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Childhood & Philosophy

versão impressa ISSN 2525-5061versão On-line ISSN 1984-5987

child.philo vol.18  Rio de Janeiro jan./dez 2022  Epub 30-Mar-2022

https://doi.org/10.12957/childphilo.2022.66091 

Resenhas

El artista como educador de la moral y moralista de la educación. una reseña del libro la educación moral, una obra de arte

IIes Nuestra Señora de la Victoria De Málaga, Málaga, España - E-mail: rafaelrobles@uma.es


el artista como educador de la moral y moralista de la educación. una reseña del libro la educación moral, una obra de arte

GARCÍA MORIYÓN, Félix. La educación moral, una obra de arte. Editorial PPC: Madrid, 2021.

El objetivo de La educación moral, una obra de arte no tiene tanto que ver con lo que anuncia su título -que también- sino con el hecho de problematizar el oficio de educar. Es así como la presente reseña la planteamos problematizando dichas problematizaciones. No en vano el acto de problematizar es la gran virtud del filósofo; la solución ya llegará, si viene, de mano de los técnicos y de los burócratas educativos, dejando al filósofo la complicada función de diagnosticar y detectar problemas donde aparentemente no los hay. Como dice García Moriyón en la que considero su obra seminal, Pregunto, dialogo, aprendo (2006, p. 233), “el problema de la autoría, en la lectura, se traslada del escritor al lector”; de este modo en las siguientes páginas me voy a transformar en lector-autor con el deseo de encontrar nuevas problematizaciones en nuestro zigzagueante camino en la búsqueda del sistema educativo perfecto. Estas son las problematizaciones e interrogantes que extraigo en mi lectura atenta en las que profundizaré en las siguientes páginas en dialogo con el autor:

  1. ¿Es la educación una actividad política?

  2. ¿Es la educación un mero credencialismo?

  3. ¿Hay cabida para la religión en el sistema educativo?

  4. ¿Es la educación una institución ética?

  5. ¿Existe una ética del profesorado?

  6. ¿Es realista la comunidad de investigación en el aula?

  7. ¿Es la educación una obra de arte?

La primera problematización sorprende al lector en el primer capítulo donde García Moriyón defiende la tesis de que la educación es una actividad política (p. 27). La actitud política del profesor como constructor de una polis justa, es importante. De hecho, Platón (Político, p. 280a) definía al político como tejedor de humanos para urdir la ciudad feliz, pero se equivocó en la asignación de la profesión: es realmente el profesor el verdadero tejedor de la sociedad; ahí, precisamente, es donde reside la característica política del docente. Y es que en el sistema educativo público nos encontramos con la dificultad de educar a personas provenientes de diversos estratos sociales, familiares e intelectuales que provoca lo que García Moriyón denuncia con insistencia: “La igualdad de oportunidades es un engaño” (p. 25). Así es como el profesor se hace político-tejedor de la igualdad de oportunidades, o, cuando menos, así debiera ser.

La otra perspectiva del profesor-político no es aceptable en el sistema educativo: al profesor no se le debe ver el plumero político por el riesgo de manipulación ideológica que ello supone ante un grupo de jóvenes en formación que están en plena construcción de una conciencia política y aprendiendo a encontrar criterios que les permitan discernir cuando están siendo políticamente manipulados. El profesor debe despertar el interés político, como una partera socrática que no se moja y que incluso no objeta contra los Treinta Tiranos: el alumno debe elegir entre los mejores argumentos que le conduzcan, en un ejercicio de libertad, hacia la sumisión en una tiranía o hacia el compromiso en una democracia.

Sin embargo las familias ya lanzan desde el principio sus posturas ideológicas y con ello esperan recibir la contraprestación política adecuada: la de la escuela privada o la pública, la del barrio rico o la del barrio obrero, la de los colegios privados del norte de Madrid o la de los institutos públicos de difícil desempeño de los barrios más problemáticos. En el fondo, como dice Moriyón, “las familias quieren que sus hijos estén escolarizados en escuelas que garanticen que van a tener “buenas” compañías” (p. 22). Podríamos decir que la labor del sistema educativo es tejer una red de gente bien acompañada entre sus iguales, dar a cada cual las compañías que le corresponda. Para fundamentar esta tesis nuestro autor recurre a Foucault (“la función del sistema educativo es normalizar a la población, hacerla obediente, respetuosa y adoctrinarla adecuadamente” (p. 25), pero Foucault ya está desfasado, su labor destructora le ha llevado a destruirse a sí mismo y la educación es el gran empoderador (disculpen el término, no hay otro en español, salvo el circunloquio “enmayorizador de edad”) de la juventud tiktokera.

Por otro lado, hay en el libro una insistente crítica a la meritocracia, recogiendo el testigo del reciente libro de Sandel La tiranía del mérito (2021). Sin embargo, estando de acuerdo en que los méritos no son en realidad méritos sino regalos de la familia -en tanto que biología y economía- y los defensores del mérito comenten el sesgo de supervivencia, no encontramos una alternativa que motive eficientemente en el esfuerzo más allá de valorar pseudoméritos. En este sentido es falso, como denuncia Moriyón, que “quienes no acceden a los niveles más altos de educación es porque no se han esforzado adecuadamente y no han aprovechado bien las oportunidades que les ha dado el estado” (p. 25); pero es preciso articular una estructura justa que permita elegir a la clase coordinadora de la sociedad, en definitiva, a la clase política que más bien debiera devenir en reading class. ¿Cómo se hace eso?; García Moriyón no responde y yo tampoco; nos limitamos a diagnosticar.

La segunda problematización es acerca del sentido de ir al colegio: ¿no es más que puro credencialismo? ¿El objetivo de ir al colegio es transformarse en buenos alumnos, es decir, en dóciles y obedientes? En esta línea de argumentación no hay que desdeñar, por superados que estén sus supuestos, la concepción de Foucault de la educación como el “disciplinamiento de los cuerpos”:

En el taller, en la escuela, en el ejército, reina una verdadera micropenalidad del tiempo (retrasos, ausencias, interrupciones de tareas), de la actividad (falta de atención, descuido, falta de celo), de la manera de ser (descortesía, desobediencia), de la palabra (charla, insolencia), del cuerpo (actitudes “incorrectas”, gestos impertinentes, suciedad), de la sexualidad (falta de recato, indecencia). Al mismo tiempo se utiliza, a título de castigos, una serie de procedimientos sutiles, que van desde el castigo físico leve, a privaciones menores y a pequeñas humillaciones. (Vigilar y castigar, p. 183).

Es así que Moriyón desvela una realidad que se observa en las aulas de cuerpos y mentes disciplinados: “El alumnado desarrolla una competencia peculiar: ser capaz de memorizar significativamente contenidos que, repetidos en un examen, les permitirán aprobar y seguir adelante, pero que serán olvidados muy pronto” (p. 41). Las legislaciones educativas tratan de luchar contra este fenómeno, de hecho está taxativamente prohibido evaluar con un examen por trimestre en el que solo se exija la capacidad memorística; sin embargo es muy complejo educar en la excelencia despreciando la memoria y el hecho de poner por escrito lo retenido en la memoria. Algunos arguyen que como todo está en ese buscador que empieza por “G” es improductivo memorizar; no obstante es más importante que nunca poder memorizar e interiorizar criterios lógicos para moverse entre la sociedad de la infoxicación con cierto aplomo.

Moriyón encontró un hecho objetivo que demuestra que lo que realmente importa es el título académico y no lo que ello comporta: “Durante el confinamiento quedó claro que era imposible alcanzar todos los objetivos curriculares, pero era imprescindible otorgar las calificaciones finales: el alumnado tenía que promocionar, pues la función acreditadora, el credencialismo, no era negociable” (p. 43).

Comparto esta crítica al credencialismo pero, nuevamente, no encontramos una alternativa. El título educativo es el equivalente a la marca comercial: si bebo un zumo de cierta marca y no otro es porque hay ciertas garantías de que ese zumo no me va a intoxicar y me va a agradar al paladar; con los títulos sucede algo similar, la marca “Ministerio de Educación de España” no es la misma que la de otros países; hoy la Marca “Finlandia” es la más cotizada en los mercados del credencialismo. En definitiva, por más que García Moriyón indique que “en la educación enseñamos en la plenitud” (p.45) la verdad es que eso debe quedar más bien como aspiración, pues la plenitud no se puede certificar más que con abstracciones. De este modo, ¿cómo evitar el protagonismo del credencialismo?; García Moriyón no responde y yo tampoco; nos limitamos a diagnosticar.

La tercera problematización es heredera de un largo e histórico debate y tiene que ver con la enseñanza de la religión en la escuela. No podemos soslayar las convicciones religiosas del autor que bien expone, por ejemplo, en su excelente La mirada católica (2012), donde aboga por la racionalidad del catolicismo, siendo dicha racionalidad católica la que desea que influya en el proceso de enseñanza-aprendizaje. No en vano el nombre de la editorial es un acrónimo de “pensar, publicar, creer” y lanza al mercado obras de claro mensaje cristiano. Pero evitemos el “ad hominem” o “ad editorialem” y analicemos su propuesta.

Seamos habermasianos y aceptemos que hay valores comunes entre la fe y la razón. Por ejemplo, García Moriyón hace suyo a Chesterton al afirmar que “cuando las personas dejan de creer en Dios, pueden terminar haciéndolo en cualquier cosa” (p. 53); menos mal que no cita al exagerado Dostoyevski cuando en Los hermanos Karamazov afirma en boca de Piotr Alezándrovich que sin Dios “todo estará permitido, hasta la antropofagia” (p. 110). Esto llevado al ámbito educativo tiene su problemática. Es evidente que una educación ajena al hecho religioso no conduce al alumnado ni al becerro de oro ni a la antropofagia sino al difícil reto de buscar un sentido a la existencia que, en efecto, puede encontrarse en la religión, pero también en principios ateos, laicos o, sencillamente, en la indiferencia. Sin embargo esta búsqueda del sentido no debiera ocupar un lugar en la educación; bien es cierto que en asignaturas como Filosofía el currículo contempla este tipo de planteamientos pero ¿quiénes son los profesores para influir en sus alumnos acerca de lo que es sentido o no? ¿Están todos los profesores preparados para no manipular ante este hecho tan fundamental? ¿Es preciso dejar este asunto a las familias? ¿Y a los jóvenes desheredados de la fortuna y con familias desestructuradas, quién les habla del sentido? ¿Una serie de Netflix? ¿Una secta New Age? ¿Flunitrazepam antes del desayuno?

Una justificación para dar clases de religión vendría dada por el alto interés en ella, pues según García Moriyón, la religión no solo sigue estando presente, sino que “da muestras de una extraordinaria vitalidad” (p. 53) y es que en democracia hay que proporcionar los deseos legítimos de la mayoría. Pero me temo que aquí se confunden los deseos con la realidad porque las clases de religión se abandonan masivamente y los alumnos desconocen la propia religión en la que dicen profesar, creyendo en lo que Feuerbach tildaba de “una religión a la carta”.

Como buen filósofo, García Moriyón también explora argumentos contrarios a su tesis, como cuando afirma que “La secularización (…) es una modélica autoafirmación de la absoluta libertad y autonomía del ser humano como sujeto” (p. 55) pero lo refuta con argumentos que identifican la ausencia de religiosidad con el individualismo y tesis neoliberales: “El individualismo, potenciado por las redes sociales, alimenta el crecimiento elevado de las informaciones falsas, así como la polarización de la sociedad” (p. 59). No coincidimos con su concepción del papel que juega la religión en las aulas pero reconocemos que es un tema delicado que desde un punto de vista democrático debe alcanzar un consenso que hoy por hoy no encontramos. No obstante el autor considera que una buena solución sería “mantener una única asignatura centrada en la religión, destinada a explicar las creencias religiosas y las religiones establecidas” (p. 69). Discrepo, en tanto que el currículo está sobrecargado. La religión ya se trata en Filosofía, en Lengua, en Historia; en todo caso debería ser un asunto transversal. Todo conocimiento es importante pero no es bueno atosigar a los estudiantes con más contenidos que bien se pueden aprender en la iglesia, en la sinagoga, en a televisión o en la familia. Además, nos encontramos con la preocupante paradoja de que al estar permitida la enseñanza de la religión católica es de obligada oferta otras religiones, resultando contraproducente que el profesor de biología explique la evolución darwiniana y que una hora después, en clase de religión evangélica o islámica, se explique que el darwinismo es falso o que el velo protege y dignifica a la mujer. Por tanto, ¿cómo conciliar la religión y la educación?; García Moriyón diagnostica bien pero no parece aportar una respuesta contundente y eficaz aunque yo en este caso sí lo tengo claro: el catolicismo se ha visto modelado por la Ilustración, a diferencia de otras religiones ancladas en principios difícilmente compatibles con la convivencia democrática y científica.

La cuarta problematización viene de la mano de la identificación de la institución educativa con una institución ética. El objetivo de la ética es delimitar el criterio de lo que es una persona buena mientras que el de la política es tejer la urdimbre para que esa persona buena, en efecto, pueda, como diría Píndaro, llegar a serlo, es decir, pueda desarrollar la capacidad de la bondad. Es así que García Moriyón indica que “decidir qué es lo que tenemos que enseñar para que podamos decir que, al final del proceso, una persona está moralmente educada o, más claro todavía, es una buena persona”. (p. 67). Nuestro autor profundiza en otra de sus obras importantes, Sobre la bondad humana, acerca de este crucial aspecto de la bondad, sin caer en buenismos facilones ni en demagogias baratas incidiendo, entre otros importantes asuntos, en lo perentorio que es educar en el coraje (2008, p. 208); nacemos o cobardes o temerarios, y es preciso moldear ambos extremos desde el sistema educativo para contar en la sociedad con ciudadanos valientes. Solo la valentía puede sustentar, en último término, a la democracia.

En esta línea García Moriyón critica al pensamiento débil como uno de los elementos que dificultan el coraje y ahondan en el declive de la democracia: sin pensamiento sólido no hay valentía y sin valentía no hay democracia. De este modo el autor comparte su sorpresa al observar “cómo ha llegado a empapar los más pequeños intersticios de nuestra vida cotidiana ese pensamiento débil, socavando los cimientos de algunas instituciones que se han levantado con arduos esfuerzos, una de ellas la escolar” (p. 71). Es preciso reparar en este concepto pues es una de las claves del deterioro de la institución educativa; lo explicó bien Rovatti hace más de tres décadas (1988, p. 65):

La fuerza del pensamiento ya no tiene nada que ver con su presunta relación con los fundamentos últimos, como tampoco la forma que reviste semejante poder es la de un explícito principio de autoridad. Más bien debemos buscarla en la normalidad cotidiana. El sacerdote y el tirano, aunque sigan existiendo materialmente, no tienen hoy función alguna que desempeñar. El panorama ha perdido altura. Y es precisamente este achatamiento, en el que todos están de acuerdo, la forma que reviste el “pensamiento fuerte”; en ese automatismo, en el gesto normal que lleva consigo una poderosa abstracción, en este obvio simplificar las cosas, radica la fortaleza del pensamiento. De ahí el temor que en muchos suscita lo evidente. Miedo ante la trivialidad oculta en la atracción que ejerce en nosotros lo intrascendente, en virtud del poder que representa, de aquello que permite hacer.

Es decir, siguiendo la estela de Moriyón y Rovatti, en el sistema educativo, la ética debe ir de la mano del fomento de un pensamiento cuidadoso ajeno a la indiferencia del pensamiento débil o a los dogmatismos del pensamiento fuerte. De este modo el autor nos avisa de que “Privada de uno de sus pilares ineludibles, la formación de personas maduras e independientes, capaces de pensar por sí mismas en diálogo solidario con las demás, la educación no es más que adoctrinamiento, domesticación, manipulación (p. 73).

Es evidente la preocupación de García Moriyón por la moral en el sistema educativo; de hecho propone la conversión de la escuela en un lugar para la educación moral, tema transversal de toda esta obra. De esta manera su propuesta va de la mano de la polémica agenda 2030, lo cual va en la línea del nuevo Proyecto de real decreto por el que se establece la ordenación y las enseñanzas mínimas del Bachillerato, en el que se describe a la competencia ciudadana, entre otras cosas, como “el desarrollo de un estilo de vida sostenible acorde con los Objetivos de Desarrollo Sostenible planteados en la Agenda 2030”. La politización partidista de esta agenda desvirtúa el debate sobre unos deseos nobles que quizá obedezcan a ciertas servidumbres que en este artículo no es lugar para analizar.

En cualquier caso la enseñanza de la ética debe ir de la mano de las familias pues, como dice el autor, “el proceso educativo no puede darse sin una relación buena entre las familias y el profesorado del centro” (p. 120). Sin una familia más o menos comprometida con la educación de sus hijos es prácticamente imposible enseñar valores, pues, en realidad los valores se viven en casa y no basta con vivirlos en la escuela. Como dice Moriyón, la clave es que “el aprendizaje parta de la motivación intrínseca de los estudiantes y perseguir sus intereses” (p. 119) lo cual es de todo punto imposible sin la vivencia de los valores en el seno de una familia. Pero, ¿cómo enseñar moral en la escuela?; García Moriyón aporta buenas ideas pero no acaba de concretar su propuesta y yo tampoco encuentro una fácil solución; nos limitamos, una vez más, a diagnosticar.

La quinta problematización viene dada por la discusión acerca de la ética del profesorado. García Moriyón entiende al profesor como un agente moral pero en su argumentación subyace una cuestión que ya planteó Ricoeur acerca de la existencia o no de una “ética especial” según la profesión o el rol que uno ocupe en la sociedad (Teoría general de la política, 2003, p. 203):

De lo que se trata es de saber si la actividad política es una actividad con características específicas tales que exijan un régimen normativo particular con la misma razón de ser que cualquier otra ética profesional, la de permitir el desarrollo de dicha actividad y alcanzar el fin que le es propio. El fin del político es el bien común, del mismo modo que el del médico es la salud o el del sacerdote, la salvación de las almas.

¿Debe el profesor contar con una ética distinta a la de los estudiantes? De las palabras de García Moriyón se deduce que no, para él la ética es universal, sin embargo no habría que desdeñar el maquiavelismo en la escuela; el fin justifica los medios siempre que dichos medios no atenten contra la dignidad del alumno y los fines consistan en alcanzar la excelencia educativa; si ambos coinciden, la dualidad ética sí sería ética. Pero esto entraña una cuestión que plantea Moriyón: “¿Quiénes pueden enseñar moral o ética?” (p. 81). Es decir, ¿cualquier profesor puede enseñar ética? ¿En base a qué criterio? ¿Estudiar una carrera y aprobar unas oposiciones es suficiente garantía para enseñar ética? García Moriyón no entra en este debate, que tampoco resolveremos nosotros, pero sí que exige un criterio para poder impartir materias del ámbito de la moral: “Cuando damos clase, tenemos que tomar partido constantemente en nuestra relación con el alumnado y con los contenidos y competencias que forman parte del currículo explícito; eso sí, nunca debemos ser partidistas, dando preferencia a nuestras propias convicciones personales o, lo que es todavía peor, intentando inculcarlas” (p. 84).

No obstante, por muy comprometidos que estemos con el hecho de explicar los valores éticos de forma objetiva y alejados de los sesgos, no se puede enseñar a Marx de manera neutral, sin que se note nuestra afiliación o desprecio por las tesis marxistas; o ser indiferentes ante contiendas bélicas como las que suceden hoy entre Rusia y Ucrania, más aún teniendo estudiantes rusos y ucranianos en nuestras aulas.

Por otro lado la cuestión de la ética del profesorado aflora en el momento del castigo. En este sentido García Moriyón explica que “en la vida cotidiana del aula, cuando surge un incidente con un alumno, el profesor de inmediato califica su comportamiento como una falta, evalúa la gravedad o la urgencia de la misma y pone a continuación la sanción que considera oportuna. No es fácil evitar ese tipo de procesos rápidos, pero son, sin duda, sumarísimos y hay que tener mucho cuidado para no aplicarlos de manera indebida: deben ser la excepción, no la regla”. (p. 85). ¿Es más ético no castigar que castigar o, por el contrario, no castigar es inmoral?

Lo razonable es pensar que dependiendo del centro en el que se trabaje habrá que intensificar más o menos las sanciones. En lugares de difícil desempeño los objetivos propuestos para alumnos “normales” cambian, por mucho que indique la legislación que deben ser los mismos, el cambio de metodología, por más que lo nieguen los pedagogos, también entraña una variación de los objetivos en tanto que el medio es el fin en el ámbito educativo. En cualquier caso, comparto plenamente con García Moriyón las que son las dos virtudes que no deben faltar en un profesor y que, en último término, es el criterio que marca la diferencia entre un buen o mal docente: “la paciencia y el cariño” (p. 86). ¿Se puede ser buen profesor sin paciencia y sin cariño? Desde luego que sí, pero en ámbitos universitarios o de bachillerato, nunca, jamás, en la enseñanza básica. La antipatía y la impaciencia son los principales enemigos de una educación de calidad.

Igualmente la autoridad moral se la debe ganar uno en el aula ya que, tal y como dice Moriyón, “es bastante absurdo pensar que mejore su autoridad por el hecho de que la legislación le confiera el estatuto legal de agentes de la autoridad (p. 87). Sin embargo no es tan absurdo cuando hablamos de problemas graves que, aunque excepcionales, ocurren en los institutos y el profesor no debe verse desprotegido: falsas acusaciones, agresiones verbales y físicas o atentar contra su honor en las redes sociales.

En definitiva debe quedar claro que la moral no la debe enseñar cualquiera: “parece como si todo el mundo pensara que la moral es algo que más o menos se posee” (p. 87). Es evidente que el conocimiento de la ética y de su didáctica requiere de un gran esfuerzo intelectual que dura varios años y sobre el que se debería profundizar a lo largo de toda la etapa del profesional de la docencia.

La sexta problematización viene determinada por el deseo, desde hace décadas, de García Moriyón de convertir el aula en una comunidad de investigación ética siguiendo la estela de Matthew Lipman y Ann Sharp (La filosofía en el aula, 1998). Reconozcamos que, desde los tiempos de Sócrates, es un vano intento convertir de manera masiva las aulas en comunidades de diálogo; es tal el despiste generalizado de algunos pedagogos que incluso hoy en día se sigue denominando “innovación educativa” a propuestas didácticas que tienen milenios pero que no acaban de cuajar.

Uno de los impedimentos de la excelencia en la educación es lo que denuncia García Moriyón: “El alumnado quiere saber lo que debe aprenderse, pues la calificación dependerá de que muestre que ha aprendido lo que el profesor les ha explicado. Debe memorizarlo significativamente pero no lo asimila como algo relevante para su vida”. (p. 100). Este hecho, que es cierto, es pura antifilosofía, sin embargo no hay que denostar la memoria; memorizar es un simple ejercicio, un entrenamiento, una gimnasia que no viene mal al cerebro a pesar de que esta memoria no se prolongue demasiado en el tiempo. Lo que parece claro es que para pensar es preciso relacionar conceptos y si esos conceptos no están bien asentados en la memoria será imposible el pensamiento. No hay comunidad de investigación posible sin el uso entre sus miembros de la memoria en íntima relación con la creatividad y el pensamiento crítico.

Por otro lado, el profesor entendido como autoridad es el gran enemigo de la comunidad de investigación; solo si este se transforma en coordinador o facilitador podrá hacer que la comunidad funcione. El objetivo es lograr la “auctoritas” en su sentido clásico, es decir, que el buen profesor goce de un poder no impuesto por una ley sino aceptado y requerido por los alumnos. Como apunta nuestro autor: “El profesorado ejerce en el aula su papel como autoridad, pero en el sentido más genuino de la palabra: es quien, con su intervención, favorece el crecimiento del alumnado, nada que ver, por tanto, con poder o imposición”. (p. 102). Es clara la necesidad de un profesorado con autoridad, pero no desdeñemos a unos docentes pon poder: ayudar a nuestros jóvenes a crecer como ciudadanos que sepan convivir en democracia es un poder extraordinario que hay que saber gestionar con delicadeza y justicia.

En cuanto a la forma de ejercitar este poder es importante promover el diálogo, y para ello es perentorio organizar el aula de determinada manera favoreciendo que los alumnos se miren a los ojos y no a la coronilla como les venimos acostumbrando. De ahí la propuesta de nuestro autor: “Una vez que todas las personas del aula, los alumnos y el profesor, se sientan en círculo, viéndose mutuamente las caras y sin la presencia física de un lugar privilegiado ocupado por el docente, el tipo de relaciones que se dan varía, siempre y cuando el cambio no se limite a la necesaria alteración de la disposición de las mesas” (103). Es evidente que si nuestras aulas se convirtieran en comunidades de investigación la calidad educativa se incrementaría, pero u7na vez más volvemos a la tozuda realidad: no todos los estudiantes ni colegios tienen posibilidades reales de ponerla en práctica en tanto que requiere de unos mínimos económicos, culturales y, ante todo, familiares.

La séptima y última problematización es la tesis principal del libro: entender la educación como una obra de arte. García Moriyón afirma que “la práctica docente exige del profesorado convertir sus clases en una genuina obra de arte, lo que implica, por tanto, que sea una actividad creativa (p. 130). De este modo entiendo que el autor no intenta encontrar en la categoría de lo estético una forma de educar, sino en los pasos previos al hecho estético, a lo metodológico que tiene el arte; más bien, dar clase se acerca a la performance (p. 133) y al happening (p. 141). Y concuerdo con él porque el arte permite educar de modos que, ajenos al hecho artístico, sería imposible llevar a buen puerto. Sin embargo esta importancia de lo artístico es más indicada para materias como filosofía, no lo veo claro en matemáticas o lengua española, esas materias instrumentales también cruciales para que la creatividad pueda conducirse si y solo si se han aprendido sus cimientos por medios ajenos al arte.

No sé si García Moriyón cae en el “abuso de la mirada estética” que denuncia Liessmann (Filosofía del arte moderno, p. 171) en tanto que para que el acto de educar sea considerado artístico debiera darse en un museo, igual que el urinario de Duchamp es arte en un museo pero no en los baños de la estación del tren. En cualquier caso no confundamos al profesor-artista con el profesor-payaso o showman. La educación es un arte en su más genuino sentido y los docentes debiéramos transformarnos en artistas. Sin embargo ¿cómo hacerlo? García Moriyón apunta algunas interesantes ideas en su libro pero difícilmente adaptables al complejo mundo de la realidad educativa. El diagnóstico, una vez más, lo compartimos, pero habrá que seguir pensando modos de llevarlo a la práctica.

Concluimos que el libro es una lectura importante para docentes y padres que aspiren a la excelencia educativa de sus alumnos e hijos. Es cierto que se le podría achacar al autor algo de buenismo en sus propuestas en tanto que la realidad es tozuda y la naturaleza humana extraordinariamente difícil de educar. También aviso de que los claustros de profesores quedarán enfrentados ante la lectura de este libro: los innovadores frente a los tradicionales, los sentimentales frente a los racionales, los miedosos frente a los temerarios, los entregados frente a los desarraigados. El lector deducirá de qué lado está García Moriyón. Donde esté yo no lo tengo nada claro y cada vez menos.

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Recibido: 05 de Enero de 2022; Aprobado: 20 de Marzo de 2022

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