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Childhood & Philosophy

versão impressa ISSN 2525-5061versão On-line ISSN 1984-5987

child.philo vol.16  Rio de Janeiro  2020  Epub 21-Nov-2020

https://doi.org/10.12957/childphilo.2020.52641 

Artigos

Enseñanza y filosofía. Una mirada desde la perspectiva del aprender1

Teaching and philosophy An approach from the perspective of learning

Ensino a filosofia Um olhar a partir da perspectiva do aprender

IUniminuto, Colombia - E-mail: oscar.espinel@yahoo.com


resumen

la pregunta por la enseñanza de la filosofía implica dos tipos de interrogantes, a saber, ¿qué significa enseñar? y ¿qué se entiende por filosofía? Este artículo, producto del proyecto de investigación Balance de las formas de enseñanza de la filosofía en Colombia, toma como punto de partida el primero de esos interrogantes alrededor del tópico de la enseñanza y el enseñar. Sin embargo, en medio de las indagaciones en torno a nociones como traducción, “plagio”, repetición y creación, emerge la potencia metodológica de estudiar el enseñar desde la arista que propicia el aprender. ¿Qué tipo de relación vincula el enseñar con el aprender y al aprender con el enseñar? En otras palabras, ¿Qué tanto requiere el aprender del enseñar? ¿Qué tanto del aprender hay en el enseñar? ¿Puede pensarse el enseñar y el aprender de manera independiente? ¿Qué sucede en un aula de filosofía? En suma, ¿Qué significa pensar la relación entre filosofía y enseñanza desde la óptica del aprender? De esta manera, tal como puede apreciarse, la puesta del interrogante en el eje del aprender, sitúa la discusión en la esfera de la experiencia, el ejercicio y las prácticas de sí; una dimensión distinta a la marcada por la emulación, la explicación y el monólogo.

palabras clave: aprender; enseñanza; aula de filosofia; experiencia; estudio

abstract

the inquiry into teaching in philosophy entails two different questions, namely: What does it mean to teach? And, what is understood by “philosophy”? The first of these questions constitutes the starting point of this article - product of the research projectBalance of the Ways of Teaching Philosophy in Colombia-, specifically regarding the topics of teaching as an area, and the task of teaching. However, the methodological potential of studying the task of teaching from the perspective of learning arose while enquiring into the notions of translation, “plagiarism”, repetition, and creation. What kind of relation brings together teaching with learning and learning with teaching? In other words: How much does learning require from teaching? How much learning can we find in teaching? Can teaching and learning be thought of independently from one another? What happens in a philosophy classroom? In short, what does it mean to think about the relation between philosophy and teaching from the perspective of learning? In this way, as can be observed, positing the question of teaching on the axis of learning situates the discussion within the sphere of experience, and of the exercise and practices of the self. This is a different dimension of teaching from that determined by emulation, explanation, and monologue.

keywords: learning; teaching; philosophy classroom; experience; studying

resumo

a pergunta pelo ensino de filosofia implica dois tipos de interrogações, a sabar: que significa ensinar? Que se entende por filosofia? Este artigo, produto do projeto de pesquisa Avaliação das formas de ensino da filosofia na Colômbia, toma como ponto de partida a primeira daquelas interrogações acerca do ensino e do ensinar. Entretanto, em meio às indagações acerca de noções como tradução, "plágio", repetição e criação, emerge a potência metodológica de se estudar o ensinar a partir do que se propicia o aprender. Que tipo de relações vinculam o ensinar com o aprender e o aprender com o ensinar? Em outros termos: quanto requer o aprender do ensinar? Quanto do aprender há no ensinar? Pode-se pensar o ensinar e o aprender de modo independente? O que sucede em uma aula de filosofia? Em suma: o que significa pensar a relação entre filosofia e ensino, a partir da perspectiva do aprender? Dessa maneira, como se pode ver, a posição do interrogante no eixo do aprender situa a discussão na esfera da experiência, do exercício e das práticas de si; uma dimensão distinta daquela marcada pela emulação, a explicação e o monólogo.

palavras-chave: aprender; ensino; aula de filosofia; experiência; estudo

enseñanza y filosofía. una mirada desde la perspectiva del aprender

Interrogarse por las relaciones entre la filosofía y la enseñanza desborda la centralidad de la pregunta por la enseñabilidad de la filosofía que ya, en sí misma, es una compleja pregunta.2 Es más, la pregunta por la “enseñabilidad” todavía parece constreñir a la filosofía -objeto de dicha enseñanza-, a las tramas de las disciplinas, la historia de las ideas y de las escuelas de pensamiento e, incluso, tiende a reafirmar la reducción de la filosofía como cuerpo teórico a ser transmitido. Lo cual nos invita a preguntarnos, una vez más, por lo que significa enseñar y la manera como se asume en espacios concretos como el aula de clase.

Este es el interrogante que anima la presente revisión dentro de la más amplia inquietud por las formas y expresiones de la filosofía dentro de la espacialidad del aula de filosofía. En esta exploración nos serán de gran ayuda los trabajos de autores como Jorge Larrosa, Walter Kohan, Michel Foucault, Pierre Hadot y Gilles Deleuze. En un primer momento intentaremos bosquejar el horizonte común alrdededor del cual giran las inquietudes que serán desplegadas en los distintos parajes de esta incierta travesía alrededor del enseñar y el aprender filosofía. Para tal efecto, el primer apartado parte de la cercanía percibida entre el enseñar y el traducir; en otras palabras, emplea la traducción como herramienta metodológica para comprender y problematizar el complejo juego del enseñar. Puesta esa idea sobre la mesa, exploraremos las potencias de la conversación y el diálogo frente a la centralidad de la explicación y la certeza que habita en el aula. En este punto será muy útil jugar con la idea de plagio y repetición para ahondar en el carácter creador que implican tanto el enseñar como el aprender. Finalmente, problematizando la misma centralidad de la enseñanza, el texto hace énfasis en el giro metodológico que implica pensar el aula de filosofía desde la perspectiva del aprender, objeto último de la investigación que alimenta esta indagación. Todo ello significa enfrentar, una vez más, la pregunta por el profesor de filosofía, su relación con la filosofía e, incluso, el tipo de filosofía que recorre la atmósfera que compone el aula. Una pregunta siempre abierta y por ello mismo, siempre actual, siempre viva, siempre pregunta.

¿enseñar?, ¿aprender?, ¿enseñar y aprender?

En uno de sus textos, Jorge Larrosa se da a la tarea de pensar el leer -la experiencia del leer- desde la traducción. Se trata, precisamente, del texto Leer es traducir. Pues bien, en un juego de palabras, podríamos pensar que la enseñanza, como el leer, tiene que ver con ese antiguo arte de traducir. De este modo, parafraseando a Larrosa (2003, p. 110) e intercalando el vocablo «leer» del original por el de «enseñar» en nuestro artificioso ensayo -que, entre otras, tuvo lugar en medio del ejercicio de una clase cualquiera cuyo tema rondaba la enseñanza de la filosofía-, podemos decir lo siguiente:

«Enseñar es como traducir», y todo lo que hemos intentado abordar en estas clases, todas esas notas, ejercicios y reflexiones han rondado, desde distintas aristas, en torno a la condición babélica del enseñar y la enseñanza. Condición babélica aún más palpable en un territorio como el de la filosofía; ella misma, babélica. Podría sintetizarse todo esto con una sugerencia: tratar de pensar la filosofía y su enseñanza, no desde el punto de vista de la unidad y de la comprensión, sino más bien como transporte, como transmisión, como una tradición que al entregarse a la vez libera y se traiciona, como metáfora, como traducción. Pensar la filosofía y su enseñanza desde el punto de vista de la pluralidad y la dispersión. Desde la imposibilidad de la traductibilidad y la potencia de la in-comprensión. Bordear y transitar por el terreno de lo «in-comprendido» más que en los límites de lo ya dado, comprendido y teorizado. (Larrosa, 2003, p. 110. Paráfrasis del original).

Enseñar es, siguiendo esta línea de análisis, el acto que permite poner en diálogo dos lenguas, dos universos, dos geografías. Al menos dos pues solo así puede tener lugar aquel diá-logo. Comunicación que no puede reducirse a uno de los polos en contacto por cuanto dejaría de ser comunicación, vínculo, relación. La traducción es así un ejercicio de intermediación en el que se haya sugerida la idea de desplazamiento, movimiento; un abandono de lo que se es para asumir una nueva forma. Modificación que significa modelar lo que se es sin que ello signifique ser totalmente diferente. Esto último, en la radicalidad de su tono, solo será una cultivada posibilidad tras largos y repetidos procesos de modulaciones puntuales, mínimas, insignificantes. Estamos, pues, frente a algo de permanencia pero, a la vez, también algo de modificación.

El encuentro de dos lenguas (al menos dos, insistimos) permite, de este modo, la aparición de nuevas lenguas, nuevos sentidos, nuevas formas; es este acto de gestación lo que caracteriza y da fuerza al encuentro entre lenguas del que nos habla Larrosa y no solo la pervivencia de una de las lenguas originarias. Estas cosas nos invitan a pensar si, acaso, no es esto mismo lo que se juega en el enseñar. Quien enseña asume el lugar de «intermediario». Una situación bastante compleja, dispendiosa y, lejos de ser trivial, una labor que significa una aguda experticia y permanente atención. Ocupar el lugar inter-medio, en el caso de quien enseña como en el del traductor, significa estar en ambos puntos en tensión, en ambos puntos en conexión. Significa tener la capacidad de comprender a profundidad no solo los idiomas y gramáticas de cada lengua sino sus formas, desvíos y juegos con el fin de poder llevar sus sentidos y acentos de un universo a otro cuidando que no pierda su fuerza y vitalidad como lengua. Este conocimiento, esta capacidad de sumergirse en los dos registros es lo que le permite «estar en medio». Así, este carácter que asume el punto «inter-medio» del enseñante/traductor, del enseñar/traducir, lejos de ser un no-lugar, un espacio vacío y a medio terminar, es un espacio mucho más amplio, comprensivo y creador que el de ser mero instrumento o mediación. No asumir este carácter creador del enseñar/traducir es limitar la traducción a la trasliteración y la enseñanza a la instrucción. Sabemos que tanto la una como la otra distan bastante de la reproducción, del calcado o de la emulación. Ninguna lengua es idéntica a otra y, de hecho, cada una se compone de sus propios juegos de formas, significados y sentidos. A este tenor, el enseñar/traducir se presenta como acto creador de sentidos, constructor de lenguas, inventor.

Un elemento más dentro del análisis: aunque la finalidad tanto del traducir como del enseñar es la comprensión que el otro logre alcanzar, es decir, hacer comprensible aquello ininteligible en los horizontes y espacialidades de la lengua ajena, la traducción como la enseñanza tienen que ver, en primer lugar, con la comprensión del texto; esto es, la inmersión en la lengua extranjera por parte de aquel que se pone en la tarea de traducir, en la tarea de enseñar. La comprensión que el otro pueda llegar a alcanzar tiene que ver, en primera instancia, con la comprensión que tenga el traductor del texto a traducir. Por tanto, se trata de un ejercicio consigo mismo. Una labor que impulsa al sujeto a interpretar el texto, comprenderlo, apropiarlo, rumiarlo. Es un asunto de sí consigo por lo que la modificación inicia por el mismo sujeto que intenta enseñar o traducir y luego, como su “causa final” (en términos aristotélicos), con los asistentes, lectores o estudiantes. Esta singular cuestión nos permite dar un giro en la mirada que, como cosecuencia, nos aleja de la didactización y la metodologización en la que nos entrampa la centralidad del aprendizaje fijado como resultado de la enseñanza. Nos lleva a asumir el enseñar desde el punto de vista del ejercicio, de la ascesis, de la modificación de sí. Una mirada que nos vuelca desde la «enseñanza» al «aprender» -objeto de las reflexiones finales de este ensayo- y rescata el lugar del profesor como constructor de relaciones con el conocimiento y con el campo de saber, más que reproductor de teorías y sistemas conceptuales.

Ahora bien, como es de esperar, junto a la pregunta por el enseñar y la enseñanza aparece otra gran pregunta no menos compleja, vigente y, además, sustento de las apuestas que se asuman frente a esta relación. Se trata de la pregunta por la filosofía. ¿Qué es o cómo se concibe la filosofía en medio de las prácticas educativas? ¿Cuáles son los rasgos, límites y condiciones de la concepción de filosofía que atraviesa, explícita e implícitamente, las prácticas educativas? En síntesis, ¿Cuál es el rostro de la filosofía que asoma en la interacción que tenemos con ella cuando decimos enseñarla? ¿Qué tipo de interacción propone, posibilita y, a la vez, se proyecta en medio de la relación gestada entre la filosofía y su enseñanza?

giro al aprender, giro al sujeto

Pensar la enseñanza de la filosofía implica, tal como lo hemos expuesto, la pregunta por aquello que ha de ser enseñado. Y, en el caso particular de la filosofía, es una pregunta eminentemente filosófica además de pedagógica. Es, en estricto sentido, una pregunta filosófico-pedagógica si consideramos aquello que Hadot (1998; 2006), Foucault (2009), Jaeger (2010), Marrou (2004), entre otros, se han encargado de recordarnos, a saber, que desde sus orígenes grecolatinos la filosofía ha tenido que ver con la formación; preparación para la vida en la polis, formación de los sujetos que habitarán y participarán del espacio público. Filosofía, paideia y psicagogia se presentan entrelazadas, todas ellas respondiendo a la necesidad del cuidado de sí, el gobierno de sí y la atención sobre sí como preámbulo para la vida pública, la vida con otros, la vida política (Espinel, 2014, p. 6). Y aquí no sobra recordar el lugar fundamental que ocupa la polis en la vida de los antiguos griegos.

Enfrentar de esta manera los interrogantes que nos convocan, nos lleva a ensayar un giro en la mirada y apuntar en una dirección distinta del problema. No porque la mirada desde la enseñanza y la enseñabilidad se consideren desacertadas, sino porque la cuestión asume una corporalidad singular cuando es proyectada desde la territorialidad del sujeto que aprende. Objeto problémico que resulta del desplazamiento de la pregunta por la filosofía entendida como saber erudito o conocimiento (episteme) hacia una concepción de la filosofía asumida como ejercicio (ascesis), como actividad y, fundamentalmente, como práctica de sí (epimeleia heatou) en sintonía con lo que Michel Foucault y Pierre Hadot han hallado en el mundo griego.

Desde esta perspectiva a la que queremos dar forma mediante el viraje metodológico que proponemos, el objeto emergente que toma cuerpo se sitúa en el ámbito del aprender.3 Noción que fija la mirada en otras regiones del problema y permite hacer otras preguntas, preguntar de otro modo. ¿Qué significa aprender? ¿Qué implicaciones trae consigo este desplazamiento desde la enseñanza al aprendizaje? Particularmente, en el caso de la filosofía, ¿estamos ante la preeminencia del aprender o del aprendizaje? Aquel, el aprender, en tanto acción insiste en la actividad, en la ascesis, en la modulación que pone su eje gravitacional en el sujeto; el segundo, el aprendizaje, en tanto forma sustantivada tiende a poner el asunto en el efecto de una acción, el producto de un proceso, el resultado de una intervención. Por esta razón es un asunto que ha sido tratado ampliamente desde las geografías de la psicología, las tasas de rendimiento y la eficiencia escolar. Dos enfoques distintos con anotaciones disímiles. El primero, más cercano al enfoque filosófico que pretendemos potenciar, el segundo -el centrado en el aprendizaje- más cercano a cierta psicologización del acto educativo, en una actualización camuflada de la cosificación de la filosofía, su enseñanza y sus contendidos. Contenidos que, en el imperio de su transmisibilidad, fosilizan, asfixian e inmovilizan la vitalidad de la filosofía y la fuerza del ejercicio filosófico.

Todo ello plantea un nuevo cuerpo de interrogantes: ¿en realidad, podemos deshacernos tan ligeramente de la pregunta por la enseñanza? ¿qué tanto podemos dejar de lado la pregunta por la enseñanza cuando nos ubicamos en espacios como un aula de filosofía? ¿qué tipo de amalgama acerca a la enseñanza y al aprendizaje, al enseñar y al aprender? ¿qué tanto requiere el aprender del enseñar? o, en un giro de tuerca más, ¿qué tanto del aprender hay en el enseñar?

Curiosamente, la misma tradición pedagógica ha llevado a naturalizar la relación entre enseñanza y aprendizaje al punto de considerar, sin reparo alguno, que todo acto de enseñanza implica un efecto, el aprendizaje. Cadena causal que, desde dicha perspectiva, explicaría y, además, permitiría organizar y controlar las múltiples acciones en el aula. De hecho, tal como lo muestra Walter Kohan (2011), se trata de una causalidad que ha sido perpetuada en la diada enseñanza-aprendizaje dejando de lado toda una serie de interrogantes que estarían a la base de esta relación entre enseñar y aprender. Por ejemplo, ¿puede enseñarse sin que haya alguien que aprenda? ¿Puede aprenderse sin que haya algo o alguien que enseñe? ¿es posible “aprender” filosofía? Y si lo es, ¿qué es posible aprender de ella: contenidos, acciones, normas, competencias, actitudes, ejercicios?

Una distinción no siempre presente y que Silvio Gallo (2016, p. 66) bordea desde su lectura de Diferencia y Repetición de Gilles Deleuze (2009). En filosofía y, en consecuencia, en la enseñanza de la filosofía, estaríamos frente a un acto: el acto de salir de una condición de no-saber hacia una condición de saber. Esta transición de una condición a otra es lo que podríamos llamar aprender. Es un tránsito, un andar, un buscar. En este sentido, el aprender para Deleuze es un acontecimiento y, sobre todo, un acontecimiento en el pensamiento.

Este carácter de acontecimiento, de eventualidad en el pensamiento que significa el aprender trae consigo todo un conjunto de implicaciones dentro de su ejercicio en el aula. En su calidad de acontecimiento, el aprender es algo imprevisible lo que significa que el maestro no tiene ni puede tener control sobre ello. En otras palabras, el maestro no está en condiciones de predecir, con ningún tipo de certeza, los efectos que va a producir su acción, ni su voz y, menos aún, los resultados de la intervención que suele remitirse como enseñanza. Lo cual tampoco significa que el lugar de la enseñanza desaparezca instantáneamente del espectro. Quizás, lo que se presenta es un desprendimiento paulatino o, lo que sería lo mismo, la intensificación de uno de los aparentes extremos.

Bueno, para volver con las formas de actualización de la pregunta que caracterizan estas ideas preliminares y, por tanto, aún experimentales, aquí estamos nuevamente frente a otra serie de interrogantes a realizar: realmente ¿se trata de dos extremos -enseñar y aprender- en medio de la bipolaridad planteada?, ¿se trata de un continuum dentro de un mismo curso o, por el contrario, se trata de la tensión constituyente de uno y otro en algo más amplio que, por su carácter, excede a cada uno de sus términos tomados por separado? ¿Son dos extremos en puja y, por tanto, en comunicación permanente o dos términos separados uno de espalda al otro? ¿Cuál es la relación entre enseñar y aprender? ¿Puede plantearse una única relación? En suma, ¿La relación que hallamos en el aula de filosofía entre estos términos puede caracterizarse como una cadena causal, como tándem, como dualidad o quizás, como conjunción?

Cuestionamientos cuyo mayor efecto consiste en poner en entredicho la normalización de la relación causal entre enseñar y aprender. Ponerla en suspenso, hacerla tambalear. Así pues, el maestro puede enseñar y diseñar toda una serie de estrategias, pero no puede controlar el aprendizaje que tiene lugar en el estudiante y en medio del plano espacio-temporal del aula. Ello pertenece a la intimidad de quien aprende (Havelock, 2002). Silvio Gallo (2016) afirma que, con estos planteamientos desnaturalizadores de la relación entre el enseñar y el aprender, Deleuze también efectúa una honda crítica a la pedagogía moderna sustentada en la creencia que el maestro tiene la potestad de prever lo que enseña y con ello, ejercer control sobre lo que aprende el estudiante. De allí la preponderancia de la evaluación (reducida a calificación) como mecanismo para identificar la calidad y cantidad de aprendizajes alcanzados por los estudiantes; así como la omnipresente preocupación de cara a la eficacia de las estrategias y esfuerzos invertidos en el aula.

En el fondo, la bina enseñanza-aprendizaje se sustenta en la centralidad de la transmisión dentro del proceso educativo y, en consecuencia, reduce la enseñanza a la instrucción, la comunicación de información y la transmisión de paquetes de contenidos pre-hechos. En este mismo orden de ideas, el evaluar asume la reducida función de constatar qué tanto ha memorizado y reproducido el estudiante de lo que el maestro le ha transmitido. Enseñar, desde esta óptica, no es otra cosa que transmitir, ceder, donar, transferir y la enseñanza, a su vez, un proceso que puede ser medido, parametrizado e incluso, con ayuda de la evaluación, ajustado de acuerdo a los resultados obtenidos o que se desea obtener.

ecos de la racionalidad explicadora

“«Explicarse» es muy difícil” afirma Deleuze en la primera línea de una entrevista con Claire Parnet (Deleuze & Parnet, 2013, p. 5). Explicar significa poner límites, delinear, diferenciar. Una tarea bastante difícil si se considera el carácter complejo de las cosas y, aún más, de los pensamientos, puesto que nunca van o están solos o solas. Las cosas siempre habitan un ecosistema, es decir, siempre se encuentran acompañadas por otras cosas; es más, su existencia y la manera como existen se deriva de su relación con esas otras cosas y su medio. Un medio que, a su vez, no es la simple suma aritmética de las cosas. Aún más compleja es esta condición ecosistémica en la esfera de los pensamientos. De otra parte, las ideas de las que se constituyen los pensamientos, no aparecen de manera espontánea, al menos, no es usual que suceda. Generalmente, aparecen en escena provocadas por otras ideas, otras conexiones, otros pretextos. Entonces ¿cómo poner límites a un movimiento que nunca acaba?

Ahora bien, si explicar es ya difícil, explicar-se es aún más complicado. Dar-se a entender. Dar-se, exteriorizar-se, como si fuese posible abrir-se para que otro pudiese ver en el interior. ¿Cuál “interior”? ¿Es posible señalar un “exterior” frente al cual se sitúe profilácticamente la interioridad? ¿Existe acaso un “interior” frente al cual se demarque claramente la exterioridad? En fin, dentro de esta caprichosa relación interior-exterior (inmanencia), explicar-se tendría que ver con poner fuera aquello que, las más de las veces, ni siquiera podemos atrapar. Comúnmente, ni siquiera sabemos que está ahí pues más que «decir», en realidad, somos «dichos». Se trata del extraño mundo de los pensamientos.

Sin embargo, el conversar, el dialogar, desprendidos de la obsesiva preocupación por teorizar, explicar, definir, por paradójico que luzca, nos permite adentrarnos en este extaño mundo y asomarnos a aquello que queremos apreciar, bordear, abordar. Aproximarnos a ese devenir que somos. En efecto, el vocablo “conversar” inicia con la particula “con” pues tiene que ver «con otro», un otro que está fuera; un otro que no soy yo; un otro que desborda los límites de mi hablar y pensar y, sin embargo, estando frente a mí, me obliga a pensar y exceder tales límites para poner en palabras audibles aquello que late en el silencio. Un silencio extraño pues es un silencio que, fronteras adentro, no para de gritar, de hacer ruído, de inquietar y palpitar. Es la afonía del pensamiento que, de vez en cuando, se muestra inverbe en la exterioridad, aunque en la intimidad retumbe y luche por salir, por tomar cuerpo, por hacerse palabra.

Haciendo eco de la palabra inaugural4 de Deleuze, explicar-se es muy difícil. Razón por la cual el arte de hablar, el arte de conversar -se nos antoja- está en condiciones de ser asumido como actividad terapéutica cuando se trata de asuntos tan profundos e íntimos como los pensamientos, como la filosofía, como el aula de filosofía. Un arte que, olvidado, ha sido desplazado por la hegemonía del soliloquio, el monólogo y la exposición. La pretensión de querer explicar, la creencia respecto a que todo puede ser explicado, ha obliterado la potencia del diálogo cuando enfrentamos asuntos que, por su naturaleza, no pueden ser descifrados, delimitados, definidos. Dentro de la racionalidad calculadora, convencida que todo lo puede controlar, embedida por aquello que Wittgenstein (1968, pp. 45-46) llamaba el ansia de generalidad y exactitud, parece impensable que exista algo que no pueda ser explicado.5

Está prohibido, dentro de la academia -si se ha de preciar de seria y rigurosa-, que se desista de la explicación. Al aula asistimos a escuchar y reproducir explicaciones. A la escuela acudimos para ser explicados lo cual, casi siempre significa, ser modelados de acuerdo a las explicaciones de otros; definirnos a nosotros mismos y dar forma a nuestro pensamiento desde la supremacía de la explicación. Un entrenamiento en la explicación para ser sus emisarios y replicadores. Una racionalidad explicadora -de la que ya advertía Rancière (2007) en torno a la enigmática figura del profesor Jacotot- que lucha por ocultar la excedencia que significa la incertidumbre, lo inexplicable, lo inasible, lo in-delimitable, lo desmensurado dirá Sloterdijk (2010, p. 21).6

Dentro de esta racionalidad explicadora que a la vez es enmudecedora por cuanto se sostiene desde el soliloquio, la pregunta pierde validez, pierde cuerpo y, cuando aparece, figura como simulacro. Ciertamente, de manera recurrente se emplea la fórmula de la pregunta para expresar algo que en el fondo ya se sabe; de vez en cuando se formula la pregunta para permitir reafirmar lo ya sabido. Incluso, se pregunta para, desde lo ya sabido, invalidar los planteamientos del otro. Se pregunta para ratificar la certeza propia o la de otro. Entonces, ¿qué tipo de pregunta es esta? Tal vez se trate de una pregunta retórica; una estrategia discursiva que, aunque expresada en otra dirección, no alcanza a escabullirse de la racionalidad explicadora. Y no lo logra porque no pide salir de ella, no es su interés desbordar la ruta explicadora, no aspira a abandonar la certidumbre de la explicación.

La pregunta, la pregunta que inquieta, es la pregunta incómoda. Por ello se deja fuera de los aposentos de la exactitud, la certeza y la explicación en la que parece haberse convertido el salón de clase. Y es incómoda, no porque pueda contrariar, invalidar lo dicho o refutar la certeza divulgada. Ello, en últimas, es relativamente sencillo de resolver mediante la creación de una nueva explicación, una nueva certeza en la cual creer. Es incómoda por razones aún más severas. Es incómoda porque ante ella no se tiene respuesta. Es incómoda porque nos aboca al terreno de la incertidumbre. Ello sí que resulta incómodo para una racionalidad que se ha acostumbrado a habitar y respirar la certeza. Salir de allí, abandonar la esfera de la certeza, produce cierta sensación de asfixia.

Por todo ello, la pregunta modelada desde la incertidumbre es temida y evitada. Sin embargo, es la pregunta propiamente filosófica cargada de asombro, deseo e inquietud. Una pregunta que incomoda puesto que nos enfrenta con nosotros mismos y lo que decimos saber. Nos confronta con las certezas, incluso, con aquella certeza más enconada relacionada con la convicción que podemos alcanzar certezas. No sé si podamos alcanzar certezas o no, de hecho, si lo vemos con cierta precaución, cualquiera de las dos posturas que implica la formulación es ya una suerte de certeza. La una desde el dogmatismo, la otra desde el escepticismo. La «in-certeza» es, precisamente, esa sensacion incómoda que nos conduce a buscar respuestas, a escapar de esa situación molesta. Escapar de la pregunta, tal como lo plantea Deleuze. Una pregunta que, dado su carácter de incertidubre, nos habita y no cesa de gritar, de retumbar. Intento de escape que, aunque solo intento, al fin y al cabo, implica movimiento. Este es el asunto de la conversación. Este es el asunto de la filosofía.

Ahora bien, para que la conversación no se convierta en monólogo es necesario que surja la interacción y, para ello, no basta con la motivación de uno de los inter-locutores. La relación requiere ser inter-personal, inter-media, en un escenario en el que se permitan escuchar y emitir distintas voces. Quizás esta sea una de las tareas más difíciles pues tiene que ver con el inter-és, con la voluntad, con la inquietud que implica una pre-ocupación.7 Una preparación que permita alentar la palabra a pronunciar así como los pensamientos a exponer, rondar, circunscribir. Sin pensamientos, sin inquietudes y sin deseos es imposible emprender un diálogo, un diálogo actuante y modificante. Por ello, no basta con la motivación; es necesaria la preparación, la rigurosidad y el respeto por el otro materializados tanto en la escucha atenta y activa como en el cuidado y elaboración de lo que va a ser dicho.

plagio y repetición

Pasando a otro tópico, todos de alguna manera, en tanto enfrentados al acto de educar y al estudio, tenemos algo de coleccionistas pero también algo plagiadores. El reto será salir, paulatinamente, de ese tipo de estudio acumulativo. Sin embargo, hay que decirlo, cada plagio contiene algo de creación. Cada colección establece su propio orden. Cada idea nueva se encuentra atravesada por el cuerpo de ideas que la antecedieron y suscitaron. Tal como ocurre con estas ideas que resuenan, a su vez, con algunas pistas agambenianas y, particularmente, con algunas reflexiones de Mercedes Ruvituso en una de sus conferencias en Bogotá sobre el autor italiano.8 Juego entre plagio y originalidad, tensión entre originalidad y plagio. No es claro, a ciencia cierta, el orden de la relación. Quizás ni siquiera exista orden secuencial en ello. Tan solo acontecimiento, eventualidad. De hecho, la originalidad en su imposible posibilidad, bebe de otros, se nutre de ideas circulantes; bebe de problemas ya ideados, puestos en marcha. La originalidad, aunque entendida frecuentemente como espontaneidad, en su seno lleva consigo, por mínimo que parezca, algo de plagio, de imitación, de repetición, pero también algo de creación, de desvío y actualización.

De otra parte, todo plagio, toda copia también posee algo de originalidad y traición. Constituyen formas extrañas de novedad e irrupción. El movimiento desde el escenario “original” hacia el nuevo territorio tiene, en sí mismo, algo de desterritorialización y reterritorialización y, por tanto, de apropiación. No obstante, no es solo el desplazamiento desde un horizonte de sentido a otro, puesto que implica, necesariamente, la reconfiguración de las formas como fue dicho, la articulación con nuevos problemas y elementos del paisaje y, por tanto, con formas diversas de decir y habitar. Movimiento que tiene que ver con la compleja tarea de la traducción y, por tanto, con la compleja tarea del profesor. En definitiva, movimiento de reterritorialización en el que se llega a ser distinto sin ser totalmente otro y sin poder escapar, de manera definitiva, de lo mismo.

¿Qué significa entonces conservar? ¿Qué significa conversar? Puesto que la conversación tiene algo de conservación y, por su parte, la conservación hereda algo de la conversación. Tensión entre viaje y encuentro, entre actualización y forma de mirar. El mirar, por ejemplo, es un acto desde la exterioridad, esto es, desde la exterioridad que desata la imagen observada. La imagen no atrapa, no puede atrapar la mirada; sin embargo, la suscita, la provoca, la dota de objeto. No se observa el vacío ni en el vacío, se observa algo; un objeto que se hace imagen, por ejemplo. Tampoco es una mirada de sí mismo sobre sí mismo, no en este caso. La imagen suscita una mirada, un tipo de mirada; es decir, no solo suscita el acto de mirar sino que da forma a la misma mirada, la trastoca. Por tanto, podríamos decir que la mirada sobre la imagen genera otra forma de mirar, resulta afectada. No puede volverse a ver lo mismo después de la experiencia con la imagen. Esta experiencia da forma a los ojos que miran mientras que, a su vez, los ojos que miran también actúa, de alguna extraña manera, sobre lo observado. Doble juego de creación y modificación.

En este sentido, podemos decir que la mirada crea. Crea -hasta cierto punto- el objeto observado dotándolo de singulares sentidos e incluso, bajo el efecto interpelante de su mirada, haciéndolo arte, obra de arte. ¿Qué sería de una obra de arte sin un ojo que la aprecie?, ¿sin la contemplación, la atención y la suspensión que configura la atmósfera que la rodea y la hace arte? Pero, de otra parte, también es cierto que la obra de arte (el objeto mirado) crea, afecta, actualiza la forma de mirar. Si bien parte de una materialidad, de un conjunto de técnicas, intencionalidades y acumulados culturales condensados en aquel objeto mirado, ella -la mirada- no puede agotar todos los sentidos, todas las posibilidades, todas las formas de mirar. Justamente allí reside la fuerza del arte, a saber, en la posibilidad de despertar miradas, pluralidades, impactos, experiencias y singularidades. La mirada, en este sentido, se hace disruptiva. La mirada tiene la posibilidad de romper sentidos y configurar otros nuevos, incluyendo el paradójico silencio. El arte se traduce en la potencia de los sentidos arrojados y abiertos. Incluso, hace del silencio una manera de decir, una manera de hacer, una manera de mirar. Si lo apreciamos de cerca, el silencio es la posibilidad de la contemplación, del estudio, de la suspensión en torno a la imponente palabra explicadora.

La repetición y la creación, el plagio y la originalidad, así como la traducción y el enseñar, se mueven en el juego entre el pasado y el presente, entre actualización y apropiación que revela cierta inmortalidad de las ideas. Ciertamente, los pensamientos y los interrogantes se resisten a morir. Perviven, se actualizan y reinventan en la voz, en la palabra, en la mano del artista, del escritor y del profesor. De esto se trata el enseñar, el traducir y el pensar.

reflexión y creación

“Pero no basta con reflexionar solo, a dúo o entre varios. Sobre todo nada de reflexiones”

(Deleuze, 2013, p.5).

Ahora bien, veámoslo desde otro ángulo. El pensamiento más que reflexión, es un acto de creación. Reflexionar, por sí mismo, tiene que ver con el reflejar, volver sobre algo para reproducir, repetir, reforzar, constatar, blindar. Dar vueltas alrededor del mismo punto sin salir de la circunferencia que dicha circularidad traza. De hecho, para la reflexión poco importa salir de la circunferencia, del sitio habitual del recorrido. Se ata al mismo punto y a la misma geografía sin pretender salir de ella. La forma nuda del reflexionar parece coincidir con una suerte de flexión que vuelve sobre sí, sobre lo mismo.

Nada más contrario al pensamiento, al pensar, al ejercicio filosófico como efecto del pensar. El pensar, afirma Deleuze, es creación, obliga a crear incluso en aquellos casos en los que, aparentemente, se piensa sobre la misma cosa. Y hago énfasis en ese “aparentemente” en cuanto el efecto de la problematización que implica el pensar da forma a nuevos objetos, nuevos problemas, nuevas “posiciones del problema”. En este sentido, aunque se ronde alrededor de un mismo tópico, no podrá ser el mismo pues la acción del pensamiento, de la pregunta, del examen significarán otras formas de aparecer y, en un eterno movivimiento, otras formas de preguntar. A ello se refiere Cerletti (2008) cuando, citando a Badiou, habla de la “repetición creativa”. Es esto, precisamente, aquello que hemos comentado en apartados anteriores.

Aunque en una clase de filosofìa transitemos por los mismos textos, los mismos interrogantes, las mismas formulaciones, depende de nuestra labor como profesores, como caminantes, el que los caminos se hagan distintos y los parajes aparezcan diferentes, nuevos, otros. La labor del profesor que pretende hacer filosofía en el espacio vivo del aula, se concentra en inventar otras formas de transitar el camino, otros rumbos, otros puntos en los cuales enfocar la mirada. El asombro, del que tanto se nos habla en la propedéutica filosófica, quizás tenga que ver con eso, con mirar con otros ojos, mirar de otro modo. No es el paisaje el que, en últimas, garantiza el mirar de otro modo y con ello la sorpresa; es la forma de mirar y los lugares desde los cuales se divisa lo que hace nueva la experiencia, lo que la hace experiencia. Y, una vez más, esto quizás tenga que ver con la experiencia personal de la filosofía acentuada en el aprender. La potencia de la experiencia del profesor que recorre nuevos rumbos por sendas ya visitadas o no, permiten vivenciar el asombro, la sorpresa, el deseo de caminar en esos otros que acompañan dicho trasegar. La fuerza de la experiencia resuena más allá de las fórmulas, protocolos y prescripciones.

Hay una gran diferencia entre un mapa y el emprender la expedición. Lo primero es un gran apoyo pues la ruta seguida por otros permite adquirir cierta confianza; indudablemente, las recomendaciones de esos otros facilitan el hacerse de buenas herramientas para adentrarse en el terreno, pero nada de eso es, en sí mismo, el caminar, el expedicionar y, mucho menos, el terreno a explorar. Creo que esta metáfora, algo trivial, nos permite identificar al menos dos formas de entender el aula de filosofía. Aquella que muestra el mapa, advierte las recomendaciones y recorre las geografías agrestes del terreno desde la comodidad y seguridad que brinda la distancia (la de la cátedra, el estrado o el escritorio, por ejemplo). Estos son los tipos de aulas que se enfocan en inventariar las grandes teorías, enumerar los pensadores que transitaron esas sendas y que son reconocidos como filósofos. Son aulas que se encargan de implementar estrategias que garanticen la retención memorística de las instrucciones, lugares y peligros más relevantes. Frente a ella se asoma otro tipo de aula. Es aquella que arroja a la búsqueda del camino. Aquella que, sin dejar de aportar herramientas, lleva al territorio y advierte la eventual necesidad de contruir nuevas herramientas, mapas y sendas. En este caso, el interés se cierne sobre el caminar más que en seguir la ruta prefijada por el mapa. Un caminar que no se reduce al movimiento coordinado de los pies. Un caminar que tiene que ver con la complejidad de lo que se es, con el ver, el oir, el sentir, el descubrir, el inventar, el imaginar, el temer, el perderse, el confrontarse, el dudar, etc. Es todo esto y no el mapa, lo que compone el caminar.9

derivas últimas, rumbos nuevos

Finalmente, vuelta a la pregunta inicial, ¿qué es enseñar? Usualmente, enseñar se asemeja al mostrar, transmitir y, por tanto, al reproducir. Retomando una de sus acepciones, el enseñar puede significar conducir la mirada o facilitar el acercamiento a lo que ya está hecho. En este sentido es un mostrar. Si es algo que ya está hecho entonces lo que hace quien enseña es permitir que los recién llegados, los extranjeros, visitantes e iniciados, tengan cierta relación con lo ya dado. El “enseñante”, en este sentido, se convierte en un guía o un mediador pero, en ningún caso, en un creador ni artífice de su propia obra. El enseñante se limita, pues es su función, a conducir hacia verdades ya dadas y contenidos establecidos frente a los cuales nunca deja de ser “turista”, visitante ocasional e iniciado. Su labor no supera el lugar del mediador entre los visitantes y las obras de otras culturas y autores, frente a las cuales nunca dejará de ser extranjero, extraño, ajeno, intruso.

Podemos afirmar, con total seguridad, que la labor del enseñante dista bastante del trabajo del profesor. Dudo bastante que el profesor restrinja su labor a replicar y mediar entre un visitante y el lugar teórico en cuestión. Es mucho más que eso. El profesor no solo muestra, por el contrario, construye en la medida que enseña, aprende mientras conduce; explora a través de los caminos ya andados, navega mediante la mirada de los otros; crea nuevas rutas y formas de mostrar, de decir y habitar. El profesor no puede mantenerse silente e impávido frente a lo que enseña pues mientras enseña piensa en lo que enseña, piensa en los sujetos que le escuchan y piensa en las conexiones con otros temas, objetivos y escenarios. Todo esto nos invita a pensar que el profesor no solo muestra, sino que ese acto de mostrar también tiene algo que ver con el re-crear. Con el desterritorializar para luego reterritorializar en aquel movimiento que implica el acto de traducir que embebe su labor.

Por supuesto, este acto de re-crear no es algo espontáneo, ni mecánico ni, mucho menos, pueril. Ello requiere de una preparación y, por tanto, de una dispocisión. Requiere de la preparación que implica el estudio, pero también la invención que implica la revisión. Requiere de la disposición que afila la percepción, la sensibilidad, la inquietud y el deseo… sobre todo, el deseo. Disposición y preparación para la modificación y la acción inicial sobre sí mismo. En este sentido, la labor del profesor es, en primer lugar, una acción sobre sí mismo. Por esta razón, no puede ser reducido al simple trabajo técnico, mecánico y repetitivo al que parece confinarlo esa anquilosada concepción de la enseñanza como transmisión. Definitivamente, un profesor es algo más que un instructor.

El profesor se da a la tarea de pensar su objeto de enseñanza y las maneras de enseñar. No se limita a perpetuar y reproducir manuales y protocolos. Ni siquiera se limita al hecho de transmitir consolidados y certezas. El profesor está dispuesto a desbordar lo ya dado, lo establecido, pues su interés radica en la relación o relaciones que puedan establecerse con dichas estructuras y acumulados, más que la fidelidad a dicha tradición. El profesor, siguiendo este hilo, de vez en cuando se hace traidor, forajido, desestabilizador; esa es, precisamente, su tarea: disponer para el pensar, disponer-se a pensar, preguntar junto con otros, interpelar e interpelarse. En este sentido, más que guardián, se hace artífice de su obra, de su propia obra, de sí mismo y de los otros en la medida que propicia el escenario para que esos otros inicien y se inicien en ese trabajo emprendido por los griegos (alrededor del siglo IV a.C) a través de la forma de vida que en occidente adquirió el nombre de filosofía; esto es, hacer de sí mismo una obra de arte.

Enseñar, entonces, tiene la posibilidad de hacerse creación. El acto de enseñar propicia, moviliza y dispone a enfrentar, cuestionar y, de vez en cuando, torcer las relaciones con lo que ha de ser enseñado y, en esta confrontanción, alterar las formas de lo enseñado. Enseñar filosofía, en este sentido, significa hacer filosofía o, al menos, darse a la tarea de pensar filosóficamente el acto mismo de enseñar y, en concreto, el acto de enseñar filosofía. Allí radica la fuerza de la pedagogía y su relación intrínseca con el ejercicio filosófico (Espinel, 2014).

El hecho de llevar la filosofía a la espacialidad del aula -y en un momento volveremos sobre este movimiento enunciado en “llevar la filosofía al aula”- significa, en sí mismo, un acto de adecuación, de alteración, de modificación. La espacialidad del aula imprime características específicas a los saberes que allí circulan y a los sujetos que la habitan. El aula constituye, instituye, da forma -una determinada forma- a sujetos y contenidos. Esto ya lo mostraba, con no pocos reparos, Yves Chevallard (1991) en sus estudios iniciales alrededor de la didáctica y la transposición didáctica. Muy a su manera y en coherencia con los propósitos de la transposición didáctica (noción que buscaba sustentar en el escenario francés de la década de 1980 en torno a la didáctica específica de la matemática) presenta la diferencia entre el objeto del saber, el saber a enseñar y el saber enseñado. Una vez se pone en juego con los elementos constitutivos del aula, ese saber erudito no puede seguir siendo lo mismo. Así, el aula atraviesa los filtros de la experiencia y reconfigura dichos saberes, posibilita los ritmos del estudio y moviliza procesos de subjetivación propios de la vida escolar.

Es en esta dirección que podemos emplear la metáfora que expresa el “llevar la filosofía al aula”. Un saber erudito (siguiendo la conceptualización de Chevallard), creado en otras espacialidades para ingresar a la territorialidad del aula y asumir propósitos y maneras propias de la escuela. Pero esto solo es comprensible -y válido- hasta cierto punto, si se entiende la filosofía como un saber, como un acumulado de teorías y conocimientos. Lo cual ya es un problema si lo contrastamos con la concepción de la filosofía como experiencia, ejercicio o, incluso, como actitud tal como lo venimos rastreando. Temas a discutir que aún quedan abiertos para seguir abordando en otros lugares. Pero, en todo caso, si creemos los planteamientos del mismo Chevallard -al menos en este punto-, el saber que ingresa al aula es, necesariamente, transformado; por lo que la filosofía no solo entra, sino que es producida en el aula. En discusión e interacción con las voces y constructos filosóficos que la anteceden y desbordan, el aula es capaz de interlocutar, reconfigurar y, por qué no, re-crear los entramados filosóficos. Solo así es posible entender la posibilidad de filosofar, de asumir la filosofía como acción, en la espacialidad del aula. En otras palabras, la filosofía entra al aula para habitarla y ser habitada por ella. Dicha relación es, perdón que insista en ello, productiva, activa, disruptiva, inventiva. La filosofía ingresa al aula, circula en ella, atraviesa los sujetos que habitan en ella (a todos y todas) y, en cuanto acto experiencial, ella misma es modificada a la vez que logra modificar. Los ecos de la modulación resuenan tanto en los sujetos, profesores y estudiantes, como en las mismas formas de la filosofía. Formas de las cuales, la historia, los filósofos y las corrientes filosóficas también se han nutrido y reconfigurado.

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Recibido: 11 de Julio de 2020; Aprobado: 24 de Agosto de 2020

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