1 Introducción
A pesar de un incesante debate epistemológico, todavía no se ha llegado a una definición consensuada del término “Geografía”. John Morgan lo intentó de una forma tan obvia como incontrovertible: “Geography is what geographers do” (Morgan, 2013, p. 273). Más allá de esta trivialidad, la Geografía es la ciencia del conocimiento del territorio y su objetivo principal es la comprensión del espacio, conceptualizado este de una u otra forma en función de la corriente de pensamiento en que nos situemos.
En todo caso, no es posible entender la geografía sin cartografía y, además, perdería toda su identidad como ciencia. El mapa es una herramienta fundamental en la explicación geográfica y, por lo tanto, un instrumento básico para el trabajo de los geógrafos: […] workers in other fields commonly concede without question that the geographer is the expert on maps, whether in making or in using them, señalaba Richard Hartshorne (Hartshorne, 1939, p. 247). Y más adelante: […] if his problem cannot be studied fundamentally by maps (…) then it is questionable whether or not it is within the field of geography (Hartshorne, 1939, p. 249). En este sentido, Yves Lacoste se refería al mapa como “la forma de representación geográfica por excelencia” (LACOSTE, 1977, p. 7). Y es que, en realidad, estamos hablando de un instrumento imprescindible para la comprensión de los fenómenos espaciales, para almacenar la información eficientemente y para entender las distribuciones y relaciones geográficas (THROWER, 2002).
En el plano educativo, tampoco es posible enseñar ni aprender la geografía sin mapas, ya que ello supondría abordar un proceso didáctico totalmente al margen de las realidades espaciales. Sin ningún género de dudas, el alumnado se encontraría con innumerables dificultades para asociar la realidad física, humana y económica con territorios concretos. Por eso, además de seña distintiva del geógrafo, el mapa es “el documento básico de gran parte de la enseñanza de la geografía” (Bailey, 1981, p. 36). Parafraseando las palabras de Hartshorne que acabamos de citar, podemos afirmar que, si un problema no es susceptible de ser enseñado y aprendido mediante mapas, debemos albergar serias dudas de que pertenezca al ámbito de la didáctica de la geografía.
Ahora bien, “leer” el mapa, es decir, comprender, interpretar y utilizar, no solo toda la información que proporciona, sino también la que ignora, oculta o distorsiona, exige un complejo proceso de enseñanza y aprendizaje (Thrower, 2002). Tomemos prestada la oportuna y amarga reflexión de Eduardo Galeano: “El mapa miente. La geografía tradicional roba el espacio, como la economía imperial roba la riqueza, la historia oficial roba la memoria y la cultura formal roba la palabra” (Galeano, 1998, p. 323).
En efecto, los mapas no solo nos permiten localizar puntos en el espacio, orientarnos, comparar dimensiones y otras actividades de carácter matemático que el enfoque neopositivista se ha encargado de priorizar, sino que también nos ofrecen la posibilidad de transmitir una determinada visión o interpretación sobre la organización del espacio humanizado. En este sentido, lejos de proporcionar una imagen fiel, objetiva y neutral de la realidad espacial, los mapas son construcciones sociales que transmiten mensajes ideológicos, culturales y políticos. Tomemos el ejemplo del continente africano a principios del siglo XIX, un territorio desconocido (“terra incognita”) para los europeos que, además, se percibía como un lugar en el que reinaba la barbarie, por lo que no era discutible la legitimidad de civilizar a sus salvajes habitantes a través de la evangelización y la transmisión de la cultura europea (Figura 1).
Dibujar un mapa no es, pues, una operación tan aséptica como pudiera parecer. Por el contrario, la intencionalidad del lenguaje cartográfico adquiere un interés prioritario, ya que cada mapa pretende dar respuesta a un asunto concreto, lo que representa una determinada selección y presentación de la información para lograr una visualización eficaz de la cuestión que lo ha justificado. El proceso de adquisición de las habilidades cartográficas no debe quedar, pues, reducido a una simple familiarización con el lenguaje convencional que presentan los mapas, sino que debe enfocarse hacia la comprensión del sistema de comunicación gráfica (Benejam; Comes, 1994). Desde esta perspectiva y utilizando un procedimiento teórico-metodológico de carácter inductivo, el objetivo del trabajo se centra en justificar la alfabetización cartográfica como un elemento central de la educación geográfica.
2 El mapa como construcción social etnocéntrica
Para empezar, tenemos que asumir la certeza de que los mapas siempre han ofrecido una visión etnocéntrica del mundo. En la época de las cruzadas, desarrolladas entre 1096 y 1291, el gran objetivo de la cristiandad era la liberación de los Santos Lugares de la dominación musulmana, por lo que la ciudad de Jerusalén se convirtió en el lugar de culto por excelencia y ocupaba, por ello, el centro de los mapas producidos por los cartógrafos cristianos. De manera análoga, la cartografía árabe, entonces muy superior técnicamente a la europea, situaba la ciudad santa musulmana de La Meca en el centro de sus planisferios, tal como podemos observar en el más completo de los atlas confeccionados en tiempos medievales, el dibujado por Al-Idrisi en el siglo XII, que presenta además una orientación “inversa”, es decir, con el sur en la parte superior del mapa (Figura 2).

Fuente: https://www.labrujulaverde.com/2016/06/los-mapamundis-de-hereford-y-ebstorf-los-mapas-medievales-mas-grandes-del-mundo y https://www.caminandoporlahistoria.com/al-idrisi
Figura 2 Mapas de Ebstorf (izquierda) y Al-Idrisi (derecha) centrados en torno a Jerusalén y La Meca, respectivamente.
De este modo, tanto en Occidente como en Oriente se impuso un criterio cartográfico de inspiración religiosa según el cual los lugares de culto ocupaban el centro de los mapas. Además, los cartógrafos medievales decoraban los lugares remotos con seres fantásticos cuyo aspecto era tanto más bestial e imaginario cuanto más periféricos fuesen. La xenofobia impulsaba, así, unas representaciones particularmente aberrantes si estaban muy alejadas del propio espacio vital, indiscutible centro de la civilización. Los mapas medievales eran, de este modo, tan bellos como erróneos y falsos, porque su propósito no era representar la realidad espacial, sino ofrecer un producto iconográfico que proporcionase una determinada imagen etnocéntrica, a la vez que xenófoba, del mundo (Peters, 1992).
Pero las visiones etnocéntricas configuradas a través de los mapas perduran en la actualidad. En efecto, los mapas europeos occidentales han tendido a representar el mundo con su eje oeste-este centrado sobre Europa Occidental y el meridiano de Greenwich, adoptado en 1884 como meridiano 0º (Figura 3). De hecho, es muy frecuente que los escolares piensen que la elección de este meridiano como línea de referencia internacional se debe al hecho de que está justo “en el medio” de la Tierra (Grataloup; Fumey, dirs., 2016). Por otro lado, el Ecuador no se sitúa en la mitad del mapa, lo que privilegia la representación del norte sobre la del sur, exagerando las dimensiones de las zonas septentrionales más alejadas del Ecuador. Además, la amplia extensión del Océano Pacífico es difícil de visualizar, al estar dividida en dos sectores, y los casquetes polares desaparecen sin más.

Fuente: https://www.geografiainfinita.com/2014/08/visiones-del-mundo-el-mapamundi-segun-cada-cultura
Figura 3 El mundo visto desde Europa.
La visión estadounidense del mundo (Figura 4), como es de esperar, sitúa el eje oeste-este centrado sobre Estados Unidos, lo que provoca que Eurasia quede dividida por la mitad. En estas circunstancias, es lógico que la antigua Unión Soviética, cuyo enorme territorio se extendía a lo largo de once husos horarios, resultase bastante difícil de percibir para los norteamericanos. Conscientes de estas limitaciones, los diseñadores de este mapa llevaron a cabo algunas correcciones, entre ellas la duplicación de la parte central de Asia, lo que conlleva que la India aparezca dos veces en el mapa. Además, Groenlandia aparece cartografiada con un tamaño mayor que Sudamérica, cuando en la realidad es ocho veces más pequeña.

Fuente: https://www.geografiainfinita.com/2014/08/visiones-del-mundo-el-mapamundi-segun-cada-cultura
Figura 4 El mundo visto desde Estados Unidos.
Por su parte, el mapamundi de China (Figura 5) centra el mundo en el Océano Pacífico, con el fin de situar el gigantesco país asiático en medio del eje oeste-este. Esta proyección presenta la singularidad de que realza la curvatura de los bordes, lo que acentúa la lejanía, a ojos de los chinos, tanto de Europa occidental como de Estados Unidos.

Fuente: https://www.geografiainfinita.com/2014/08/visiones-del-mundo-el-mapamundi-segun-cada-cultura
Figura 5 El mundo visto desde China.
Finalmente, la visión desde Australia (Figura 6) ofrece una perspectiva del mundo de abajo a arriba o, lo que es lo mismo, el mundo al revés. Es una forma de mostrar que la orientación convencional, con el norte en la parte superior del mapa, es totalmente arbitraria y que podría estar en cualquier otra posición. “Norte” y “arriba” no son sinónimos, de igual manera que tampoco lo son “este” y “derecha”.

Fuente: https://www.geografiainfinita.com/2014/08/visiones-del-mundo-el-mapamundi-segun-cada-cultura
Figura 6 El mundo visto desde Australia.
Así lo pudieron apreciar los astronautas de la nave espacial Apolo 17, la última misión tripulada a la Luna llevada a cabo en 1972, cuando tomaron una fotografía, a una distancia de 45.000 km de la Tierra, en la que se observa a nuestro planeta con el sur en la parte superior. La famosa imagen, conocida con el nombre de “La Canica Azul” (Blue Marble) (Figura 7), fue posteriormente editada por la NASA, girándola para adaptarla a las expectativas de orientación norte-sur y evitar las más que posibles dudas y confusiones de la gente.

Fuente: https://www.en.wikipedia.org/wiki/The_Blue_Marble.
Figura 7 “La Canica Azul”, original (izquierda) y girada (derecha).
No obstante, lo habitual en los mapas construidos hasta finales del siglo XV era que la Tierra se representase orientada hacia el este, con Asia situada en la parte superior del mapa, tal como podemos observar en el mapa del Beato de San Severo (Figura 8), del siglo XI, que se conserva actualmente en la Biblioteca Nacional de Francia (París). Al fin y al cabo, “orientar” viene de “oriente”. Además, el este se prefería en muchas culturas por ser la dirección por la que sale el sol, en tanto que el oeste se asociaba con la decadencia y la muerte y el norte, con la oscuridad y la maldad. Fue el uso de la brújula como instrumento de orientación lo que estimuló la orientación de las cartas marinas hacia el norte. Luego, la jerarquía entre culturas se encargó de establecer el norte como techo del planeta, lo cual contribuye decisivamente a percibir donde se encuentra lo valioso y a introducir un sesgo negativo hacia el sur.

Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Beato_de_Saint-Sever
Figura 8 Mapa del Beato de San Severo orientado hacia el este.
Como puede observarse, detrás de la elección de una mirada para el mapamundi siempre hay unas connotaciones relacionadas con el ejercicio del poder, sea este del signo que sea. La superficie esférica terrestre no tiene un centro, pero su proyección sobre una superficie plana supone la elección de un centro y de unos bordes o límites, algo nada ingenuo y de persistentes consecuencias (Grataloup; Fumey, dirs., 2016). La elección de una u otra perspectiva marca la visión que sucesivas generaciones, nacidas y educadas en un determinado territorio, tienen del planeta. Una cuestión decisiva que nace a partir de los mapas.
3 Elegir una u otra proyección cartográfica no es indiferente
No es posible una representación fidedigna de la superficie terrestre en dos dimensiones. Pasar de una superficie curva a otra plana viene a ser una especie de “domesticación del espacio” que supone elegir necesariamente entre dos cualidades excluyentes entre sí: o bien se respetan las formas, conservando los ángulos, pero deformando las superficies (proyección conforme), o bien se respetan las superficies, pero deformando los perfiles de los continentes (proyección equivalente) (Grataloup; Fumey, dirs., 2016).
En este sentido, es sabido que los mapamundis suelen estar confeccionados a partir de la proyección ideada en 1569 por Gerardus Mercator, que sirvió para configurar una imagen gráfica y mental del mundo que perduraría hasta la actualidad. Siendo su propósito mostrar la imagen que se tenía del mundo en el siglo XVI (Peters, 1992), el cartógrafo flamenco utilizó en sus mapas una proyección cilíndrica conforme que distorsiona claramente las superficies, por lo que, siendo muy apropiada para la navegación, resulta en cambio poco adecuada para representar las distribuciones geográficas sobre la Tierra (Thrower, 2002). Dado que todos los meridianos y paralelos se cruzan en ángulo recto, los polos se desplazan hacia el infinito. Además, el Ecuador no divide el planeta en dos mitades iguales, sino que dos tercios del mapa se emplean para representar el Hemisferio Norte y se dedica solo el tercio restante al Hemisferio Sur, de manera que los países norteños ven reforzada su preeminencia sobre los meridionales (Figura 9).
Así, América del Sur aparece representada con un tamaño menor que Europa, a pesar de que aquélla tiene el doble de superficie que ésta; América del Norte y la antigua Unión Soviética se cartografían como si fueran mayores que África, cuando en realidad ocurre todo lo contrario; Alaska es como si tuviera mayor tamaño que México, cuando no es así, y lo mismo ocurre con Escandinavia respecto de la India o con Groenlandia en relación con la península arábiga (Peters, 1992). Como vemos, las distorsiones de superficie favorecen a los territorios situados en la zona templada del Hemisferio Norte, donde se ubicaban las potencias coloniales habitadas por poblaciones blancas, motivo por el cual, además de eurocentrista, el mapa de Mercator fue acusado de colonialista e, incluso, de racista.
Por el contrario, el alemán Arno Peters creó, en 1974, un mapamundi basado en una proyección equivalente que conserva las superficies, aunque deforma los perfiles de los continentes. Peters considera que la cualidad más importante de un mapa es la fidelidad de superficie, porque facilita las comparaciones entre países, continentes y océanos, al tiempo que otorga el mismo rango a todos los pueblos (Peters, 1992). Para ello, sitúa el Ecuador dividiendo el planisferio por la mitad y consigue que un centímetro cuadrado en cualquier punto del mapa represente los mismos quilómetros cuadrados en la realidad. Al tratar de representar un mundo poscolonial con una mayor equidad, esta proyección fue adoptada por numerosas organizaciones y utilizada en materiales educativos, pero no pudo librarse de ser considerada un producto absurdo, provocador y falsificador.
En todo caso, el uso de una u otra proyección no resulta indiferente. Pensemos, por ejemplo, en un mapa que tenga por objeto la representación de la desigualdad de la distribución de la riqueza en el mundo. Habitualmente, en este tipo de mapas, el “Norte” y el “Sur” aparecen separados por la “Línea de Brandt”, así llamada en honor a Willy Brandt, quien, después de haber sido canciller de Alemania Occidental entre 1969 y 1974, presidió, en 1980, la comisión de la ONU sobre el diálogo Norte-Sur. Pues bien, la cartografía realizada con la proyección Mercator escamotea gran parte de la gravedad del problema, mientras que, si se utiliza el mapa de proyección Peters, los desequilibrios se nos presentan con mayor rotundidad (Figura 10). Y lo mismo podría decirse respecto a la esperanza de vida, mortalidad infantil, consumo de calorías, población que vive en ciudades, promedio de ingresos por persona, trabajo infantil, analfabetismo o cualquier otro indicador que exprese las desigualdades sociales en el mundo (Calaf; Suárez; Menéndez, 1997).

Fuente: https://www.en.wikipedia.org/wiki/Brandt_Report y https://www.didadada.it/La-linea-di-Brandt.htm
Figura 10 La “línea de Brandt” en las proyecciones de Mercator (izquierda) y Peters (derecha).
Conviene hacer una referencia al emblema y a la bandera de la Organización de las Naciones Unidas, símbolos que habían sido creados por un equipo de diseñadores dirigido por Oliver Lincoln Lundquist durante la Conferencia de las Naciones Unidas celebrada en 1945 y posteriormente adoptados por sendas resoluciones de la Asamblea General de 7 de diciembre de 1946 y 20 de octubre de 1947, respectivamente. El mapamundi utilizado en el emblema originario estaba elaborado a partir de una proyección equidistante acimutal centrada en el Polo Norte (no es conforme ni equivalente, sino que mantiene la escala de las distancias con respecto al centro del mapa), lo que permitía situar a Estados Unidos, país anfitrión, muy cerca de la posición central. Sin embargo, más tarde se decidió girar la imagen 90º, tomándose como bisectriz el meridiano de Greenwich, con el propósito de que ningún país ocupe un lugar especialmente destacado (Figura 11). Al situar el Polo Norte en el centro del mapa, todo su borde se convierte en el Sur; de este modo, el este y el oeste ya no constituyen los bordes y se convierten en lo que son, simples referencias relativas (Grataloup; Fumey, dirs., 2016). La proyección se extiende hasta los 60º de latitud sur, por lo que no incluye la Antártida. En realidad, este mapa representa la zona de interés de las Naciones Unidas para el logro de sus propósitos de paz y seguridad una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial.

Fuente: https://www.es.wikipedia.org/wiki/Bandera_de_la_Organizaci%C3%B3n_de_las_Naciones_Unidas
Figura 11 Emblema y bandera de la ONU> originales (izquierda) y modificados (derecha).
En definitiva, es evidente que tanto las personas como las organizaciones siempre han usado los planisferios para sus propios fines simbólicos, ideológicos y políticos, al margen de los criterios técnicos de exactitud que persiguen los cartógrafos. Los mapas siempre son representaciones selectivas y parciales del territorio, por lo que su utilización no puede escapar de los prejuicios personales ni de la manipulación política (BROTTON, 2014).
4 La distorsión deliberada de los mapas
En ocasiones, es preciso que los mapas representen de forma muy gráfica una visión del espacio que facilite la comprensión de determinados problemas y conflictos territoriales, lo que obliga a deformar intencionadamente las superficies para proporcionar una imagen fuertemente expresiva de la realidad. Por ejemplo, en un cartograma de la población mundial que muestre los tamaños de los países en proporción a su volumen demográfico, Australia y Canadá estarán casi ausentes, en tanto que la India aparecerá cartografiada con un tamaño superior al de África (Figura 12).
De manera semejante, si se ajustan los tamaños de los países en relación directa a las tasas de población encarcelada, se destaca la enorme dimensión que alcanza este problema en Estados Unidos (Figura 13). En todo caso, hay que señalar dos certezas: por un lado, no existe una correlación directa entre los índices de encarcelamiento y de criminalidad; por otro, las minorías étnicas y sociales están sobreencarceladas (Grataloup; Fumey, dirs., 2016).

Fuente: https://verne.elpais.com/verne/2015/04/14/articulo/1429016086_681676.html
Figura 13 Mapa distorsionado de la población encarcelada.
Y en un mapa distorsionado de acuerdo con la riqueza de los países, el Sur prácticamente no existe (Figura 14).
5 Las relaciones entre geografía y etnografía a través de los mapas
La cartografía sirve también para poner de manifiesto las relaciones entre geografía y etnografía. Téngase en cuenta que un mapa “es la expresión gráfica de la conciencia social del espacio” (Chomel, 1988, p. 13), lo que explica el hecho de que una cultura sea capaz de percibir su territorio de una forma tan singular que pueda resultar prácticamente ininteligible para el mundo exterior a ella. Así ocurre en el caso de la cartografía prehispánica, que representa gráficamente la imagen que tenían de su territorio los pueblos mesoamericanos (Contreras, 2009); y, aunque desde el punto de vista técnico desconocían el uso de proyecciones y escalas, los mapas contenían la información necesaria para la organización y el control de los territorios en los que se asentaban, e incluso debieron ser útiles para los conquistadores recién llegados desde el otro lado del Atlántico.
No obstante, un mapa mexicano del siglo XVI era tan incomprensible en la España de la época como pudiera serlo un texto escrito en náhuatl. Es el caso del “Mapa de Macuilxóchitl y su jurisdicción”, de 1580 (Figura 15), que acompañaba a la “Relación geográfica” correspondiente a este territorio realizada por encargo de Felipe II en 1577. El mapa describe el pueblo de Macuilxóchitl, cabeza de su demarcación territorial o corregimiento, pero lo hace disponiendo las figuras de manera circular y señalando solo aquellos lugares directamente relacionados con los sucesos que se quieren contar, una narrativa de escasa utilidad para satisfacer los deseos del monarca español, que solo pretendía conocer el territorio y el funcionamiento de las instituciones del Nuevo Mundo.

Fuente: http://bibliotecadigital.rah.es/dgbrah/es/consulta/registro.cmd?id=15870
Figura 15 Mapa de Macuilxóchitl.
6 Alfabetización geográfica, alfabetización espacial y alfabetización cartográfica
Los estudiantes suelen considerar que la geografía que aprenden conjuga la utilidad cultural con la inutilidad realmente formativa y profesional (Audigier, 1994), motivo por el que corre el serio riesgo de convertirse en una materia innecesaria, superflua, decorativa y, por lo tanto, perfectamente prescindible. Por si esto fuera poco, el alumnado tampoco le reconoce a la Geografía influencia alguna sobre su formación como ciudadanos, pese a que la Declaración Internacional sobre la Educación Geográfica, promulgada en Pekín en 2016, subraya que los conocimientos geográficos son indispensables para la conformación de una ciudadanía responsable y activa.
Sin embargo, la consideración de la Geografía como saber estratégico (Lacoste, 1977) y como conocimiento que permite la adopción de una perspectiva idónea para la comprensión de nuestro mundo (Gersmehl, 2014) no deja lugar a dudas sobre la utilidad de esta disciplina académica. El problema está en que muy pocas veces la Geografía escolar ofrece realmente estas posibilidades, de manera que el menosprecio de la utilidad de la Geografía como disciplina escolar es una lógica consecuencia de la desconexión entre enseñanza de la Geografía y educación geográfica.
La principal tarea de la educación geográfica es promover la “alfabetización geográfica”, cuyo componente de mayor rango es la “alfabetización espacial”. Se trata de un concepto relativamente nuevo que incluye tanto conocimientos como capacidades de actuación en el espacio, es decir, competencias espaciales. En realidad, la alfabetización espacial no es algo que deba adquirirse separadamente de otros aprendizajes escolares (lingüísticos, matemáticos, científicos, artísticos, motrices), sino que todos ellos están estrechamente relacionados y forman parte del mismo proceso de aprender a pensar (Sinton et al., 2013).
En este sentido, podemos decir que una persona está alfabetizada espacialmente cuando es capaz de “pensar el espacio” de manera informada, reflexiva y crítica, utilizando sus concepciones y representaciones espaciales para resolver adecuadamente las tareas y problemas que se le presentan en su vida diaria. El desarrollo del razonamiento espacial, dimensión clave de la educación geográfica, consiste en la progresión de la capacidad para visualizar e interpretar la localización, la posición, la dirección, el movimiento, la distancia y la orientación sobre el espacio. Se trata de una faceta del pensamiento que se utiliza en todo tipo de situaciones, a muy diversas escalas y que se manifiesta a través de distintas acciones y estrategias. Por esta razón, las personas poseen diferentes competencias espaciales y, en función de ellas, se destacarán en unos u otros tipos de pensamiento espacial, que se ve notablemente afectado por los conocimientos previos y las experiencias desarrolladas en el entorno vital de cada individuo.
En el ámbito escolar, los alumnos tienen que utilizar el pensamiento espacial en numerosas ocasiones: cuando realizan construcciones con bloques, cuando señalan la dirección que tienen que seguir para ir desde su casa hasta la escuela u otros emplazamientos importantes de la localidad, cuando adquieren conocimientos escolares (no solo geográficos) de diversa índole… El progreso académico implica necesariamente la utilización de una creciente gama de competencias espaciales, pero, a pesar de ello, el pensamiento espacial suele estar ausente de la relación de objetivos curriculares y de resultados de aprendizaje (Sinton et al., 2013).
Pues bien, junto con otras disciplinas escolares que asumen la responsabilidad de contribuir al desarrollo del pensamiento o razonamiento espacial, la Geografía lo hace singularmente a través de la llamada “alfabetización cartográfica” (Duarte, 2017, p. 32; Luque, 2011, p. 185), un proceso formativo que requiere el empleo de una metodología específica orientada al desarrollo de las estructuras cognitivas y habilidades que permiten interpretar y comprender el lenguaje cartográfico, así como construir significados a partir del mismo (Jerez, 2006). A su vez, la alfabetización cartográfica es un componente de la alfabetización gráfica (lo que, en el ámbito anglosajón, se denomina graphicacy), entendida como la capacidad de comprender y presentar información en forma de gráficos, diagramas, imágenes, fotografías, croquis, planos, mapas y otros formatos no textuales (Sinton et al., 2013).
Es preciso que los estudiantes diferencien entre la realidad espacial y su representación simbólica a través del lenguaje cartográfico y que el profesor conozca las secuencias y dificultades en el aprendizaje de las habilidades cartográficas (Souto, 1999). Saber “leer” un mapa es un conocimiento necesario, pero en ningún modo es automático ni espontáneo, sino que tiene que ser aprendido (Thrower, 2002). De igual modo que existen métodos y enfoques para la adquisición del lenguaje oral y escrito, la alfabetización cartográfica exige también el empleo de una metodología específica que permita el desarrollo del pensamiento espacial, por lo que no es discutible la necesidad de una sólida formación del profesorado en cuanto a las competencias necesarias para conducir el proceso de enseñanza y aprendizaje del lenguaje cartográfico en la escuela.
7 Conclusión
Más allá de una geografía meramente descriptiva, que convierte su enseñanza en una disciplina inútil, por no decir absurda, el propósito de la educación geográfica debe dirigirse a “razonar geográficamente, pensar el espacio” (Clary, 1992, p. 33); se trata de que el conjunto de la ciudadanía, y no solo la población escolar, “piense geográficamente”, es decir, use el razonamiento espacial para desenvolverse en el mundo y para mejorar nuestra relación con el territorio (Gersmehl, 2014). Si queremos dejar de hablar de una disciplina académica irrelevante, debemos apostar por una Geografía escolar que, partiendo de una problematización de los contenidos, se oriente nada más y nada menos que a “educar geográficamente” (Souto; Ramírez, 1996, p. 18) a la ciudadanía.
Como vimos, el mapa representa un poderoso aliado para llegar a alcanzar esta meta, ya que el lenguaje cartográfico es el código idóneo para la transmisión de la información geográfica. No obstante, siendo el mapa el lenguaje específico y la principal opción metodológica de la Geografía, paradójicamente no es el medio más utilizado para la transmisión y recepción de la información en el proceso de enseñanza-aprendizaje de esta disciplina. La razón es muy sencilla: lo que ocurre, simplemente, es que el profesorado encargado de conducir este proceso no ha recibido la formación adecuada para utilizar la cartografía como instrumento de comunicación. Por consiguiente, buena parte del alumnado desconoce las claves necesarias para extraer e interpretar adecuadamente toda la información que los mapas contienen. Y no lo hacen, básicamente, porque sus profesores no les proporcionan suficientes oportunidades para desarrollar este tipo de competencia.
De este modo, el aprovechamiento didáctico de los mapas suele limitarse a su papel como soporte de localizaciones que sirven para verificar el discurso enunciado por el profesor o escrito en el libro de texto que manejan los alumnos y que, en definitiva, contiene la información que hay que aprender (Fontanabona, dir., 2000). Las actividades de aprendizaje propuestas para trabajar con documentos cartográficos tienen un escaso nivel cognitivo y su única finalidad suele ser localizar y nombrar determinados puntos geográficos, ya sean países, ciudades, montañas, ríos o cualquier otro emplazamiento mencionado en la correspondiente lección. Esto hace que los mapas en la escuela se utilicen a menudo para la realización de actividades que priorizan la localización y la descripción sobre cualquier otro procedimiento, renunciando a su potencialidad para aprender a pensar el espacio y adquirir el dominio del razonamiento geográfico, las dos orientaciones esenciales de la didáctica de nuestra disciplina.
Por último, desde un planteamiento crítico resulta determinante tener muy presente que la cartografía nunca es inocente. Por el contrario, los mapas son artefactos cargados de poder, sea este de naturaleza política, religiosa, militar o de cualquier otro signo. Por eso, algunos documentos cartográficos desvelan información, mientras que otros tratan precisamente de esconderla; a veces proporcionan datos, pero en otras ocasiones los ocultan. Por consiguiente, el mapa debe ser un recurso didáctico que permita formular hipótesis explicativas y juicios críticos, convirtiéndose así en “un buen instrumento para desvelar problemas del análisis sociopolítico de la realidad” (Calaf; Suárez; Menéndez, 1997, p. 155), esto es, para la problematización de los contenidos escolares y para ayudar a construir un conocimiento valorativo.