SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.17La infancia y lo (in)decible: poder ubuesco, resistencia y la posibilidad de la justiciaNecropolítica, gobierno sobre las infancias y educación del rostro índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Compartir


Childhood & Philosophy

versión impresa ISSN 2525-5061versión On-line ISSN 1984-5987

child.philo vol.17  Rio de Janeiro  2021  Epub 27-Feb-2021

https://doi.org/10.12957/childphilo.2021.56316 

Dossier "Infâncias e necropolítica: outros possíveis"

Dar infancia a la niñez. Notas para una política y poética del tiempo.

Dar infância a infância. Notas para uma política e poética do tiempo.

Give infancy to childhood. Notes for a politics and poetics of time.

IFacultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Buenos Aires, Argentina, Email: skliar@flacso.org.ar

IIFacultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Buenos Aires, Argentina, Email: dbrailovsky@gmail.com


resumen

El siguiente texto tiene por objetivo poner en discusión la idea de discrepancia entre niñez e infancia en el contexto de una época gobernada por los atributos de aceleración, auto-aprendizaje, conocimiento provechoso, privilegio del cerebro, división entre carencia y abundancia, anhelo de individuos exitosos, relación unívoca entre saber y utilitarismo y procesos educativos quebrados entre la experiencia igualitaria y la exigencia de rendimiento. La pérdida de la infancia en la niñez es, quizá, la pérdida de la infancia en la humanidad, despojándola del tiempo libre, de la posibilidad de ficción, de creación, de juego, de arte. La pregunta que recorre el artículo es, también, intentar dar cuenta de la cuestión: ¿qué supone escuchar las voces de la infancia en la niñez? ¿Qué hay en ellas? ¿Cómo apreciarlas en cuanto punto de partida de la reinvención de una educación distinta? El objetivo fundamental del artículo es el de construir una política y una poética del tiempo que, en su expresión estética y ética, indiquen la posibilidad de una travesía distinta en la educación para la niñez y para la infancia, en el sentido de la existencia de un tiempo en el que todavía, al decir del escritor Mia Couto, nunca es demasiado tarde.

palabras clave: niñez; infancia; educación; época

resumo

O texto que segue tem por objetivo colocar em discussão a ideia de discrepância entre crianças e infância no contexto de uma época governada pelos atributos da aceleração, auto-aprendizagem, conhecimento proveitoso, privilégio do cérebro, divisão entre careza e abundancia, procura de indivíduos exitosos, relação unívoca entre o saber e o utilitarismo e processos educativas partidos entre a experiência igualitária e a exigência de rendimento. A perda da infância entre as crianças é, talvez, a perda da infância na humanidade, tirando dela o tempo livre, a possibilidade de ficção, de criação, do jogo, da arte. A pergunta que o artigo percorre é, também, tentar dar conta da questão: O que supõe escutar as vozes da infância nas crianças? O que existe nelas? Como apreciá-las em tanto ponto de partida para a reinvenção de uma educação diferente? O objetivo fundamental do artigo e aquele de construir uma política e uma poética do tempo que, em sua expressão estética y ética, sinalizassem para a possibilidade de uma travessia diferente na educação para as crianças e para a infância, no sentido da existência de um tempo em que ainda, como diz o escritor Mia Couto, nunca é tarde demais.

palavras-chave: crianças; infância; educação; época

abstract

The following text aims to pose the question provoked by the of ​​discrepancy between infancy as defined in the work of Jean-Francois Lyotard and childhood per se, and to do so in the epochal context of an educational temporality governed by the attributes of acceleration, “profitable,” knowledge, cognitivism, rampant inequalities, an ethos of “success” at any cost, a univocal relationship between knowledge and utilitarianism, and a severe conflict between egalitarian organization and experience and the demand for performance. The loss of infancy in childhood is perhaps the loss of infancy in humanity, depriving it of free time, the possibility of fiction, creation, play, and art. The question that permeates the article is, what does it mean to listen to the voices of infancy in childhood? What is being articulated there? How might we appreciate those voices as a starting point for the reinvention of a different form of education? Our fundamental objective is to construct a politics and a poetics of time that, in their aesthetic and ethical expression, indicate the possibility of a different educational journey for children and childhood, based on the sense of the existence of a time for which it is never too late.

keywords: infancy; childhood; education; period.

dar infancia a la niñez. notas para una política y poética del tiempo.

introducción: época, aceleración y pérdida de infancia.

La escena se repite, es constante y vertiginosa, se ha vuelto habitual y no por ello menos extraña y angustiante: la prisa con la que el mundo convoca a los individuos para una existencia en apariencia dichosa, la celeridad y la docilidad con que parece acatarse tal invocación, la velocidad con que los principios enunciados mutan o desaparecen, y el tendal de abandonados y sin refugio que ven pasar sus vidas como si se tratara de un mal sueño, acechados por una persistente hostilidad contra todo desfallecimiento.

No es la única escena que define estos tiempos, es cierto, y podrían elegirse muchas otras, incluso del todo contestatarias, o más amables y civilizadas, pero es, quizá -en su descripción completa o en algunos fragmentos dispersos- la más decisiva para la mayoría de los individuos: el sentirse abrumados por la rapidez de la novedad, la necesidad de adecuarse a una sucesión repetida de imperativos construidos por burdos refinamientos del lenguaje y de la acción, el desprecio por la memoria del pasado y el ritual celebratorio del futuro, los cuerpos tambaleantes en el filo del agotamiento, y ni un instante -ni siquiera alguna comprensión o alguna compasión- para el dolce far niente.

Bajo las luces de neón de tiendas siempre abiertas, entre los apresurados caminantes destituidos del paseo, al borde de una alucinación mediática que asfixia las 24 horas, en un estado de sopor por la falta de descanso, frente a la tentación de un ideal determinado por el crédito y las finanzas, en medio de todas las capas superpuestas de signos que descreen del sentido trascendente hay, todavía, una larga pregunta en torno de lo humano que merece ser enunciada: ¿Qué se ha hecho de la vida en este mundo? ¿Hay vida más allá de la escena tecnocrática y lucrativa que tuerce y retuerce la mirada de la gente? ¿Acaso un mundo obsesionado por el éxito individual, a costa de verse solo la punta de los pies y apurar la muerte, hace vidas mejores? O, inversamente: ¿Hay vidas desprendidas de ese relato que harían un mundo mejor? ¿Vidas capaces de distanciarse del mundo hostil, de simplemente negársele, o bien desatenderlo, vidas detenidas o lentas, rebeldes, amantes de la filosofía del instante, de la soledad, de la lectura e incluso perezosas?

Confrontar el mundo con la vida pareciera ser apenas un mero ejercicio de abstracción o de vana filosofía; y separarlos, distinguirlos, alejarlos, esto es, sugerir la idea de hacer otra vida y protegerla de ese mundo tortuoso y penoso o ni siquiera dar cuenta de él, quizá resulte una quimera, una tarea improbable o casi imposible.

Cuando el mundo es hosco, cuando se destruye a sí mismo, apresurado hasta tal punto que la niñez pierde su infancia, ya asume y se asemeja a la vida adulta, y se masacra así el tiempo de la vida, se afecta su experiencia, su aprendizaje y su narración, el resquemor resultante puede ser acallado de una buena vez por la complicidad del silencio adaptativo, pero también puede ser audible de muchos modos diferentes, incluso en su provisional mudez.

La aceleración del tiempo, la aceleración humana del hámster o la hamsterización de lo humano, designa una temporalidad que se vuelve metáfora cruda, casi despojada de atributos, una metáfora literal si se nos permite la expresión contradictoria: la prisa, la urgencia, la ocupación del tiempo son apenas detalles de una sensación temporal que se presenta, en el mejor de los casos, como una compensación al cansancio y, fundamentalmente como el remedio a la mala pereza y a la maldita pérdida del tiempo, pues lo que vale, lo único que tiene valor en sí, es el apuro desmesurado.

El escenario de la aceleración puede describirse del siguiente modo: una flecha envenenada y sinsentido cuya dirección apunta hacia un estado de lucidez o de luminosidad permanente, atento, focalizado, puntual, que no pierde tiempo en acciones o gestos desprovistos de provecho o utilidad, y a través del cual ya no cuenta tanto el consumo o la productividad -pero cuyo valor sigue estando activo y vigente-, sino más bien el carácter comunicativo de los objetos preciados (Skliar, 2019).

La estrategia es sutil pero al mismo tiempo evidente: el consumo provoca un cierto grado de satisfacción y por lo tanto acaba en un determinado punto en tanto deseo; pero la necesidad de comunicación del consumo permanece y continúa, no finaliza con la compra ni con el consumo del objeto-nuevo, nunca se acaba.

Mientras tanto la vida privada se acelera hacia el éxito prometido en su misma auto-gestión empresarial y fenece frente a las exhortaciones ambiguas de sus mandamases: el individuo aferrado a la aceleración del mundo siente que todo es posible -es decir: que todo es comunicable-, que puede hacer cualquier cosa si se lo propusiera -y si no se lo propone o si no lo logra debe retroceder hacia la des-realización, pero por su propia culpa-, que ya no hay límites, que el mundo está aquí y ahora, por completo, en el presente fantasmagórico de una pantalla.

Al mismo tiempo, el individuo es receptor de mandatos contradictorios, incluso impracticables si los confrontáramos en los términos de una práctica sofística. Así lo expresa Michele Marzano (2011: 30-31):

El discurso de la mayoría de gurús de la gestión empresarial es manipulador, porque es a la vez seductor y falso. Es falso en varios sentidos. En primer lugar, se construye sistemáticamente sobre exhortaciones inconciliables (fenómeno del double bind), lo que significa que pide a los individuos una cosa y su contrario: rendimiento y desarrollo personal, compromiso y flexibilidad, empleabilidad y confianza, autonomía y conformidad (…) De la incoherencia de estas exhortaciones contradictorias nace el malestar contemporáneo.

Se trata de una temporalidad absoluta, sin piedad para con los débiles, que no perdona la fragilidad y en la cual todo aislamiento, reposo o descanso se vuelve superfluo o, para mejor decir, inconveniente. No hace falta ni parece posible dormir, mucho menos descansar y todavía menos soñar.

La sintética y contundente expresión 24/7 -veinticuatro horas por día, siete días a la semana- acuñada por Jonathan Crary (2015), que subraya la totalidad de un tiempo de estar despiertos, activos, consumidores, comunicantes, puede servir para pensar de qué modo somos objetos y sujetos de un acabado reality show más que de un relato plausible de ciencia ficción.

La línea habitual que distinguía con nitidez el tiempo alternado entre el trabajo y el tiempo de no-trabajo se va diluyendo hasta desaparecer; el trabajo, tanto si lo hubiera como si no, cubre completamente la dimensión real e imaginaria de lo humano: “En relación con el trabajo, propone como posible e, incluso, normal, la idea de trabajar sin pausa, sin límites. Está en la línea con lo que es inanimado, inerte o lo que no envejece” (Crary, 2015: 21).

De hecho, ya no viviríamos en una época de on-off -encendido-apagado- sino, a semejanza de las máquinas, en un tiempo de sleep mode: “La idea de un aparato en un estado de reposo pero todavía alerta transforma el sentido más amplio del sueño en una condición en la cual la operatividad y el acceso están simplemente diferidos o disminuidos. Se sustituye la lógica del apagado-encendido, de manera tal que nada está del todo ‘apagado’ y no hay nunca un estado real de descanso” (Ibídem: 24).

el tiempo infantil.

La semblanza de una época así caracterizada es, por consiguiente, refractaria a lo infantil. El tiempo infantil, en su infinita variedad, se apoya invariablemente en una vivencia del presente, en cierta indiferencia a los ecos -pasados o futuros- y a cualquier forma de productividad. Allí donde el adultocentrismo de la época embaldosa el tiempo, lo compartimenta, lo señaliza hasta el mínimo detalle y subordina los cuerpos a ese minucioso cronograma, las temporalidades infantiles, si acaso logran resistir al vendaval, desmenuzan cada instante y lo saborean.

Es en ese punto donde la aceleración toma también a la niñez, y nos hallamos ante el insólito desafío de recuperar el tiempo infantil para devolverlo a la niñez. Y esto implica cierto ejercicio de escurrirse de otros tiempos que buscan imponerse, de rescatar el tiempo infantil de cierta maraña de texturas que empañan su figura. El primero, tal vez el más claramente recortado sobre la pretensión de infancia, es el tiempo cuadriculado de los casilleros a los que los niños deben acomodarse. Conforme avanzan, un escaque tras otro, van satisfaciendo expectativas adultas y dejando atrás el tiempo infantil. Una versión usual de este encuadramiento del tiempo es la idea del tiempo-reloj que traza una agenda de “logros” -gatear, caminar, hablar, dibujar la figura humana, escribir el nombre, etc.- en los niños considerados “normales” -las comillas forman parte de la palabra “normal”- y una agenda de diagnósticos en los que no son pasibles de esa denominación. Las neurociencias aportan lo suyo al recordarnos que los niños, por ser niños, “tienen” ciertos tiempos de atención determinados, que sus pequeños cerebros vienen más o menos formateados a tiempos que deben ser respetados, y esto lleva a sostener que un docente debe conocer los tiempos cerebrales, pues estos van cambiando a cada edad o periodo de la vida, y conocerlos puede ayudar a ajustar los tiempos de atención reales en clase de una manera más eficiente. Tampoco es ajeno a esta domesticación del tiempo infantil el gesto colonizador de los cronogramas escolares. El cronograma escolar despliega el tiempo de los objetivos formulados en la planificación: un tiempo pensado hacia adelante, donde resuenan ecos de las jergas productivas. Así como los objetivos esperan “que los alumnos…” -hagan, puedan, les salga, etc.- el tiempo escolar a veces se puebla de señales que lo desinfantilizan. Los cronogramas, además, no están allí para hacer infancia, sino para volver al tiempo mercancía, para mensurar su eficiencia, que es algo así como lo contrario de una tesitura infantil del tiempo.

Un segundo lugar del que vale la pena rescatar tiempos infantiles es la idea de diversión, que viene atada a su par, el aburrimiento. Divertir, entretener, es un gesto casi automático que los adultos ejercen ante los niños, como si hubiera que rescatarlos, en todo momento y a toda prisa, de cualquier momento a solas con ellos mismos. Y aunque la risa infantil es poderosa y noble, y la diversión que viene de la mano del juego es territorio soberano de la infancia, la exigencia de llevar al plano del entretenimiento todo lo que sucede alrededor de la experiencia es -o puede ser, o lamentamos que a veces sea- una contracara de todo aquello. El hecho de que divertir sea también el recurso por excelencia de las publicidades, por ejemplo, ha sido un argumento recurrente de varios elogios del aburrimiento.

Alba Rico, por ejemplo, lo pone de este modo: hay dos maneras de lograr que alguien no piense, una es obligarle a trabajar sin descanso; la otra, obligarle a divertirse sin interrupción. Y en ese caso la referencia a la diversión no lo es al juego infantil, sino a la adhesión emocional superficial de las publicidades divertidas que nos mantiene capturados, prendidos a la expectativa de comprar -chiste banal mediante- el producto presentado. En este punto, el tiempo aburrido no es el enemigo de las infancias, sino que es un tiempo a solas con nuestros silencios poblados, que nos conduce a los laberintos interiores de nuestro pensamiento. “No hay nada más trágico”, concluye Alba Rico, “que este descubrimiento del tiempo puro, pero quizás tampoco nada más formativo” (Alba Rico, 2010: 71).

El tiempo infantil está también hecho de esa experiencia muchas veces denostada como aburrimiento. Pero es también el tiempo de la blanca soledad en la bañadera y de las largas tardes de siestas y fantasmas que luego serán pistas para volver, a cualquier hora y desde cualquier lugar, al tiempo infantil. La sola idea de infancia, pronunciada en la adultez, remite a las categorías temporales de la nostalgia -cuando se la evoca en el ayer- y la esperanza -cuando se la mira hacia el mañana, como una promesa-. Pero ambas son miradas externas a la propia vivencia de la infancia. Y es que la nostalgia y la esperanza son ecuaciones afectivas del tiempo: hablan menos de los niños que de los sentimientos adultos respecto del tiempo infantil. La patria temporal de la infancia sigue siendo el presente.

En la obra de Bruno Schultz (2008) se desliza la idea de ir hacia la infancia, de madurar hacia ella y no de regresar a la melancolía de un tiempo que ya pasó, que ya no es, que ya no está o, lo que es peor aún, que nunca existió. Tenía razón en advertir, en sus infernales tiempos de cólera y de guerra, que lo que podría salvarnos -si de salvación se tratara- es una idea de infancia distinta: un modo artístico de estar en el mundo, la infancia como la experiencia de una inexperiencia que nos acompañará toda la vida, la presencia de una cierta sabiduría venida de otra parte que nadie consigue nunca descifrar. Como bien lo dice José Luis Pardo:

Aunque sea como una referencia negativa, como eso que ya no podemos volver a ser, la infancia nos acompaña de por vida, entre otras cosas porque sin esa referencia constante no podríamos siquiera entender lo que significa ser adulto ni, desde luego, comunicarnos con los niños que nos rodean cuando nosotros ya no lo somos, esos seres misteriosos, llegados como de un planeta desconocido, que perturban el curso regular del mundo con su alegría enteramente inverosímil, inexplicable e inquietante, como un despropósito que, en su pequeño entorno, amenaza con poner patas arriba el orden de la naturaleza y el de la sociedad (Pardo, 2008: 172).

necropolítica y niñez.

Objeto y sujeto de la industria publicitaria, de entretenimiento y de tecnologías, la infancia se ha visto acechada en esta pandemia por una triple novedad: la de tener que recluirse en su casa, si la tuviera; la de recibir allí una forma distinta de lo escolar, y la de permanecer mucho más tiempo dentro de la mediación tecnológica, si la hubiera; una diferente percepción del adentro y del afuera, un golpe de realidad absoluto; una vinculación más larga e intensa con su familia; un preaviso de la seriedad con la que deberá tomarse el mundo y la vida.

También la infancia ha tenido que vivir en medio de un lenguaje adulto, de una conversación seria, de un modo de hacer resonar las palabras de otro modo. La sensación puede ser como aquella del personaje infantil de Marcas de nacimiento, cuando prefiere no escuchar el habla de los mayores y protegerse de esa forma errática y tensa de los adultos al referirse a sus tribulaciones: “Su tono suena a problemas y más problemas, así que dejo que las palabras tomen forma allá arriba, a la altura de la boca de los adultos, mientras yo me quedo cerca del suelo y observo los miles de pies que pasan apresurados en todas direcciones” (Houston, 2006: 125).

La rebelión se encuentra en la soberanía estética del instante, es decir, en el adueñarse del único tiempo no apresado por las redes de comunicación inmediatas, ni por las insulsas cronologías productivistas, ni por el abuso de la aceleración, sino por la pausa, por la hondura de lo incalculable. Es bien cierto que no se sabe lo que dura un instante, pero sí que su intensidad y magnitud se vuelve tarea incesante de la poesía -de cierta poesía- y de la filosofía -de cierta filosofía-; una tarea austera, aletargada, serena, que consiste, entre otras cosas, en oponer la vida contemplativa, la detención, a la vida de acción constante. Y el tiempo infantil, en tanto patria del instante, es - debiera de ser - escurridizo respecto de su aprisionamiento de tales coordenadas. Así lo sugiere Alex Pausides (2012) en su poema: “Si pasa amigos díganle / que partí rumbo a la infancia / Y que no vaya / porque allí sí tengo un sitio / inconquistable.”

La experiencia del instante, como ruptura contingente de la sucesión fatídica del tiempo, es común y corriente, incluso simple: algunos la llaman epifanía, y su contingencia no proviene ni es el resultado de ninguna extravagancia peculiar: “El instante tiene una potencia subversiva gigantesca. Es una experiencia temporal que es capaz de contrarrestar la velocidad a la que estamos sujetos. Permite huir del tiempo actual y de la lógica de la aceleración que arrastra todo tras de sí” (Concheiro, 2014: 115).

Acontece como si, de repente, un asombro o una perplejidad detuvieran la sucesión de los segundos, minutos y las horas, la mirada se abriese mucho más que de costumbre, se escuchase incluso lo imperceptible, y los misterios y las incógnitas de la vida se despertasen tímidamente.

La experiencia del instante ha sido vinculada frecuentemente al aión griego -en alusión al Dios de la eternidad-, es decir, a ese pasaje de sentido que es inmedible y relativo a lo que hay de más vivo en la vida y que, por ello mismo, no contiene ni un principio ni un final.

No por casualidad la mitología le atribuye la virtud de la generosidad -a diferencia del crónos, incesante y mezquino devorador del tiempo-, aquello que no puede ser planificado y que convida al acto en sí, por sí mismo, sin otra razón ni fundamento previo; tampoco es por acaso que se lo representara tanto bajo la forma de la juventud -la intensidad perenne- como de la ancianidad -el dueño del tiempo, inmóvil, detenido-.

¿Pero dónde está la infancia en esta época, dónde hallarla, en medio de tanto mundo obsesionado por el puro futuro, la urgencia de cada acto y la estrechez ambiciosa del presente?

La infancia no es la niñez, no es un espacio delimitado por la cronología del tiempo, no toma el cuerpo humano apenas los primeros cinco o seis años de vida, no tiene que ver con aquello que sucede a partir del nacimiento y se extiende por un breve tiempo, ese tiempo que describen con cierta soberbia o austeridad la psicología, la pedagogía o el derecho; no procede ni deviene de un rasgo de lo incompleto o de la carencia, de la incapacidad o la precariedad.

Es, para expresarlo con todo el énfasis posible, una experiencia singular entre un modo de cuerpo, un modo de lenguaje y un modo de tiempo, cuya duración es imprecisa -puede o no durar toda la vida- y que a veces -no siempre, y mucho menos en estas épocas- coincide con la niñez.

Desprender la infancia de la niñez permite considerar a la primera en términos literarios y filosóficos, como aquel instante que despliega de modo múltiple imágenes, personajes, atmósferas, signos, en una particular relación con el tiempo, un tiempo no-cronológico, abierto y en devenir, que muestra sus cualidades de intensidad, fragilidad, ahondamiento del instante, percepción poética, hábito de invención, necesidad de ficción, lenguaje encarnado, atención imprecisa, disociación o separación entre mundo y vida y, quizá, reencuentro entre la animalidad y la humanidad.

En esa distinción niñez-infancia hay también un propósito de separación de esta época que, como en otros momentos, también tiende a confundirlas e ignorarlas, desdichando al adulto como ser incapaz de regresar a la infancia y desdichando al niño al sustraérsele la posibilidad de permanecer en estado de infancia.

Pues éste es un tiempo que divide peligrosamente a la niñez entre la carencia y la sobre-abundancia o, para mejor decir, el mundo en que todas las vidas se definen a partir de su potencia o impotencia en la acumulación de bienes o su destitución y ausencia. Como si hubiera una niñez en estado de gracia y otra, bien distinta, en estado de desgracia. Como si, una vez más, el mundo aceptase gustosamente la imagen desteñida de una niñez que ha nacido en el pesebre de la buena suerte y otra en la intemperie ruinosa de la mala suerte. Como si ya no hubiera infancia en la niñez.

En síntesis: un niño o una niña deben hacerse adultos rápidamente y esa transformación supone la inexorable pérdida de la infancia, es decir, del tiempo libre, o de la libertad en el tiempo, o del tiempo liberado, a expensas ahora de una suerte de gravamen, seriedad, malhumor, verse rápidamente en la encrucijada por un futuro empleo, malversación de los aprendizajes vitales, reino cansino y maloliente de las utilidades y los provechos.

Nótese, en ese sentido, el cambio generacional de la pregunta del: ¿por qué?, hacia otra bien distinta: el ¿para qué? El por qué se inscribe en la búsqueda de un instante que se prolongue en encuentro -raras veces las preguntas infantiles se clausuran con una respuesta-; el para qué se incrusta en el imperativo de la utilidad. Pero adviértase, sobre todo, la ominosa carga que sobrellevan hoy los niños destituidos de infancia: el vínculo híper-tecnológico con el mundo, la cada vez más temprana preparación para el mercado, el tiempo ocupado, el cansancio, la medicalización de la atención y el comportamiento, el maltrato.

Lo que sigue parece un contrasentido o una expresión todavía mal formulada: habría que dar, ofrecer, donar infancia a la niñez y a la humanidad. Esto quiere decir, ni más ni menos, hacer de la infancia el único tiempo no-capitalista que la niñez y la humanidad pudieran habitar, a riesgo de que luego el pasado fuese solamente un mal recuerdo, y todo sea demasiado tarde: “La infancia no es un tiempo, no es una edad, una colección de memorias. La infancia es cuando todavía no es demasiado tarde. Es cuando estamos disponibles para sorprendernos, para dejarnos encantar” (Couto, 2011: 104).

La disponibilidad para sorprenderse, es decir, darse al tiempo del asombro fuera de la habitual monotonía del trabajo y del esfuerzo agotador, pareciera ser la más acabada descripción de la infancia: la sensación de estar en un instante en que nada pueda ser pensado como tardío.

Esa disposición particular de la experiencia marca la entonación para abrir otras cuestiones: ¿acaso es posible regresar hacia la infancia no siendo ya demasiado tarde? ¿Cómo se regresa a un tiempo en el que nunca se ha estado antes? ¿Regresar al mito de una atmósfera impar que fuera despreciada en su momento? ¿No será, entonces, el caso de madurar hacia la infancia en vez de pretender volver a ella?

Se deja ver entre estas preguntas, en un guiño más que evidente, la influencia de ese magnífico libro de Bruno Schulz, antes mencionado: Madurar hacia la infancia, en el cual el autor polaco reivindica la inmadurez existencial y creativa, haciendo de la vida un permanente batallar para alcanzar el punto máximo de genialidad y, entonces, desde allí mismo, comenzar a madurar.

Siguiendo sus palabras: se madura, pues, hacia la infancia pero no como un remedo a la mala adultez, la falta de lo perdido y ya nunca más hallado, la melancolía de lo que pudo ser y no fue, ni como una compensación regresiva que atempere los malos tiempos.

Entre sus relatos, El jubilado es una muestra desbordante de la disyuntiva recién planteada. Allí el personaje principal narra su estado de absoluta ligereza, independencia y musicalidad:

Un desemborracharse, así se podría denominar mi estado, un desembarazarse de toda carga, una ligereza de danza, un vacío, una irresponsabilidad, una nivelación de las diferencias, una disolución de todas las uniones, un relajamiento de las fronteras. Nada mi sujeta ni me oprime, no hay resistencias, tengo una libertad sin límites. Una rara indiferencia atraviesa levemente las dimensiones de mi existencia (Schulz, 2008: 351).

Es tanta la levedad del jubilado, tanta su sensación de libertad y ligereza, que ya está a punto de rozar y retornar a la infancia: faltará apenas un instante para que sea confundido con un pequeño estudiante y que sienta deseos de regresar a la escuela. Allí, presentado a sus compañeros como si fuera un huérfano, sentirá el placer del atolondramiento, escuchará atónito los dictados de sus maestros, apreciará el paso de la luz del día sobre las ventanas humedecidas y se volverá un coleccionista de piedras y de botones. Y su levedad será tanta, de tal magnitud, que acabará por salir volando por sobre los tejados, ascendiendo por los cielos entre los amarillentos y aún inexplorados espacios otoñales.

Infancia en la niñez, sí; infancia durante toda la vida, también; la infancia de la humanidad, por cierto: una percepción y no una concepción estática del instante. Así lo describe Wislawa Szymborska (2010: 78): “Evidentemente exijo demasiado: tanto como un segundo”. O en este otro fragmento: “Hasta donde alcanza la vista, aquí reina el instante / Uno de esos terrenales instantes / a los que se pide que duren”.

la conversación con la niñez, la conversación con la infancia.

La conversación entre adultos y niños nos enfrenta a cierta extrañeza. Hay algo de impostación que acude casi invariablemente a la hora de cruzar palabras en el territorio sin nombre de ese encuentro. Impostación didáctica si se trata de darle a la conversación una finalidad instructiva, impostación moral si se trata de orientarla a ciertos valores. Impostación, en fin, resultante de darle a las palabras una utilidad que complete la incompletud infantil que es, en principio, una incompletud de palabras.

La etimología de la palabra infancia suele leerse en esa clave: la falta de voz. Pero la voz latina infantia no expresa únicamente la incapacidad de hablar como habitualmente se entiende, ya que si bien el verbo fari designa la propiedad del habla, lo hace en el sentido de una posible inteligibilidad para los demás, de tal forma que en ese significado particular la referencia es a un habla discernible para otros, a ser comprendido por quienes escuchan. De allí el parentesco etimológico con la fábula, la fama y la infamia, todas alusiones a la palabra dicha en público, a la palabra trascendente.

Pero los niños y la infancia no hablan únicamente para ser comprendidos, o no adoptan estructuras de acuerdo a un interés en la firmeza del enunciado y el discernimiento de los demás, ni creen que el lenguaje sea algo que deba ser comprendido. Como dice Walter Kohan (2004: 275), infante es quien:

“(…) No habla todo, no piensa todo, no sabe todo. Aquel que (…) no piensa lo que todo el mundo piensa, no sabe lo que todo el mundo sabe, no habla lo que todo el mundo habla. Aquel que no piensa lo que ya fue pensado…”

.

Si la infancia es todo aquello que no habla lo que ya fue hablado o pensado es, en primer lugar, porque el lenguaje en-infancia tiene que ver con sostener la invención, antes que clausurarla. Infancia podría entonces no ser la ausencia del habla, sino cierta forma soberana de ejercerla. Podría no ser una incompletud en las técnicas de la comunicación, sino una forma de apertura a conversaciones inéditas, en las que lo inexorablemente nuevo se hace lugar.

No hace falta idealizar la voz infantil para verla desde la invención, antes que desde la imposibilidad: las preguntas infantiles, por caso, rara vez buscan sólo o principalmente una respuesta. Por eso, como hemos dicho, son reiteradas hasta el infinito: buscan prolongar el encuentro que la pregunta abre, extender el contacto de palabras, miradas y atención que tras la pregunta se habilita. Y por eso, probablemente, la falta de un apoyo transparente en la lógica adulta de la deducción y la argumentación puede pensarse como un terreno abierto, un tiempo intenso que - con mayor fuerza que muchos decálogos ordenados - nos invita al pensamiento.

Las preguntas y las respuestas, en ese sentido, no tienen que ver con la eficiencia de las partes en un diálogo, sino con la imaginación que la hace perdurar más allá de sus límites materiales. La alternancia del acto de preguntar y responder es, en clave infantil, un ritmo que estructura la conversación, un sostén de alteridad, antes que un plan argumentativo o un itinerario que va despejando un asunto. El punto de llegada, si acaso debiera haber uno, no es la hipótesis demostrada, sino la propia entidad de ese instante extenso que abre en el tiempo de la conversación una suerte de paréntesis.

Así, todos los asuntos son interesantes, justamente porque la conversación no es una trampa para juzgar conocimientos, ni un duelo entre puntos de vista, sino un espacio que se habita en forma conjunta. Una cualidad de ese espacio es su forma triangular: entre las voces infantiles -de adultos y niños- siempre hay una terceridad, en invariable representación del mundo, que es contemplada y a cuya luz se conversa. La luna, la lluvia, un objeto roto, un nombre, un ruido, el silencio. O también: la mesa puesta, el llanto que acaba de apagarse, la escena cotidiana en la vereda.

Pero algo media siempre en la conversación de adultos y niños, abriendo espacios que se habitan a la luz de esa curiosidad insurgente que sólo se ejerce sin tapujos desde la infancia. Insurgente porque los chicos, lejos como los sentimos de las revoluciones adultas, son sujetos de un mundo que, en clave lúdica, se les abre a infinitos mundos posibles dentro de un mismo mundo. La curiosidad infantil no es una curiosidad que completa la figura, no es una curiosidad que busca la respuesta correcta: es una curiosidad que busca nuevas figuras escondidas en la nada indeterminada, y por eso es insurgente (Brailovsky, 2020).

La curiosidad impulsa su interés y lo hace acercarse fervorosamente a las cosas, y desde allí se siente acompañado por sus personajes inventados, porque su mundo es indócil, es original. Y cuando ese mundo es el escenario en el que adultos y niños se reúnen, cuando el terreno de ese encuentro rehúye de las posiciones idealizadas, romantizadas, tecnificadas, entonces hay conversación.

Santiago Alba Rico habla de las “madres de ambos sexos” para referirse a cierta posición de cuidado, opuesta a la lógica de las instituciones y las imposiciones. Lleva el espíritu materno más allá de la propia maternidad femenina, de un modo análogo al que podemos pensar el espíritu infantil más allá de la propia niñez. Y así como para Alba Rico hay madres de ambos sexos y hay mujeres que son hombres solteros, es posible pensar que hay infancias insinuadas en diversos cuerpos, y que hay niñez despojada de experiencia infantil.

“El cristianismo”, dice Alba Rico, “bautiza las almas de los niños cuando lo que hay que bautizar es el olor de la menta en la nariz de Lucía. La religión salva el espíritu de los niños cuando lo que hay que salvar es la intensidad del limón en los dientes de Juan… (…) Así de sacrílegas son las madres. Contra los dioses hacen las camas, contra los dioses enfrían la sopa, contra los dioses ponen termómetros, hacen trenzas, cosen la ropa; contra los dioses atesoran -y los limpian y los abrillantan- esos cuerpos que no quieren ceder a ningún ser superior. El padre «soltero» dice: «Quiero que seas ingeniero». Las madres de ambos sexos dicen: «Quiero que seas de carne y hueso». El padre «soltero» dice: «No me defraudes». Las madres de ambos sexos dicen: «No cojas frío»” (Rico, 2015: 115).

La frontera que separa la infancia de la adultez es, también y sobre todo, una frontera cultural. No sólo ni tanto porque haya culturas infantiles y culturas adultas, sino porque ambos se sitúan a distancias diferentes de cierta idea de lo natural y de lo cultural. El mundo es, desde una perspectiva adulta, un territorio a ser conquistado para subordinar toda naturaleza a la cultura. El mundo es, para la infancia, un conglomerado indistinto e indisociable de naturaleza y cultura. El encuentro de ambos requiere entonces de cierto desplazamiento respecto de ambas ideas: requiere alejarse de la naturaleza infantil -lo que se supone que los niños “son”- y de la apropiación cultural de esa naturaleza -lo que se supone que los niños saben, sienten, necesitan, el lugar que se les atribuye, etc.-.

¿A qué se llamaría, entonces, una buena comunidad para escuchar a la infancia?

A aquella experiencia que intenta, a veces serena y otras desesperadamente, hacer coincidir la infancia con la niñez y que esa coincidencia o transparencia ya no se desamarre jamás en la vida: sostener el hábito de la invención, ofrecer tiempo libre, mirar las acciones de los niños sin juzgarlas como apropiadas o inapropiadas, valorar la desatención, el desatino, crear pausas, alejarse de las formas abusivas de la normalidad y crear atmósferas de igualdad y de conversación. A aquella experiencia que permite ir hacia la infancia todo el tiempo que fuera posible, dándoles tiempos a los niños para que puedan conversar entre sí y con otros, fuera de la regulación del conocimiento abrumador de las leyes del mundo o con otra relación con esas leyes, donde el saber y el sabor no se opongan, se proteja la vida de ese lenguaje a flor de piel y esa piel a flor de lenguaje, y se puedan pronunciar todas aquellas cosas que todavía no tienen nombre: “Las cosas que no tienen nombre son más pronunciadas por los niños”, escribió Manoel de Barros (2002).

escuchar la niñez y la infancia durante la pandemia.

Ahora que se habla tanto, que se habla demasiado, o que no se habla nada, o que no se sabe qué decir, o que lo que se quiere decir es indecible, o que es mejor tal vez no apresurarse en el hablar, o más bien que sería razonable quedarse callado; ahora, en medio del confinamiento, se dice que sería oportuno escuchar las voces de los niños y las niñas.

Si el lenguaje ya ha dicho todo lo que tenía para decir, o todavía no ha comenzado a decir porque lo dicho hasta aquí nunca ha sido suficiente o siempre ha sido incapaz de hacerlo, o porque es su naturaleza no decir a la altura de su pretensión, tal recomienzo puede anidar en una cierta idea de infancia: la infancia de una humanidad desprovista del lenguaje, la experiencia en su estado de mudez, alejada de la infección contemporánea de la explicación y de la opinión y de la ruindad de nombrar al otro para apartarlo, humillarlo y masacrarlo, encarnada en la potencia de un infante, el umbral mismo en que se separa la lengua del discurso y hace de la infancia lo inefable.

Si esto es así, si no podemos acceder a la infancia sin toparnos con el lenguaje que parece custodiar su ingreso como el ángel con la espada flamígera el umbral del Edén, el problema de la experiencia como patria original del hombre se convierte entonces en el problema del origen del lenguaje, en su doble realidad de lengua y habla. Solamente si pudiéramos encontrar un momento en que ya estuviese el hombre, pero todavía no hubiera lenguaje, podríamos decir que tenemos entre manos la ‘experiencia pura y muda’, una infancia humana e independiente del lenguaje (Agamben, 2001: 66-67).

Claro está que hay que escuchar mucho más a la niñez, por supuesto, y hacerlo en un lenguaje que no sea solo jurídico o técnico o textual, hacerlo en un plano igualitario o libertario y no bajo la lógica de la exigencia de rendimiento: la cuestión no está tanto en la acumulación de testimonios sueltos, sino en el gesto de la conversación, olvidado o perimido o puesto bajo condiciones experimentales del diálogo, es decir: qué se hace con lo escuchado para darle sostén, continuidad, duración, espesura, cuáles preguntas valen la pena que sigan siendo preguntas, y qué se transforma en la actividad común a partir de escuchar a niñas y niños.

Por ejemplo: cuando un niño pequeño escribe en su cuaderno que durante estos meses de confinamiento aprendió letras y números pero sobre todo aprendió a extrañar, cuando una niña apostada en una ventana siente y piensa -y escribe- que el mundo continúa de algún modo pero su vida no, cuando un niño ciego cree percibir que todos allí afuera se han muerto: ¿son apenas frases sueltas, testimonios que se toman como anécdotas provisorias, frases enunciadas desde los márgenes que nos pueden provocar sorpresa, complicidad o dolor, y que enseguida se olvidan? ¿O son el centro mismo de una conversación que insta a reinventar la educación? ¿Su punto de partida? (Skliar, 2020).

Escuchar a niñas y niños nada tiene que ver con descubrir o describir un pensamiento ingenuo o una lengua precaria; muy por el contrario, y sin idealizar ni romantizar sus voces, se vuelve aquello que debería rehacer el lenguaje y el hacer educativo. Porque esa voz expresa no solo la infancia de la niñez sino de la humanidad, o de una cierta humanidad, la humanidad que deseamos, aquel lugar en que el lenguaje todavía no está acabado -en el sentido normalizador del término- y la duración de su acabamiento supone la invención, la creación, la metáfora, la corporalidad, el juego, el arte, en fin, la filosofía del instante. Para decirlo de otro modo: la misma sensación titubeante que conduce a impostar la escucha ante la voz de un niño, la misma que trae la pregunta sobre la entidad de sus palabras, sobre la posibilidad de un encuentro de igual a igual, es susceptible de replicarse ante las múltiples representaciones de cierta voz colectiva, de cierta voz del todos, con sus múltiples semblantes. Porque también la humanidad, a pesar de su aceleración, posee el carácter inacabado que nos permite aún mirarla con ojos de infancia.

Aún hoy es posible recordar, como si se tratara de un vasto presente, la conmoción que produjo leer Qué porquería es el glóbulo, del maestro Luis Firpo, editado en Argentina en 1976 pero ya recolectado varios años antes bajo el título El humor en la Escuela en Montevideo, Uruguay. Quizá a partir de allí se inauguraba, de un modo caprichoso y no del todo voluntario, ese largo registro del lenguaje de los niños de acuerdo a una impronta filosófica o de filosofía con la infancia.

Bajo la apariencia de una gracia inocua y divertida, enseguida la lectura mostraría toda la seriedad, la concentración y la veracidad de las intervenciones que abrían paso a un modo de escuchar distinto al habitual: entre la severa explicación de los adultos y la libre narración de los niños se abría un abismo insondable, dos lenguas distintas, que mostraban entonces la inoportuna sequedad del discurso escolar frente a la metafórica voluptuosidad de la creación infantil.

A ese libro le siguieron otros y la memoria alcanza a recordar, por mencionar difusamente un ejemplo, aquel libro de un maestro napolitano, un tanto grotesco, luego denunciado por los padres de los niños y quitado de circulación, que mostraba de forma despiadada y burlona las formas de la supuesta ignorancia infantil, ese equívoco permanente de aquellos que ven en el origen de la palabra un rudimento sin sentido, vacío y disparatado, soso y apenas divertido, que se corregirá con el paso del tiempo.

Pues bien, las prácticas poéticas y filosóficas con niños abren la puerta para pensar de qué se trata eso que llamamos la forma infancia del lenguaje, del pensamiento, de la percepción, de la atención y de la invención.

Y aquí habría que separar cuidadosamente la niñez de la infancia: por una parte la duración de un tiempo cronológico, de un ciclo, un pasaje, que transcurre en los primeros años de vida y culmina, de acuerdo a variaciones culturales y sociales, en el pasaje a la adolescencia; por otra parte, una particular experiencia del tiempo, en el tiempo, con el tiempo, cuya duración es inmedible a no ser en términos de intensidad e instante, que algunos viven durante la niñez -pero no todos-, que otros no viven nunca, que otros la vivirán más tarde y otros que, en fin, vivirán toda la vida.

Infancia, así, no denota una edad sino una relación especial en la que el tiempo parece liberarse de su carácter únicamente cronológico y tirano, en que predomina el deseo de ficción por sobre la obstinada necesidad de realidad, el desprendimiento del utilitarismo y el provecho de los objeto, y la equivocación poética de la lengua donde predominaría lo perceptivo por sobre lo conceptual.

Sobre esa experiencia temporal singular habría algo más para decir: las culturas occidentales actuales tienden a pensar la infancia como sinónimo de niñez, y a la niñez como un objeto de atención cada vez más temprano para futuras inclusiones en lógica del derecho y en el mercado de trabajo. Así, la vida adulta se ha encontrado de frente a un doble problema: no sólo su vida se ha estrechado convirtiéndose en un tener que ganarse la vida, sino que además se le vuelve imposible aquel gesto melancólico y de salvaguarda que consiste en regresar hacia la infancia para encontrar algo de aire en un mundo cada vez más tumultuoso y barullento.

Se sabe que todo lenguaje comienza materno, ventral, fecundo, lúdico, narrativo y metafórico. Aquello que los niños en atmósfera de infancia viven es una experiencia poética de la lengua. Y se sabe, también, que con el paso del tiempo el lenguaje deviene paterno -de padrón, de patrón-, estructura, Ley. Si la experiencia de la infancia continuase en otras edades ese devenir mantiene ambas formas de la lengua en un frágil pero existente equilibrio; si tal experiencia es coartada o reducida o masacrada, pues solo se dispone de un lenguaje para la información y para la opinión.

Hace tiempo que se advierte que una buena parte de los niños ya no pregunta por qué y sí para qué, como si se hubiese adelantado el tiempo adulto en sus vidas. El porqué abre el mundo, el para qué lo angosta; el porqué abre el relato, el para qué lo confronta con la finalidad y la clausura; el porqué sugiere la narrativa, el para qué supone estructuras detenidas, conclusivas.

Los niños en estado de infancia pueden perder el tiempo en asuntos inútiles y en divagaciones sin provecho. Eso es lo que se espera de ellos y eso mismo es lo que deberíamos ofrecer o posibilitar o, al menos, no impedir.

referências

Agamben, Giorgio. Infancia e historia. Destrucción de la experiencia y origen de la historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2001. [ Links ]

Alba Rico, Santiago. Leer con niños. Barcelona: Penguin Random House, 2015. [ Links ]

Alba Rico, S.; Fernández Liria, Carlos.El naufragio del hombre, Hondarribia: Hiru, 2010. [ Links ]

Barros, Manoel de. Todo lo que no invento es falso (Antología). Traducción de Jorge Larrosa. Centro de Ediciones de la Diputación de Málaga, 2002. [ Links ]

Brailovsky, Daniel. Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín. Buenos Aires: Noveduc, 2020. [ Links ]

Concheiro, Luciano. Contra el tiempo. Filosofía práctica del instante. Madrid: Anagrama, 2017. [ Links ]

Couto, Mia, E se Oubama fosse africano? E outras interinvenções, São Paulo, Companhia das Letras, 2011. [ Links ]

Crary, Jonhatan, 24/7, Barcelona, Ariel, 2015. [ Links ]

Houston, Nancy. Marcas de nacimiento. Barcelona: Ediciones Salamandra, 2006. [ Links ]

Kohan, Walter. Infancia entre educación y filosofía. Barcelona: Laertes, 2004. [ Links ]

Marzano, Michele, Programados para triunfar. Nuevo capitalismo, gestión empresarial y vida privada, Buenos Aires, Tusquets Editores, 2011. [ Links ]

Pardo, José Luis. Fuera de lugar / Fóra de lugar / Out of place, en: Muntadas. Estratexias do desprazamento, Santiago de Compostela, CGAC, 2018, [ Links ]

Pausides, Alex.Habitante del viento, Montevideo :aBrace Editora, 2012. [ Links ]

Schulz, Bruno. Madurar hacia la infancia. Relatos inéditos y dibujos. Madrid: Ediciones Siruela, 2008. [ Links ]

Skliar, Carlos. Mientras respiramos (en la incertidumbre). Buenos Aires: Noveduc , 2020. [ Links ]

Skliar, Carlos. Como un tren sobre el abismo. O contra toda esta prisa. Madrid: Vaso Roto, 2019. [ Links ]

Szymborska, Wislawa, El gran número. Fin y principio y otros poemas, Madrid, Ediciones Hiperión, 2010. [ Links ]

Recibido: 01 de Diciembre de 2020; Aprobado: 16 de Diciembre de 2020

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons