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Educação e Filosofia

versão impressa ISSN 0102-6801versão On-line ISSN 1982-596X

Educação e Filosofia vol.34 no.70 Uberlândia jan./abr 2020  Epub 06-Fev-2022

https://doi.org/10.14393/revedfil.v34n70a2020-55512 

Dossiê Governo das diferenças e as cartografias do ingovernável na educação

Arte, educación y comunidad en la estética pedagógica

Art, Education and Community in Pedagogical Aesthetics

Arte, educação e comunidade em estética pedagógica

Jordi Massó Castilla* 
http://orcid.org/0000-0002-2304-516X

*Professor na Universidad Complutense de Madrid (UCM). E-mail: jsmasso@pdi.ucm.es


Resumen

una de las corrientes estéticas contemporáneas más pujantes, la «estética pedagógica», planteó desde sus comienzos la combinación entre el arte y la educación. Las creaciones respaldadas por esta orientación se basan en muchas de las ideas de las pedagogías críticas de los años 60 e igualmente en los presupuestos de las llamadas últimas vanguardias artísticas. Todas ellas comparten un mismo espíritu emancipador en sintonía con las teorías más críticas con la sociedad de producción capitalista. Pero en los últimos años la «estética pedagógica» se ha visto empujada a problematizar la cuestión de la «comunidad» desde diferentes puntos de vista, partiendo de la base de que no puede haber educación ni arte sin un replanteamiento del espacio en común que ambos ponen en juego.

Palabras clave: Arte; Educación; Política; Comunidad

Abstract

one of the most thriving contemporary aesthetic trends, «Pedagogical Aesthetics», raised from its beginnings the combination between art and education. The creations supported by this orientation are based on many of the ideas of the critical pedagogies of the 60s and also on the budgets of the so-called latest artistic avant-gardes. All of them share the same emancipatory spirit in tune with the most critical theories with the capitalist production society. But in recent years the «pedagogical aesthetic» has been pushed to problematize the question of «community» from different points of view, based on the fact that there can be no education or art without a rethinking of the common space that both put into play.

Keywords: Art; Education; Politics; Community

Resumo

uma das tendências estéticas contemporâneas mais prósperas, a «estética pedagógica», levantou desde o início a combinação entre arte e educação. As criações apoiadas por essa orientação baseiam-se em muitas das idéias das pedagogias críticas dos anos 60 e também nos orçamentos das chamadas vanguardas artísticas mais recentes. Todos eles compartilham o mesmo espírito emancipatório em sintonia com as teorias mais críticas da sociedade capitalista de produção. Mas, nos últimos anos, a «estética pedagógica» foi levada a problematizar a questão da «comunidade» de diferentes pontos de vista, com base no fato de que não pode haver educação ou arte sem repensar o espaço comum que ambos Eles colocam em jogo.

Palavras-chave: Arte; Educação; Política; Comunidade

Introducción

Casi cerrando Chaosmose, como una de sus últimas reflexiones, Félix Guattari lanza una extraña e igualmente sugerente pregunta. Antes de llegar a ella, el autor ha examinado las grandes amenazas que se ciernen sobre la especie humana a manos de las propias sociedades productivistas creadas por ella misma. «Nuestra supervivencia en este planeta -advertía Guattari- está amenazada no sólo por las degradaciones medioambientales, sino también por la degeneración del tejido de las solidaridades sociales y de los modos de vida psíquicos, los cuales deben ser re-inventados» (GUATTARI 2005, pp. 37-8). Este segundo factor de riesgo para la extinción habría traído consigo no sólo una reificación de las relaciones interpersonales, sino que la alienación del sujeto se había extendido hasta convertirse en moneda de cambio dominante en esas sociedades «productivistas» o capitalistas, como se prefiera. Guattari contemplaba como única salida para este atolladero la creación de una «subjetividad maquínica, un agenciamiento maquínico de subjetivación» (GUATTARI 2005, p. 43) que tenía como rasgo determinante su carácter colectivo.

Ese es el contexto en el que se sitúa la mencionada interrogación con la que prácticamente acaba Chaosmose y que ha dado mucho juego a los teóricos del arte que se sitúan en la confluencia entre la estética y la educación. Desvelemos ya la incógnita y veamos qué es lo que se preguntaba Guattari:

Nuestras sociedades se encuentran hoy en una encrucijada y para sobrevivir tendrán que desarrollar con más intensidad la investigación, la innovación y la creación. Numerosas dimensiones que implican asumir técnicas de ruptura y de sutura propiamente estéticas. […] Semejante cuestionamiento afecta a todos los ámbitos institucionales, como por ejemplo la escuela. ¿Cómo hacer vivir una clase escolar como si fuera una obra de arte?” (GUATTARI 2005, p. 183)

Tal idea, la de convertir una clase de una escuela cualquiera en una obra de arte, encierra un programa doble que afecta al espacio educativo y al artístico o estético. Por lo que al primer punto de dicho programa, cabría preguntarse por lo que la institución educativa puede sacar de provecho de su conversión en un producto estético. Guattari, en esa cita que acabamos de ver, emplea dos términos que son, creo, la clave para entender esta suerte de «devenir estético» de la escuela: «innovación» y «creación». Son dos palabras que están detrás de buena parte de los proyectos que en los años 60 y 70 del siglo XX apostaron por una renovación de los métodos pedagógicos más tradicionales, lo que llevaba consigo una crítica de la propia institución escolar. Había mucho de creatividad y de innovación, así como de lo que ambas acarrean -la libertad, sin ir más lejos- en las propuestas de Paulo Freire o de Iván Illich. Una clase así, innovadora y creativa, se ajustaría sin mayor problema a los rasgos que tradicionalmente se le atribuyen al quehacer artístico. Y la libertad es tanto un requisito de esta misma actividad poética, como un efecto producido en quien será su receptor, el cual, si recuperamos lo esencial de la Estética kantiana, o bien experimentará un libre juego entre sus facultades -en el caso de la experiencia de «lo bello»-, o bien verá despertar la conciencia de su libertad cuando algo que contempla consigue la desconexión entre esas mismas facultades, si es que hablamos de experimentar «lo sublime», en cuyo caso el sentimiento de libertad es la contrapartida del fracaso de la imaginación.

Tenemos así una obra de arte que posee algo de bello y algo de sublime: la clase escolar. Pero lo que ante todo predomina -o debe predominar- en ella es la autonomía del sujeto, que es libre para darse a sí mismo sus normas, o sea, lo que en otro contexto bien podría denominarse «autoformación», de donde derivaría esa idea tan querida por Freire o Illich, la de autoaprendizaje. Teniendo presente aquel contexto, el de los proyectos pedagógicos renovadores de finales del siglo XX, se entiende mejor el porqué de esa reconversión de una clase escolar en una obra de arte. Las clases basadas en la reproducción de lecciones idénticas a sí mismas por parte de un profesor que cree poseer un saber inalcanzable por sus alumnos, bien podrían asemejarse a esas creaciones artísticas constreñidas por un canon normativo, o por el gusto de la sociedad, en las que la innovación es sancionada o directamente proscrita.

Así pues, la educación, la pedagogía, experimentaron en esos años 60-70 algo similar a esa sacudida sufrida por la Estética clásica a manos de la Estética post-kantiana, la romántica, más de ciento cincuenta años atrás. Por cierto, no deja de ser significativo que uno de los grandes referentes de esta última, Friedrich Schiller, con su defensa de la construcción de un Estado estético basado en la reconciliación de un impulso formal y uno material en un impulso lúdico, y en la célebre idea de que «el hombre sólo es verdaderamente libre cuando juega», reapareciera en el marco de los acontecimiento anteriores y posteriores a mayo del 68 para ejercer una fuerte impronta en el ámbito estético y en el educativo.

Este es el hilo del que hay que tirar para comprender todo el alcance, y todos los presupuestos, que encierra la interrogación de Guattari. Pero, como antes señalábamos, el programa de Chaosmose quedaría incompleto si no se tiene presente su otra vertiente. Así, al igual que se ha visto la «estetización» de la escuela, habría que hablar del segundo de sus polos, esa suerte de «escolarización» del arte. En efecto, visto desde la perspectiva de la creación artística, la asimilación de la obra de arte con una clase escolar sólo se explica desde el agotamiento de un paradigma estético transgresor y liberador a partes iguales, y que tiene en la Vanguardia a su insigne epítome. Los gestos provocadores y, en buena medida, revolucionarios que acompañaron al arte desde principios del siglo XX se habían demostrado inanes en aquella sociedad resultante del triunfo del capitalismo avanzado, que diría Jameson. El arte pretendidamente crítico necesitaba una sacudida, un reencontrarse con las raíces de su propio programa transformador, las cuales podían hallarse, como antes se ha apuntado, en el Romanticismo. Pues bien, la experiencia estética a la que este arte debería dar lugar no podía ser otra, de acuerdo con Guattari, que ese «agenciamiento maquínico» que daría como resultado subjetividades en devenir -nunca estáticas- de carácter colectivo. En otras palabras, lejos de propiciar un consumo individual y aislado, un solipsismo en el sentir, este arte «escolar» sentaría las bases de un sentir común y, subrayémoslo de nuevo, libre, en sintonía con las nuevas tendencias pedagógicas difundidas apenas un par de décadas antes de la publicación de Chaosmose.

1. Edu-tainment

Aunque Félix Guattari lanzó el guante, lo cierto es que la tendencia a aproximar, si es que no confundir, el ámbito de lo pedagógico y el de lo estético es una constante de las últimas décadas del siglo XX, como ya se ha señalado, aunque la denominación con la que se designó el resultado de esta hibridación, la «estética pedagógica», llegó un poco después, casi a comienzos del siglo XXI. Sea como fuere, a partir de aquel momento comienzan a proliferar obras de arte, de carácter material o no, que tienen como propósito declarado un replanteamiento de los vínculos interpersonales existentes en una sociedad «productivista». Frente a la casi irresistible atomización que sufren los individuos en el contexto de la economía global, el arte, al menos el arte del que nos venimos ocupando, plantea formas de resistencia que pasan por crear comunidades del sentir -esto es, comunidades estéticas- que asumen aquellos planteamientos de las pedagogías críticas y anti-institucionales. A caballo, pues, entre lo estético y lo pedagógico, los discursos teóricos y las prácticas artísticas a las que dan lugar pertenecen asimismo, si se amplía el enfoque, a lo que Marchart denominó el «pensamiento político posfundacional», es decir, aquél que asume la ausencia de un fundamento último para abrazar una pluralidad de fundamentos (MARCHART 2009, p. 29). O, dicho de otro modo, es esa pluralidad, esa diferencia constitutiva, la que se erige en el fundamento de lo social que, de este modo, se ve engullido por la política1.

Así, entre redefiniciones de lo político, lo estético y lo pedagógico, entre refundaciones de la política, el arte y la escuela, es como se va alumbrando la mencionada «estética pedagógica» (BISHOP 2012, p. 242) a la que pertenecen aquellos proyectos asentados en pilares tales como la «educación», la «investigación», la «producción de conocimiento» o las «pedagogías auto-organizadas». Claire Bishop, una de las principales estudiosas de este fenómeno, lo explica de la siguiente forma:

hubo un considerable aluvión de interés por examinar las conexiones entre arte y pedagogía, lo que obedece a un doble motivo: preocupaciones artísticas (un deseo de aumentar el contenido intelectual de la convivencia relacional) y un interés por los desarrollos en la educación superior (el incremento del capitalismo académico). Desde ese momento, tanto los artistas como los comisarios se han comprometido cada vez más con proyectos que se apropian los tropos de la educación como método y como forma: conferencias, seminarios, librerías, salas de lectura, publicaciones, talleres e incluso escuelas propiamente dichas. (BISHOP 2012, p. 241)

La reflexión de Bishop es sumamente interesante por cuanto, siguiendo lo expuesto en el primer punto de nuestra reflexión, pone el foco sobre un fenómeno complementarios que también está detrás del surgimiento de la «estética pedagógica». El querer dotar de «contenido intelectual» a la «convivencia relacional» no es otra cosa que el intento de proporcionar un fundamento teórico a las prácticas estéticas que a partir de los años 60 del siglo XX insistieron en la «participación» (BISHOP 2006) como un nuevo paradigma para la recepción de las obras de arte, alejado de la pasividad de la contemplación más o menos desinteresada vigente hasta ese momento. Dejando a un lado las posibles objeciones que se puedan hacer a la idea de que la participación habría estado ausente de la experiencia estética, lo cierto es que, a partir de un momento dado, en los textos teóricos que acompañan las producciones estéticas relacionales y pedagógicas comenzaron a ser frecuentes nombres de autores que, de alguna manera, han indagado en lo que supone «vivir juntos». Esto desembocó inevitablemente en el dominio no ya estético, sino directamente filosófico, pues filósofos son los grandes referentes de esta nueva tendencia artística: Martin Heidegger, Jacques Rancière, Jean-Luc Nancy, Jürgen Habermas, Chantal Mouffe… En ellos hay una reflexión sobre, en primer lugar, la esencia de lo que uno -Habermas- denomina «esfera pública»; otro, Rancière, el «reparto de lo sensible» y otro, el primero de todos ellos, el «Mit-sein» (Heidegger). Y hay, también, una consideración acerca de los vínculos que se dan entre los integrantes de este espacio común, y que a veces se articulan por medio del diálogo y del consenso, y otras por medio del conflicto y del disenso o diferendo.

En resumen, lo que Bishop señala es cómo para la «estética pedagógica», dado que una de sus preocupaciones de fondo es propiciar un reforzamiento de los vínculos sociales, degradados por el sistema capitalista, es de suma importancia pensar lo común desde una perspectiva no fundacional. Los efectos de ello han sido acertadamente señalados, a mi parecer, por Aída Sánchez de Serdio:

Una de las consecuencias de esta recuperación de lo educativo “desde otro lugar” es el rechazo a los referentes que proceden del ámbito de la educación, y su sustitución por fuentes en su mayoría filosóficas. […] Al igual que la escuela, se les considera perdidos para la causa de la radicalidad política y estética, complacidos participantes de la reproducción biopolítica y el autoritarismo escolar. La paradoja que se produce al purgar tan drásticamente el rango de referentes y prácticas aceptables es que solo acaban por sentirse interpelados a participar en el debate individuos y colectivos altamente intelectualizados y politizados (con toda probabilidad por la vía del estudio de las mismas referencias). (SÁNCHEZ DE SERDIO 2010, p. 54).

Así pues, para convertir la clase escolar en una obra de arte hubo que pagar el precio del abandono de todo referente pedagógico (el único que sobrevive, pero sólo testimonialmente, Paulo Freire), para entregarse en su lugar a estos discursos teóricos sobre el «vivir juntos». Esto no es en sí mismo ni bueno ni malo, salvo por el hecho de que tales discursos suelen ser herméticos y poco aptos para los no iniciados, según lo apuntado por Sánchez de Serdio. Ahora bien, ello obedece, no hay que olvidarlo, a la necesidad de encontrar un nuevo fundamento para la convivencia en las sociedades productivas, el cual se cree hallar en cierta pedagogía que, sumada a determinada práctica artística, conduce a aquellas filosofías de lo común.

Dicho esto, la cita de Claire Bishop que venimos comentando no acaba aquí. Menciona también esta autora cómo las «pedagogías estéticas» pueden haber sido resultado de la reciente mercantilización del ámbito del conocimiento. Puesto que la educación se ha vuelto un producto más, ¿cómo no incluir la alianza entre lo educativo y lo artístico en lo que ella misma denomina el «edu-tainment» (BISHOP 2012, p. 274)? ¿Cómo evitar que las producciones artísticas que resaltan su finalidad pedagógica sirvan a una lógica del espectáculo que adocena al público y no lo hace más libre, que entretiene sin molestar? La clave, para esta teórica del arte, nos devuelve al comienzo de nuestra reflexión, al fragmento de Chaosmose. Y es que, según Bishop, «vivir una clase escolar como si fuera una obra de arte» implica inevitablemente recuperar los puntos esenciales de la obra de Guattari, quien consideraba que toda creación artística debía cumplir con una doble finalidad: por un lado, debía instalarse en un entramado social, bien para apropiárselo o para rechazarlo. Es decir, todo arte tendría que tener un alcance social y, en este sentido, si recordamos las palabras de Marchart anteriormente expuestas, perseguir una finalidad política. Pero por muy loable y hasta necesaria que pudiera ser esta misión, el arte, para no confundirse con una mera actividad educativa, debe estar dotado un componente estético específico que lo diferencie de aquel dominio. En definitiva, lo que se estaría buscando es un arte participativo en el que «un único artista (el profesor) fomenta en el observador (el estudiante) libertad en el seno de una novedosa forma auto-disciplinada de libertad» (BISHOP 2012, p. 267), siempre por medio del diálogo y tomando como modelo la pedagogía de Freire2.

2. El artista como educador

Lejos de ser un fenómeno anecdótico, un simple objeto de estudio de la Estética y la Teoría del Arte, la «estética pedagógica» pone de relieve una realidad que afecta tanto al campo artístico como al pedagógico. De entrada, y en este punto sigo el análisis de Aída Sánchez de Serdio ya citado, este tipo de creaciones artísticas puede llevar consigo una suplantación de las finalidades de la educación y, como consecuencia, un desprestigio de las instituciones educativas. Si el arte, tomando el testigo de lo educativo y mediante recursos pedagógicos, aspira a ser emancipador y crítico, a inculcar valores tales como el respeto a las diferencias o la igualdad, si, en definitiva, asume como propia la finalidad hasta ahora asignada a la educación, es porque ésta se muestra, en la época del triunfo del capitalismo avanzado, debilitada para cumplir con la misión que le ha sido asignada. «El artista como educador -apunta esta autora- es una figura que ha adquirido impulso como contrabalance de un cuestionamiento creciente de las instituciones educativas tradicionales» (SÁNCHEZ DE SERDIO 2010, p. 51). Y, de la mano de este fenómeno, se produce un cierto adanismo por parte de quienes cultivan o teorizan sobre este «arte pedagógico», constatable por cuanto «ciertas cuestiones de las que críticos y comisarios hablan como si fueran una revelación (el carácter dialógico y construido de conocimiento, el reconocimiento de la crítica y el debate en dicho proceso, el cuestionamiento de las relaciones jerárquicas, etc.) no son nuevas en el campo educativo, sino que forman parte de la reflexión que teóricos, docentes e investigadores llevan a cabo sobre la enseñanza desde hace años» (SÁNCHEZ DE SERDIO 2010, p. 54).

El enfoque de Sánchez de Serdio es, sin duda, muy lúcido. Desde su propio terreno, el educativo, reivindica la tarea propia de la escuela y demás instituciones educativas, no con un afán acaparador y exclusivista, pues parece claro que las metas de la educación pueden ser compartidas con otros espacios, como el artístico. Sus reflexiones advierten del peligro que entraña esa nueva figura, la del «artista como educador», expresión que sobrevuela otro análisis parecido a cargo, en esta ocasión, de una filósofa:

La educación había sido el centro de gravedad del pensamiento crítico y emancipador a lo largo de toda la modernidad, aunque la crítica antidisciplinaria y anti-institucional de la segunda mitad del siglo XX la puso bajo sospecha y dejó las preocupaciones pedagógicas en un segundo plano. Actualmente, tanto el mundo cultural como los entornos activistas se han poblado de una multitud de propuestas formativas, educativas, de pensamiento, de intercambio de saberes, etc. que nos exigen retomar la pregunta por el valor político de la educación y analizar el actual reencuentro del pensamiento crítico con las prácticas educativas. La educación vuelve a ser requerida como un terreno y una práctica en la que desarrollar ideas y formas de intervención crítica desde las que implicarse en un mundo común y que apunten a la transformación de nuestras vidas. Con cierta ironía sobre nosotros mismos podríamos preguntar: ¿por qué los artistas y los activistas quieren ser, ahora, educadores? ¿Qué está pasando? (GARCÉS 2013, p. 85)3

Marina Garcés, que se pregunta si aún es posible «un horizonte de transformación social y política en las prácticas educativas», propone una vía para sacar a la «estética pedagógica» del atolladero al que se ve arrastrada cuando, sin pretenderlo -o sí-, opera un «giro social» en el arte que acaba redundando en lo que Alberto Santamaría llama el «formalismo del activismo cultural neoliberal […] generando una obra cómoda en un universo mercantil necesitado de estos modelos asimilables» (SANTAMARÍA 2019, p. 97), modelos entre los cuales sobresale el que conforman las prácticas artísticas que fomentan una participación vacía de «sentido transformador y crítico».

Como puede verse, toda esta indagación acerca de las relaciones entre estética y pedagogía acaba siempre por conducir al punto en el que el arte parece erigirse en el último bastión de resistencia para las relaciones interpersonales desinteresadas -léase desprovistas de cualquier rédito mercantil o económico- que fomentan un auténtico sentimiento de comunidad. Es decir, hacia donde se está apuntando, puede que con una mirada nostálgica, es hacia aquello común que vertebraba y cohesionaba a los grupos humanos, protegiendo y cuidando a sus miembros. Que la educación fuera una de las fuentes para esta idea de comunidad es algo fuera de duda. No lo está tanto el que el arte tuviera que aspirar a esta construcción de la comunidad con pretensiones políticas, sociales y hasta éticas. Pero, de acuerdo con lo que se ha denominado el «giro social» o «ético» de la estética, no resulta hoy extraño que el arte heredero de aquel otro, el transgresor y crítico, aspire a propiciar comunidades alternativas como su gran efecto liberador. Y es aquí en donde el arte puede encontrarse, ahora sí, con propuestas educativas que parten «de la destrucción del lazo social y de los espacios de lo común en las metrópolis contemporáneas. […] la educación apunta sobre todo a la participación democrática o a la producción de un sentido comunitario en espacios territoriales concretos» (GARCÉS 2013, p. 87).

Dicho todo esto, y partiendo de la base de que no hay arte comunitario sin «una intencionalidad educativa fuertemente educativa en su sentido emancipatorio y de herramienta para el desarrollo humano», (PALACIOS 2009, p 203), lo que habrá que considerar entonces es si toda comunidad propiciada por el arte es emancipadora per se y, por tanto, si la pedagogía en el trasfondo de esas propuestas artísticas comunitarias es igualmente liberadora e implica una crítica, con su consiguiente replanteamiento, del papel de las escuelas en nuestras sociedades productivistas. En realidad, lo que está en juego en todo este asunto es la contraposición, si es que no el enfrentamiento, entre dos maneras de pensar lo común de donde resultan dos ideas diferentes de comunidad que el arte pretende edificar desde unas bases educativas.

El primero de estos proyectos artístico-educativos tiene como referente la filosofía de Jürgen Habermas. Podría encuadrarse en lo que se ha denominado la «estética dialógica», la cual concibe el arte como una herramienta para reforzar los vínculos de una comunidad a través de la puesta en común de los problemas de sus integrantes. La obra artística es entonces una excusa para que los espectadores se relacionen entre sí con vistas a alcanzar acuerdos que redunden en el beneficio del colectivo. El carácter relacional de estas experiencias justifica que la «estética dialógica» se vincule a la célebre -y quizás ya un tanto pasada de moda- «estética relacional» concebida por el crítico Nicolas Bourriaud. Y el énfasis en lo dialógico como medio para alcanzar consensos entre los sujetos permite vislumbrar tras estos discursos teórico-prácticos no sólo la «ética deliberativa» de K.O. Apel o de J. Habermas, sino también la utilización de algunos aspectos de la teoría educativa de Paulo Freire, como su «didáctica dialógica».

«Comunicación», «diálogo», «consenso» son entonces los pilares de este modelo de arte comunitario acuñado y defendido por el teórico Grant Kester en varios de sus trabajos (Conversation pieces, The one and the many…). No es aquí el lugar de analizar pormenorizadamente los entresijos de su pensamiento, pero sí me interesa dejar señalados al menos dos aspectos de su obra. El primero de ellos es que su «estética dialógica» será exitosa en la medida en que propicie conversaciones abiertas y no jerarquizadas entre los participantes-receptores de la obra. Ello supone inevitablemente que la estética quede bajo la tutela de la ética, no ya sólo porque el criterio para juzgar la calidad de una creación artística sea en adelante los beneficios sociales que comporte, sino principalmente por cuanto a quien participe en tales experiencias estéticas se le pide de antemano una actitud ética interesada. Es decir, el participante en una obra artística dialógica quiere llegar a un acuerdo con los demás participantes, a los que le reconoce la capacidad de ser interlocutores válidos. En otras palabras, el público se presta así a formar parte de una «situación ideal de habla» que tiene mucho de ético y poco o nada de estético. Piénsese, si no, en un ejemplo que a Kester le gusta mencionar, el de los “Coloquios a bordo” del colectivo artístico Wochenklausur4.

Todo este entramado funciona, o puede funcionar, únicamente en la medida en que se dé un ingrediente imprescindible, como es la «empatía». En efecto,

más que involucrarse en un intercambio comunicativo con la intención de representarse a “uno mismo” reafirmándose en opiniones y juicios ya formados, el conocimiento conectado se basa en nuestra capacidad de identificarnos con otra gente. Es a través de la empatía como podemos aprender no solamente a suprimir nuestros propios intereses, al identificarnos con alguna perspectiva supuestamente universal o al esgrimir de forma irresistible y compulsiva argumentos lógicos, sino a redefinirnos literalmente: tanto a sabernos, como a sentirnos conectados con los demás (KESTER 2017, p. 6).

Como resultado de esta conexión dialógica empática, los participantes alcanzan una serie de acuerdos, de pactos, siempre provisionales y circunscritos al ámbito local en el que tienen lugar las conversaciones. Pero además de estos consensos caducos, la «estética dialógica» defiende que durante el diálogo quienes empáticamente se relacionan entre sí alcanzan a replantearse su propia identidad. «La subjetividad se forma a través del discurso y del propio intercambio intersubjetivo», explica (KESTER 2017, p. 6). Este sería el punto en el que los objetivos de esta estética convergerían con los de la propuesta de Guattari que nos está sirviendo de hilo conductor. Ambas comparten un mismo anhelo por propiciar procesos de subjetivación claramente colectivos o comunitarios y que tienen un supuesto componente estético, porque habría una suerte de sentir común, y educativo, ya que hacen suyos los preceptos de las pedagogías anti-institucionales.

El segundo elemento de esta «estética dialógica» que quería resaltar está ya más o menos esbozado en las líneas precedentes. Es la idea de que la comunidad creada en la experiencia estética del diálogo se compone de subjetividades discursivas y en devenir. Esto conduce a Kester y a quienes siguen sus planteamientos a chocar con la segunda manera de concebir lo común desde el arte y la educación, una vía que rehúye lo consensual para fomentar el disenso, la divergencia, y que subraya el limitado alcance de unas subjetividades emancipadas, sí, pero únicamente durante el tiempo en que dura la obra de arte. Bien es cierto que Kester asume que no todo diálogo puede conducir a un acuerdo, si bien «el propio hecho de participar en estos intercambios nos hace más capaces de involucrarnos en encuentros discursivos y procesos de toma de decisión en el futuro» (KESTER 2017, pp. 4-5), y ello porque, gracias a la empatía que ha permitido conectar entre sí a los participantes, se habrá conseguido, siquiera temporalmente, un ponerse en el lugar del otro.

Por eso mismo la «estética dialógica» necesita que haya un otro con el que conversar y con el que alcanzar acuerdos. Es, pues, la suya una comunidad de subjetividades basada en las diferencias entre identidades -identidades en devenir, sí- y alteridades, entre un «yo» y un «tú», lo cual casa bien con ciertas propuestas éticas contemporáneas asentadas en esta distinción -estoy pensando en la ética de Levinas, por ejemplo-, y no tanto con las que abanderan un cuestionamiento de la propia noción de identidad. Esto último es uno de los implícitos de la segunda manera de pensar lo común desde la confluencia entre lo estético y lo educativo. Podríamos denominarla la «estética comunitaria» propiamente dicha, y aunaría como bases teóricas el pensamiento de los filósofos franceses Jean-Luc Nancy y Jacques Rancière, aunque nos vamos a centrar en el primero5. No debe extrañar el recurso a tales nombres si tenemos presente ese «rechazo a los referentes que proceden del ámbito de la educación, y su sustitución por fuentes en su mayoría filosóficas» antes mencionado. Nancy, siempre reacio a hablar de comunidad, a pesar de ser el autor de la célebre communauté desœuvrée, prefiere más bien pensar en un ser-conêtre-avec») como premisa de toda obra de arte: «existe de entrada un ser-con universal. […] Dicho ser-con no es, sin duda, general e indiferenciado: se reparte y comparte entre singularidades (grupos, órdenes, medios, individuos, historias)» (NANCY 2000, pp. 6-7), ser-con que nada tiene que ver con una «intersubjetividad»: «se habla de “intersubjetividad”: presuponemos unos sujetos ¡y nos preguntamos cómo pasar de uno a otro! Pero una cultura es un ángulo de vista o de posición sobre las cosas que únicamente se revela en y por medio de una co-apertura con los otros» (NANCY 2000, p. 7).

De lo que se trata es, pues, de entender que la comunidad no es el resultado de una experiencia estética, sino que trasciende cualquier pretensión del arte «dialógico» de propiciar un espacio común para el debate y para el posible consenso. La apertura hacia el otro la ofrece el arte no porque configure una comunidad, sino porque es su requisito previo. Hay arte porque hay algo común que une y que posibilita el que haya participación y comunicación. Eso previo común es lo que Nancy denomina «sentido»:

de lo que se trata aquí es de sensibilidad, de “sentir el sentido”, incluso del “sentir” en la medida en que “el sentido” no está en ningún sitio; se trata, por tanto, de asumir que la “estética” sólo puede ser pensada salvo que lleve consigo este alcance o esta pretensión ontológica. Que finalmente no se trata de producir una forma común del ser común, sino simplemente de aspirar a ello, es algo que puede comprenderse fácilmente. Lo importante aquí es subrayar que lo que se llama “arte”, y cuya tensión o pretensión no deja de mostrarse idéntica a sí misma en todas las transformaciones de las formas, no es otra cosa que el llamamiento a un goce ontológico, por decirlo de manera un tanto abrupta (NANCY 2006, p. 68).

De ahí que para este autor y para quienes procuran llevar sus ideas al terreno de la creación artística, resulta más que problemática la pretensión de crear comunidades restringidas al campo estético-educativo, por muy bienintencionada y hasta necesaria que sea su posición de partida crítica y transformadora. Hay, pues, que pensar ontológicamente eso común que atraviesa todos los espacios: escuela, arte, polis, sin detrimento de que esta acción tenga resultados liberadores en dichos campos, incluido el educativo:

el pensamiento de Nancy exige a los educadores que mantengan una actitud de asombro constante frente a un encuentro de aprendizaje que se desarrolla en el espacio entre los seres y al mismo tiempo escapa de los límites de la dicotomía identidad/alteridad, mostrando el aula como un verdadero lugar de relación transinmanente en el que la tarea principal es ontológica; es decir, el papel más fundamental de un maestro no es simplemente transmitir conocimientos, sino ante todo desvelar nuestro común ser-con como el factor primordial que determina la posibilidad misma de que haya contenido significativo en todos los dominios del pensamiento (COLLINS 2014, p. 782).

Conclusión

Como se ha puesto de relieve a lo largo de estas reflexiones, la «estética pedagógica» sólo puede comprenderse si se tiene en cuenta el devenir tanto del arte como de la pedagogía tras el desencanto de los movimientos emancipatorios de los años 60 del siglo XX. En ambos casos, la mirada se dirigió a los nuevos discursos teóricos que no sólo hablaban de «micropolíticas» o «subjetivaciones», siguiendo la estela de autores como Guattari, Deleuze o Foucault, sino que, más importante si cabe, empezaron a fijarse en aquellos que planteaban que cualquier posibilidad crítica y transformadora debía comenzar replanteando la noción de «comunidad» o de «lo común». En las páginas precedentes se ha examinado cuáles son los referentes de esta posición; referentes que comparten una misma preocupación por crear nuevas formas de ser-con o estar-con los demás a partir de nuevas maneras de sentir. Por ello, arte, pedagogía y filosofía tenían que coincidir en esas llamadas «estéticas pedagógicas».

Bien es cierto que estas corrientes, por muy pregnantes y pugnantes que sean, adolecen de no pocos problemas y contradicciones, señalados anteriormente. Tal vez el mayor de todos ellos sea que esta «comunidad del sentir» que deben propiciar tanto el arte como la escuela de acuerdo con esas estéticas, no está del todo definida, entre otras razones porque la relación entre estos dos agentes no está aún muy bien articulada. Hasta ahora lo que ha tenido mayor incidencia han sido más bien las desviaciones de este modelo supuestamente emancipatorio. La educación como entretenimiento, el llamado «edu-tainment», se produce cuando únicamente se toma del arte su capacidad para complacer y distraer; por su parte, las obras de arte con una finalidad pedagógica arrastran consigo muchas veces las mismas lógicas que lastran la educación tradicional, como el mantenimiento de figuras en las que la autoridad no siempre es bien entendida (profesor/artista).

La solución a uno y otro defecto no ha de pasar necesariamente por acudir a un número cada vez mayor de teorías filosóficas. Si acaso, lo más útil que se ha encontrado al mirar hacia la filosofía es que, por encima de cualquier otra consideración -aunque sin demorarse en ello en exceso-, ha de estar la indagación en cómo la escuela y los espacios artísticos son algo así como «lugares de lo común», es decir, territorios en donde es posible crear comunidades que contrarresten tendencias mercantilistas y alienantes de las sociedades actuales. Ahora bien, cuando se aborda esto como un asunto meramente filosófico se corre el riesgo de emprender discusiones ontológicas que no trascienden lo filosófico y que por ello tienen difícil aplicación práctica. De ahí que un pensamiento como el de Jean-Luc Nancy -o el de Jacques Rancière- se antoje una útil herramienta para construir una idea de lo común de sólidas raíces ontológicas, pero con un alcance práctico muy potente. Es probable que la «estética pedagógica» no le haya sacado todo su partido. Por ello, eso «común» que se crea en el entrecruzamiento de arte y escuela sigue aguardando hoy un mayor desarrollo.

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1«Por un lado, lo político, en tanto momento instituyente de la sociedad, opera como fundamento suplementario para la dimensión infundable de la sociedad; pero, por el otro, este fundamento suplementario se retira en el “momento” mismo en que instituye lo social. Como resultado de ello, la sociedad siempre estará en busca de un fundamento último, aunque lo máximo que puede lograr es un fundar efímero y contingente por medio de la política» (MARCHART 2009, pp. 22-3).

2Hasta ahora hemos evitado deliberadamente poner ejemplos de estas prácticas artísticas. Pero si fuera necesario mencionar algunas propuestas que encajan en esta categoría, podrían mencionarse, siguiendo a Bishop, las de Tania Brugera (Cátedra Arte de conducta), Thomas Hirschhorn (Document Bataille), Manglano-Ovalle (Street Level Youth Video).

3Las cursivas son mías, J.M.

4Kester describe así esta obra: «el primer proyecto se extrae del trabajo del colectivo artístico austriaco Wochenklausur. Se inició un cálido día de primavera de 1994 como un trayecto de tres horas en un pequeño barco de recreo por el lago de Zúrich. En torno a una mesa situada en el camarote principal había un peculiar grupo de políticos, periodistas, trabajadoras sexuales y activistas de la ciudad de Zúrich. Los había reunido Wochenklausur como parte de una «intervención» en materia de drogas. Tenían una tarea sencilla: mantener una conversación. El tema de conversación debía ser la difícil situación a la que se enfrentaban las prostitutas de Zúrich adictas a las drogas, muchas de las cuales vivían en una situación virtual de personas sin hogar. Estigmatizadas por la sociedad suiza, eran incapaces de encontrar algún lugar en el que dormir y eran víctimas de ataques violentos por parte de los clientes y del acoso policial. A lo largo de varias semanas, Wochenklausur organizó docenas de diálogos flotantes con casi sesenta personalidades del mundo de la política, del periodismo y del activismo de Zúrich» (KESTER 2017, p. 2).

5El interés que un pensamiento como el de Rancière pudiera tener para las «estéticas pedagógicas» es indudable. Es bien conocido que su filosofía tiene entre sus bases la afirmación de la radical «igualdad de las inteligencias» y defiende la figura del «maestro ignorante», en la línea del pedagogo Joseph Jacotot. Esto explica la atención que ha merecido este autor desde las filas de las pedagogías y las teorías de la educación críticas. A esto habría que añadir, indiquémoslo a modo de apunte a falta de un futuro desarrollo, el potencial que contiene el concepto de «comunidad» que maneja este autor. Para Rancière, la «comunidad» sólo puede ser estética por cuanto acontece en el orden sensible y tiene siempre un carácter «disensual». Es decir, por lo que él aboga es por crear espacios dentro del orden social en los que se hagan patentes todas esas injusticias que atentan contra la igualdad (de las inteligencias) originaria. Tales espacios habrán de ser inevitablemente críticos y contestatarios -es decir, «disensuales» - con el orden establecido. De tener éxito, conseguirían producir una suerte de común no excluyente (sin lo que él llama «partes que no tienen parte». Y, para acabar, de entre todos los sectores capaces de producir esos espacios de disensos, espacios políticos, el que tiene más visos de lograrlo es, al menos para este autor, el arte. De ahí que en su caso una lectura de las pedagogías alternativas acabe conduciendo a prestar interés a obras de arte que crean un «sentir común» que facilita a los espectadores tomar conciencia de la mencionada igualdad originaria. Cf. «La communauté comme dissentiment», en Rue Descartes n° 42, 2003; y «Aesthetic Separation, Aesthetic Community: Scenes from the Aesthetic Regime of Art», en Art&Research: A Journal of Ideas, Contexts and Methods 2.1, 2008.

Recibido: 16 de Junio de 2020; Aprobado: 22 de Julio de 2020

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