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Childhood & Philosophy

versión impresa ISSN 2525-5061versión On-line ISSN 1984-5987

child.philo vol.19  Rio de Janeiro ene./dic. 2023  Epub 09-Sep-2023

https://doi.org/10.12957/childphilo.2023.74230 

Artigos

Los derechos de la infancia y el papel de las familias en su protección: perspectiva ética y jurídica1

Os direitos da infância e o papel das famílias na sua proteção: perspectiva ética e jurídica

Childhood's rights and the role of families in their protection: ethical and legal perspective

olaya fernández guerreroI 
http://orcid.org/0000-0001-8795-0858

maribel martínez-lópezII 
http://orcid.org/0000-0003-4466-1962

remedios álvarez teránIII 
http://orcid.org/0000-0002-6195-9165

noelia barbed castrejónIV 
http://orcid.org/0000-0002-1503-0881

iratxe suberviola ovejasV 
http://orcid.org/0000-0001-6368-3732

IDepartamento de ciencias humanas de la universidad de la rioja, logroño, España - email: olaya.fernandez@unirioja.es

IIDepartamento de filologías hispánica y clásica de la universidad de la rioja, logroño, España - email: maribel.martinez@unirioja.es

IIIUnidad predepartamental de enfermería universidad de la rioja, logroño, España - email: remedios.alvarez@unirioja.es

IVDepartamento de ciencias de la educación de la universidad de la rioja, logroño, España - email: noelia.barbed@unirioja.es

VDepartamento de ciencias de la educación de la universidad de la rioja, logroño, España - email: iratxe.suberviola@unirioja.es


resumen

Los derechos de la infancia son de formulación reciente, y hasta el siglo XX no surgen los primeros intentos de reconocerlos y regularlos. Además de revisar los textos jurídicos que formulan y protegen esos derechos a nivel mundial, este estudio promueve una lectura filosófica de los derechos de la infancia y del papel de las familias con respecto a esos derechos. La ética del cuidado proporciona un marco de reflexión muy oportuno para plantear la responsabilidad ética que las familias, y la sociedad en general, tienen hacia los niños y niñas, que son los miembros más vulnerables de la sociedad y los que padecen con mayor crudeza las consecuencias de la pobreza, la migración o los desastres naturales. Este estudio lleva a cabo una revisión crítica sobre los derechos de la infancia y los principales intentos de reconocer y garantizar jurídicamente esos derechos a nivel internacional. Explora también la situación actual de la infancia a nivel mundial, enfatizando las consecuencias negativas de la pandemia de COVID-19 en ese sector vulnerable de la población. Por último, se adopta la perspectiva de la ética del cuidado para analizar las responsabilidades de las familias y el papel de las instituciones y de la sociedad en general hacia la protección de la infancia.

palabras clave: infancia; derechos; familia; ética del cuidado

resumo

Os direitos das crianças são de formulação recente, e as primeiras tentativas de reconhecê-los e regulá-los só apareceram no século XX. Além de revisar os textos legais que formulam e protegem esses direitos em todo o mundo, este estudo visa oferecer uma leitura filosófica dos direitos da criança e do papel das famílias em relação a esses direitos. A ética do cuidado constitui um ótimo ponto de reflexão para se discutir a responsabilidade ética que pais e mães, e a sociedade em geral, têm para com os filhos, que são os membros mais vulneráveis ​​da sociedade e os que mais sofrem as consequências da pobreza, da migração ou dos desastres naturais. Este estudo faz uma revisão crítica dos direitos da criança e das principais tentativas de reconhecer e garantir legalmente esses direitos no nível internacional. Além disso, explora também a situação atual das crianças no mundo, enfatizando as consequências negativas da pandemia de COVID-19 neste setor mais vulnerável da população. Por fim, adota-se a perspectiva da ética do cuidado para analisar as responsabilidades das famílias e o papel das instituições e da sociedade em geral na proteção das crianças.

palavras-chave: crianças; direitos; família; ética do cuidado

abstract

Children's rights are a recent creation, and the first attempts to recognize and regulate them did not appear until the 20th century. In addition to reviewing the legal texts that formulate and protect these rights worldwide, this study promotes a philosophical reading of children's rights and the role of families regarding those rights. Ethics of care provides a useful framework to reflect on the ethical responsibility that parents and society in general have towards children, who are the most vulnerable members of society and those who suffer the worst consequences of poverty, migration, or natural disasters. This study carries out a critical review of children's rights and examines the main attempts to legally recognize and guarantee these rights at the international level. It also explores the current situation of children worldwide, emphasizing the negative consequences of the COVID-19 pandemic on this vulnerable group of population. Finally, Ethics of care perspective is applied to analyse the responsibilities of families and the role of institutions and society in general towards the protection of children.

keywords: children; rights; family; ethics of care

los derechos de la infancia y el papel de las familias en su protección: perspectiva ética y jurídica

la infancia, los derechos y las familias

Históricamente, en diferentes contextos sociales y culturales se ha considerado que la infancia carecía de derechos per se, y por tanto se legitimaba que los progenitores u otras personas a cargo de los menores pudiesen desatenderlos o maltratarlos, obligarlos a trabajar, cometer abusos sobre ellos, etcétera, con total impunidad. Esta situación cambia por completo a partir del siglo XX, cuando las niñas y niños, especialmente en las franjas de menor edad, comienzan a ser percibidos en términos de fragilidad y vulnerabilidad, y en consonancia con esa nueva mirada se producen las primeras formulaciones sobre los derechos de la infancia a nivel internacional. Partiendo de ese contexto reciente, este estudio lleva a cabo una revisión crítica sobre los derechos de la infancia y los principales intentos de reconocer y garantizar jurídicamente esos derechos, así como la implicación y responsabilidad atribuidas a las familias para intentar lograr ese cometido. En este artículo se examinan, además, los avances en materia de protección de la infancia, así como las limitaciones y retos pendientes en lo que concierne a esta cuestión. Por ejemplo, se ofrece un panorama de la situación actual de la infancia a nivel mundial, enfatizando las consecuencias negativas de la pandemia de COVID-19 en ese sector más vulnerable de la población. Por último, el trabajo se sitúa en el marco de la ética del cuidado para reflexionar sobre el vínculo de filiación y analizar las responsabilidades de las familias y de la sociedad en general de cara a la protección de la infancia. Los principales objetivos de este estudio son ofrecer una panorámica del avance en el reconocimiento de los derechos de la infancia a lo largo del último siglo -cuestión que se aborda en la primera parte del artículo- y reflexionar en clave ética sobre el papel de las familias en lo que atañe al desarrollo fáctico de esos derechos, de lo que nos ocupamos en la sección final del artículo.

primeros intentos de reconocimiento jurídico internacional 

Los derechos de la infancia, al igual que los derechos humanos en general, han sido formulados en épocas muy recientes, y antes del siglo XIX apenas hay referencias a este tema. Reis Monteiro (2008) y Álvarez Vélez (1994), entre otros, llevan a cabo una revisión histórica que refleja la consideración social, cultural y jurídica que se ha otorgado a los y las menores a lo largo del tiempo y en diversos contextos.

En el ámbito internacional, los derechos infantiles no empiezan a ser reconocidos jurídicamente hasta el siglo XX. En esa etapa surgen diversas instituciones que, en primer lugar, buscan ampliar el acceso a la educación y promover así la ayuda y protección total a menores. Paralelamente surgen diversas declaraciones y convenciones que protegen los derechos de ese sector de la población; se asume por tanto que la infancia está necesitada de una especial protección, y se elaborarán en esa época varios textos jurídicos que la refrendan. No obstante, no será hasta la Segunda Guerra Mundial cuando la cuestión de la infancia pasará a primer plano: en el contexto bélico, este se convirtió en un asunto relevante para muchas asociaciones humanitarias (Álvarez Vélez, 1994, p. 35), debido principalmente a las elevadas tasas de orfandad, desprotección y vulnerabilidad infantil en general que provocó esa guerra.

En respuesta a esa situación surge la Declaración de los Derechos de la Infancia, aprobada por la Asamblea General de la ONU en 1959. Por primera vez la comunidad internacional explicita el reconocimiento del niño/a como un ser débil, necesitado de especial protección tanto antes como después de su nacimiento, y recomienda la adopción de medidas legales por parte de los Estados y el establecimiento de sanciones derivadas del incumplimiento de esa protección (Álvarez Vélez, 1994, p. 51). La Declaración de 1959 incluye el reconocimiento de todos los derechos sin discriminación de ningún tipo, la protección especial para el desarrollo integral, la atención al interés superior del niño, cuidados especiales para el niño y la madre, derecho a un nombre y una nacionalidad, derecho a una buena salud y alimentación, tratamiento especial al niño impedido física o mentalmente, derecho al amor y la comprensión que serán brindados principalmente por las familias y en concreto por las madres, y derecho a recibir una educación (Carmona Luque, 2011, p. 47). Se reconoce así el papel de los vínculos de filiación, y se protege a las familias -particularmente a las madres- para que puedan ejercer tareas de cuidados. A pesar del sesgo patriarcal que presenta este texto, ya que presupone que la principal responsabilidad para con los niños y niñas corresponde a las madres, supone un primer paso en la incorporación de las familias al ordenamiento jurídico que regula la protección a la infancia.

Otros textos posteriores retoman y desarrollan los contenidos de esa Declaración inicial. Así, la Declaración sobre el progreso y el desarrollo en lo social, aprobada por la ONU en diciembre de 1969, establece que para lograr ese desarrollo es fundamental proteger los derechos de madres y menores, proteger la salud y bienestar de las mujeres especialmente si están embarazadas y/o tienen niños pequeños, y conceder permisos y subsidios por embarazo y maternidad a las trabajadoras (Álvarez Vélez, 1994, p. 59); y también la Carta Social Europea, aprobada en 1965, que recoge entre otras cuestiones el derecho al trabajo -entendido como medio por el que el trabajador y su familia puedan llevar una vida decorosa y digna-, y la protección especial de los niños y las niñas y adolescentes frente a peligros físicos y morales asociados al desempeño de un trabajo. En esas primeras regulaciones se establece en quince años la edad mínima para trabajar y se prohíbe el empleo nocturno para menores de 18 años. También se incluía en esas primeras declaraciones la protección de trabajadoras en caso de maternidad: descanso mínimo de doce semanas tras el parto, y obligación de los países miembros de adoptar medidas para regular el trabajo nocturno, peligroso o insalubre de mujeres que críen a sus hijos o hijas. Finalmente se contemplaba el derecho de la familia como célula fundamental de la sociedad (Álvarez Vélez, 1994, p. 69-70).

la Convención de los Derechos del Niño de 1989

La Declaración de 1959, bastante escueta, no incluía una enumeración exhaustiva de los derechos del niño/a, y pronto se constató que no estaba sirviendo para proteger a la infancia de modo eficaz. Fue por ello que pocas décadas después de su entrada en vigor se iniciaron los trámites para elaborar un nuevo documento internacional que amparase estos derechos. Surgió así la Convención de los Derechos del Niño, adoptada por la Asamblea General de la ONU el 20 de noviembre de 1989. Sus cincuenta y cuatro artículos pretendían paliar las numerosas violaciones de los derechos recogidos en la Declaración de 1959: había en ese momento trescientos millones de niños y niñas considerados mano de obra barata y sin protección social, trece millones de niños y niñas menores de cinco años fallecían anualmente a consecuencia de la malnutrición, ochenta millones de niños y niñas vivían sin familia y en la calle, era frecuente la utilización de menores como soldados, y muchos eran explotados sexualmente, torturados o maltratados (Paja Burgoa, 1998, p. 59).

Según señala la página web de UNICEF, 196 países han ratificado hasta la fecha esta Convención; es el tratado de derechos humanos con mayor consenso de la historia. Estados Unidos es el único país miembro de la ONU que ha firmado el documento pero que aún no ha completado el proceso de ratificación.

El texto de 1989 se estructura en tres partes: preámbulo, articulado y mecanismos de control, y se sustenta en dos principios generales: igualdad y no discriminación, y tener en cuenta el interés superior del niño a la hora de tomar decisiones que le afecten (Álvarez Vélez, 1994, p. 83). En el Preámbulo ya se afirma que el niño/a, por su falta de madurez física y mental, necesita protección y cuidados especiales, antes y después del nacimiento (Paja Burgoa, 1998, p. 65). En cuanto a los artículos de la Convención, María del Rosario Carmona Luque los agrupa del siguiente modo:

  • Definición de niño;

  • Principios generales de la Convención;

  • Derechos civiles y políticos;

  • Derechos económicos, sociales y culturales;

  • Protección de los niños en circunstancias particulares de especial vulnerabilidad;

  • Derechos de los niños y/o de los padres, tutores o representantes legales, en el ámbito de la familia;

  • Obligaciones de los Estados en la aplicación de la Convención.

En todo el texto se indica la conveniencia de que el niño/a permanezca al lado de sus padres o familia y, si carece de ella, crezca en un ambiente similar al familiar (Álvarez Vélez, 1994, pp. 87-96). De este modo se atribuye a las familias un papel central en la protección de la infancia y en la responsabilidad de los cuidados necesarios para el desarrollo integral de los niños y niñas. Esta Convención consolida a nivel jurídico el compromiso de los progenitores para con su descendencia, y enfatiza la importancia del entorno familiar y su influencia decisiva en los primeros años de vida de los menores. En su análisis, Paja Burgoa (1998) resalta especialmente el papel de los derechos sociales, económicos y culturales de los y las menores: derecho a un nivel de vida suficiente, derecho al más alto nivel posible de salud (que incluye el derecho de los padres a orientar a sus descendientes en cuestiones sanitarias y la abolición de prácticas tradicionales perjudiciales para la salud infantil), derecho a la educación, implantación de medidas de planificación familiar, protección contra toda forma de violencia (abuso físico, abuso sexual, negligencia en el cuidado y protección de la infancia, y abuso emocional), protección contra abusos cometidos en casos de adopción, protección contra la explotación económica y el trabajo prematuro, protección contra la explotación sexual, y protección en situaciones de conflicto armado (pp. 69-102).

Carmona Luque (2011) considera que una de las fortalezas de este texto consiste en su universalidad: ampara y protege todos los derechos de todos los niños y niñas en todos los Estados (p. 61). La autora recalca asimismo que esta Convención ha contribuido a concretar y singularizar la figura infantil como titular de derechos, acción que ha impulsado una nueva percepción por parte del Derecho Internacional y que ha dado lugar a la consolidación de su estatuto jurídico internacional (Carmona Luque, 2011, p. 165). También Reis Monteiro (2008) destaca que esta Convención es un instrumento jurídico singular en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos (p. 85), por los siguientes motivos: es el Tratado más extenso sobre derechos del ser humano, pues contiene todas las categorías de derechos: civiles, culturales, económicos y sociales; es el texto internacional más completo sobre derechos infantiles, porque enuncia derechos nuevos como el de preservar la identidad o el derecho a la cultura natal, universaliza derechos que hasta entonces habían sido reconocidos de modo más parcial, reúne todos los derechos que estaban dispersos en más de ochenta textos internacionales, eleva el nivel de protección de esos derechos al imponer a los Estados obligaciones de abolir prácticas perjudiciales para la infancia y de tomar medidas específicas para defender a los colectivos infantiles más vulnerables, ha sido ratificado por casi todos los países y alcanza al 96% de los niños y niñas del mundo, y es el segundo texto jurídico más traducido del mundo, solo superado por la Declaración Universal de Derechos Humanos (Reis Monteiro, 2008, pp. 93-95).

Sin bien es notable el avance que supone este documento para la defensa de los derechos de la infancia y adolescencia a nivel internacional, conviene examinar las zonas de sombra que aún existen con respecto al cumplimiento de este texto jurídico. Ya en 1998, una década después de su ratificación, Paja Burgoa realizaba un balance de la aplicación de los derechos reconocidos en la Convención de los Derechos del Niño de 1989, y su análisis resulta bastante desalentador. El autor identifica que las bajas tasas de escolaridad de las niñas que todavía se registran en muchos países, los matrimonios forzados, la discriminación de facto hacia niños y niñas que nacen fuera del matrimonio, y la desatención a menores con discapacidad son las vulneraciones más frecuentes de los derechos de la infancia. Niñas y menores con discapacidades físicas o psíquicas son quienes padecen con más frecuencia diversas formas de discriminación (Paja Burgoa, 1998, p. 111). Ese primer balance ya constataba que, cuando los menores se crían en entornos familiares desfavorecidos, sus derechos se resienten de manera muy notoria.

Hoy en día, décadas después del establecimiento de la Convención, el maltrato infantil y el abuso sexual a menores siguen arrojando cifras alarmantes en todos los países del mundo, las tasas de mortalidad infantil en algunas áreas geográficas se mantienen en niveles extremadamente altos, y la explotación laboral de menores sigue siendo una realidad en países pobres. En el siguiente apartado se ofrece un diagnóstico más detallado de la situación actual.

los derechos de la infancia en el panorama mundial actual

Desde sus primeras formulaciones hasta el momento actual, los derechos de la infancia continúan siendo tema de interés en la agenda política, y en muchos foros nacionales e internacionales se destinan esfuerzos y recursos a reconocer, difundir y proteger a esa parte de la población mundial que, por su edad y situación de dependencia, es más débil y vulnerable y requiere de una atención y consideración especial. Según señala Reis Monteiro (2008), la paradoja de estos derechos es que “son formulados y ampliamente ejercidos por intermedio de los adultos, de quienes los niños son dependientes” (p. 175). De modo que para que estos derechos sean aplicados y respetados es imprescindible que las personas adultas en general, y los padres y madres en particular, asuman el compromiso de velar por la infancia y de garantizar que todos los niños y niñas del mundo tengan acceso a esos derechos básicos reconocidos en diversos documentos internacionales, principalmente en el texto de 1989.

La ética de los derechos de la infancia es intercultural y universal, con fuerza jurídica y exigencias políticas, pedagógicas y de otros tipos. Se trata de una ética de la dignidad y libertad; de la igualdad, diversidad y no discriminación; de la reciprocidad, la tolerancia y la solidaridad; de la democracia, el desarrollo y la paz; de la conservación del patrimonio genético, natural y cultural de la Humanidad; de la responsabilidad de todos por los derechos de todos, incluyendo las generaciones futuras (Reis Monteiro, 2008). De este modo se pone de manifiesto que la legislación en materia de protección de los derechos de la infancia tiene una raigambre ética que no puede ser soslayada.

La Convención de los Derechos del Niño es un documento muy influyente en el orden jurídico internacional. Para reforzar y promover los derechos contenidos en ese documento, en 2003 se celebró en Venezuela el primer Congreso Mundial por los Derechos de la Niñez y la Adolescencia. Los niños y las niñas y adolescentes participantes en ese foro internacional elaboraron un documento de conclusiones donde se identificaba la pobreza como el factor que más obstaculiza el pleno desarrollo de los derechos de ese colectivo, y donde se enfatizaba asimismo la discriminación que padecen menores con discapacidad, menores que trabajan, menores sin hogar y menores pertenecientes a minorías indígenas (Villagrasa Alcaide, 2015).

En consonancia con lo que se afirmaba en ese primer foro mundial enfocado hacia los derechos de la infancia y adolescencia, Reis Monteiro (2008) coincide en señalar que “la pobreza es la causa más estructural de todos los males de que son víctimas las niñas y los niños” (p. 165), y que en general hay una conexión directa entre el subdesarrollo y la vulneración de derechos humanos.

Hasta el momento actual se han celebrado nueve ediciones del congreso mundial anteriormente citado. La última de ellas tuvo lugar en noviembre de 2022 en Córdoba (Argentina) y contó con más de 3.500 participantes.

En 2021, UNICEF contabilizó que 356 millones de niños y niñas (el 17,5% del total mundial) vivían en situación de pobreza extrema -subsisten con menos de dos dólares americanos diarios-, mientras que el 20% de los y las menores de cinco años padecen pobreza extrema. Pero la pobreza no se refiere únicamente a carencias económicas sino que es multidimensional, incluye dificultades de acceso a la educación, la salud, la comida, el agua y la higiene. Según esta acepción más amplia, 644 millones de niños y niñas del mundo sufren algún tipo de pobreza (UNICEF, 2021).

Según el Informe Anual de UNICEF correspondiente a 2020, la situación de pandemia provocada por el COVID-19 ha generado nuevos elementos de vulnerabilidad, precariedad y marginación que han afectado en diverso grado a los niños y niñas de todos los países del mundo. La crisis sanitaria ha puesto de relieve las profundas desigualdades que ya existían y que afectan especialmente a menores de los países y comunidades más pobres, así como a los que ya estaban en una situación desfavorecida debido a la discriminación, la exclusión social, la fragilidad y el conflicto. Esta misma fuente indica que el número de menores que vivían en hogares pobres aumentó en 142 millones durante el año 2020 (UNICEF, 2020). De estos datos se desprende que la situación de pandemia ha provocado un retroceso en la protección de derechos básicos de la infancia tales como el bienestar material o el acceso a la educación, y que la situación es difícil de revertir.

A la vista de estos datos resulta evidente que la plena realización de los derechos de la infancia, a nivel mundial, está lejos de alcanzarse, y que la pobreza sigue siendo el nudo gordiano en torno al cual se entretejen múltiples factores de desigualdad, falta de oportunidades, discriminación, violencia, precariedad, desamparo, etc., que afectan con especial virulencia a niñas y niños de las regiones más desfavorecidas del planeta. En las primeras etapas de la vida, las carencias padecidas por el entorno familiar y social repercuten muy negativamente y comprometen el bienestar básico de los y las menores, que en muchos casos ni siquiera tienen cubiertas sus necesidades primarias ni garantizados sus derechos fundamentales.

En el Informe sobre la situación mundial de la prevención de la violencia contra la infancia, elaborado conjuntamente por la OMS, ONU, UNICEF, UNESCO y otras entidades internacionales, y publicado en 2020, se estima que cada año, a nivel mundial, uno de cada dos niños/as de dos a diecisiete años de edad es víctima de algún tipo de violencia. Cerca de 300 millones de menores de entre dos y cuatro años de edad a menudo se ven sometidos a castigos violentos a manos de sus cuidadores/as. Además, se calcula que 120 millones de niñas han tenido algún tipo de contacto sexual contra su voluntad antes de cumplir los 20 años (OMS, 2020, p. 1).

Con respecto a la trata de menores con fines sexuales, la ONG ECPAT International2, especializada en denunciar y combatir la explotación sexual infantil, plantea en un informe de 2020 la dificultad de acceder a información específica sobre cifras reales de menores afectados por esta situación; la mayoría de los países realizan un seguimiento general del número de víctimas de trata y explotación sexual sin distinguir entre personas menores y mayores de edad, lo cual hace muy difícil contar con datos fiables para dimensionar el alcance real de este problema. Asimismo, el informe indica que la explotación infantil es menos detectable que la que afecta a personas adultas, lo cual agrava aún más la situación de vulnerabilidad de los y las menores que padecen esta circunstancia (ECPAT International, 2020a, p. 6). En otro informe de esta misma organización se recoge otro dato impactante: según UNICEF, 700 millones de mujeres en el mundo se han casado antes de cumplir los dieciocho años; de ellas, un tercio fueron obligadas a contraer matrimonio antes de los quince años. El matrimonio infantil se ceba particularmente con las niñas y las expone a múltiples riesgos: violencia sexual, embarazos a edades muy tempranas y abandono escolar, entre otros. Se denuncia además que en muchos casos estas niñas acaban siendo víctimas de explotación sexual, ya que su matrimonio forma parte de transacciones comerciales en las que las niñas son intercambiadas por dinero u otros bienes (ECPAT International, 2020b).

Un reciente estudio de la ONU sobre tráfico de personas corrobora que a nivel mundial un tercio de las víctimas de trata son menores de edad, y que las niñas sufren fundamentalmente explotación con fines sexuales, mientras que los niños son más explotados para la realización de trabajos forzados (ONU, 2020). El trabajo infantil es otro problema que genera una enorme desprotección de derechos. Según un informe reciente de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y UNICEF, 160 millones de niños y niñas trabajan en el mundo, y cerca de la mitad lo hacen además en sectores y ocupaciones que ponen en peligro su salud, seguridad y desarrollo moral (Organización Internacional del Trabajo y UNICEF, 2021). La desatención a la infancia se refleja de modo aún más drástico en las cifras de mortalidad infantil. En 2020 murieron en el mundo más de cinco millones de niños y niñas menores de cinco años de edad, y otros 2,2 millones de niños/as y jóvenes de entre 5 y 24 años (UN IGME, 2021).

Ante datos tan estremecedores no es de extrañar que en la Agenda para el Desarrollo Sostenible 2030 y en los Objetivos de Desarrollo del Milenio, aprobados recientemente por la ONU, la defensa de los derechos de la infancia continúe teniendo un papel preponderante. En concreto, el primer documento alude a la erradicación de la violencia contra la infancia y adolescencia y en particular contra mujeres y niñas, y aboga por

un mundo que invierta en su infancia y donde todos los niños crezcan libres de la violencia y la explotación; un mundo en el que todas las mujeres y niñas gocen de la plena igualdad entre los géneros y donde se hayan eliminado todos los obstáculos jurídicos, sociales y económicos que impiden su empoderamiento (ONU, 2015, p. 4).

En estos textos, que establecen objetivos a nivel mundial para la década actual, se da una creciente atención a la perspectiva de género, al entender que las menores padecen a nivel mundial situaciones de estigmatización y marginalidad que son invisibilizadas si no se atiende al factor género (Binazzi, Picornell-Lucas y Herrero, 2020). Los estudios y estadísticas realizados a escala mundial ponen de relieve que, en contextos de pobreza, las niñas y mujeres son especialmente vulnerables, ya que se mueven en un ámbito de marginalidad que las excluye de la educación y las pone en mayor riesgo de padecer situaciones de prostitución, abuso sexual, matrimonios forzados, etc.

el papel de las familias en la protección de los derechos de la infancia: perspectivas éticas

El derecho de cualquier menor a vivir en familia, además de ser un imperativo ético de primer orden, está recogido en diversas normas internacionales, pues se asume que la familia es el elemento fundamental de la sociedad donde cada individuo es cuidado y protegido. Como ya se ha señalado anteriormente, la Convención de los Derechos del Niño de 1989 establece que la familia es el entorno idóneo para su desarrollo, e insta a los Estados a promover medidas de protección de la familia que favorezcan la asunción de esa responsabilidad (Calvo Guerra, 2020). Según destaca Barbara Hall, es habitual considerar que la responsabilidad original sobre el cuidado de niñas y niños se ha de atribuir a sus progenitores, y ello se debe a que son estos quienes han actuado expresamente para que ese niño o niña nazca (Hall, 2017). Hay por tanto una dimensión de ‘imputabilidad’ que concierne exclusivamente al padre y madre biológicos, y que da pie a presuponer la asunción del mandato ético de hacerse cargo del menor con el que mantienen esa filiación genética. Como vemos, el ordenamiento jurídico internacional se apoya en esta misma premisa.

La familia debe recibir la protección y asistencia necesarias para poder asumir plenamente sus responsabilidades dentro de la comunidad. Se indica también en la Convención antes citada que niñas y niños, para el desarrollo de su personalidad, deben crecer en el seno de la familia en un ambiente de felicidad, amor y comprensión. El artículo 9 ampara el derecho a vivir con su padre y su madre, excepto en los casos en que la separación sea necesaria para el interés superior del propio niño y niña, y el derecho a mantener contacto con ambos progenitores en caso de que conviva únicamente con uno de ellos. El artículo 18 indica que la principal responsabilidad del cuidado de menores compete a sus padres, y que los Estados deben favorecer que puedan llevar a cabo esa tarea. El artículo 27 enfatiza este aspecto e indica que, en aras a lograr el bienestar material básico de la infancia, los Estados deben auxiliar a las familias más desfavorecidas para que puedan cubrir al menos las necesidades de nutrición, vestido y vivienda de sus miembros menores de edad (UNICEF, 2015). La puesta en marcha de ayudas sociales dirigidas específicamente a las personas con hijos e hijas a su cargo, así como las diversas medidas de conciliación y corresponsabilidad impulsadas desde las administraciones públicas, responden directamente a este mandato, ya que facilitan que las familias puedan asumir las funciones de cuidado para con sus menores.

En clave ética, la principal responsabilidad que se atribuye a las familias es promover el bienestar de los y las menores. A propósito de este asunto, Skelton (2018) plantea que las necesidades de bienestar son distintas en cada etapa de la infancia y que las personas adultas han de tener flexibilidad y capacidad de respuesta adecuada a las demandas propias de la edad de cada niño o niña. No obstante, el autor concluye que el rasgo común a todos los niños y niñas es que no han alcanzado aún la plena agencia y autonomía, lo cual los sitúa en una posición de vulnerabilidad y les hace precisar atenciones y apoyo específico proporcionados por las personas adultas de su entorno.

En 1994, coincidiendo con la conmemoración del Año Internacional de la Familia, la ONU dedicó una sesión de debate general a la cuestión del papel de la familia en la promoción de los derechos del niño. En el documento de conclusiones de esa sesión (ONU, 1994) se incluyen varias reflexiones interesantes para este estudio. Por ejemplo, se reconoce que el propio concepto de familia, lejos de ser unívoco, comprende una amplia tipología de grupos de personas unidos por lazos de parentesco de diversos tipos y que pueden entenderse en sentido amplio. Aspectos culturales, económicos, sociales o jurídicos interfieren en la definición de familia que se emplea en cada contexto.

Dentro de la familia, tradicionalmente se ha considerado a los niños y niñas como miembros irrelevantes, y solo en épocas recientes se ha prestado mayor consideración a la infancia y se le ha dado la oportunidad de tener voz y presencia. De ahí se sigue que la familia tiene el potencial de ser el primer espacio democrático con el que se tiene contacto, si bien en la práctica sucede muchas veces todo lo contrario, y es la propia familia la que incumple los derechos de la infancia: obliga a los niños a trabajar desde edades tempranas para colaborar en el sostenimiento de la familia, encarga a las niñas la realización de tareas domésticas y de cuidado de hermanos y hermanas de menor edad, etcétera.

El texto de la ONU concluye con una indicación sobre la necesidad de reforzar la protección de los derechos de los y las menores que, por diversas circunstancias, carecen de familia.

Dentro de ese marco general de los derechos de la infancia, llamamos la atención sobre la amplitud y diversidad de tareas relacionadas con el bienestar en la infancia que se desarrollan fundamentalmente en el entorno doméstico y familiar: garantizar el derecho a la educación, asegurar las condiciones para un buen descanso, proporcionar una alimentación equilibrada en cantidad y calidad, ayuda con la higiene personal, suministro y mantenimiento de ropa y calzado, así como otras responsabilidades de acompañamiento y supervisión en el tiempo de ocio: planificación de actividades extraescolares, control de las relaciones sociales o vigilancia durante el uso de dispositivos móviles. El cometido ético de ser padre o madre incluye ocuparse de todas estas cuestiones, siempre enfocadas hacia el provecho del menor y de la menor.

Además de proporcionar un entorno seguro y proveer a los niños y niñas de los medios materiales necesarios para su subsistencia, hay otro aspecto de sumo interés para nuestro análisis. Como es sabido, el aprendizaje de valores comienza en el hogar, de ahí la importancia de inculcar a los niños y niñas actitudes de respeto, solidaridad, empatía, honestidad, responsabilidad, tolerancia o civismo, que contribuirán a su desarrollo emocional y a su adaptación a sociedades cada vez más complejas y heterogéneas. Cada familia crea un marco de aprendizaje informal -y muy efectivo e influyente- en el que las conductas, actitudes, hábitos o comentarios representan un modelo de referencia para las personas más jóvenes de esa unidad familiar. Lo que se dice, pero sobre todo lo que se hace, es observado y emulado por los niños y niñas que imitan lo que ven en sus mayores.

Entre todos los valores transmitidos por la familia consideramos de especial atención aquellos relacionados con la corresponsabilidad y la igualdad de género, ya que su promoción e interiorización desde edades tempranas contribuye a una mayor equidad entre mujeres y hombres a todos los niveles. Criarse en un hogar donde las tareas domésticas y de cuidados se distribuyen de modo igualitario influye positivamente en las actitudes y conductas que se mostrarán en la vida adulta hacia estas cuestiones, y al contrario, convivir con una familia en la que predominan patrones sexistas contribuye a perpetuar y normalizar las desigualdades de género entre las generaciones futuras.

El reto de la corresponsabilidad en los cuidados de menores entronca plenamente con los planteamientos de la ética feminista (Fraser, 1996; Shachar, 2001; Gilligan, 2006), que pone de relieve la brecha de género relativa a las responsabilidades de cuidado y denuncia la pervivencia de estereotipos tradicionales de masculinidad y feminidad que dan lugar a desigualdades e inequidades que afectan negativamente a las mujeres. Según los roles de género más convencionales, las actividades domésticas y de cuidados desarrolladas en el contexto del hogar corresponden a las mujeres, mientras que a los hombres se les asignan las tareas enfocadas hacia la esfera pública. La creciente incorporación de las mujeres al mercado laboral -y por tanto su mayor participación en la esfera pública- no ha venido acompañada de la equivalente participación de los hombres en las tareas domésticas, y esto va en detrimento de la igualdad real entre hombres y mujeres, además de generar en muchos casos un déficit de cuidados para los hijos e hijas; cuando las madres tienen dificultades para conciliar la vida laboral y familiar y los padres no asumen su parte de responsabilidad en esa conciliación, la calidad de los cuidados a la infancia puede verse comprometida. En línea con estas consideraciones, en el horizonte actual de los estudios de género cobran creciente protagonismo las reflexiones sobre nuevas masculinidades que, entre otras cosas, proponen modelos de paternidad corresponsable, promueven la mayor implicación de los hombres en las tareas de cuidado en las que históricamente no han participado, e insisten en la necesidad de avanzar en modelos de familia y sociedad libres de sesgos androcéntricos y patriarcales (Carabí y Armengol, 2008; Panalés-López, 2017; Sambade, 2020).

La infancia y adolescencia son las etapas en que se fragua la personalidad adulta. Pero en esas fases la persona muestra gran fragilidad, pues aún no ha desarrollado los mecanismos psicológicos de autoprotección y es especialmente vulnerable a cualquier tipo de influencia. De ahí la importancia de amparar a los menores en el plano físico, afectivo, educativo y asistencial (García Garnica, 2008). El principio ético del cuidado (Gilligan, 2006; Domingo Moratalla, 2019) tiene aquí gran protagonismo, ya que vertebra la actitud de protección y apoyo que cada madre y cada padre debería adoptar hacia sus hijos e hijas. Esa figura beneficiosa, ya sea materna o paterna, busca el bienestar de su descendencia, y no solo acepta sino que promueve sus transformaciones y elecciones vitales y su creciente autonomía (Macleod, 2018). El vínculo filial supone un ejemplo de equilibrio entre protección y emancipación: el amor de los padres y de las madres es desinteresado, tiene un carácter asimétrico, y busca principalmente la promoción y el desarrollo de su hijo o hija.

Reis Monteiro (2008), refiriéndose a la atención a la infancia, enfatiza la importancia de la dimensión afectiva: que los y las menores vivan en un entorno de afecto y protección garantizado principalmente por sus parientes más cercanos: “en la medida en que los niños son todavía niños, tienen una necesidad vital del amor y de la responsabilidad de los adultos, en primer lugar, de los padres”, y “ser amado es, tal vez, la necesidad más profunda de un niño, tanto más profunda cuanto más niño fuere” (pp. 191-192). El papel del amor en el proceso de aprendizaje ha sido destacado, entre otros, por el filósofo Miguel de Unamuno, que en su novela Amor y pedagogía aborda esta cuestión y reivindica la importancia de los afectos y las emociones, a los que la filosofía ha concedido tradicionalmente un rol muy secundario (Goicoechea y Fernández, 2014). Otro filósofo español, Francesc Torralba (2002), se refiere a la paternidad y maternidad como una cualidad ontológica que marca un antes y un después en la vida de las personas, en la medida en que “su modo de ver la realidad y de estar en el mundo ya no pueden desvincularse del hecho de ser padre" (p. 68). Esto implica la asunción plena y consciente de la responsabilidad ineludible adquirida al procrear, y que abre un horizonte ético de interrelación basada en los cuidados. El trato afectuoso, además de brotar de un impulso ético que los padres y madres experimentan hacia sus hijos e hijas, conlleva también una dimensión de obligatoriedad: “en el tiempo de los derechos del niño, debe ser una responsabilidad por sus derechos” (Reis Monteiro, 2008, p. 192). De este modo, la ley institucionaliza y regula el mandato moral de amar y proteger a la descendencia.

La principal meta que se persigue mediante la educación, tanto formal como no formal, es el gradual desarrollo de todas las capacidades de la persona, presentes de modo tácito en el niño o niña, pero que deben ejercitarse y adquirirse paulatinamente con la ayuda de otras personas de su entorno que acompañan ese proceso. La autonomía es la expresión más elevada del desarrollo de la personalidad humana, y aprender la autonomía es formar la capacidad de libertad moral e individual y la responsabilidad por su ejercicio. En este sentido, Andrew Divers (2017) enfatiza la importancia de inculcar agencia, es decir, promover el pensamiento crítico y la capacidad individual de argumentar, decidir y actuar. El aprendizaje de la autonomía es responsabilidad de los padres, pero concierne también al sistema educativo en su conjunto: se trata de la responsabilidad pedagógica (Reis Monteiro, 2008, p. 193). Abundando en esta idea, Macleod (2018) sostiene que el buen padre o la buena madre comprende que su hijo o hija necesita desarrollar sus capacidades y su autonomía, y reconoce y respeta esa necesidad. Entre los rasgos que permiten alcanzar la excelencia en la paternidad y maternidad, el autor cita los cuidados de salud, la educación, facilitar el desarrollo físico, psíquico y moral, promover una infancia feliz, dar amor, formar en valores, evitar un excesivo paternalismo y defender los intereses del niño o niña.

La parentalidad es vista con frecuencia como el derecho de las familias a elegir lo que es bueno para sus hijos y hijas, como si estos fuesen de su propiedad. David Kennedy (2020) indaga en el origen de esta creencia y se retrotrae hasta las sociedades de la antigüedad grecolatina, en las que el padre decidía incluso sobre la vida o la muerte de su descendencia. El avance en la consideración sobre los derechos de la infancia, ya expuesto al inicio de este estudio, ha dado lugar a nuevos abordajes en los que se protege la vida y el bienestar de los niños y niñas incluso en contra del interés y de la voluntad de sus progenitores.

Por otra parte, y adoptando una perspectiva realista, es obvio que el modelo ideal de paternidad y maternidad descrito por Macleod (2018) no está al alcance de todas las personas que tienen hijos e hijas a su cargo, y educar en la infancia para lograr en la adultez personas socialmente competentes requiere más destrezas y recursos que los que la mayoría de las familias pueden ofrecer. Por ello, es necesaria la colaboración de toda la sociedad: los padres, madres y otras personas al cuidado de los y las menores son responsables ante la comunidad más amplia del bienestar del niño y de la niña. Se atribuye a la familia un papel preponderante con respecto al bienestar infantil, pero la interacción de los niños y las niñas con la esfera comunitaria también es importante para lograr -o malograr- ese propósito (Gómez Espino, 2008). En contextos que aspiran a la consolidación del estado del bienestar se hace patente que, además de la familia, la sociedad al completo tiene el compromiso ético de proteger a las generaciones más jóvenes, promoviendo para ello la creación de redes de interdependencia generacional y expandiendo los cuidados más allá de los límites de la unidad familiar. La brasileña María Tereza Goudard Tavares (2020), inspirándose en los planteamientos sobre natalidad formulados por Hannah Arendt, identifica que, con respecto a la infancia, todas las personas adultas son responsables de dispensar una acogida hospitalaria a las nuevas generaciones y de mostrar a los niños y niñas que el mundo es un espacio común de posibilidad de construcción de sí mismos y del otro, desde la pluralidad pero sin perder de vista el plano de la igualdad. Como ya se ha señalado, las directrices y acuerdos internacionales que abordan los derechos de la infancia, enfatizan la importancia y responsabilidad de las familias, y principalmente de los padres y madres, a la hora de velar por la protección y el cuidado de los niños y niñas, garantizando así el acceso y ejercicio de sus derechos. Si la familia asume y ejerce adecuadamente esa tarea, se considera que ese es el entorno más adecuado para el desarrollo de los niños y las niñas, que reciben de sus progenitores los cuidados, el afecto, el alimento y la protección que requieren para crecer saludablemente y desplegar todas sus capacidades. Los problemas surgen cuando la familia no está en condiciones de atender a esas necesidades, e incluso actúa conculcando y vulnerando los derechos básicos de la infancia. El horizonte ético se desdibuja si las familias incumplen su responsabilidad fundamental referida al cuidado y sostenimiento de su descendencia, lo cual tiene nefastas consecuencias y provoca un daño irreparable en los niños y niñas. La legislación vigente establece distintas medidas de intervención para paliar esas situaciones de desprotección de la infancia, pero la gran vulnerabilidad y fragilidad de este grupo de población hace que muchas veces esas actuaciones sean insuficientes o lleguen tarde. Cuando el espacio de protección y seguridad que debiera ser la familia no cumple con esas cualidades el o la menor queda a la intemperie, desprovisto del bienestar básico que su entorno debe, éticamente, proporcionarle.

consideraciones finales: el compromiso ético con la infancia

A partir del análisis de las declaraciones y convenciones promulgadas en el ámbito internacional se puede apreciar que en los últimos treinta años la protección de los derechos de la infancia y de la juventud ha tenido un avance sin parangón en la historia, al menos desde la perspectiva jurídica, marcada por hitos como la Convención de los Derechos del Niño de 1989. No obstante, a nivel mundial se constata que los niños y niñas, ya de por sí una población frágil, padecen con especial intensidad las secuelas de guerras, pobreza, exclusión, segregación racial o desigualdades de género que afectan a los grupos sociales a los que pertenecen.

Las familias y los entornos familiares tienen una gran responsabilidad a la hora de proporcionar a niños y niñas un entorno de bienestar básico y de afecto y cuidados que son imprescindibles para su adecuado desarrollo. La reflexión ética contemporánea ofrece argumentos de peso que motivan y fundamentan esa responsabilidad, además de definir sus contenidos, alcance y limitaciones. Esas consideraciones constituyen el marco teórico y el referente primordial que sustenta todo el desarrollo jurídico relativo a la protección de los derechos de la infancia.

El hogar, además de ser un ámbito de seguridad, es el primer espacio de socialización, y las actitudes, valores, hábitos y costumbres de la unidad familiar son transmitidos a sus miembros más jóvenes a través de diversos mecanismos de aprendizaje informal. La responsabilidad ética pasa a primer plano, ya que supone tomar conciencia de que las personas adultas, principalmente padres y madres, son un modelo de conducta para sus hijos e hijas, y que todo lo que se les inculque durante la infancia y juventud marcará sus creencias, opiniones y acciones en su vida adulta. Cuando, por diversos motivos, que pueden surgir del propio contexto familiar o deberse a causas externas y ajenas a la voluntad de las familias, las personas adultas son incapaces de prestar y garantizar la debida atención básica, menores y jóvenes se ven abocados a situaciones de desprotección y desamparo que pueden tener gravísimas consecuencias, especialmente en aquellas regiones del planeta en las que no existe una red institucional que destine recursos y desarrolle medidas para actuar en esos casos. La sociedad tiene, por tanto, una misión y un compromiso ético, compartido con las familias, en lo que concierne a la protección de la infancia. Los padres y madres en primera instancia, pero también la comunidad en su conjunto, son agentes morales implicados en la defensa y el bienestar de las generaciones más jóvenes, y no deben eludir su papel en ese sentido.

En este estudio se ha intentado defender la urgencia y la necesidad de una reflexión más profunda, en clave ética, sobre el radical e ineludible compromiso que supone tener hijos e hijas, y la importancia de tomar conciencia de la gran responsabilidad que esto supone a todos los niveles. La generalización de una actitud más consciente con respecto a la maternidad y paternidad, un aumento del acceso a medidas de planificación familiar, o la erradicación de los matrimonios forzados y de las agresiones sexuales en el ámbito de las relaciones de pareja, son factores que consideramos que tendrían una incidencia directa en el bienestar de la infancia y la juventud a escala mundial. Por último, cabe destacar que el avance en el reconocimiento y protección de los derechos de la infancia requiere de actuaciones transversales que fomenten el bienestar, la igualdad de género y la reducción de las inequidades sociales a todos los niveles.

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Recibido: 16 de Marzo de 2023; Aprobado: 28 de Agosto de 2023

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