, según aclara Enkvist (2016), no solamente usa a su favor la ideologización del mundo Ilustrado moderno, por la vía de la vulgarización del positivismo (GIROUX, 1992), sino que impone una comprensión de la actividad infantil que se conecta “a la idea de que el aprendizaje sea práctico y concreto y no abstracto e intelectual” (ENKVIST, 2016, p. 36).

El conocimiento, según lo hacen notar algunas “ideologías pedagógicas” actuales , luce como un asunto del pasado, inútil para la solución de problemas del mundo cambiante y, más aún, si dicho mundo se ve abocado a una crisis que le propone a cada individuo que se «reinvente». Se considera que este abandono del conocimiento y dejación del saber, como dice Bustamante (2012), se relaciona, en parte, con cierta crisis de la educación contemporánea, que más que económica (lugar habitual para la tematización de la crisis de la educación), o política (espacio de materialización de reformas por cuenta de la crisis que la economía describe), es pedagógica (MARÍN, NOGUERA, y RUBIO, 2018).

El vaciamiento del conocimiento en la escuela obedecería, de manera probable, a una relativización del saber, cuya forma epistemologizada (el conocimiento) , ha sido propia de los ámbitos de la academia, siendo la escuela su forma institucional más canónica. Esta relativización del conocimiento, vinculada con los procesos de relativización de la verdad, según la comprensión de Enkvist (2016), tendría una primera forma de explicación en algunos presupuestos del constructivismo (ENKVIST, 2016; FERNÁNDEZ et al., 2017; SÁNCHEZ, 2018). Tales presupuestos constructivistas tendrían asidero no solamente en el implacable proceso de psicologización de la educación (MARTÍNEZ, 2003; RUBIO, 2019), sino que ha sido el propio saber pedagógico el que ha contribuido en su despliegue. Es así como Fernández y sus colegas (2017) señalan que “el constructivismo propone «actuar sensatamente desde el sinsentido», pero elimina la condición indispensable de que, precisamente para lograr un sentido que pueda ser compartido por cualquier otro, tiene que ser posible algún acceso a la objetividad. Ese es precisamente el papel de la teoría, no de la «actividad teórica» lúdica que el constructivismo defiende” (p. 151).

Vaciamiento de contenidos en el currículo, dejación del saber en las prácticas educativas, y ausencia de sentidos compartidos, por la vía del carácter universal de todo concepto, parece ser el centro de la cuestión en lo que atañe al campo pedagógico. El constructivismo no es un resultado sorprendente de la ciencia psicológica del siglo XX, como tampoco es una positiva fuerza de resistencia contra el viejo y denostado conductismo (POZO, 2006; HERNÁNDEZ, 1998). Contrario a ello, según argumentan Sánchez (2018) y Fernández et al. (2017), es en el pedagogo norteamericano John Dewey y en su pedagogía progresista, donde es posible advertir, por primera vez en el saber pedagógico, aquellas ideas de resistencia a la transmisión de conocimiento en la escuela y, por consiguiente, de abandono del saber, en un triunfo del espontaneismo pueril por sobre las formas del saber científico (saber epistemologizado) en versión escolar.

En su lectura del clásico texto Democracia y educación (DEWEY, 1998 [1916]), Fernández y sus colegas apuntan que fue el norteamericano quien en la etapa temprana del siglo XX agenció un movimiento contra la instrucción y, por consiguiente, en contra del reparto de conocimiento, como dirían Antelo y Alliaud (2011), en las escuelas progresistas. Para ilustrar el argumento, dicen los autores que Dewey, en su afán constructivista, planteó que “La instrucción sistemática es fácilmente remota y muerta, abstracta y libresca […] es adiestramiento reiterado de las capacidades técnicas para su refinamiento y perfeccionamiento” (Dewey, citado en FERNÁNDEZ et al., 2017, p. 148).

El conocimiento en su versión “libresca”, así como la instrucción como una actividad “muerta” y “abstracta” y que luce como “adiestramiento”, en mucho desdicen de la innegable recepción que ha tenido J. Dewey en el saber pedagógico y, además, para quienes han encontrado en este filósofo de la educación, un referente para el pensamiento contemporáneo en el nombre de figuras como Rorty, Foucault, o Habermas, en una corriente identificada como «neopragmatismo» (SÁENZ, 2004).

Pero el llamado de atención de Fernández, un «antipedagogo» auto-proclamado y radical (GIL, 2018), pasaría probablemente desapercibido de no ser porque hace más de medio siglo Hannah Arendt, en su paradigmático ensayo sobre La crisis de la educación (2016 [1954]) advirtió que las pedagogías progresistas (defendidas por Dewey), de algún modo, constituyeron punto de partida para la erosión de la transmisión de conocimiento en la escuela, así como de la crisis educativa de su tiempo. La crítica de Arendt sobre Dewey va en dos sentidos: en primer lugar, porque su progresismo promovió una noción de democracia que fue conduciendo a las nuevas generaciones a procesos de emancipación de la autoridad de los adultos, pero con un efecto adverso, al dejarlos “sujetos a una autoridad mucho más aterradora y tiránica de verdad: la de la mayoría” (ARENDT, 2016 [1954], p. 280). En segundo lugar, la crítica de la filósofa se orienta a mostrar que fue la empresa de las pedagogías progresistas agenciar una suerte de reemplazo de la enseñanza por un énfasis en los intereses y espontaneidad de los niños, y del hacer como experimentación y como experiencia, que hizo que los nuevos se vieran compelidos a «experimentar» un mundo por entero desconocido y del que cada vez menos nos tomamos la molestia de mostrar, de enseñar (2016 [1954]).

Estas dos formas de crítica, la esbozada por Fernández y sus colegas (2017) y por Arendt (2016 [1954]), son distantes en el tiempo y en sus lugares teóricos, pero próximas en su examen sobre la incidencia de J. Dewey en el paulatino declive del conocimiento como asunto central de la acción pedagógica y del consecuente antiintelectualismo que parece habitar en la vida escolar (ENKVIST, 2016). Tanto para el crítico español, como para la filósofa alemana, John Dewey y la pedagogía progresista norteamericana de principios del siglo XX serían el punto de inflexión entre una pedagogía basada en la enseñanza sistemática de conocimientos, y otra más enfocada en los intereses del niño y su experiencia con el medio. Pero hay más. No pocos autores de referencia para el constructivismo, procedentes de la psicología y de la psicología educativa en su mayoría, no dudan en proponer el nombre de John Dewey como una de las fuentes de esta corriente (CARRETERO, 1993; CARDENTEY y PÉREZ, 1996; COLL et al., 1993).

Si, de un lado, es plausible la hipótesis según la cual el progresismo de Dewey constituye un punto de partida para el vaciamiento de contenidos que ha sufrido el currículo, así como del abandono de las formas de saber sistemático en la escuela, esto es, el conocimiento y, de otro lado, es viable suponer que el trabajo del filósofo es una referencia central para el constructivismo contemporáneo, es necesario volver sobre la fuente primaria y preguntarle al propio Dewey sobre el tamaño de su responsabilidad en el alegato.

¿Cuál es la idea de «conocimiento» en J. Dewey?

John Dewey, avanzada la década de 1930, parecía mostrar con más claridad de lo que lo había hecho en Democracia y educación (1998 [1916]), su obra más difundida, su distancia en relación con las prácticas de la escuela tradicional, aunque tales críticas están prácticamente presentes a lo largo de su obra (SÁENZ, 2004; PINEDA, 2011). Pero las críticas del filósofo a la escuela tradicional, en realidad, no constituyen una estrategia retórica para fortalecer argumentos a favor de una pedagogía progresista, sino que las esgrimió más bien como un ejercicio intelectual y de toma de distancia de su tiempo: tanto en Cómo pensamos. La relación entre pensamiento reflexivo y proceso educativo (2007 [1933]), como en Experiencia y educación (2000 [1938]), obras aparecidas ya en la madurez intelectual del pragmatista, se esboza lo que a su juicio representa uno de los mayores problemas de la educación tradicional, practicada a lo largo del siglo XIX, al mismo tiempo que interroga algunos de los riesgos de la pedagogía a él contemporánea. La educación tradicional, dice Dewey, se puede caracterizar así:

[…] las materias de enseñanza consisten en conjuntos de información y destreza que han sido elaborados en el pasado […] su principal propósito es preparar al joven para las futuras responsabilidades y para el éxito en la vida por medio de la adquisición de conjuntos organizados de información y de las formas preparadas de destreza que presentan las materias de instrucción. Puesto que los objetos de enseñanza […] son tomados del pasado, la actitud de los alumnos debe ser, en general, de docilidad, receptividad y obediencia […] Los maestros son los agentes mediante los cuales se comunican el conocimiento y las destrezas y se imponen las reglas de conducta” (2000 [1938] p. 12-13).

En primer lugar, se trataba de una lectura de las prácticas educativas, en su expresión como materias de enseñanza, que las suponía apenas como “conjuntos de información” procedentes siempre del pasado. En segundo lugar, estas materias de enseñanza, pese a tener elaboración anterior a la vida presente de los alumnos, tenían como finalidad la preparación de los jóvenes para “futuras responsabilidades”. En tercer lugar, tales “objetos de enseñanza”, tomados del pasado, se mostraban como un efecto de “comunicación” por parte de un maestro-agente. El alumno, entretanto, una figura dócil, receptiva y obediente. Nada distinto a la imagen tan profusamente divulgada sobre la escuela tradicional y las prácticas escolares disciplinarias.

El conocimiento, según la aproximación de Dewey, es en la escuela tradicional un “producto acabado” que poco tiene en cuenta “el modo en que originalmente fue formulado o los cambios que ocurrirán en el futuro” (2000 [1938], p. 14); es un producto cultural de sociedades “que suponían que el futuro sería muy parecido al pasado” (p. 15), y que, a pesar de ello, se mostraba como el “alimento educativo en una sociedad en la que el cambio es la regla y no la excepción” (p. 15). El conocimiento, articulado a las materias de enseñanza, parecía ser aquí un bien susceptible de discusión, especialmente por su vínculo con la educación como un asunto del presente con miras en el futuro, pero apenas elaborado en el pasado. Esta dialéctica del tiempo, en Dewey, se articula a su idea de experiencia educativa, central para su filosofía y patente en varias de sus obras (SÁENZ, 2004).

En la línea del concepto de experiencia, el pragmatista introducirá un segundo movimiento en su lectura sobre las prácticas educativas, a saber, las agenciadas por lo que llamó “la nueva educación” (DEWEY, 2000 [1938]). La experiencia es un concepto nodal para Dewey, porque en él se condensa aquello que es considerado educativo y no educativo. Una experiencia es educativa cuando implica desarrollo, continuidad y crecimiento (2000 [1938]). Cada uno de estos elementos tendrá, a juicio del filósofo, una expresión biológica e intelectual. Una experiencia deviene educativa en tanto esté articulada a experiencias anteriores y se proyecte en otras ulteriores; este es el principio de continuidad de la experiencia; ha de suponer crecimiento y desarrollo intelectual y debe manifestarse en el ámbito social, como un resultado de la práctica. Los criterios de continuidad y desarrollo de la experiencia se hallan vinculados con el principio temporal en el que Dewey inscribe sus ideas sobre el conocimiento, en esta etapa de su obra. El carácter práctico de la experiencia no implica una separación entre la razón (el intelecto) y las acciones del sujeto; al contrario, según ha analizado Bernstein (2010), la distinción es entre la “experiencia de carácter a-racional o irracional y experiencia racional fundada sobre la inteligencia” (p. 93).

El carácter pragmático de la experiencia educativa significa una relación constante entre el sujeto y su medio, en un vínculo conocido como “continuidad”. Es así que, en una obra anterior (1998 [1916]), Dewey propone que la experiencia,

[…] así como a la vida en el puro sentido fisiológico, se aplica el principio de la continuidad mediante la renovación. Con la renovación de la existencia física se realiza, en el caso de los seres humanos, la recreación de las creencias, los ideales, las esperanzas, la felicidad, las miserias y las prácticas. La continuidad de toda experiencia, mediante la renovación del grupo social, es un hecho literal. La educación, en su sentido mas amplio es el medio de esta continuidad de la vida. (p. 14)

El carácter de continuidad de la experiencia, su carácter asociativo entre el individuo y su medio, conduce a una idea de educación en la que es indispensable la noción de comunidad o de grupo. Es así como el filósofo señala en otro lado que “los seres recién nacidos no sólo desconocen, sino que son completamente indiferentes respecto a los fines y hábitos del grupo social, que ha de hacérselos conocer e inspirarles interés activo hacia ellos. La educación, y sólo la educación, llena este vacío” (1998 [1916], pp. 14 - 15). Tal vacío congénito de la especie humana será ocupado por los fines y los hábitos del grupo social; los fines estarán articulados a la orientación cultural, y el hábito consistirá en las formas de humanización de la nueva criatura. La educación, para Dewey, tendrá entonces que ver con un proceso de constante renovación de la vida, cuya función es proveer dirección, control y guía:

De estas tres palabras, dirección, control o guía, la última implica la idea de ayudar mediante la cooperación a las capacidades naturales de los individuos guiados; el control supone más bien la noción de una energía que haya que empujar desde adentro y que ofrece alguna resistencia por parte del individuo controlado; la dirección es un término más neutral y sugiere el hecho de que las tendencias activas de los dirigidos son orientadas conforme a un cierto plan continuo en vez de ser dispersadas sin finalidad. (1998 [1916], p. 32)

La guía, uno de los asuntos claves para la educación, se dará en términos de acciones de cooperación del grupo (el maestro), quien se asegurará de favorecer el desarrollo “de las capacidades de los individuos guiados”, y ello habrá de suceder en clave del reconocimiento sobre el intelecto del infante. Es precisamente en este punto en el que Dewey no solamente se distancia de las prácticas educativas de la escuela tradicional, en el sentido bosquejado más atrás, sino que también lo hará de “las prácticas que se desarrollaron durante unas tres décadas y que dicen inspirarse en su obra” (SÁENZ, 2004, p. 27); esto es, las críticas de Dewey no solamente recaerán sobre las realizaciones de la pedagogía anterior al siglo XX, sino que también se dirigirán a unas problemáticas apropiaciones de su obra y que se reconocen como “Escuela nueva”.

La discusión central que plantea Dewey a la escuela “vieja” y a aquella otra “nueva”, estará, entre otras cuestiones, en el lugar que una y otra otorgan al conocimiento en relación con la actividad del niño. Mientras la escuela tradicional (vieja) comprende el conocimiento como el producto de acciones exteriores que se dirigen hacia un individuo “dócil, receptivo y obediente” (2000 [1938]), la escuela nueva lo hará a partir de una problemática idea de libertad, que tampoco tiene en cuenta el desarrollo intelectual y que parte de supuestos sobre la actividad infantil que dejan el “campo libre a los impulsos y los deseos” (2007 [1933], p. 95). La crítica fundamental de Dewey, dirigida tanto a los defensores de la escuela nueva, como a quienes practicaron la educación tradicional, es sobre el lugar marginal al proceso del conocimiento en relación con la actividad intelectual, así como al carácter utilitario dado al conocimiento en ambas vertientes, en una discusión que parece zanjar entre la teoría y la práctica. De este modo, precisa:

[…] no todo es legítimo en el desprecio por la teoría, como reconoce el sentido común o práctico. Existe, incluso desde el punto de vista del sentido común, algo así́ como ser «excesivamente práctico», estar tan absorto en la inmediatez de lo práctico que no se pueda ver más allá́ de las propias narices o cortar la rama sobre la que se está sentado. Más que de separación absoluta, se trata de una cuestión de limites, de grados de aceptación. Los hombres verdaderamente prácticos dan rienda suelta a la mente a propósito de un tema, sin preguntarse demasiado ni a cada paso por el beneficio que ello les deparará. La preocupación exclusiva por las cuestiones de uso y de aplicación estrecha el horizonte y, a largo plazo, termina por autoanularse. De nada sirve atar los pensamientos al poste del uso con una cuerda demasiado corta. La capacidad de acción requiere amplitud de miras, que sólo puede conseguirse con el uso de la imaginación. Para escapar a las limitaciones de la rutina y la costumbre es preciso que los hombres tengan suficiente interés en el pensamiento por el pensamiento mismo. El interés en el conocimiento por el conocimiento mismo, en el pensamiento por el libre juego del pensamiento, es necesario para la emancipación de la vida práctica, para hacer a esta más rica y progresista (2007 [1933], p. 224).

Un exceso de confianza en la teoría, esto es, aquel tipo de conocimiento elaborado en el pasado y aparentemente poco provechoso para encarar el futuro, gesto característico de la escuela tradicional, así como una idea de libertad tematizada como despliegue permanente de los deseos naturales (p. 99) y como actividad ilimitada para la que el maestro proporciona “todo tipo de materiales interesantes -equipos, herramientas, modos de actividad-, a fin de no dejar decaer la libre auto expresión” (p. 99), son constitutivas de la erosión del acto educativo, además de una desvalorización del conocimiento, por cuanto los pensamientos atados “al poste del uso con una cuerda demasiado corta” (p. 224), no avanzarían en el sentido de la reflexión (pensamiento reflexivo) que es característica del buen pensar.

La experiencia de carácter educativo es aquella que favorece la construcción del pensamiento reflexivo. Este tipo de pensamiento requiere de formas de aproximación al conocimiento, y este último aparece como el resultado de interacciones: del sujeto con su medio, del pasado con el futuro y de la lógica con la acción. Según los análisis de Dewey, la escuela nueva, por su parte, desatiende los preceptos de la actividad lógica del pensamiento y no considera el desarrollo intelectual como un asunto clave del ejercicio educativo; al contrario, privilegia una suerte de hedonismo infantil, y no permite el proceso de crecimiento que es vital para toda experiencia que se precie de educar. De igual modo, se previene del carácter lógico de la mente y pone todo su énfasis en las tendencias y capacidades naturales como único punto de partida posible para el desarrollo. Que sea Dewey quien lo señale:

[…] el orden lógico es tan extraño a las operaciones naturales de la mente, que tiene poca importancia en educación, por lo menos en la de los jóvenes, y [supone la escuela nueva] lo más importante es, precisamente, dejar campo libre a los impulsos y deseos, sin tener en cuenta para nada ningún tipo de desarrollo claramente intelectual. De ahí́ que el lema de estas escuelas sea la «libertad», la «autoexpresión», la «individualidad», la «espontaneidad», el «juego», el «interés», el «desarrollo natural», etcétera. En este énfasis en la actitud y la actividad individuales se deja poco espacio para la asignatura organizada. Se concibe el método como algo formado por diversos artilugios pensados para estimular y evocar, en su orden natural de desarrollo, las potencialidades innatas de los individuos (2007 [1933], p. 95).

En apariencia, la propuesta de Dewey pretende ser una tercera alternativa a las ideas de la escuela tradicional y aquellas otras formuladas por la nueva. Dicho ejercicio alternativo, una vez más, parece estar del lado del conocimiento, al menos en esta etapa madura de su obra. Este aparece no solamente como un producto de interacciones, sino como efecto de procesos constructivos. Conocimiento, actividad intelectual, y pensamiento reflexivo, formarían parte de un continuum que deriva en los procesos comprensivos que requiere todo individuo, tanto para su ajuste al grupo social, como para el adecuado desarrollo de sus potencias. En esta idea sobre el conocimiento, Dewey explora tanto una necesidad de transmisión, cifrada en las materias de la enseñanza y en las acciones de la instrucción escolar, como un justo balance en los principios interactivos y constructivos que son coherentes con su ya conocido pragmatismo (SÁENZ, 2004; PINEDA; 2011; BARACALDO y QUINTERO, 2017).

Es así que el filósofo concluye que las formas del aprendizaje intelectual provienen de una articulación entre retención de información y conocimiento, por la vía de la transmisión de objetos culturales que, si bien están alojados en el pasado, requieren procesos de actualización en la escuela, a manera de acciones comprensivas: por comprensión, Dewey entiende “la captación de las diversas partes de la información adquirida en sus relaciones recíprocas, resultado que únicamente se logra cuando la adquisición va acompañada de una constante reflexión sobre el significado de lo que se estudia” (2007 [1933]), pp. 91- 92).

¿Principio constructivista? El principio constructivo de todo conocimiento agenciado por la escuela, así como el interactivo (sujeto/medio, pasado/futuro, lógica/acción), además del carácter epistemológico que le es propio en la constitución del pensamiento reflexivo, se articula a una necesaria distribución democrática que se entiende más que como una forma de gobierno, “como un modo de vida asociada, una experiencia comunicada conjuntamente” (DEWEY, 1998 [1916]), p. 87). De este modo, el énfasis de la práctica pedagógica del maestro, además de no disociar su rol de los contenidos y el método de enseñanza (SÁENZ, 2004), recae en “la construcción y distribución del conocimiento más que en la asimilación y el mero aprendizaje” (DEWEY, 2011c [1925]), p. 23).

Algunas discontinuidades. Dewey no es del todo responsable

Otra etapa del pensamiento de Dewey, esta vez en clave ética, plantea una suerte de discontinuidad con las ideas hasta acá esbozadas sobre el lugar ocupado por el conocimiento y sus objetos, en su filosofía de la educación. En esta etapa, que es rastreable entre la publicación de Democracia y educación (1998 [1916]) y sus obras de mayor madurez, y que fueran objeto de análisis en la sección anterior, el autor propone una línea de comprensión distinta sobre el lugar del conocimiento, o bien su estatuto, en las prácticas educativas. Además de los principios constructivo, interactivo y distributivo del conocimiento, Dewey reconoce en el conocimiento una posibilidad de constitución ética del individuo que se educa. Si bien el principio distributivo, afín a las ideas sobre la democracia que de hecho implicaron un acontecimiento para el discurso de la educación de la segunda década del siglo XX, fue central para la tematización del conocimiento y sus objetos en las prácticas pedagógicas, será en algunas conferencias de esta misma década en las que el autor propondrá unas relaciones con el devenir ético del infante. Por ejemplo, en el caso de los objetos de conocimiento de las matemáticas, dice Dewey que estos mantendrían un propósito ético fundamental, siempre que les sean presentados al niño como una herramienta social. De lo contrario, “el divorcio que prevalece entre adquisición de información y formación del carácter, entre conocimiento y acción social, irrumpe aquí en escena” (DEWEY, (2011c [1925], p. 33).

Aunque el conocimiento aparece aquí con arreglo a un criterio interactivo (esta vez entre devenir ético y acción en la vida social), no queda muy claro si tal conocimiento es un efecto de procesos de transmisión, por la vía de la enseñanza y la instrucción, que se completa con la actividad del niño en su medio (acción social), sino que más bien se propone de manera escindida. Algo semejante ocurre con el principio construccionista del conocimiento. En obras maduras como Experiencia y educación (2000 [1938]) y Cómo pensamos. La relación entre pensamiento reflexivo y proceso educativo (2007 [1933]), el conocimiento se manifiesta como el producto de una capacidad de organización que se materializa “en el hábito de revisar los hechos y las ideas previas y relacionarlas entre sí sobre una nueva base; a saber, sobre la base de la nueva conclusión a la que se ha llegado” (2007 [1933], p. 127). De igual modo, el conocimiento se entiende como un acumulado elaborado en el pasado, que se manifiesta en el presente, y que es responsabilidad de una generación sobre otra: “los padres tienen la responsabilidad de organizar las condiciones en que ocurre la experiencia infantil […] la responsabilidad se cumple utilizando la experiencia acumulada del pasado, tal como está representada por los expertos” (2000 [1938], p. 45).

En sus disertaciones de carácter ético, no obstante, el autor parece sugerir un énfasis más claro en la actividad interior del infante (su intelecto), que en los objetos procedentes del exterior, transmitidos, por la vía de la enseñanza, en lo que podemos llamar «una discontinuidad» en su noción de «conocimiento». En esta dirección, Dewey señala que el progreso de la biología “ha acostumbrado a nuestras mentes a la noción de que la inteligencia no es un poder externo que preside […] sobre los deseos y esfuerzos del hombre, sino que es un método de ajuste de capacidades y condiciones al interior de situaciones específicas” (2011b [1908], p. 59). Más allá de su discusión con las perspectivas evolucionistas de Darwin, el filósofo parece inclinar la balanza en función de la actividad intelectual (la inteligencia, en este caso), como un conjunto de realizaciones que tiene lugar en el medio de interacción del sujeto, poniendo en suspenso, por ahora, sus ideas en relación con los aspectos positivos del “conocimiento por el conocimiento” (2007 [1933]). En este punto, Dewey parece privilegiar más una idea de conocimiento «útil» para la solución de problemas inmediatos, antes que una elaboración que, en sí misma, enriquece el intelecto y permite acceder a los códigos más elaborados de la ciencia.

Como corolario de esta discusión, una de las primeras ideas de Dewey en relación con el conocimiento, ya no en clave de reflexiones de carácter ético, sino estrictamente pedagógico, es aquella en la que enfatizaba ampliamente en el papel jugado por el medio ambiente (o social). En esta idea, lejos de su postura más dialogante entre las capacidades intelectuales, los objetos de enseñanza, y los principios interactivo y construccionista del conocimiento, el autor nos habla de la inutilidad del esfuerzo educativo en su intento “por construir una superestructura de conocimiento sin un sólido fundamento en la relación existente entre el niño y su ambiente social […] no es la ciencia, o la historia, o la geografía lo que constituye el centro del proceso educativo, sino el grupo de actividades sociales que empiezan a formarse y a crecer a partir de las relaciones hogareñas” (2011a [1896], p. 73). Si regresamos a una nota al pie de la segunda parte de este artículo, notaremos con sorpresa que se trata prácticamente de la misma enunciación según la cual la educación no consiste en “matemáticas, historia, geografía…” (DE ZUBIRÍA, 2020).

Sin los objetos de saber (de la ciencia, de la historia, o de la geografía) en el centro del proceso educativo, lo que parece ser relevante para Dewey en esta otra etapa de sus ideas, es apenas la interacción entre el infante y su entorno. Se trataría de una forma interactiva, no ya del conocimiento como un compendio de objetos culturales depositados en el tiempo, sino entre un individuo con potencias (aprendiente) y un medio dispuesto para su acción.

Conclusiones parciales

Al parecer, es en esta etapa temprana de la obra de Dewey que varios analistas contemporáneos han detenido su examen, para endilgar responsabilidades en el norteamericano sobre la actual expulsión del conocimiento en la escuela. La escuela que ha dejado a un lado el saber (epistemologizado), o al menos a la que no pocos sectores piden que lo haga, es afín a prácticas de corte neoliberal. El alegato que caracteriza a esta escuela se ha orientado a encontrar en el constructivismo de Dewey algunas de las razones de sus abandonos. Por cierto, los psicólogos educativos han hecho lo propio y es en «este» Dewey «temprano» en el que se han detenido para invitarlo como referencia permanente para los efectos del constructivismo inserto en el discurso de la educación. Es probable que Dewey, en la candidez de su juventud y en su activo rol en la escuela de Chicago en el cambio del siglo XIX al XX, haya sucumbido a las nuevas ideas sobre la actividad infantil y la potencia de su interacción en el medio, al modo rousseauniano. Es probable, de igual modo que, en una etapa más madura de su obra, el pragmatista hiciera una relectura de sus primeras ideas y se propusiera mostrar la centralidad del conocimiento en el desarrollo de todo pensamiento reflexivo. De cualquier modo, estamos ante una tarea intelectual que no es estática, que se mueve.

Podemos asumir que es posible tematizar al menos tres momentos en el pensamiento de J. Dewey sobre el lugar otorgado en él al conocimiento y los objetos del saber en la educación. Se han presentado tales momentos en función de tres estadios que se sugieren con arreglo a dos criterios, a saber: un orden cronológico (inverso) que va de su etapa de producción más madura (década de 1930), a través de la descripción absolutamente panorámica y, por lo tanto, general, a su obra más temprana, esto es, aquella producida en el contexto de la Escuela-Laboratorio de Chicago, a finales del siglo XIX. El otro criterio tiene que ver con la selección de unas obras con un propósito de corte más filosófico-pedagógico, pasando por otras más de carácter ético-pedagógico y, finalmente, un trabajo más temprano y de temple estrictamente pedagógico.

Según estos tres momentos de producción intelectual de Dewey, se pueden advertir maneras distintas de aproximación a la idea sobre el conocimiento y los objetos de saber, en la perspectiva del filósofo. Se trata de un pensamiento en movimiento que no puede reducirse a las consideraciones que Arendt (2016 [1954]) o Fernández (2017), en momentos distintos del siglo XX y del XXI, trataron de tematizar en sus trabajos. La pregunta que se abre ahora no es tanto en relación con las filiaciones de J. Dewey con el constructivismo contemporáneo, sino con las formas en que su obra, leída de manera fragmentada, implicaron procesos de apropiación que sitúan a este pedagogo como un punto de partida de la crisis del conocimiento en la escuela y su repliegue hacia formas neoliberales para la conducción de la infancia.

El constructivismo, procedente de una recepción quizás fragmentaria de las ideas de Dewey como se ha señalado hasta acá, goza de un importante protagonismo en las ideas pedagógicas contemporáneas. En su condición de corriente psicológica adaptada a la pedagogía, el constructivismo fue posible en las condiciones de finalización del siglo XX y vive un segundo aire en función de las demandas de cambio que recaen sobre la escuela en tiempos de pandemia. Tales condiciones se pueden analizar en la perspectiva de las formas de conducción de la conducta, o bien del gobierno de la población neoliberales.

El neoliberalismo agencia un modo de subjetividad que podemos reconocer como parte de la gramática del «emprendedor». De manera correspondiente, se espera de la escuela hoy, así como de las reglas del conocimiento (relativizado) que ella vehicula, que se ajuste a lo que cada individuo requiere para practicar una existencia llana, sin más “tensión vertical” (SLOTERDIJK, 2012) que la que le demanda su momento presente: resiliencia ante circunstancias adversas, adaptación a entornos virtuales de aprendizaje, e invención de nuevas formas de trabajo que no dependan sino de la propia inventiva, como ha sido lo propio del despliegue mediático-publicitario de la actual pandemia.

Estas formas de conocimiento para la atención de lo inmediato se cifran más en una relación inmanente del individuo con su medio de acción, que en unas formas (disciplinarias) de vinculación con los objetos del saber escolar. El emprendimiento tiene como conditio sine qua non la lógica del aprendizaje permanente, y este es un tipo de aprendizaje que no tiene un propósito intelectual, como piensa Enkvist (2016), sino apenas «práctico». El aprendizaje práctico se agota en la solución de lo inmediato y, de hecho, tiene como finalidad resolver problemas. Los problemas de la vida práctica, del contexto más próximo de cada individuo, no necesariamente demandan de conocimientos altamente complejos; al contrario, se trata de problemas simples para vidas simples.

* El artículo presenta resultados parciales del proyecto de investigación titulado “De la crisis mundial de la educación a la crisis mundial del aprendizaje. 50 años de producción de discurso educacional de la UNESCO”, Financiado por el Centro de Investigaciones de la Universidad Pedagógica Nacional -CIUP, código DSI-511-20. Una de las líneas de análisis del proyecto es el papel jugado por el constructivismo en el tránsito de una sociedad de la educación hacia una sociedad del aprendizaje. Es sobre esta línea que este artículo presenta su discusión.

1 No es propósito de este artículo profundizar en el alcance de las discusiones que suscitó la emergencia del COVID-19 entre los filósofos de mayor prestigio, sobre todo durante las primeras semanas. Para profundizar en esta cuestión recomiendo el lúcido y breve análisis de Bustamante y sus colegas (2020) en un Blog de importante circulación en Colombia, al que justamente titularon “Coronavirus y educación”: <http://observatoriopedagogicodemedios.blogspot.com/search/label/Coronavirus%20y%20educación>.

2 Al respecto de la acentuación de ciertas discusiones, Lockmann en un texto reciente señaló que “La crisis del Covid-19 tal vez exponga &91;algunos&93; discursos de manera más acentuada, pero aquellos ya estaban fuertemente presentes antes de la crisis” (2020, p. 3). (Traducción propia).

3 Es interesante observar, en el caso colombiano, una tendencia a desvalorizar el conocimiento en la escuela, en nombre del nuevo ciudadano que requerirá la “pospandemia”. Este ciudadano, dicen promotores de opinión pública en educación, necesita con urgencia de otras herramientas distintas a las brindadas por la educación tradicional. De este modo, dicen que “educar es desarrollar un individuo; no se trata, como muchos creen que educar es matemáticas, historia, geografía…” (DE ZUBIRÍA, 2020).

4 Nos referimos acá a saberes de tipo epistemológico, o bien que han surtido un proceso de epistemologización a causa de haber cruzado umbrales de carácter epistemológico. Desde esta analítica, se trata de la noción de saber como conocimiento que elabora M. Foucault y que se expresa como sigue: “Cuando en el juego de una formación discursiva, un conjunto de enunciados se recorta, pretende hacer valer (incluso sin lograrlo) unas normas de verificación y de coherencia, y ejerce con respecto del saber una función dominante (de modelo, de crítica o de verificación) se dirá que la formación discursiva franquea un umbral de epistemologización” (1979, p. 314). Es claro que en la escuela circulan saberes de diverso tipo y, por lo tanto, no se trata de identificarlos con arreglo a algún tipo de jerarquía. Se comprende que no son los saberes epistemologizados (las formas del conocimiento en clave de “materias”, “áreas”, o “disciplinas”) más importantes que otros saberes que han cruzado otro tipo de umbral (ético, político, estético), sino que cada uno cumple unas funciones en la red escolar. Para profundizar en esta discusión, es particularmente interesante el trabajo adelantado por Marín (2015).

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Recibido: 01 de Junio de 2020; Revisado: 21 de Junio de 2020; Aprobado: 22 de Junio de 2020; Publicado: 23 de Junio de 2020

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