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Linhas Críticas

versión impresa ISSN 1516-4896versión On-line ISSN 1981-0431

Linhas Críticas vol.26  Brasília ene./dic 2020  Epub 19-Mayo-2021

https://doi.org/10.26512/lc.v26.2020.36364 

Dossiê: Tempo de pausa ou de crise? Assumir a infância e a educação como prioridades

¿De invisibilidad a estigmatización? Sociología del adultismo en tiempos de pandemia

Da invisibilidade à estigmatização? Sociologia do adultismo em tempos de pandemia

From invisibility to stigmatization? Sociology of adultism in times of pandemic

Iván Rodríguez-Pascual1 
http://orcid.org/0000-0002-5385-3643

1Doctor en Sociología por la Universidad de Granada, España (2003). Profesor Titular del área de Sociología en la Universidad de Huelva, España. Miembro del Grupo de investigación ESEIS (https://eseis.es) y del Centro de Investigación en Pensamiento Contemporáneo e Innovación para el Desarrollo Social (COIDESO).


Resumen

En este texto partimos de una aproximación basada en el estudio de fuentes secundarias, así como del discurso producido en los medios tradicionales y digitales para identificar signos de adultismo en el contexto de la gestión de la pandemia de COVID-19 en España. Encontramos tanto evidencias de una clara invisibilización de niños y niñas como de una tendencia hacia su estigmatización que se extiende a la población joven y adolescente. Como conclusión, entendemos que queda constatada la relación entre pandemia y agudización del adultismo, al tiempo que demandamos más investigación comparada para entender si este debería considerarse un fenómeno global que pudiera conducirnos a un escenario regresivo para el bienestar social de las personas menores de edad.

Palabras clave Sociología; Infancia; Adolescentes; Adultismo; Pandemia

Resumo

Neste texto, partimos de uma abordagem desde o estudo de fontes secundárias, e também do discurso produzido nas mídias tradicionais e digitais para identificar indícios de adultismo no contexto da gestão da pandemia da COVID-19 na Espanha. Encontramos evidências de uma clara invisibilidade das crianças e de uma tendência à estigmatização que se estende à população jovem e adolescente. Em conclusão, entendemos que se confirma a relação entre a pandemia e a exacerbação do adultismo, ao mesmo tempo em que exigimos mais pesquisas comparativas para entender se este deve ser considerado um fenômeno global que poderia levar a um contexto regressivo para o bem-estar social de crianças e adolescentes.

Palavras-chave Sociologia; Infância; Adolescentes; Adultismo; Pandemia

Abstract

In this text we start from an approach based on the study of secondary sources, as well as the discourse produced in traditional and digital media to identify signs of adultism in the context of the management of the COVID-19 pandemic in Spain. We find both evidence of a clear invisibility of children and of a tendency towards their stigmatization that extends to the young and adolescent population. In conclusion, we understand that the relationship between the pandemic and the exacerbation of adultism is confirmed. We also demand more comparative research to understand if this should be considered a global phenomenon that could lead to a regressive context for social welfare of children and adolescents.

Keywords Sociology; Childhood; Adolescents; Adultism; Pandemic

Introducción

Para la sociología de la Infancia, la irrupción de la pandemia de COVID-19 ha devenido en una especie de experimento social en el que observar desde otra perspectiva las habituales dinámicas de subordinación del mundo infantil al sistema normativo adulto. En este período la población infantil se ha convertido en un elemento no discernible por haber quedado atrapado dentro de las fronteras de la vida privada y familiar. Algunos autores apuntan a una forma de injusticia social, en la medida que se han ignorado los intereses y voces diversas de niños y adolescentes a la par que se les consideraba poco capacitados para intervenir y participar en la discusión pública sobre la pandemia (Campbell & Carnevale, 2020). La población infantil, aislada en un confinamiento privado, también ha quedado encajada en un cierto “punto ciego” de la investigación social. Aunque se ha constatado que los niños no han sufrido las peores consecuencias clínicas de la enfermedad ni han sido sus principales transmisores, indirectamente, niños y niñas se han contado entre sus principales afectados (Ashikkali et al., 2020). Como apuntan Pereda y Díaz-Faes (2020), la población infantil no solo ha sufrido consecuencias inmediatas producto del confinamiento y otras medidas de aislamiento social, sino que es de esperar que se enfrente a importantes consecuencias para su bienestar a más largo plazo producto del debilitamiento de los recursos dispuestos para su protección, su mayor vulnerabilidad económica y la existencia de más incertidumbre en el seno de las unidades familiares.

Nota metodológica

Este texto tiene como objetivo identificar, sobre la base del caso español, distintas manifestaciones de prácticas y discursos adultistas que parecen haber sido favorecidas en el contexto de la pandemia de COVID-19. Se procura, desde una lógica estrictamente cualitativa, un trabajo exploratorio e interpretativo de discursos circulantes en la realidad social española durante un período de tiempo acotado a las dos primeras oleadas de COVID-19, apoyado en un diario de campo en el que ha quedado registrada la estrecha relación entre la vivencia del contexto pandémico y su análisis. Nos valemos de una aproximación oblicua basada en el uso de las pocas fuentes secundarias disponibles, evidencias rescatadas de los medios de comunicación y el análisis intencional de varios discursos que son rastreables al quedar cristalizados en textos normativos y redes sociales como Twitter, cuya actividad ha sido muy intensa durante los primeros meses de la pandemia.

Para el caso de la red social, hemos trabajado desde la propia herramienta de búsqueda de Twitter [1] , así como mediante la descarga de datos históricos a través de su API. Se han utilizado 1034 tuits recogidos entre el 13 de marzo y el 16 de agosto de 2020 bajo la etiqueta #InfanciaConfinada. Estos han sido escrutados para desechar duplicados. Posteriormente se han considerado un corpus textual y sometido a una exploración y clasificación desde una lógica estrictamente cualitativa e interpretativa basada en la lógica inductiva, o bottom-up. Aunque en el proceso de análisis hayan podido ser consideradas unidades discursivas más breves, cuando se citan como evidencias se hace “en contexto”: es decir, reproduciendo el tuit completo en cuestión y anonimizándose los nombres de los usuarios, sustituyéndolos por asteriscos.

El Adultismo, en el centro del debate

En el contexto de los nuevos estudios sociales de infancia se usan casi indistintamente los términos adultocentrismo y adultismo para referirse a esta resistencia del mundo adulto a considerar a niños y niñas sus iguales, empleando para ellos argumentos que relegan a estos a un plano pre-social, necesitados de una acción civilizatoria (Cordero, 2015), o los representan desde una perspectiva que los margina y problematiza (Roche, 1999). El caso del adultismo es singular. Pese a no ser un término nuevo, ya que se suele acudir a Flasher (1978) como responsable de su formulación, no vuelve a popularizarse hasta casi dos décadas después, tras el texto de Bell (1995) en el que lo define como aquellas conductas y actitudes basadas en la suposición de que los adultos son mejores que los jóvenes y tienen derecho a actuar sobre estos sin su consentimiento [2] . Le François (2014) amplía su definición a toda forma de paternalismo, así como de control social y opresión sistémica sobre la población infantil y adolescente. Otros autores recalcan su conexión con las formas de la discriminación basadas en la edad (Donovon, 2014); pero es Manfred Liebel (2013; 2015) quien identifica de forma más clara diferentes formas de discriminación contra la población infantil basadas en creencias adultistas, sobre las que la mayor parte de las sociedades no parecen haberse sensibilizado ya que “casi ningún país reconoce oficialmente la edad de niños y niñas como motivo u origen de la discriminación” (Liebel, 2013, p. 139).

Tenemos, en definitiva, una suerte de ideología legitimadora del abuso del poder de la población adulta sobre las personas que no han accedido a esta condición, que propicia además diversas formas normalizadas de discriminación social. Nuestra impresión es que la pandemia de COVID-19 puede haber reforzado los estereotipos y prejuicios adultistas entre la población. Paradójicamente, también ha facilitado su observación al convertir los meses de confinamiento en un gran laboratorio social involuntario en el que observar en tiempo real cómo el discurso y prácticas adultistas nacen, se manifiestan e incluso, como veremos, cambian y toman como objeto a otros segmentos de la población menor de edad.

Adultismo y pandemia: evidencias de una relación concomitante

La población española afrontó en 2020 uno de los confinamientos más extremos y restrictivos del contexto europeo y, como apunta el último informe de la red Eurochild (2020), se caracterizó por una muy escasa sensibilidad hacia los derechos y necesidades de la población infantil y otros grupos vulnerables. Es necesario detallar en qué medida representaciones y políticas adultocéntricas han estado imbricadas en las distintas respuestas articuladas para contener la pandemia de COVID-19; también especificar las posibles consecuencias de estas medidas desde una perspectiva centrada en la Infancia como categoría sociológica. Con este propósito, hemos planteado una secuencia de análisis que recorre dos momentos relevantes en la vivencia de la pandemia de 2020: la primera oleada del virus y consiguiente confinamiento poblacional, en la primavera de ese mismo año, así como el proceso de desescalada y posterior aparición de una segunda oleada [3] durante el verano.

De la invisibilización a la estigmatización: adultismo y primera ola

Es necesario comenzar este apartado recordando que el confinamiento no es una respuesta sanitaria a un problema de salud pública, sino una respuesta política. Lejos de ser una respuesta basada principalmente en criterios médicos o epidemiológicos, es fruto del mismo proceso de toma decisiones que cualquier otra decisión gubernamental y participa de sus mismas representaciones discursivas, sesgos ideológicos o presencia de intereses contrapuestos. Lejos de asumir que el confinamiento ha sido similar en todas partes, es útil remarcar cuán diferente ha sido según territorios, lo que queda claro en relación a ciertos grupos sociales y en particular a la infancia y el caso que nos ocupa.

Una pieza relevante en este contexto es el discurso normativo, ejemplificado en el Real Decreto 463/2020 (España, 2020), que posibilita la declaración del Estado de Alarma y el consiguiente confinamiento de la población. Este texto, cuya susceptibilidad hacia las diversas situaciones de la población infantil es tan baja que hubo de ser modificado apenas tres días después de su aprobación (el 17 de marzo) al no prever la posibilidad de que existiera población adulta que cuidara sin ayuda a niños y niñas menores de 14 años teniendo que realizar al tiempo las llamadas “actividades esenciales”, es un buen ejemplo de la escasísima sensibilidad desplegada en el contexto pandémico hacia las necesidades y derechos específicos de la población infantil. Para empezar, porque no existen como tal en el lenguaje normativo salvo en el uso fuertemente connotado en el español del término “menor” o “menores” (aun así, apenas cinco menciones en todo el texto). El decreto no los nombra una sola vez usando el término “niña” o “niño”, como tampoco se refiere a la “infancia”, si bien hace una única alusión a los “parques infantiles” como una de las instalaciones que deben ser clausuradas. Constituye, en este sentido, un ejercicio de invisibilización sensu stricto. Pero estamos con Sarmento (2008) cuando argumenta que la invisibilización no es solo sinónimo de un no-ver, sino de un mirar distorsionado que subsume y reduce a la población infantil como mero objeto argumental del interés adulto. Efectivamente, al referirse al “menor” o los “menores”, el texto del decreto los convierte únicamente en objeto del cuidado de los adultos y, excepcionalmente, acompañantes necesarios cuando la circunstancia así lo obliga (artículo 7), aludiéndose solo muy brevemente a ellos en su disposición adicional segunda (sobre la suspensión de los plazos procesales). En el esquema legal español del confinamiento, niñas y niños deben – literalmente - desaparecer de la vida social para ser contenidos en la vida privada; hacerse invisibles a aquellas relaciones sociales que el legislador ha designado como esenciales puesto que, desde la perspectiva de su sociedad, nada esencial pueden aportar y, para el niño, nada más que la vida familiar parece ser esencial.

Esta invisibilidad de la niña y el niño en el lenguaje normativo nos parece una forma de elusión del posible diálogo intergeneracional, siquiera de su mera contemplación como un igual, ante una medida que compromete gravemente el bienestar futuro de las personas menores de edad; en la práctica, una forma de demandar de esta población una obediencia incondicional sobre la base de una fuerte asimetría de poder. En este caso lo encontramos enunciado en términos normativos, si bien como relata la profesora brasileña Letícia Nascimento en su conversación con Voltarelli y Gomes (2020, p. 8): en una estructura social cerrada, como lo ha sido el tiempo del confinamiento, las infancias “obedecen más de lo que hablan” y esto fácilmente conduce al tipo de adhesión normativa que se supone a cualquier tutelado; lo que se nos antoja una forma nada sutil de objetivación normativa y cierta deshumanización de más de seis millones de niñas y niños españoles menores de 14 años.

Al despegarnos de la literalidad del lenguaje normativo, encontramos también otras consideraciones que nos parecen de plena relevancia sociológica. Por ejemplo, la posible relación entre el confinamiento y la representación social de la infancia en la sociedad española. Este confinamiento severo, que se extiende desde el 13 de marzo hasta el 26 de abril, se caracteriza por la reclusión en el domicilio familiar y una restricción casi absoluta de la circulación de la población infantil, aislándola físicamente de la práctica totalidad de los recursos de la política social y educativa (incluyendo los centros educativos) existentes para atenderlos. Los niños se convierten en sostenedores privados de la pandemia (Martínez Muñoz et al., 2020). Precisamente, los elementos constitutivos en el contexto de la sociedad española de la representación social de la infancia encajan con bastante precisión en el conjunto de actuaciones diseñadas para frenar la pandemia de COVID, y no resulta una hipótesis descabellada que ésta haya entrado a formar parte del proceso de toma de decisiones que ha configurado este diseño. Pensemos en rasgos documentados del núcleo figurativo de esta representación, como es el rechazo de lo infantil por tenido como aún no maduro (Casas, 2006; 2010), así como la resistencia adulta a reconocer los derechos civiles de niñas y niños, contemplada solo dentro del ámbito privado y bajo la tutela del mundo adulto (Martínez Muñoz & Ligero Lasa, 2003). También la consideración de niños y niñas como seres incapacitados para el cumplimiento de las normas sobre distancia social encaja bien con la manera en que la sociedad española se representa el proceso de maduración de la población infantil, situándola en una posición paradójica ante el adulto (Rodríguez-Pascual & Morales-Marente, 2013). Un confinamiento tan estricto que hace desaparecer a niñas y niños del espacio y la mirada pública, en definitiva, puede considerarse una consecuencia lógica de esta representación.

Se hace igualmente necesario abordar el papel que los discursos sanitarios han tenido en la configuración de una representación concreta de la infancia durante la pandemia. Estos discursos, al actuar como bases de legitimación experta que vienen contribuyendo históricamente, a través de la definición de las fronteras de lo normal y lo patológico, a la configuración colectiva de la categoría “infancia” (Turmel, 2008), son particularmente importantes a la hora de explicar el carácter fuertemente restrictivo del confinamiento español para la mayor parte de la población menor de edad. De acuerdo con un informe publicado en el verano de 2020 por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas español, la idea de que niñas y niños transmitían en mayor medida la enfermedad “surgía a partir del conocimiento de otras enfermedades respiratorias, como la gripe, donde los niños son grandes contagiadores” (Bastolla et al., 2020, p. 60). Esta analogía es llamativa al ojo sociológico porque empieza y acaba en la población infantil y no se ha considerado para otros grupos de población. La facilidad con que la población adulta (y con ella las principales autoridades sanitarias) han normalizado esta presunción que marca a niñas y niños “preventivamente” (sic) como transmisores destacados de un virus cuyos mecanismos de propagación en verdad se desconocen, no tiene parangón con ningún otro posicionamiento sanitario de los acontecidos durante la pandemia. El mismo informe que hemos citado añade que fue común para referirse a niñas y niños “el uso del término super-contagiadores en los medios de comunicación” (Bastolla et al., 2020, p. 60), lo cual es asombrosamente inexacto en un texto tan riguroso: porque los términos más usados para referirse a la población infantil en este contexto fueron, en cambio, los de “vectores de transmisión” y, en menor medida, “transmisores silentes”.

El primer término ha sido usado repetidamente por los principales responsables sanitarios del país y de ello se han hecho eco múltiples medios. El 27 de marzo, tras una rueda de prensa del Ministro de Sanidad en la que es inquirido sobre la posibilidad de admitir excepciones a la imposibilidad de salir del domicilio por parte de los niños, varios medios recogen su respuesta: “La infancia es un vector de transmisión del virus” (Negrete, 2020, s.p.). A mediados de abril el ministro, máximo representante de las autoridades sanitarias españolas, vuelve a señalar que deben permanecer en casa al “ser un vector de transmisión” (El Diario.es, 2020, s.p.). Como quiera que son el único grupo de población que recibe recurrentemente esta etiqueta, es fácil deducir que se convierten fácilmente en el imaginario colectivo en el vector de transmisión. Una prueba de la vigencia de este término es que ha acabado permeando el discurso circulante en redes sociales y son usados frecuentemente, también de manera irónica y para denunciar su abuso. Por ejemplo, este usuario escribe en la red Twitter:

Desde la ventana veo el vector de contagio del 5º bajar a por el periódico, dos vectores de contagio paseando al perro (cada uno el suyo), la vector de contagio del 3º bajando la basura. Pero hay 7 millones de vectores de contagio que llevan 35 días sin salir. (@********79 el 14/04/2020)

De manera análoga se manejan otros colectivos sanitarios, en este caso usando el término de “transmisores silentes”. La Asociación Española de Pediatría (AEP), por ejemplo, en una nota de prensa publicada el 14 de abril (AEP, 2020a, s.p.), indica “los niños tienen el mismo riesgo de infectarse de COVID19 que la población adulta; sin embargo, al cursar habitualmente de forma asintomática, hay que considerar el riesgo de que puedan ser potenciales transmisores silentes”. También el 10 de marzo la portavoz de esta misma asociación declara que los más pequeños diseminan mucho las enfermedades porque son difíciles de controlar ya que "tosen sin ninguna precaución, se lavan poco las manos, estornudan con la boca abierta, se meten las manos dentro de la boca, etc." (Bousmaha, 2020, s.p.). Algo más tarde, el 17 de abril, en declaraciones a una de las principales emisoras radiofónicas del país (Navarro, 2020, s.p.), su presidenta afirma que “son transmisores silentes y nos parece muy difícil limitar el contagio entre ellos y profesores” [4] . No ha faltado incluso quien ha vinculado a la población infantil con un aumento de la mortalidad, al afirmar que si se permite su salida “puede suponer un repunte de la mortalidad, porque pueden contagiar a personas vulnerables que vivan con ellos, como sus abuelos” (Portillo, 2020, s.p.) [5] .

Queremos llamar la atención también sobre las frecuentes contradicciones que este discurso encierra, aportando muestras concretas de las mismas. Anteriormente a marzo, la propia AEP, en una nota de prensa de febrero, afirma (AEP, 2020b, s.p.) que “la distribución por grupos de edad refleja una escasa afectación en población infantil”. En apenas poco más de dos meses, la AEP consuma un viraje hacia argumentos que encajan mejor con el marco legal y político del confinamiento que con la evidencia científica producida en dicho lapso de tiempo. No es el único aspecto abiertamente contradictorio: ya hemos recogido las declaraciones del 10 de marzo de la portavoz de la asociación en las que se identifica a niñas y niños como diseminadores con el mismo riesgo de infectarse que los adultos; la misma noticia se hace eco de unas declaraciones del Director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad, que indica: "sabemos, por la experiencia de muchos miles de casos en China, que los niños se infectan menos” (Bousmaha, 2020, s.p.). Remarquemos que esta insistencia en presentar a la población infantil como vector de transmisión de la enfermedad es un hecho singular del contexto español. Las medidas de confinamiento no solo son más laxas para niñas y niños en el resto de Europa; además, al hilo de las evidencias empíricas no son pocos los profesionales de la epidemiología que descartan pronto para los niños el papel de supercontagiadores. Es el caso, por ejemplo, de Daniel Koch, responsable de enfermedades infecciosas de Suiza, que el 23 de abril declaraba a los medios de su país que los niños no son los principales vectores de la COVID-19 (Wong Sak Hoy, 2020). El texto citado incluye otras muchas referencias a expertos de otros países que secundaban esta idea en un momento en que los niños españoles todavía no podían ni pisar la calle.

En perspectiva sociológica, este tipo de argumentos que identifican a la población infantil como vectores de transmisión son en parte una buena muestra de que “aquello que llamamos <<enfermedad>> es más el resultado de intensas luchas y negociaciones entre diversos grupos sociales, que el corolario de un objetivo y aséptico proceso de investigación biomédica” (Good, 2003, citado en Castro, 2016, p. 74). Al hacerlo, el discurso médico adscribe (más que describe) a la población infantil una serie de rasgos homogenizantes y aparentemente individuales, desconectados de sus circunstancias sociales, de los que será ya difícil que el sujeto se desprenda al estar imbuidos de un cierto esencialismo y ligados a un funcionamiento orgánico más que social. Esta suerte de adscripción del estatus supercontagiador hace imposible a los individuos mudar este atributo y los marca socialmente en el contexto pandémico, a nuestro juicio de manera indeleble. Por otro lado, son argumentos que trasladan cierta impresión de ingobernabilidad sobre niñas y niños y que, nuevamente, encajan bien con muchas de las prenociones presentes en la población adulta; en particular, la visión de los más pequeños como seres pre-racionales y pre-civilizados (Cordero, 2015).

No hay que indagar mucho en la realidad social española durante los meses iniciales de la pandemia para darse cuenta de la principal consecuencia de este enroque sanitario alrededor de la imagen de la población infantil como principal vector de transmisión de la COVID-19: su estigmatización. Hemos identificado indicios de que esto sucede en el sentido literal de obligar a los individuos a portar una marca social que los predispone al rechazo y la discriminación por parte de sus semejantes. Así, en el tiempo de la pandemia, la población adulta ha aprendido a temer a los niños y desarrollado un discurso orientado a legitimar su aislamiento, bajo la pretensión de que no pueden comportarse (ni controlarse) como lo hacen las personas que se consideran adultas. Además de ser una clara manifestación de lo que Liebel (2015) denomina discriminación adultista por comportamiento indeseado, basada en el rechazo a actitudes no deseadas de los niños y niñas que pueden ser vistas como algo normal realizadas por un adulto, la manera en que en este contexto la población adulta ha reservado para sí el derecho a la libre circulación y una imagen civilizada recuerda claramente lo que señalara Casas (2010) al tratar sobre las representaciones sociales tradicionales de la infancia. En ellas se acentúa la representación de la población adulta como endogrupo, que tiende a atribuir al otro (la población infantil) cualidades inferiores. En definitiva, y volviendo al bagaje clásico de la sociología, ha sido obvio que desde la condición adulta se ha construido, a propósito de niños y niñas, “una teoría del estigma, una ideología para explicar su inferioridad y dar cuenta del peligro” (Goffman, 2006, p. 15). Así, en los meses de confinamiento, son muchos los comercios que prohíben la entrada a esta población, incluso aunque acompañen a personas adultas, y muchos supermercados piden no hacer la compra en familia. Los niños son mal recibidos en el espacio público y se les mira con desconfianza, incluso aunque circulen bajo el amparo de alguno de los escasos supuestos excepcionales progresivamente recogidos en la normativa. Es el caso de los niños con trastornos del espectro autista, que pueden salir a pasear tras una nueva ampliación legal; el diario El Salto (Plaza, 2020, s.p.), por ejemplo, recoge la queja de varios padres y madres de niños autistas que afirman haber recibido gritos e insultos de personas que les han visto pasear con sus hijos. Pero puede que la mejor definición de este claro impulso adultista de rechazo es la que queda reflejada en el discurso popular sobre la evitación del contacto, que los retrata como individuos portadores incontrolados y de conducta caprichosa pero siempre enfocada en perseguir a los organismos sanos (adultos). Una muestra clara es el tuit (la cursiva es nuestra) que publica una conocida periodista (más de 165.000 seguidores en Twitter), que afirma:

Estoy en una fila en la calle para comprar. Una persona que está delante lleva a una niña de unos 4 años. La niña ha tocado el suelo, los coches, su cara, a su madre, ha intentado cogerme la gabardina...y ahora va a entrar a la carnicería a seguir tocando. Esa es la realidad. (@*******, 16/04/2020)

La situación se mantendrá hasta la última semana de abril, en la que se produce una salida todavía muy restringida de la población infantil (un paseo, una hora y a un máximo de un kilómetro del domicilio). La presencia de niños y familias en la calle marcará, de hecho, el principio del fin del confinamiento más estricto del contexto europeo, que no el del discurso estigmatizador.

Las mutaciones del discurso adultista en la “nueva normalidad”: adolescentes y jóvenes en el centro

Con los supuestos transmisores silentes de la COVID-19 pisando las calles desde el 26 de abril, y constatando que esto no tiene impacto alguno en la situación epidemiológica del país, el discurso alrededor de la población infantil se mitiga al mismo ritmo que los contagios. La sociedad española avanza hacia un escenario tan inédito como el propio confinamiento: la llamada “nueva normalidad”. Conduce a ella una desescalada orquestada en fases que, poco a poco, van ampliando el ámbito de movilidad de la población al tiempo que se recuperan muchas de las actividades clausuradas durante el confinamiento. Finalmente, la presencia cercana del verano y los buenos datos epidemiológicos parecen precipitar esta desescalada, clausurándose el Estado de Alarma previsto por normativa el 21 de junio. No obstante, como explicamos a continuación, a medida que la perspectiva del verano se amargue con el vaticinio de una segunda ola de la enfermedad, niños y niñas irán dejando paso en el discurso para ceder protagonismo a adolescentes y personas jóvenes.

La nueva normalidad, sin embargo, es un contexto frágil y ya en la segunda quincena de julio aparecen las primeras señales de alarma: los casos notificados de coronavirus comienzan a crecer de nuevo: la curva epidémica remonta un poco antes de agosto para convertirse en una segunda oleada de la enfermedad a las puertas del otoño de 2020. La raíz de esta segunda ola de la COVID-19 aparece claramente localizada en el movimiento de mano de obra agrícola atraída por las campañas de recogida de fruta, principalmente en Aragón y Cataluña. Las precarias condiciones de trabajo y convivencia de los temporeros parece ser la causa de estos primeros brotes que, en varios eventos de supercontagio, parecen haber alumbrado también una nueva variante del virus (la denominada 20A.EU1) expandida al resto de Europa por la relajación de la movilidad durante el estío, según apunta un estudio reciente (Hodcroft et al., 2020).

Sin embargo, y esto es lo que nos interesa, el foco de atención se desplazó muy pronto desde el debate necesario (sobre la posible precipitación de la desescalada y lo oportuno de tomar nuevas medidas restrictivas) al deseado, más centrado en la búsqueda de grupos de población que pudieran cargar con la responsabilidad de los nuevos contagios que, desde la segunda mitad de julio, comienzan a crecer a un ritmo sostenido. En este contexto, casi en paralelo a las propias mutaciones del virus, cambia y se adapta también el discurso adultista. Desplazados los niños y niñas a un segundo plano, comienzan a detectarse en los medios múltiples alusiones a los adolescentes y jóvenes; en particular a sus actitudes en el espacio público y el tiempo de ocio. En parte esta reubicación de la atención viene sustentada por la constatación del hecho de que la edad media de las personas infectadas parece haber descendido notablemente, pretexto suficiente para disparar la sospecha sobre los más jóvenes. Sin embargo, este dato puede deberse más a un efecto de composición provocado por el incremento notorio de la capacidad de detección del sistema sanitario español, ya que durante la primera ola se hicieron pocas pruebas y mayormente a personas mayores que manifestaban la enfermedad con más gravedad.

Los datos de los que disponemos tampoco avalan la idea de que adolescentes jóvenes estén más expuestos o sean transmisores particularmente activos del virus, ni que los brotes de la enfermedad estén más relacionados con sus prácticas de ocio que con otro tipo de actividades. Aunque en el contexto sanitario español la capacidad de rastreo de casos y brotes es limitada, proporciona información muy expresiva. Disponemos de los datos recogidos por el Instituto de Salud Carlos III (ISCIII, 2020) a través de los informes de situación COVD-19 en España. La tabla 1 es un extracto de estos datos a fecha del 20 de enero de 2021. En ella pueden apreciarse las características demográficas de las personas que han sido diagnosticadas desde mayo, así como los principales ámbitos de exposición donde se estima puede haberse producido su contagio. Refiriéndonos a la primera cuestión, la presencia relativa en el conjunto de personas que han contraído la COVID-19 de la población infantil es marginal: constituyen apenas 3 de cada 100 casos para los menores de 4 años; y si pensamos en el grupo de menores de 14 años siguen siendo un grupo con un peso minoritario (un 11,8% sobre el total). Si partimos de la convención de considerar el siguiente grupo de edad (de 15 a 29 años) como el que engloba a adolescentes y jóvenes, vemos que suponen una quinta parte (20,5%) del total de contagios. Teniendo en cuenta que son el grupo más numeroso (abarca casi 15 años) y que solo los contagios entre adultos de entre los siguientes dos grupos (entre 30 y 49 años) ya están 11 puntos por encima (31,2%), difícilmente se puede sostener que “lideren los contagios” o que estén contagiándose de la enfermedad en mayor medida que otros grupos de población. Si lo contemplamos en su conjunto, podemos apreciar que una abrumadora mayoría de los casos diagnosticados hasta enero (algo más del 67%) se engloban en una categoría demográfica que excluye a niños, adolescentes y jóvenes. Tampoco los ámbitos de exposición encajan bien con la imagen de adolescentes y jóvenes superpropagadores, dado que el ámbito domiciliario es el más frecuente (entre los conocidos), si bien la presencia de la categoría “otros” [6] y “desconocidos” es importante y revela en este punto importantes limitaciones del sistema de rastreo y detección del COVID-19.

Tabla 1 Características demográficas y ámbito de exposición: Casos de COVID- 19 notificados con diagnóstico posterior al 10 de mayo de 2020. 

Grupo de edad (años) Total: casos (%) Ámbito de posible exposición Total: casos (%)
<2 25457 (1,2) Centro sociosanitario 58375 (4,3)
2-4 38058 (1,8) Laboral 75323 (5,5)
5-14 191073 (8,8) Centro sanitario 27859 (2,0)
15-29 444234 (20,5) Domicilio 469448 (34,3)
30-39 310629 (14,3) Escolar 21682 (1,6)
40-49 366240 (16,9) Social 17356 (1,3)
50-59 320677 (14,8) Otros 139667 (10,2)
60-69 201587 (9,3) Desconocido 558707 (40,8)
70-79 128776 (5,9) Importado 5092 (0,3)
≥80 142185 (6,6)

Fuente: ISCIII (2020, p. 9).

Las evidencias empíricas que mostramos a continuación sugieren, más bien, que la opinión pública española puede estar sobrerrepresentando la importancia de la conducta de adolescentes y jóvenes en esta segunda ola. Constatamos que la realidad discursiva presente durante el verano español está alimentada por un sesgo adultista y existen, además, mutaciones argumentales en lógica consonancia con el creciente protagonismo en ella de adolescentes y jóvenes como objeto de representación: de la lógica innatista que vinculaba a los niños con el virus a otra menos orgánica, centrada esta vez en los hábitos y costumbres que son fácilmente identificables en el caso de los más jóvenes. No es una lógica ajena a la frecuente problematización y estigmatización que hace “del grupo social juventud y de sus prácticas y discursos una permanente tensión para el orden, el progreso y la paz social” (Duarte, 2012, p. 115).

Indicador de ello es que es fácil encontrar en los meses de julio y agosto frecuentes informaciones en medios donde se da cuenta, en tono de alarma, de reuniones al aire libre de adolescentes y jóvenes, asistencia a lugares de ocio, como bares y discotecas y consumo de alcohol en lugares públicos [7] . Por ejemplo, El Independiente (Ayuso, 2020, s.p.) abre con el titular “la oleada de brotes no frena las fiestas entre los jóvenes” e incluso hay medios que no dudan en vincular a los propios jóvenes con los brotes asociados a temporeros que ya hemos mencionado, como es el caso del diario 20 Minutos (Belenguer, 2020, s.p.), que recoge las declaraciones de un alcalde afirmando sobre el contagio que “podría venir de un botellón al que acudieron varios trabajadores agrícolas”, poniéndose esta información en contexto al informar de las sanciones impuestas por el consumo de alcohol y concluyendo con un “se comenzó a observar relajación en las medidas de prevención contra el coronavirus, sobre todo entre la juventud”. Al texto lo acompaña una imagen de jóvenes sentados en un banco sosteniendo botellas, bajo la cual el pie de foto reza “un botellón juvenil podría ser el origen de los contagios del nuevo brote de coronavirus en Huesca”. Incluso impera esta percepción desde fuera de España: el diario argentino Clarín (Corbella, 2020, s.p.) titula al hacerse eco de un texto del periódico catalán La Vanguardia: “radiografía de la segunda ola de coronavirus: adolescentes y adultos jóvenes lideran los contagios”; y la sección internacional de la BBC recoge declaraciones de un periodista y un epidemiólogo que afirman, respectivamente, que “el contagio entre jóvenes es una gran preocupación dado que se han estado congregando por las noches” y que “la transmisión se está produciendo de los jóvenes al resto del hogar” (BBC News, 2020, s.p.).

Como ya describimos para el caso de la población infantil, es fácil que en la producción de este tipo de discurso estereotipante se produzca una escalada que conduzca a acentuar sus rasgos más alarmistas, discurso que no vacila a la hora de criminalizar a la población joven y adolescente vinculando su conducta con la mortalidad producida por la COVID-19. La mejor evidencia de esta tendencia está en un clip de video producido en el contexto de un concurso de micro-cine patrocinado por la empresa energética Iberdrola que se hizo viral después del verano (tiene más de 4000 “me gusta” en la web donde se aloja y miles de visionados a través de Twitter) [8] . El video retoma y reelabora de una manera particularmente dramática la idea de que la población más joven está introduciendo el contagio en los hogares españoles al poner en práctica formas de sociabilidad descuidada. En una secuencia de aproximadamente un minuto, puede verse a una adolescente que consume alcohol y tiene contacto despreocupado con otras personas de su edad sin usar mascarilla; al llegar a casa, miente a sus padres (visiblemente asustados) durante la cena cuando estos le preguntan si ha tenido cuidado. Tras un incómodo silencio, la joven dispara a su padre en la cabeza con un arma que porta, durante todo el clip, en una bolsa de papel, para luego seguir comiendo sin inmutarse. El video concluye con el lema “no seas tú la bala”.

Acaso sea el mejor ejemplo de esta tendencia, y de sus peores matices, el agresivo lenguaje adultista que se ha usado en algunos medios para caracterizar a este grupo de población. En particular, este texto que hemos encontrado en uno de los principales diarios nacionales, El País. Lo firma un conocido investigador en biología molecular, periodista y divulgador científico, cuya columna recibe una gran cantidad de tráfico digital y que se expresaba así (de nuevo, la cursiva es nuestra):

Tenemos una amplia colección de larvas humanas que pasan ampliamente de las recomendaciones de las autoridades sanitarias y arman un buen jaleo a las siete de la mañana, cuando salen de su club, por las calles de cualquier ciudad. ¿Creen que esos mocosos llevan mascarilla con la que llevan encima? No, no la llevan. Sufren una predecible mezcla de inconsciencia, derivada de su incompleta maduración de los lóbulos frontales del cerebro, y de un egoísmo frustrante que resulta de su relativa protección contra la covid-19. Habrá niñatos responsables, pero lo más seguro es que sean carne de acoso y no cuenten mucho en su tribu urbana. (Sampedro, 2020, s.p.)

Hay poco que añadir a un texto que abunda en todos los estereotipos asociados a la población juvenil y adolescente (cuando no en un lenguaje abiertamente denigrante) y que no hace sino reafirmar muchas de las constantes que venimos señalando en este texto al respecto de las representaciones sociales de las personas menores de edad. El hecho de que este lenguaje incisivamente adultista se reproduzca desde un medio pretendidamente progresista da cuenta de hasta qué punto el adultismo es un fenómeno invisible en la sociedad española, así como de la escasa sensibilidad desarrollada hacia su propagación durante la pandemia.

A modo de conclusión

El propósito de este texto ha sido el de recorrer, desde una perspectiva crítica y desde los recursos conceptuales de la sociología de la infancia aplicados al estudio de la sociedad española, el escenario pandémico en busca de indicios de una posible propagación y normalización del adultismo como forma específica de discurso legitimador de la discriminación hacia la población infantil. Partíamos de la hipótesis de que el contexto de alarma social provocado por la irrupción de la COVID-19 podía ser el caldo de cultivo de nuevas formas de prácticas y discursos adultistas, en un contexto en el que las necesidades, intereses y derechos de los niños parecen contraponerse a los de las personas adultas. Esperamos haber conseguido demostrar que existen abundantes evidencias de que la pandemia, en el caso de la sociedad española, ha sido un contexto de fuerte acentuación del adultismo y de franca hostilidad hacia las personas menores de edad. Es significativa la persistencia y permeabilidad del discurso adultista y su extensión en el contexto social estudiado; tanto como su capacidad para construir imágenes estereotipadas sobre niñas, niños, adolescentes y jóvenes.

En este sentido, hemos identificado prácticas normativas y discursos sociales que contribuyen a una clara discriminación adultista de la población infantil. En concreto:

a) Al no contemplar sus intereses ni su papel como sujetos sociales y de derecho en la construcción del escenario normativo durante la pandemia.

b) Pero también en el sentido de visibilizarlos solo desde una perspectiva instrumental y objetivante, cuando no directamente subsumidos en el ámbito privado y familiar o acompañante silente de la vida adulta.

c) Se han identificado igualmente prácticas discursivas favorecedoras de un proceso de estigmatización, así como de un claro rechazo social que ha derivado en formas específicas de discriminación.

d) Por último, ha sido posible comprobar cómo el discurso adultista ha contribuido a la criminalización de la población joven y adolescente y sus formas de sociabilidad.

¿Cuántos de estos hallazgos son extrapolables a lo sucedido en otros contextos sociales? El caso español presenta singularidades, pero puede ser al mismo tiempo muy ilustrativo de posibles tendencias globales – como global es la propia pandemia de COVID-19 – hacia la construcción de un escenario regresivo para los derechos e intereses de niñas, niños y adolescentes. En nuestra opinión, es necesario comenzar a producir investigación comparada para comprender más ampliamente el fenómeno del adultismo y la discriminación basada en la edad contra la población infantil, aprovechando el hecho paradójico que nos brinda el que la pandemia lo haya puesto abruptamente de manifiesto, convirtiéndolo en necesario objeto de reflexión sociológica.

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[1]Agradezco a la profesora de la Universidad de Huelva Estrella Gualda, el apoyo metodológico recibido en la recolección sistemática de los tuits citados en este texto desde la API de Twitter.

[2]La traducción es nuestra y la cursiva también.

[3]El concepto “oleada” u “ola” se utiliza aquí sin ningún valor epidemiológico: nos referimos simplemente a dos momentos de escalada de casos de contagio en el marco geográfico español.

[4]Nótese el sentido unidireccional del contagio, que no parece poder circular de adultos a niños.

[5]La declaración en este caso corresponde a la presidenta de la Asociación Española de Pediatría en Atención Primaria.

[6]La categoría de posible exposición “social” ha sido introducida a partir de la semana 46/2020, estando estos casos previamente englobados en “otros”.

[7]En eventos conocidos como “botellones” en los que varios jóvenes se reúnen y consumen alcohol de alta graduación adquirido en supermercados y tiendas de alimentación.

[8]Todavía puede visionarse, junto al resto de clips del certamen, en la web de Cultura Inquieta, la organizadora del evento: en https://culturainquieta.com/es/cine/item/17357-los-videos-ganadores-del-concurso-de-micro-cine-compromiso-en-60-segundos.html

Recibido: 05 de Febrero de 2021; Aprobado: 18 de Mayo de 2021

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