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Cadernos de História da Educação

On-line version ISSN 1982-7806

Cad. Hist. Educ. vol.21  Uberlândia  2022  Epub Sep 13, 2022

https://doi.org/10.14393/che-v21-2022-86 

Artigos

Repercusiones de las guerras civiles en Colombia en el sistema de instrucción pública, siglo XIX

Repercussões das guerras civis na Colômbia no sistema de ensino público, século 19

1Academia Colombiana de Historia (Colômbia). rogpitc@hotmail.com


Resumen

El propósito de este artículo consiste en examinar el impacto de las guerras civiles decimonónicas en las escuelas y colegios de Colombia a través de la destrucción de las aulas y la ocupación de las tropas, la represión política y el reclutamiento militar de alumnos y profesores y, asimismo, profundizar en el análisis de las repercusiones en la interrupción de las labores escolares y en el ritmo de aprendizaje, además de las marcadas fluctuaciones en los niveles de cobertura. La intención es llenar un vacío historiográfico por cuanto los escasos estudios sobre la educación en Colombia en el siglo XIX se han concentrado en demostrar los avances de este sector en tiempos de paz. Más que describir los estragos de la guerra, este trabajo ha dejado constancia también de los esfuerzos y sacrificios por mantener activos los servicios educativos aun en medio del ambiente de agitación política y de la confrontación militar. En ese sentido, cabe resaltar la iniciativa de ayuda de algunos profesores, el aporte de algunos empleados públicos, la movilización del clero a escala parroquial y los esfuerzos conjuntos de las diferentes instancias del gobierno nacional, provincial y local con miras a asegurar algunos recursos en medio del estado de devastación generalizada.

Palabras clave: Colegios; Colombia; Educación; Escuelas; Guerras Civiles; Siglo XIX

Resumo

O objetivo deste artigo é examinar o impacto das guerras civis do século XIX em escolas primárias e escolas secundárias na Colômbia através da destruição de salas de aula e ocupação de tropas, repressão política e recrutamento militar de alunos e professores, e, da mesma forma, aprofundar a análise das repercussões na interrupção do trabalho escolar e no ritmo de aprendizagem, além das oscilações marcantes nos níveis de cobertura. A intenção é preencher uma lacuna historiográfica, já que os poucos estudos sobre educação na Colômbia no século XIX se concentraram em demonstrar os avanços do setor em tempos de paz. Mais do que descrever as devastações da guerra, este trabalho também registrou os esforços e sacrifícios para manter os serviços educacionais ativos, mesmo em meio à turbulência política e confronto militar. Neste sentido, importa destacar a iniciativa de apoio a alguns professores, o contributo de alguns funcionários públicos, a mobilização do clero a nível paroquial e o esforço conjunto das diferentes instâncias do governo nacional, provincial e local com vista para garantir alguns recursos no meio do estado de devastação generalizada.

Palavras-chave: Colômbia; Escolas primárias; Escolas secundárias; Guerras civis; Século XIX

Abstract

The purpose of this article is to examine the impact of nineteenth-century civil wars on schools and colleges in Colombia through the destruction of classrooms and the occupation of troops, political repression and the military recruitment of students and teachers, and, likewise, to deepen the analysis of the repercussions on the interruption of school work and on the pace of learning, in addition to the marked fluctuations in coverage levels. The intention is to fill a historiographic void since the few studies on education in Colombia in the 19th century have focused on demonstrating the advances of this sector in times of peace. More than describing the ravages of war, this work has also recorded the efforts and sacrifices to keep educational services active even in the midst of political turmoil and military confrontation. In this sense, it is worth highlighting the initiative to help some teachers, the contribution of some public employees, the mobilization of the clergy at the parish level and the joint efforts of the different instances of the national, provincial and local government with a view to securing some resources in middle of the state of widespread devastation.

Keywords: Civil wars; Colombia; Colleges Education; Schools; XIX century

Introducción

Durante los tiempos del dominio hispánico entre el siglo XVI y comienzos del XIX, en realidad fue muy limitado el alcance y cobertura de la educación primaria y secundaria en el antiguo territorio de la República de Colombia. Las iniciativas privadas y el estamento eclesiástico resarcieron en buena parte los vacíos dejados por el Estado colonial español en estos niveles básicos de formación. Fue además muy evidente la influencia de la Iglesia tanto en la estructura educativa como en los contenidos de aprendizaje (GARCÍA, 2005, pp. 217-238).

En la segunda década del siglo XIX se abrió paso al periodo de Independencia como transición entre el régimen colonial y la formación de una nación independiente. Fue durante esta coyuntura de disputa entre las fuerzas republicanas y el ejército español cuando el sistema educativo sufrió por primera vez los efectos deletéreos de la guerra.

No mucho tiempo después de estrenar su vida republicana, el país se vio sumido en un alto grado de confrontación política y militar evidenciado en el estallido de varias guerras civiles. Entre ellas, las de mayor impacto fueron las siguientes: la guerra de los Supremos o de los Conventos de 1840, la guerra de 1876-1877, la guerra de 1884-1885, la guerra de 1895 y, a finales siglo y comienzos del XX, la Guerra de los Mil Días. Aparte de estas contiendas bélicas, se suscitaron otras de menor escala, más que todo de carácter local y regional, que no llegaron a causar una desestabilización generalizada.

En medio de estas guerras que, de manera periódica interrumpieron la cotidianeidad y tranquilidad pública de los colombianos, la educación fue uno de los temas que generaron mayor preocupación y debate, desde las discusiones sobre el carácter centralista hasta los intentos del gobierno por minar el poder que desde tiempos coloniales había ejercido la Iglesia (BUSHNELL, 2020, p. 202). Las tendencias de los modelos pedagógicos también se vieron envueltas en esta atmósfera de extrema polarización política e ideológica.

La primera guerra civil, denominada Guerra de los Conventos, inició a mediados de 1839 a raíz de la decisión oficial de cerrar cuatro de los conventos menores que existían en la provincia de Pasto, cuyos bienes fueron destinados para la educación pública. Esto suscitó un levantamiento regional al considerar esa medida como un atentado contra la religión.

En 1853 bajo el mandato presidencial de José Hilario López se promulgó una nueva Constitución que amplió las libertades individuales y propugnó por la división de poderes entre la Iglesia y el Estado. En cuanto al tema educativo se autorizó la libertad de enseñanza y se estimuló la iniciativa privada, con lo cual se limitó el apoyo económico que desde el gobierno central se suministraba a los planteles educativos provinciales.

Con la Constitución de Rionegro de 1863 se consolidó el régimen federalista con la creación de nueve Estados soberanos1. Bajo el amparo de este régimen liberal radical, se autorizó al ejecutivo para que ejerciera control civil y se promovió una educación pública de carácter utilitarista e ilustrada, lo cual suscitó una campaña frontal por parte de la Iglesia y de la corriente conservadora.

Durante este periodo una de las principales novedades en materia educativa fue la Reforma Instruccionista promulgada el 1º de noviembre de 1870, mediante la cual el gobierno asumió la dirección de este ramo en todos los Estados federales a los que instó para que dictaran leyes que fomentaran la educación en sus respectivos territorios. Era este un acervo normativo innovador en un intento por organizar el sistema educativo en aras de promover la libre discusión, la toma de decisiones racionales y la adaptación de la enseñanza a las ciencias experimentales y las ideas ilustradas de los siglos XVIII y XIX bajo la influencia del pensamiento pestalozziano. La obligatoriedad de la enseñanza elemental y la disminución del nivel de injerencia de la Iglesia en la educación fueron los dos ejes centrales de la reforma. En materia administrativa fue instituida la Dirección General de Instrucción Pública adscrita al Ministerio del Interior y se abrió campo a la creación de los Departamentos de Instrucción pública en cada Estado (JARAMILLO, 1980, pp. 2-47).

Pocos años después el país padeció los efectos de la guerra de 1876-1877, llamada también guerra de las escuelas, la cual se dio a causa de la divergencia de criterios en torno a los temas de la libertad religiosa y la educación2. Esta vez se originó en el Estado del Cauca y se extendió por Antioquia (TRUJILLO, 1877, p. 5) y Tolima, cuyos gobiernos conservadores se alzaron en contra del régimen radical del presidente de la República don Aquileo Parra en su intento por afianzar la educación secular en Colombia. De manera paulatina, el movimiento de protesta anticlerical se amplió a los Estados de Cundinamarca, Boyacá y Santander pero finalmente no pudieron derrotar a las tropas gobiernistas (GONZÁLEZ, 2002, pp. 234-235).

Entre el mes de agosto de 1884 y noviembre de 1885 se desarrolló un nuevo conflicto bélico a raíz de las manifestaciones de protesta de los liberales radicales ante las políticas centralistas aplicadas por el presidente Rafael Núñez, liberal del ala moderada apoyado por el partido conservador. Esta contienda significó el inicio de la culminación del periodo federal de tinte liberal y abrió camino a la consolidación de un sistema centralista inspirado por las ideas de la Regeneración y la hegemonía conservadora (ORTIZ, 2002, p. 84).

Bajo este nuevo régimen político se promulgó en 1886 una nueva Constitución que declaró a Colombia como República unitaria y a la Iglesia Católica como la única religión y, además de esto, convirtió a los Estados en Departamentos. Fue diseñado un sistema nacional de educación de carácter centralizado y con la supervisión del gobierno (ZAPATA, 2019, p. 65). Se estipuló que la educación debía estar en consonancia con los preceptos católicos y se dispuso que la religión debía ser una materia obligatoria en el plan de estudios de todos los establecimientos de instrucción pública, confiriéndole además a la Iglesia la potestad de inspeccionar que estas normas se cumpliesen a cabalidad. El concordato suscrito al año siguiente con la Santa Sede le confirió a este estamento mucha más potestad sobre el rumbo y funcionamiento de la educación.

El ocaso del siglo XIX estuvo signado por un nuevo conflicto militar de mayores dimensiones. Se trata de la Guerra de los Mil Días que comenzó en octubre de 1899 y se extendió hasta 1902, originada por el inconformismo del partido liberal al sentirse excluidos políticamente por los conservadores que estaban al frente del poder, habiéndose planteado serias discordancias en torno a los principios consagrados en la Constitución de 1886 (GONZÁLEZ, 2001, pp. 107-111).

Con base en este contexto histórico, el propósito de este artículo consiste en examinar el impacto de las guerras civiles decimonónicas en las escuelas y colegios de Colombia a través de la destrucción de las aulas y la ocupación de las tropas, la represión política y el reclutamiento de alumnos y profesores y, asimismo, profundizar en el análisis de las repercusiones en la vida académica. La intención es llenar un vacío historiográfico por cuanto los pocos estudios sobre la educación en Colombia en el siglo XIX (LOAIZA, 2007, p. 140) se han concentrado en demostrar los progresos alcanzados por este sector en tiempos de paz o se han reducido al desarrollo de las concepciones pedagógicas a veces con cierto sesgo político o a acumular una serie de datos desprovistos de contexto (GONZÁLEZ, 1979, p. 6) pero muy poco se ha abordado el funcionamiento de este sector en medio de las vicisitudes de las guerras que asolaron al país, sobre lo cual han abundado más que todo alusiones cortas y fragmentarias, y otras veces anecdóticas, que advierten de manera enunciativa y generalizada los efectos negativos de aquellas confrontaciones bélicas pero que resultan insuficientes para construir una visión global de esta problemática, sustentada en datos y cifras concretas.

Metodológicamente esta investigación se inscribe dentro de la corriente de la historia social de la educación (GUICHOT, 2006, pp. 38-40)3. El trabajo se elaboró a partir del análisis cualitativo y descriptivo de fuentes primarias y secundarias. Entre las fuentes primarias de información se incluyó la revisión de informes oficiales, el marco normativo, periódicos y crónicas de la época. Como complemento a este repertorio de fuentes primarias, se examinaron una serie de fuentes secundarias que sirvieron de base para configurar el contexto histórico del siglo XIX y fue clave también la consulta de algunos artículos y libros referidos específicamente a abordar el tema del desarrollo educativo en esas primeras décadas de vida republicana. El examen comparativo también está presente en este artículo al momento de considerar las rupturas y continuidades observadas en el sistema educativo a lo largo de las coyunturas de guerras civiles en Colombia.

Es importante reconocer que en el desarrollo de esta investigación se registró una dificultad de carácter metodológico en el proceso de recopilación de información por cuanto durante los años de guerra en ciertas ocasiones se dejaron de producir los informes y presupuestos que por ley debían presentarse periódicamente. Es por esto que para los márgenes de tiempo que son objeto de este estudio se advierten algunos vacíos y datos fragmentarios en las cifras y series estadísticas.

Destrucción de las aulas y ocupación de las tropas

Una de las principales afectaciones que padeció el sistema de instrucción pública en el marco de las guerras civiles decimonónicas fue la destrucción de las sedes de las escuelas y colegios ante la reiterada ocupación de las tropas y los ataques militares. Los daños fueron especialmente notorios en los colegios que por lo general contaban con una muy buena infraestructura y albergaban innumerables elementos de estudio, algunos de ellos de elevado valor como era el caso de los implementos de laboratorio. El inmenso reto de las autoridades políticas y de las directivas educativas era cómo se emprendía el proceso de reconstrucción en medio del déficit de recursos para lo cual surgieron como alternativas de solución algunas novedosas iniciativas de ayuda solidaria.

En la guerra civil de 1854 suscitada como reacción al golpe de Estado orquestado por el general José María Melo, el edificio del colegio de Boyacá en su sede central fue invadido por las tropas combatientes y las labores académicas debieron interrumpirse por el lapso de un año. A raíz de la guerra civil de 1860-1861 el plantel estuvo cerrado durante cinco años (OCAMPO, 2003, pp. 22-23). Una década después, en la guerra de 1876, los locales de las escuelas normales de varones de este Estado sufrieron bastante deterioro al igual que su mobiliario (MENDOZA, 1904, p. 442).

Bajo el marco de la libertad absoluta de enseñanza, promulgada en 1849 por el presidente José Hilario López, don Victoriano de Diego Paredes organizó en 1856 el colegio de carácter privado Paredes e Hijos en la población de Piedecuesta en el Estado de Santander bajo la orientación de los lineamientos liberales. Al cabo de tres años, el problema religioso logró atizar la confrontación ideológica con el partido conservador y, bajo este contexto, el obispo de Pamplona acusó a don Victoriano de “[…] adueñarse de la juventud con el fin de pervertirla bajo el pretexto de ilustrarla, además de lo cual prohíbe que las familias católicas pongan sus hijos en ese colegio y ordena que los que se hallen ahí sean retirados inmediatamente” (CACUA, 1997, p. 170).

En octubre del año siguiente las tropas comandadas por Obdulio Esteves invadieron el colegio y transformaron sus instalaciones en cuarteles mientras que el director y sus hijos y ocho estudiantes fueron conducidos presos a Bucaramanga y luego a Bogotá en donde fueron puestos a disposición del juez del Distrito de Cundinamarca. El relato mismo de don Victoriano da cuenta de la destrucción del plantel educativo en el que había depositado todas sus inversiones y esfuerzos:

Una magnífica imprenta (de la que solo se escaparon algunos cajones de litografía que se habían trasladado a otra parte), la oficina de encuadernación con todos sus útiles, casi todo el laboratorio químico, que era de considerable valor, así como los que correspondían a la telegrafía y a la de dibujo, pintura, mineralogía y música; la mayor parte de cuanto se hallaba en la oficina de litografía y fotografía. La mayor parte de la biblioteca del colegio que se componía de cera de 3.500 volúmenes, más de 400 resmas de papel de imprenta, dibujo y caligrafía, casi todos los útiles de dibujo de matemáticas y todo lo cual había costado más de 25.000 fuertes y un almacén que contenía más de 23 textos que se estaban imprimiendo, de los cuales una parte estaban concluidos y a tiro de encuadernar, otros estaban al terminarlos, además había empezado a imprimirse, almacén que fue arrasado completamente para diferentes usos de la tropa (CACUA, 1997, p. 171).

Tan pronto se calmaron los fragores de la guerra, don Victoriano intentó reabrir el colegio pero sus esfuerzos resultaron en vano y, al final, no tuvo más opción que vender parte de algunos útiles que se salvaron de aquella ola de violencia:

Dibujo i pintura: nuestra colección se compone de 750 modelos, conteniendo desde los primeros rudimentos hasta los trabajos laboriosos de pintura de cabezas, paisajes con figuras, flores, animales, etc. i algún papel blanco i de colores para dibujo i vale todo $5.000. Arquitectura: un surtido de reglas R, triángulos, papel para dibujo arquitectónico, escuadras, nivel, plomadas, palustres de diversas clases, cinceles i pisos, compás por valor de $100 pesos. Música: un piano inglés, dos violines finos i uno ordinario, una guitarra, un violoncelo, ambos de primera clase, una flauta, métodos para piano, guitarra, canto i piezas elementales i clásicas para los mismos instrumentos. Esto puede valor $800 (CACUA, 1997, pp. 171-17).

Durante la guerra de 1876 las actividades e instalaciones del sector educativo fueron blanco militar de los bandos políticos contendientes en vista de que el tema de instrucción pública era uno de los que suscitaban mayor controversia. Los efectos de esta confrontación militar afectaron los resultados obtenidos durante los primeros años de la Reforma Educativa de 1870 (González, 2005, p. 140). En la ciudad de Ocaña se había adaptado como cuartel una escuela privada regentada por dos sacerdotes y, además, la escuela modelo pública para varones se acondicionó como sede provisional del batallón de guarnición de esta plaza (RUIZ, 1877, p. 90). En este año, el secretario de Gobierno de Santander denunció cómo la dotación escolar había sido atacada con “ferocidad inhumana” (RAUSH, 1993, p. 175).

Durante las conmociones derivadas de esta misma guerra, el Colegio Santa Librada de la ciudad de Cali debió cerrar sus puertas al ser invadido por las tropas. Este fue el desolador informe rendido el 1º de mayo de 1878 por el entonces rector Evaristo García:

El local quedó en ruinas como era natural, en un edificio que sirvió de cuartel por un año i que fue, incluso la capilla, campo de batalla, tramos enteros de los claustros destrozados, los techos i paredes en mal estado, puertas i ventanas rotas sin cerraduras de ninguna clase, la única pieza que parece no haber sido ocupada por las tropas fue la de la Biblioteca, en donde se salvaron algunas cartas geográficas, parte del mueblaje y pocos útiles de enseñanza (Citado en RECIO, 2010, p. 388).

Elementos de laboratorio importados de Europa fueron destruidos y en la biblioteca yacían amontonados y en desorden una gran cantidad de muebles, libros, actas, globos y cartas geográficas, entre otros elementos. Una vez terminada la guerra y el estado de acuartelamiento, el rector recibió 500 pesos de préstamo para adelantar las respectivas refacciones, después de lo cual pudo otorgar nuevas matrículas para 18 estudiantes y la institución sumó de esta forma un total de 95 inscritos. La biblioteca reanudó también sus servicios con más de 4.000 volúmenes (RECIO, 2010, p. 389).

Con miras también a emprender el proceso de reconstrucción, por decreto dictado el 6 de enero de 1879 el fisco nacional le otorgó al Colegio de San Simón de la ciudad de Ibagué un total de 340 pesos para indemnizar los daños causados por la guerra (CLAVIJO, 2016, p. 218).

En el balance elaborado en 1878 por Eustorgio Salgar, Secretario del Interior, se señalaba cómo la guerra había causado el abandono de un considerable número de planteles educativos, siendo muchos de sus edificios convertidos en cuarteles u oficinas de guerra. Tras reflexionar sobre estas funestas consecuencias, el alto funcionario pudo percatarse realmente de cómo este “ramo no puede estimularse ni vivir sino al benéfico amparo de la paz” (1878, p. 25). Al año siguiente, el gobierno nacional a través de su secretario del Interior don Pablo Arosemena reconoció los altos costos que implicaba el proceso de reconstrucción de la instrucción pública en medio de tantas necesidades nacionales de toda índole (1879, p. 8).

Desde diciembre de 1884 el colegio de Santa Librada de la ciudad de Neiva cerró sus puertas y sirvió como sede de cuartel durante el conflicto bélico ocurrido durante esos días. Aún en septiembre de 1885 el síndico reportaba que el plantel permanecía ocupado y que su estructura exigía nuevas reparaciones, además del hecho de que buena parte del mobiliario y de los útiles habían sido arrasados o estaban inservibles. Una prueba fehaciente de esta situación extraordinaria se podía fácilmente detectar en el presupuesto del colegio para el año de 1887 en donde aparecía un rubro de ingreso de 800 pesos por concepto del arrendamiento de las instalaciones a la fuerza púbica durante los dos años anteriores (RAMÍREZ, 1995, pp. 275, 284).

Por su duración y repercusiones devastadoras, la Guerra de los Mil Días logró afectar a un mayor número de instituciones educativas. El Colegio de La Merced de Bogotá desde el mes de noviembre de 1899 había destinado sus instalaciones para establecer allí un hospital militar. Para 1903 el gobernador de Cundinamarca, Joaquín María Buenaventura, insistía en reclamar ante el Ministerio de Guerra el valor del arrendamiento que en justicia debía pagarse durante estos años en que había sido ocupado el plantel. Se esperaban con urgencia estos recursos para tener cómo reorganizarlo de cara a su reapertura y para tener cómo sufragar la beca de algunas señoritas en el colegio de la institutora Emma F. de Quijano mientras se abría aquel colegio. Por otro lado, el gobernador acudió también a la ayuda de la Asamblea Departamental para el giro de recursos oficiales indispensables para ese proceso de restauración (BUENAVENTURA, 1903, p. L).

Se denunció cómo antes de la revolución el Departamento de Cundinamarca contaba con los útiles suficientes para sus escuelas pero a causa de la guerra la mayor parte se habían perdido o destruido casi por completo, no obstante las órdenes que se impartieron para que se pusieran a salvo, según la circular que en tal sentido se dirigió a los inspectores el 8 de noviembre de 1899. Todavía se adeudaba a la Casa de Hachette y Cía. de la ciudad de París la suma de 16.414 francos por el cargamento de útiles despachados en 1896 para dotar las escuelas del Departamento (BUENAVENTURA, 1903, pp. XLV-XLIX).

Durante esta misma guerra el edificio del Colegio de Boyacá fue nuevamente acondicionado como cuartel y las tropas construyeron trincheras con los libros de la biblioteca y con los instrumentos de laboratorios traídos de Europa. La mayor parte de la biblioteca antigua se perdió y, a raíz de tal cúmulo de perturbaciones, los estados financieros de la institución mostraron cifras negativas (OCAMPO, 2003, pp. 22-23). A su vez, el colegio de Jesús María y José de la población de Chiquinquirá fue ocupado durante 13 días por las fuerzas revolucionarias tras el estallido de la guerra y semanas después fue invadido por los gobiernistas. El secretario Departamental de Instrucción Adriano Márquez exhortó al gobierno nacional para que se resarcieran los perjuicios causados a la planta física y se reconociera por concepto de arriendo el tiempo que los agentes del Estado la habían utilizado como sede de sus operaciones militares (MENDOZA, 1904, p. 44).

En Ibagué el Colegio de San Simón también fue ocupado por las tropas y fue convertido en cuartel, esto en razón al hecho de que era la edificación más fuerte y de posición estratégica en la ciudad. Los Padres Maristas, quienes manejaban durante ese tiempo la institución, fueron forzados a refugiarse en el segundo piso de la sede y estando allí arrinconados debieron padecer las molestias propias de la vida militar y el incesante movimiento de las tropas gobiernistas. Según los relatos del Padre Jesús M. Padilla, algunas bancas del colegio fueron adaptadas para formar trincheras en las bocacalles cercanas a la institución. Por algunos meses las locaciones fueron utilizadas también como hospital militar mientras que el Padre Félix Rougier, rector del plantel, fue llamado de manera extraordinaria como capellán militar. La capilla del colegio dejó de atender a sus habituales feligreses colegiales y se convirtió en escenario propicio para cumplir la función social de impartir sacramentos a las damas y a las gentes pobres de la ciudad. Al final de la guerra, era evidente la devastación en la dotación de la biblioteca y de los laboratorios, los dormitorios del internado y los baños de los salones de clase (CLAVIJO, 2016, pp. 267-268).

Por los lados de la región nororiental del país, en la ciudad de San Gil el colegio de San José de Guanentá había sido también acondicionado como cuartel, tal como había sucedido años atrás durante la guerra de 1885 habiendo asumido el presbítero rector Manuel Silva Baños las labores de reconstrucción. Según relató en su informe de 1907 el secretario de Instrucción Pública del Departamento de Galán, el edificio nuevamente estaba en estado de ruina y el único capital disponible eran 1.000 pesos en devaluado papel moneda. Gran parte de los archivos, los implementos de los laboratorios de física y química, la colección de botánica y mineralogía y el acervo de mapas habían pasado a “formar parte del botín de los ejércitos beligerantes” (ARIAS, 1943, p. 62). Al culminar la guerra, el edificio se convirtió en la sede de oficinas públicas y en palacio de gobierno mientras que el colegio se trasladó improvisadamente a las casas de la Sociedad de San Vicente de Paúl. Los trabajos emprendidos para recomponer esta institución educativa fueron posibles gracias al “patriótico” apoyo de los sangileños.

Durante esta agitada coyuntura de cambio de transición hacia el siglo XX, el colegio provincial de San José de Pamplona ya venía padeciendo un déficit presupuestal de considerables proporciones. Por cuenta de la guerra, los muebles, las lámparas, los gabinetes con varios instrumentos de física y química, la biblioteca de más de mil volúmenes y los libros de consulta y muchos más enseres habían desaparecido o fueron destrozados. Según los relatos, cuando estalló la lucha militar el rector no tuvo tiempo de asegurar los bienes que estaban al interior del colegio y, aun cuando el síndico Jerónimo Jaimes había dejado todo bajo llave, la fuerza pública ocupó las instalaciones para cuartel, las puertas fueron forzadas y se consumó un saqueo de todo lo que allí estaba depositado. El edificio quedó también en pésimo estado y solo hasta mediados de 1906 se emprendieron las tareas de reconstrucción pero ante la falta generalizada de fondos se acudió a algunas entidades para el préstamo temporal de fuerza laboral con miras a adelantar aquellos trabajos. Fue así como el batallón Cazadores y la penitenciaría suministraron de su planta de empleados algunos expertos zapadores, albañiles y carpinteros (RIOS, 1966, pp. 61-62).

El visitador oficial, nombrado después de la guerra para evaluar el estado del plantel, informó que algunos de los bienes del colegio reposaban ahora repartidos en varias oficinas públicas: la sede del servicio telegráfico, la alcaldía municipal, el juzgado de circuito, la cárcel, el batallón Cazadores y la Sindicatura. Entre tanto, el piano fue localizado en una casa particular mientras que la imprenta fue hallada en buen estado.

En Antioquia el secretario de Instrucción Pública, Camilo Botero Guerra, en su informe rendido en marzo de 1903 puso en evidencia la falta de locales para las escuelas en este Departamento pues varias de esas sedes habían sido ocupadas por la fuerza pública y a la fecha no habían sido devueltas pese a los reiterados llamados. Las instalaciones mostraban un estado de ruina y sus condiciones higiénicas eran deplorables. Algunos locales habían sido reparados hasta dos veces pero el problema era que a los pocos días nuevamente estaban ocupados por las tropas. Tal situación motivó al funcionario a exigir a la Nación y al Departamento para que asumieran los gravosos gastos de refacción pues las arcas de los municipios estaban exhaustas (1903, pp. 3-4).

En relación al impacto de la guerra en la Costa Caribe, este fue el revelador informe del gobernador Departamento del Magdalena presentado en 1904: “La pasada revolución, origen de todas las desdichas, destruyó cuanto existía, desde los bancos de madera hasta la citolegia y el ábaco; desde la tosca pizarra en que el desvalido hijo del pueblo empezaba a trazar los primeros caracteres hasta el lujoso cuaderno que le servía después para ejercitarse en la escritura” (VERGARA, 1904, p. 60).

Según informó el Ministro de Instrucción Pública Antonio José Uribe en junio de 1904, la guerra había destruido casi todo el material escolar de libros y útiles. Aunque la entidad a su cargo había ordenado distribuir equitativamente los libros, mapas y demás útiles que existían en depósito, esto era insuficiente. Por lo tanto, se hizo un llamado a los Departamentos para que de sus esquilmados presupuestos se intentara destinar alguna partida para la adquisición de estos elementos (1904, p. X).

Profesores y alumnos reclutados

Durante las guerras civiles del siglo XIX en Colombia no fue extraño encontrar maestros que bajo el impulso de las pasiones políticas dejaban atrás sus labores pedagógicas para empuñar las armas. Fue costumbre además en los gobiernos de turno dictar decretos que ordenaban incorporar en las fuerzas de defensa a empleados públicos, dentro de los cuales fueron incluidos los profesores y funcionarios del sector educativo. El reclutamiento forzoso fue otra de las vías utilizadas por los bandos contendientes para engrosar sus escuadrones de guerra.

En la guerra civil de 1854 el rector del colegio de Boyacá, José Santos Acosta, dejó su cargo para ponerse al frente de la guerrilla liberal en Lengupá y el Valle de Tenza. Por otro lado, se reportó el asesinato del exrector José Narciso Gómez Valdés quien cayó en combate en la batalla de Zipaquirá (MENDOZA, 1904, p. 442).

En la guerra de las escuelas de 1876, el jefe departamental de Ocaña don Francisco Ruiz Stero reportó el asesinado de tres profesores recién graduados que habían comenzado su labor pedagógica en escuelas primarias de Ocaña, El Carmen y Convención. El primero de ellos, Luis Vargas, cayó en combate en Salazar de las Palmas como consecuencia de las graves heridas recibidas en el asalto de San Pedro. Antonio Guerrero fue ultimado en La Cruz cuando comandaba el primer batallón “Dodino” y Ángel María del Busto fue dado de baja allí mismo en momentos en que dirigía una compañía del mismo batallón. El jefe departamental no escatimó palabras para exaltar el sacrificio de aquellos profesores: “[…] estos abnegados apóstoles de la instrucción popular, i fieles sostenedores de nuestras instituciones primarias, merecen un distinguido recuerdo que haga imperecedera su memoria” (1877, p. 90).

La conscripción también cobijó a los estudiantes, lo cual se convirtió en un tema de profunda preocupación por la tierna edad de estos bisoños enrolados. Ya en tiempos de las guerras de Independencia el naciente gobierno republicano a través del vicepresidente Francisco de Paula Santander había impartido órdenes para que los educandos recibieran enseñanza militar y algunos oficiales procedieron a enganchar en sus filas a jóvenes colegiales, situación que suscitó agudas polémicas ante la resistencia y oposición de los padres de familia (PITA, 2017, pp. 115-117). En las décadas posteriores se tenían como referencia los relatos heroicos de niños y jóvenes alistados en las guerras ocurridas en Europa y en otras partes del mundo (REINA, 2012, p. 60). Fácilmente los educandos se dejaban imbuir por el ambiente de guerra y por toda la parafernalia que giraba alrededor de ella.

Durante los tiempos de guerra era común ver cómo los centros educativos se dividían en dos bandos que correspondían a los dos partidos políticos en disputa. En las crónicas de la época pueden hallarse varios episodios que comprometieron a los estudiantes en el ambiente de sectarismos y guerra. Un ejemplo de ello fue el joven Temístocles Cerreño quien junto con otros colegiales planearon hacer una broma en 1876, justo cuando comenzaba la guerra de las escuelas. Ellos simularon un asalto militar pero de inmediato reaccionó el ejército y los capturó llevándose reclutado a Temístocles (NIETO, 1968, p. 20).

Durante esta guerra de las escuelas en Pasto, uno de los escenarios más álgidos de la guerra, algunos sacerdotes utilizaron el púlpito para atacar a profesores y estudiantes que recibían clases en escuelas “rojas”, es decir, aquellas que seguían la ideología liberal y se llegó incluso a proferir varias excomuniones (GUERRERO, 1999, p. 256). Caldeado era también el ambiente en esta ciudad durante la Guerra de los Mil Días en medio de masivos reclutamientos de escuadrones de milicianos y de la ocupación de la sede del colegio por parte de las tropas gobiernistas. Este estado de zozobra permeó al Liceo Público de esta localidad: “Los estudiantes empezaron a manifestarse inquietos a pesar de las admoniciones de los catedráticos; hubo discusiones acaloradas en las clases, pugilatos en el patio de recreo, gritos de vivas y abajos; en una palabra, la disciplina se vino al suelo” (ORTIZ, 1956, p. 204).

Lo cierto es que niños y jóvenes eran bienvenidos en las jornadas de reclutamiento pues se apreciaba su apoyo en la logística de los combates, además de su agilidad, obediencia y arrojo. Eventualmente, la vida de las armas pudo ser una vía de escape a la asfixiante situación económica y a las duras condiciones vividas al interior de sus hogares (JARAMILLO, 2007, pp. 235-241). Por lo general, los más opcionados eran aquellos ociosos que no estaban integrados al sistema educativo pero muchas veces las operaciones de incorporación militar cobijaban a los niños y jóvenes matriculados. Incierto era el destino de estos educandos reclutados, lo cual implicaba muchas veces el abandono definitivo de las actividades escolares.

En el informe expuesto en 1877 por Carlos Nicolás Rodríguez, Secretario del Interior, se informó que muchos alumnos que se hallaban en edad tomaron las armas a nombre del gobierno y se incorporaron en cuerpos cívicos en defensa de las instituciones, varios de los cuales ofrendaron sus vidas en medio de las operaciones militares (1877, pp. 71-72).

La gran demanda de pie de fuerza que implicó la Guerra de los Mil Días impulsó a los líderes militares de uno y otro bando a incorporar niños y jóvenes en sus filas. Desde luego, alta fue la cuota de sacrificados4, como por ejemplo el batallón dirigido por el general Vargas en el Departamento de Norte de Santander, cuyos integrantes que se ubicaban entre los 15 y los 17 años de edad ofrendaron sus vidas en la batalla de Palonegro. Otro tanto ocurrió por los lados del sur de la República con el Cuerpo Cívico de Caloto formado por 30 niños menores de 15 años (JARAMILLO, 2007, p. 242).

Tan pronto estalló esta guerra, en 1899, se presentó en el colegio de San Simón de Ibagué el secretario de Instrucción Pública don Enrique Caycedo Albán y de inmediato impartió orden para que se reuniera a los estudiantes e instó a los mayores de edad para que empuñaran las armas en defensa de la patria. Según los relatos, pocas horas después, se presentó en el plantel uno de los jefes liberales y exhortó al alumnado simpatizante para que defendieran esta causa política. Finalmente, las directivas del plantel decidieron cerrar sus puertas y, aunque se hizo el intento por reabrirlo, solo se pudo por unos cuantos días y con 45 alumnos entre los 7 y los 15 años de edad pues los mayores habían engrosado las filas de los ejércitos en contienda (CLAVIJO, 2016, pp. 266-279). Entre los incorporados en los batallones figuraba Martín Pomala, tal como él mismo lo atestigua en su relato autobiográfico (PARDO, 2007, p. 50).

En la ciudad de Pasto el Liceo Público cerró sus puertas en julio de 1900. Los jóvenes de mayor edad de esta institución abandonaron las clases y se alistaron en el bando de su preferencia, unos siguieron el camino hacia el norte y otros atravesaron la frontera y combatieron en el Ecuador. Entre aquellos convocados a las armas cabe mencionarse a Diógenes Rosero, Temístocles Apráez, Mario Santander, Pedro Antonio Uscátegui y Rubén Sañudo, entre otros (ORTIZ, 1956, p. 204).

Por lo lados de la provincia de Antioquia, el colegio de San Ignacio de la ciudad de Medellín siguió funcionando durante la guerra pero varios de sus jóvenes estudiantes fueron reclutados y participaron en la batalla de Palonegro: Eliseo Restrepo, Carlos E. Gómez, Luis F. Ospina y otros más. Entre tanto, algunos padres y capellanes se enfilaron en las tropas del general Pedro Nel Ospina y desde Medellín emprendieron un largo recorrido que los llevaría a combatir en los Departamentos de Tolima, Cundinamarca y Bolívar (LA COMPAÑÍA, 1910, p. 52).

Afectaciones a la vida académica

Tan pronto estallaba una guerra civil, una de las primeras medidas preventivas asumidas tanto por las directivas de las escuelas y colegios, así como también por las autoridades de gobierno, fue cerrar estos establecimientos. Todo esto en aras de preservar la vida e integridad de los niños y jóvenes que se hallaban en proceso formativo. Desde luego, esa afectación dependía de qué tan fuerte eran los estragos de la guerra en cada provincia y por ello en algunos planteles se optó por funcionar de manera intermitente al vaivén del desarrollo mismo del conflicto.

En el fondo, los avatares de la guerra se hacían sentir en muchos otros aspectos, como por ejemplo, en el retraso de las actividades académicas, el aumento de los niveles de deserción escolar y la interrupción de las diligencias de control y vigilancia.

Las cifras disponibles son un claro indicativo de cómo resultó trastornado el ritmo habitual de la vida escolar y cómo fluctuaron los niveles de cobertura tanto en el área urbana como en el área rural. En la guerra de los Conventos, en la provincia de Antioquia existían en 1840 un total de 97 escuela públicas pero al año siguiente, tras las consecuencias de la confrontación militar, apenas funcionaban 52 (AHERN, 1991, p. 44).

Sin lugar a dudas, las mayores dificultades se vivieron durante la llamada guerra de las escuelas y la Guerra de los Mil Días. La guerra de 1876 truncó el impulso que venía registrando la educación primaria con un aumento del 30% en el número de estudiantes registrado entre 1870 y 1874 (BUSHNELL, 1994, p. 180). Tras el inicio de esta confrontación bélica, el poder ejecutivo nacional se vio en la necesidad de dictar un decreto mediante el cual se suspendieron los gastos de este ramo que se giraban a las provincias, colocándose en receso la Dirección General de Instrucción Pública y las escuelas de varones pues solo quedaron activas las escuelas de mujeres “cuyo sostenimiento era compatible con la angustiosa situación del Tesoro” (SALGAR, 1878, p. 40). Tales disposiciones extendieron su vigencia hasta el 6 de agosto de 1877, en momentos en que ya había amainado el furor de la guerra, decidiéndose además adscribir las funciones de la Dirección General a la sección 2ª de la Secretaría del Interior.

Para un análisis más detallado de los efectos de esta guerra de las escuelas, resulta pertinente referirse específicamente a lo sucedido en cada una de las regiones. En el Estado de Boyacá, en donde habían sido protuberantes los estragos del conflicto, la Escuela Normal de varones debió clausurarse en 1877 poco tiempo después de haber logrado levantarse exitosamente. Igual suerte corrió la mayor parte de las escuelas primarias pues, de 195 que funcionaban con más de 9.000 alumnos antes de las perturbaciones del orden público, para 1878 solo se contabilizaban 49 con una atenuada asistencia de 2.000 escolares. En Cundinamarca, de 16.000 alumnos matriculados en las escuelas, se había registrado un decrecimiento aunque, pese a las alarmas constantes causadas por la amenaza de las guerrillas, todos los planteles seguían en pie sin alterar el calendario y el desarrollo de las habituales tareas escolares. En el Cauca, aun con la persistente hostilidad del clero frente al sistema liberal de instrucción pública, el gobierno seccional hizo los mayores esfuerzos por mantener activas las escuelas aunque se registró una interrupción durante el tiempo en que la capital, Popayán, estuvo ocupada por las fuerzas rebeldes pero tan pronto fue liberada se restableció la normalidad y los exámenes del año escolar se pudieron verificar aún “bajo el ruido y las alarmas de los combates” (SALGAR, 1878 p.44).

La región de la Costa Caribe fue uno de los escenarios más convulsionados de la guerra y desde luego eso se vio reflejado en el sector educativo. En el Magdalena, de todos los planteles destinados a la enseñanza oficial en este Estado, solo pudo conservarse en ejercicio la Escuela Anexa a la Normal de Varones de la ciudad de Santa Marta, gracias al “patriotismo” de su preceptor Joaquín Abello quien, aun cuando no contaba con remuneración alguna, decidió continuar sus misión pedagógica hasta lograr una asistencia promedio de 76 educandos aunque ya para 1878 todo había vuelto a su normal desarrollo (SALGAR, 1878 p. 44).

Por resolución de Francisco J. Palacio, gobernador de la provincia de Barranquilla, quedaron cerradas desde el 1º de enero de 1877 las escuelas públicas de varones por la conmoción de orden público y se impartió orden de manera preventiva para cerrar las escuelas de niñas. Este funcionario hizo énfasis en la importancia de promover la educación y de no escatimar esfuerzos para su reactivación con el fin de evitar las calamitosas consecuencias derivadas de la guerra:

Todavía nuestro pueblo no se ha apercibido de que tiene necesidad de instruirse para ser soberano i mandar; i si ahora que no faltan quienes traten de fanatizarlo para que viva en la oscuridad i solo obedezca, nuestros Gobiernos no redoblan sus esfuerzos para arrancarlos de la ignorancia, los resultados tendrán que ser necesariamente perjudiciales para «todo sistema de orden i progreso» (PALACIO, 1877, p. 11).

Manuel A. Tatis, presidente del Estado Soberano de Bolívar, en su informe del 31 de agosto de 1877 informó que, pese a la destinación creciente de recursos para la guerra, se había hecho un esfuerzo inmenso para dejar abiertos algunos planteles educativos, incluyendo unos cuantos dedicados a la instrucción de las niñas. Se dio preferencia para el normal funcionamiento de la Academia de niñas con sede en Cartagena, institución que siguió trabajando en medio del ambiente de perturbación política. Las 62 alumnas que hacían parte de este plantel recibían sus habituales lecciones de lectura, escritura, español, inglés, francés, aritmética, sistema métrico, geografía universal y de Colombia, moral, urbanidad, economía doméstica, instrucción religiosa, costura y música vocal e instrumental sobre piano. Igualmente, todo el personal conservó interrumpidamente sus labores, desde la directora Teresa Torres de Lemaitre hasta la subdirectora y los cuatro catedráticos contratados.

Existían además en este Estado Soberano dos escuelas de niñas en Cartagena con 100 alumnas inscritas. Había también escuelas de niñas en Mahates (41 estudiantes), dos en Barranquilla con 88 estudiantes, una en Santo Tomás con 50 estudiantes, una en Soledad con 62 estudiantes, una en Sabanalarga con 50 estudiantes y una más en El Carmen con 30 estudiantes. Asimismo, estaban en funcionamiento varios planteles privados tanto de niñas como de niños (TATIS, 1877, pp. 45-47).

En el Estado de Panamá aunque el gobierno de la Unión había decidido cerrar las escuelas normales y anexas, el gobierno seccional optó por mantenerlas abiertas, para lo cual los empleados de la nómina nacional en un loable acto de solidaridad con la situación de conmoción interior cedieron a favor de las rentas del Estado parte de su salario e incluso algunos renunciaron en su totalidad a esta remuneración (ARDILA, 1877, p. 13).

Por los lados de la región nororiental, la Escuela Normal de Varones de la ciudad del Socorro se había visto damnificada por la cesación de todo gasto en los establecimientos educativos costeados por la Nación. Pocos días después se dispuso refundir las tres escuelas primarias anexas a dicha Normal. El presidente del Estado de Santander, Marco A. Estrada, confesó haber hecho todos los esfuerzos que estaban a su alcance con tal de no restringir las rentas apropiadas para la educación. Sin embargo, las circunstancias apremiantes de la guerra lo obligaron a clausurar algunas escuelas primarias ante el escalada de las operaciones militares ejecutada por las fuerzas del Gobierno Nacional y la aparición de algunas guerrillas en el Departamento del Socorro que impedían el rumbo normal de las clases, además de la necesidad de disponer de ingentes recursos para organizar algunas fuerzas de defensa en respuesta a los requerimientos elevados por el Gobierno de la Unión. Así entones, desde el 16 de noviembre de 1876 se suspendieron temporalmente las actividades de las escuelas primarias y las gestiones realizadas por la Inspección de Instrucción Pública del Departamento del Socorro y al mes se adoptó la misma medida para todo el Estado Soberano y el 15 de enero del año siguiente la medida cobijó al Colegio Universitario.

En los primeros días de 1877, la Escuela Normal de Institutores costeada por la Nación debió suspender forzosamente sus funciones tras la ocupación militar de la ciudad de Bucaramanga por parte de las fuerzas rebeldes al mando del caudillo Antonio Valderrama.

Con motivo de estos acontecimientos políticos y militares, el Colegio Universitario debió adelantar sus exámenes de fin de año para los días 28, 29 y 30 de noviembre. Por otro lado, se decidió prescindir de los certámenes académicos que tradicionalmente se realizaban durante estas calendas y se adelantó la ceremonia de premiación a los alumnos más sobresalientes. Por resolución del 4 de octubre, los fondos del Colegio se trasladaron a la Tesorería General.

El 6 de abril de 1877 cuando se supo que el Ejército rebelde de Antioquia y el gobierno de ese Estado eran sometidos al orden constitucional por el Ejército del Sur, se dio orden de reapertura de las escuelas superiores primarias de ambos sexos y paulatinamente se restableció el resto de instituciones educativas. Para el mes de agosto la Escuela Normal de Institutoras de Bucaramanga desarrollaba sus clases sin ningún contratiempo de acuerdo al reporte de la visita efectuada por el profesor Alberto Blume (ESTRADA, 1877, pp. 22-29).

En el Tolima el principal problema radicaba en que las tres veces que había designado el gobierno nacional candidato para el cargo de Director de Instrucción Pública en ese Estado, ninguno de los postulantes había aceptado. No obstante, bajo la activa intervención de la Secretaría de Instrucción Pública, para 1878 se había logrado restablecer la Escuela Normal de Varones que funcionaba en Ibagué (SALGAR, 1878 p. 45).

En Panamá la Escuela Normal de Varones, costeada con fondos nacionales, pudo desplegar sus labores durante la guerra gracias a la generosidad y filantropía del Director de Instrucción Pública quien desempeñó gratuitamente sus funciones y a la generosa voluntad de los respectivos catedráticos de dictar sus clases con la mitad de las asignaciones salariales ordinarias.

Hacia mediados de 1877, el fragor de la guerra fue cediendo en intensidad y asimismo se emprendieron esfuerzos con miras a reabrir los servicios educativos en todo el país. En julio el gobierno central obligó a los rebeldes del Estado de Antioquia a ratificar el Decreto Orgánico de 1870 y en septiembre de 1878 fueron restablecidas las Direcciones de Instrucción Pública en cada uno de los Estados (RAUSH, 1993, p. 175).

Al momento de revisar las cifras globales para evaluar en todo el territorio de la República el impacto de esta guerra, puede advertirse cómo el número de escuelas entre 1876 y 1880 había experimentado el cierre de 251 establecimientos mientras que se registró una sustancial rebaja en el número de alumnos estimada en 7.622 individuos (RAUSH, 1993, p. 179).

En 1878, al momento de elaborar un resumen del estado del ramo educativo, el Secretario del Interior don Eustorgio Salgar concluyó cómo nunca se llegó al extremo de ver paralizadas por completo las actividades académicas sino que en la medida de lo posible se habían logrado vencer los obstáculos inherentes al estado de guerra, lo cual era para el gobierno nacional una constatación del “fervoroso” sentimiento y “entusiasmo” del pueblo. En este año se contaban en todo el país 1.159 escuelas normales, elementales y superiores con un total de 70.800 alumnos matriculados (p. 38).

En ese mismo informe se hizo énfasis en que algunos de los periódicos oficiales destinados al fomento de la instrucción popular, elemento valioso para el impulso de este ramo, fueron suspendidos por causa de la guerra y aún a comienzos de 1878 no se habían restablecido. Ante tal circunstancia, el reciente proyecto editorial denominado “La Patria”, fundado por Adriano Páez, había resarcido en algo ese vacío al dedicar algunas de sus columnas a esa misión educativa, labor que fue elogiada por el ejecutivo nacional (SALGAR, 1878 p. 47). Por otro lado, se reportó la reapertura de la publicación Escuela Normal (RAUSH, 1993, p. 175).

Aunque después de la guerra de 1776 se había registrado un intento de los gobiernos presidenciales de Julián Trujillo y Rafael Núñez por reactivar la educación, en realidad confluyeron una serie de factores adversos como la crisis económica, la falta de materiales didácticos y la escasa diligencia de algunos funcionarios del ramo. Ante esto, la educación experimentó en este interregno del ocaso del periodo federalista un estancamiento reflejado en la contracción del número de escuelas que pasó de 1.395 en 1880 a 1.297 en 1883 (RAUSH, 1993, p. 185). Durante la guerra de 1885 se registró una total suspensión de las clases en escuelas y colegios del Estado Soberano del Tolima. Culminado este conflicto, una de las primeras acciones encaminadas por el gobernador del recién creado Departamento, el general Manuel Casabianca, fue abrir las escuelas en enero de 1886 y nombrar 29 maestros pero a pesar de estos esfuerzos solo existían por este tiempo 55 escuelas dentro del total de 67 localidades. El gobierno Regenerador hizo especial énfasis en la educación femenina y en especial en la enseñanza de artes y oficios como alternativa para paliar la pobreza que se había visto profundizada por causa de la guerra.

Por otro lado, se reactivaron las labores del Colegio de Santa Librada de la ciudad de Neiva que llevaba varios años sin funcionar. El nombramiento de las nuevas directivas de esta institución reflejaba la primacía del partido conservador que había salido triunfante en aquella guerra pues fue nombrado como vicerrector al presbítero Leonidas Medina, pariente cercano del General Olegario Rivera, uno de los más destacados oficiales que combatieron el régimen liberal. Se planteó como objetivo reavivar las escuelas con la nueva orientación ideológica impuesta por la hegemonía conservadora y la influencia de la Iglesia pero hubo que afrontar varios impasses como la carencia de fondos, el deterioro de los locales, el pésimo manejo de los recursos dedicados al sector educativo, la escasez de profesores idóneos, la falta de textos escolares, la débil labor de inspección y la apatía de los padres de familia envueltos todavía en el entorno de polarización política (RAMÍREZ, 1996, pp. 16-34; RAMÍREZ, 1998, pp. 321-325).

El estallido de la Guerra de los Mil Días en los postreros meses del siglo XIX significaría la más grande interrupción de las actividades académicas debido a la extensa duración e intensidad de este conflicto. Ya desde antes de que sobrevinieran las primeras acciones violentas, se hallaban cerradas varias Escuelas Normales a nivel provincial. Después de la guerra, el ministro de Instrucción Pública Antonio José Uribe dedicó esfuerzos para reactivarlas y para mediados de 1904 ya estaban en funcionamiento las de Antioquia, Bolívar, Boyacá y Cundinamarca (URIBE, 1904, p. X).

El Gobernador de Cundinamarca en su informe de 1903 relató cómo antes del inicio de este conflicto bélico, en 1899, había en el Departamento 346 escuelas en buen orden. Por causa de la revolución en 1900 prácticamente se vio paralizada la instrucción pública en todo este marco territorial. Al año siguiente, gracias a la gestión del general Arístides Fernández, secretario de Guerra, se dictó el 26 de enero un decreto por el cual se dispuso la apertura de las escuelas y se derogó la norma que mandaba aplicar los fondos educativos a los gastos de guerra. En este año de 1901 reabrieron sus puertas 74 escuelas en aquellos lugares que no estaban ocupados por los revolucionarios aunque de todas maneras era un reducido número si se compara con las que existían antes del inicio de la guerra. Para 1902 el número de escuelas aumentó a 110 y para el año siguiente se hallaban en funcionamiento más de 200 habiendo necesidad de abrir otras más aunque el déficit de recursos no lo permitía en ese momento. Entre tanto, la Escuela Normal de Varones se vio interrumpida mientras que la de niñas había operado con alguna regularidad a pesar de los inconvenientes generados por la confrontación militar. En esta escuela femenina de todos modos se reportó una desaceleración en los índices de matrículas puesto que, de 70 internas que había en 1899, pasó a 40 en 1900 y a 26 en 1902. Para 1903, cuando ya se avizoraban los vientos de paz, el número de educandas aumentó a 40, la mitad patrocinadas por el Ministerio de Instrucción Pública y la otra mitad por el Departamento. La exigüidad en las arcas oficiales y la complicación económica experimentada por los padres al momento de intentar pagar la pensión alimentaria fueron los principales factores a los que se atribuyó la considerable merma en el número de alumnas (BUENAVENTURA, 1903, pp. XLV-XLIX).

La labor de vigilancia también se vio perjudicada por cuanto se redujeron a tres el número de Secciones Escolares del Departamento, lo cual incidió en que los inspectores no pudieran visitar las escuelas con la misma asiduidad de antes.

Según el informe del gobernador de Cundinamarca, para el año de 1903 cuando empezaba a mermar el furor de la guerra, los recursos eran aún incipientes. Mensualmente se recibían dentro de las rentas destinadas para educación un total de 87.789 pesos, de los cuales 30.000 eran por concepto de derechos de degüello, 40.000 por renta de licores y 17.790 por renta nominal y arrendamientos. Se requería conseguir por lo menos $100.000 si se aspiraba a reavivar todas las escuelas del Departamento (BUENAVENTURA, 1903, pp. LI-LV).

En el Departamento del Tolima se había palpado durante los años postreros del siglo XIX la notoria influencia alcanzada por la Iglesia a través del nombramiento del Padre Jesús María Restrepo, vicario general de la diócesis, como Secretario de Instrucción Pública. Por otro lado, los Padres Maristas habían pasado a administrar los colegios de San Simón en Ibagué y Santa Librada en Neiva. Durante la guerra de fin de esta centuria todos los planteles dejaron de operar a excepción del colegio San Luis Gonzaga y algunas escuelas regentadas por las Hermanas de la Caridad. Apaciguado el estruendo de las armas, el obispo de la diócesis, monseñor Esteban Rojas Tobar, puso todo su empeño en impulsar el plan de “Reconstrucción de la escuela”, para lo cual impartió instrucciones a los párrocos de cada municipio a fin de que trabajaran en torno a la conformación de juntas locales encargadas de coordinar la recolección de fondos, la consecución de materiales y la conformación de cuadrillas de trabajadores escogidas entre gentes del pueblo para emprender las obras de reconstrucción. Resultado de este proyecto fue el hecho de que en 1905, en el recién creado Departamento del Huila, se contaba ya con 67 escuelas oficiales en funcionamiento (RAMÍREZ (a) 1996, pp. 35-42).

Tras el inicio de esta guerra, la dirección del colegio de San Simón decidió paralizar sus labores académicas y enviaron los estudiantes a casa por motivo de un tiroteo protagonizado por las fuerzas revolucionarias en su entrada a la ciudad. El 1º de junio de 1901 se dio nuevamente apertura pero en menos de un mes debieron cerrar de nuevo debido a la amenaza latente que representaba la llegada de un ejército de 2.000 revolucionarios a Ibagué ante lo cual un nuevo contingente de 250 hombres de las huestes gobiernistas tomó posesión temporal del plantel (CLAVIJO, 2016, pp. 268, 279).

El colegio finalmente abrió sus puertas en 1904 en medio de una crítica situación financiera y de falta de estudiantes dispuestos a reanudar las clases. En esta coyuntura, bajo el gobierno del presidente Rafael Reyes se pensó en la posibilidad de restaurarlo como institución laica y republicana aunque también se contempló la opción de transformarlo en Escuela Industrial y Artística. Según el informe expuesto en 1905 por el rector Manuel Antonio Botero, la institución contaba con doce becados y por lo menos se habían logrado arreglar las instalaciones de la institución y su biblioteca contaba a la fecha con 370 títulos (CLAVIJO, 2016, pp. 279-285).

El Liceo Público de Pasto solo pudo reabrir en 1903 aunque con muchos tropiezos pues las arcas públicas estaban exhaustas y se sentían los efectos de la devaluación casi total del billete nacional. Las rentas del plantel eran exiguas por la falta de cobranza y de pagos en estos tres años de cesación de actividades (ORTIZ, 1956, p. 204-205).

En el Departamento de Antioquia, a raíz de la guerra fue suprimida la Secretaría de Instrucción Pública y por decreto del 21 de diciembre de 1900 pasó a depender de la Secretaría de Gobierno y solo fue restablecida en 1902. En 1901 las 318 escuelas primarias del Departamento reiniciaron sus asignaturas habituales en el mes de marzo, es decir dos meses más tarde de lo habitual, pero los agites de la guerra obligaron a su cierre tras ser ocupadas sus instalaciones por las tropas del gobierno. Aunque figuraban matriculados 25.506 alumnos, la asistencia no fue superior a 20.000. Tampoco funcionaban durante estos meses las inspecciones provinciales cuya labor se hacía imprescindible para ejercer mayores controles ante la creciente politización de los maestros. Las penurias de las arcas oficiales hicieron que la reconstrucción fuera más lenta aunque para 1903 había en el Departamento un leve incremento en las escuelas cuyo número ascendía a 386 con un total de 36.502 niños matriculados (GARCÍA, 1924, p. 134).

Según expuso el secretario departamental de Instrucción Pública en su informe de 1903, la situación del ramo era muy crítica debido a la carencia de utensilios de enseñanza y la poca idoneidad de los directores escolares ya que los más competentes no estaban dispuestos a contratarse por tan bajos salarios. Se denunció cómo muchos de los hijos de los sectores marginados abandonaban las aulas debido a la extrema situación de pobreza que los empujaba a buscar alguna ocupación lucrativa. Por razones de orden público hubo necesidad de suspender también la escuela nocturna para los obreros adultos que habitualmente recibían clases en la Sociedad de San Vicente de Paúl gracias al respaldo económico brindado por el Departamento y el gobierno de la ciudad de Medellín (BOTERO, 1903, pp. 3-12).

Tras los efectos de la guerra en la región de la Costa Caribe, el gobernador del Magdalena, Francisco Vergara Barrios, informó que habían desaparecido los pocos maestros disponibles y eran muy contados los que tenían voluntad de venir de otros lugares por los elevados costos de sostenimiento debido a la carestía e inflación reinante.

En octubre de 1899 había en el Departamento 60 establecimientos activos en el nivel de primaria: 27 escuelas de niños en el área urbana, 26 escuelas urbanas de niñas, 3 escuelas rurales de niños, 3 escuelas rurales de niñas y una escuela alternada. En 1904, una vez se logró restaurar el orden público en este costado oriental de la región Caribe, se encaminaron todos los esfuerzos con miras a restablecer algunas escuelas y nombrar profesores, habiendo a la fecha un total de 36 planteles: 18 de varones en el área urbana, 15 de niñas y 3 rurales (VERGARA, 1904, pp. 60-66). Entre tanto, la escuela Normal Departamental aún no había podido reanudar sus clases.

Los municipios tenían responsabilidad en cubrir algunos gastos para la instrucción pública primaria pero a causa de la guerra se hallaban abatidos e insolventes. Se propuso entonces como fórmula de ayuda a los gobiernos locales la autorización para que impusieran una nueva contribución o que se les cediera una renta departamental para tal propósito. En abril de 1904 el gobierno nacional había impartido orden a la Aduana de Barranquilla para que girara una remesa de dinero que sirviera de alivio a la situación de la Escuela Normal pero a la fecha del informe esto no había tenido cabal cumplimiento (VERGARA, 1904, p. 67).

A manera de epílogo

Las guerras civiles del siglo XIX en Colombia impactaron de manera profunda el sistema de instrucción pública. Los grandes temas y debates que dieron origen a estas contiendas bélicas tuvieron una injerencia directa en la educación, ya fuera en la confrontación ideológica en torno al poder territorial centro-región o la controversia entre los que apoyaban una formación con fuerte influencia de la Iglesia y los que defendían el sistema de instrucción laico. Así entonces, el sistema educativo se vio inmerso en el juego de fuerzas y confrontación entre el poder político, el poder eclesiástico y el poder militar.

Al momento de trazar un balance general, se puede observar cómo estas guerras afectaron en mayor medida a los establecimientos de carácter público, toda vez que uno de los temas de confrontación era precisamente la disputa entre el gobierno central y la autonomía de los gobiernos de los Estados federales. Sin embargo, existen reportes que también revelan algunas secuelas en los establecimientos privados.

Por otro lado, se puede advertir que fueron mayores los estragos en los establecimientos educativos de varones pues muchos de los educandos fueron comprometidos en la lucha militar. En algún sentido, las escuelas y colegios de niñas y jóvenes se vieron menos afectadas aunque se estaba aún muy lejos de cerrar la brecha en cuanto a calidad y acceso educativo en materia de género.

Las repercusiones de las guerras civiles también pudieron evidenciarse en un aumento de los niveles de ausentismo escolar que se vio agravado con la dificultad para encontrar jóvenes que llenaran los requisitos, en especial en el acceso a las escuelas normales, o a las afugias económicas que experimentaban los padres para sostener económicamente a sus hijos en el sistema educativo.

Notoria fue la interrupción de las labores escolares y del ritmo de aprendizaje por causa de esa sucesión de contiendas bélicas. Además de esto habría que señalar la disminución en los índices de calidad de enseñanza y el cierre de otras actividades culturales vinculadas con el sistema educativo como las bibliotecas públicas, los teatros y los conciertos. Desde luego, el impacto de la guerra afectó también la dinámica académica de las instituciones de educación superior, en donde fue mayor el nivel de reclutamiento de estudiantes y mucho más álgida la confrontación política e ideológica (SILVA, 2016, pp. 6-9).

Particularmente, fue evidente la influencia del estamento militar durante esos años de guerra en todos los ámbitos de la sociedad y la educación no fue la excepción. Los educandos debieron lidiar con este factor de perturbación del orden público en su cotidianeidad y en su etapa formativa, con lo cual tenían inevitablemente una cercanía a la compleja realidad y al ambiente de tensión que vivía el país.

Más que describir las vicisitudes y desenfrenos de la guerra, este trabajo ha dejado constancia también de los esfuerzos y sacrificios por mantener activos los servicios educativos aun en medio de tantos escollos. En ese sentido, cabe resaltar el esfuerzo de algunos profesores que se ofrecieron a dictar clases sin remuneración con tal de no afectar aún más el desarrollo formativo de los educandos. De igual modo, habría que destacar los esfuerzos solidarios de las diferentes instancias de gobierno nacional, provincial y local con miras a asegurar algunos recursos en medio del estado de devastación generalizada, así como también la movilización solidaria del clero a escala parroquial y el aporte de algunos empleados en suministrar mano de obra gratuita en las labores de reconstrucción de las arrasadas edificaciones educativas.

De alguna manera, los intervalos de paz entre las guerras civiles significaron un respiro y un espacio propicio para la reactivación de las labores académicas en escuelas y colegios. Estos intersticios fueron claves para implementar acciones y dispositivos logísticos, administrativos y financieros dirigidos a evitar el colapso del sistema educativo.

A manera de balance, las vicisitudes de la guerra, las rivalidades políticas bipartidistas y la falta de recursos fueron factores que influyeron en el lento el crecimiento del sector educativo en Colombia en el siglo XIX, siendo evidentes todavía marcadas diferencias regionales en cuanto a cobertura y calidad. Las cifras disponibles permiten medir el comportamiento de este sector desde antes del inicio de la primera guerra civil hasta el final de la Guerra de los Mil Días. Para el caso de las escuelas públicas para varones, se pasó de 1.052 en 1837 (MONTENEGRO, 1984, p. 233) a 1.800 hacia el año de 1903, lo cual refleja un incremento del 59% (RAMÍREZ & TÉLLEZ, 2006, p. 19). En cuanto al nivel de instrucción secundaria, hacia 1836 existían veinte colegios para varones, dos para mujeres y seis casas de educación (AHERN, 1991, pp. 61-62) mientras que para 1903, una vez finalizado el ciclo de guerras civiles, se contabilizaban 180 colegios con un total de 14.000 matriculados. Si contrastamos las estadísticas nacionales en el contexto latinoamericano, se puede advertir para 1900 un 3.5% de matriculados en escuelas primarias y un 0.5 de matriculados en colegios dentro del total de la población, cifras que resultan inferiores frente a lo verificado en otros países como Argentina, Costa Rica y Chile (RAMÍREZ & TÉLLEZ, 2006, pp. 6-24).

Aun cuando en las décadas posteriores a la Guerra de los Mil Días pudo restablecerse la paz en buena parte del territorio nacional, la situación de vulnerabilidad de los espacios escolares durante las guerras decimonónicas infortunadamente experimentó cierta continuidad desde mediados del siglo XX, particularmente con la desaforada confrontación bipartidista en el periodo conocido como la Violencia y los posteriores conflictos de guerrilla, narcotráfico y guerra irregular que ha vivido el país. Ataques armados a la infraestructura educativa, el uso de los planteles para difusión de discursos violentos, los atentados e intimidaciones contra los maestros, el minado de zonas aledañas a las escuelas, los desplazamientos forzosos y el reclutamiento de niños y jóvenes (ROMERO, 2013, p. 62)5, han sido circunstancias comunes en las guerras más recientes que a manera de espiral no han dejado de ensañarse con la educación colombiana.

Sin embargo, lo más paradójico de todo es que esa persistente interferencia del orden público en el territorio nacional no fue óbice para que durante esa centuria se registrara al menos un lento crecimiento en materia de cobertura y calidad en el sistema de instrucción pública (URIBE, 2006).

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1Antioquia, Bolívar, Boyacá, Cauca, Cundinamarca, Magdalena, Panamá, Santander y Tolima.

2Sobre el debate en torno a esta confrontación de ideas, véase (OVIEDO, 2014, pp. 2.003-2.013).

3En las décadas de 1970 y 1980 se suscitó un especial interés en el estudio de la historia de la educación del siglo XIX con trabajos como los de Aline Helg, Frank Safford, Yvon Lebot, Ingrid Müller y Jane M. Rausch. Fue claro también un mayor énfasis en el análisis de la injerencia de las condiciones sociales y políticas en el sistema educativo (SOLER, 2010, p. 163).

4Se estima que el número muertos en esta guerra de tres años ascendió a 80.000 individuos, lo que representaba el 2% del total de la población (MARTÍNEZ, 1999, p. 211).

5Véase además: (VERGARA, 2007, pp. 577-590).

Recibido: 25 de Junio de 2021; Aprobado: 30 de Septiembre de 2021

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