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Revista Práxis Educacional

versión On-line ISSN 2178-2679

Práx. Educ. vol.17 no.44 Vitória da Conquista ene./mar 2021  Epub 10-Jun-2022

https://doi.org/10.22481/praxisedu.v17i44.8005 

DOSSIÊ TEMÁTICO: Vitalidade do sujeito e poder de formação: narrativas autobiográficas em diálogo

ANTE EL ESPEJO EN TIEMPOS DE PANDEMIA, EN CINCO ACTOS

IN FRONT OF THE MIRROR DURING THE PANDEMIC, IN FIVE ACTS

DIANTE DO ESPELHO EM TEMPOS DE PANDEMIA, EM CINCO ATOS

Gabriel Jaime Murillo-Arango1 
http://orcid.org/0000-0001-6344-079X

1Universidad de Antioquia - Colômbia gabriel.murillo@udea.edu.co


Resumen:

A través de cinco actos es puesta en escena una reflexión autobiográfica en diálogo con las lecturas que han sido fieles compañeras de viaje en la travesía de la pandemia de 2020. Un diálogo en el que alternan mi voz en primera persona, las voces múltiples de los autores citados, los testimonios recogidos al hilo de conversaciones en las aulas virtuales con maestras y jóvenes alumnos, como también las palabras no dichas que pueblan las escuelas silenciadas y los espacios de acogida suspendidos en medio del confinamiento social.

Palabras clave: Acogimiento; antropotécnica; tiempo de incertidumbre

Abstract:

Five acts bring to the scene an autobiographical reflection in dialog with the readings who have stood by my side as traveling partners in the journey that the 2020 pandemic has been. A dialog emerged from the interaction of my voice, in first person, the voices of multiple quoted authors, and collected testimonies through conversations among teachers and young students during virtual classes, as well as words that have not been pronounced cohabitating in silenced schools, and the host spaces suspended in the midst of the restricted social relations.

Keywords: Hosting; anthropotechnics; uncertainty times

Resumo:

Através de cinco atos, expõe-se na cena uma reflexão autobiográfica em diálogo com as leituras que têm sido fiéis parceiras de viagem na travessia da pandemia de 2020. Um diálogo no qual interatuam a minha voz, na primeira pessoa, as múltiplas vozes dos autores citados, os testemunhos coletados durante conversações nas aulas virtuais entre professoras e estudantes jovens, incluindo também as palavras não ditas que agora habitam as escolas em silencio e os espaços de acolhimento suspensos no meio da quarentena.

Palavras-chave: Acolhimento; antropotécnica; tempo de incerteza

Invocación

Apenas iniciada la cuarentena más larga de nuestras vidas, incluso sin saberlo, leía simultáneamente los dos primeros libros llegados a mis manos tan pronto fue anunciado el Premio Nobel de Literatura 2018 -y su entrega postergada al año siguiente- a Olga Tockarczuk. Ya era discernible entonces, para mí, que el primero, Sobre los huesos de los muertos (2019), desarrolla la trama oscura de una serie de asesinatos que irrumpe en la vida taciturna de campesinos y leñadores cuyas voces apenas se dejan oír en susurros y a veces en conversaciones profundas y pausadas, en la profundidad de los bosques nórdicos. Mientras el otro, Los errantes (2019), es una narración tumultuosa de cuentos oníricos, historias incompletas, con tramas vagas enhebradas en torno a viajes interminables. Para la autora no es vedado hacer de estos personajes y lugares un cuadro de los sueños, las pérdidas y derrotas arrastradas por el vértigo de la aceleración del tiempo humano representado en la diseminación del viaje y los transeúntes: “son un río, una corriente, agua que fluye de un lado para otro, formando olas y remolinos, formas fugaces que desaparecen, y que el río enseguida olvida” (TOCKARCZUK, 2019, p. 239). Es la representación de la sociedad de los individuos masa o de la modernidad líquida o del “posmodernismo”. Así nos movemos, así viajamos en tiempos de “normalidad”. Por contraste, la vida campesina descrita en el primer libro transcurre en un tempo piano, y el mundo aparenta ser más estable, donde cada uno ejecuta los designios marcados según los arcanos de la naturaleza y la vida, un tiempo hollado con la propia huella. El ritmo lento propio de esta forma de vivir hace posible que el mundo pueda ser contemplado tanto en las cosas infinitamente pequeñas como en las cosas infinitamente grandes, según las enseñanzas del poeta que cumple aquí un papel protagónico entre líneas, William Blake, con su invocación a Ver un mundo en un grano de arena. ¡Cuánto nos pone a pensar esta estremecedora novela de soledad, serenidad y misterio que desnuda la fragilidad humana frente a la impiedad con el reino animal y la inmensidad cósmica!

Días más tarde, disfruté durante varias noches repasando una y otra vez el libro con las bellas ilustraciones de Joanna Concejo y el texto breve, brevísimo, de Olga Tockarczuk titulado El alma perdida (2019). Este narra la historia de Jan, un hombre que vive tan ajetreado y acelerado que no tardará en despertar una noche sin recordar dónde está ni qué hace ni su propio nombre, y que ha perdido su alma. Abatido, al día siguiente consulta a una doctora sabia y anciana, quien profiere el siguiente diagnóstico:

Si alguien pudiera contemplarnos desde arriba, observaría que el mundo está lleno de personas apresuradas, sudorosas y exhaustas, y que sus almas también están perdidas, y siempre llegan tarde, incapaces de seguir el ritmo de sus dueños. Esto produce una gran confusión, las almas pierden la cabeza y las personas dejan de tener corazón. Las almas saben que han perdido a sus dueños, pero la gente en general no suele darse cuenta de que ha perdido su propia alma. (TOCKARCZUK, 2019, s.p.).

Ante la perplejidad de Jan, la sabia doctora añadió esta anacrónica explicación metafísica-científica adornada con exquisito élan poético: “Esto ocurre porque la velocidad a la que se mueven las almas es muy inferior a la de los cuerpos. Es así porque las almas nacieron en tiempos remotos, después del Big Bang, cuando el universo aún no se había acelerado tanto y todavía podía mirarse en el espejo” (TOCKARCZUK, 2019, s.p.).

Ahora en casa, quizás nada puede convenirnos más que mirarnos en el espejo del planeta herido en que vivimos.

La escuela como acogimiento

Nunca como ahora podemos sentir con tanta intensidad las palabras con que inicia el libro clásico que celebra la comunión de la literatura con la antropología, Masa y Poder: “Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido. Desea saber quién es el que le agarra; le quiere reconocer o, al menos, poder clasificar. El hombre elude siempre el contacto con lo extraño” (CANETTI, 1983, p. 9). De súbito, nos sentimos expuestos ante la amenaza inaprensible, frágiles y vulnerables.

Con ello, nos vemos abocados a un acontecimiento que nos remite inopinadamente a las condiciones determinantes del surgimiento de la pedagogía en Grecia Antigua, con la atención puesta en el adiestramiento de los niños aún no poseídos por los hábitos mediante una serie de ejercicios físicos y mentales que tiendan un puente entre la naturaleza y la cultura. Efectivamente, desde entonces se ha ido perfeccionando un conjunto de procedimientos de repetición, de ejercicios rutinarios que han de resguardar al hombre de las amenazas visibles e invisibles que se ciernen sobre el mundo, lo que podría tomarse como una estrategia política de adiestramiento para la sobrevivencia. Aquí se encuentran ya los medios primigenios con los que las sociedades humanas se dotan de sistemas inmunitarios tendientes a garantizar la conservación de la especie. Como tales sistemas inmunológicos no solo se hace referencia de forma exclusiva al orden biológico sino, además, comprende el orden de las prácticas sociales que cuenta con sus mecanismos de seguridad y justicia, y el orden de las prácticas simbólicas y culturales. ¿Acaso estamos frente a una posibilidad como pocas de emprender otros modos de relación con los usos y las prácticas de vivir en el mundo natural y en el mundo de las interacciones sociales? ¿Estaremos aún a tiempo de cambiar el rumbo? ¿O no hay más que volver a lo mismo, como si nada hubiera ocurrido?

Entendida a la vez como práctica social y práctica simbólica, la educación exhibe dos caras, como el rostro de Jano, en la medida en que carga sobre sus hombros tanto la transmisión de los bienes culturales heredados de la humanidad, como la adecuación constante de los ejercicios pedagógicos ante los riesgos y las demandas de un mundo cambiante. La educación busca transmitir para conservar, al mismo tiempo que proporciona las condiciones de posibilidad para una transformación del entorno y de sí mismos, con base en los impulsos de ruptura y reconstrucción, implícitos ya en el acto mismo del movimiento que designa la palabra educere, entendida como conducir, guiar, llevar hacia. Este juego dialéctico que se mueve sin fin entre el conservadurismo y la subversión, entre tradición y revolución, fue objeto del lúcido análisis de Hannah Arendt (1993) sobre la crisis de la educación, no en vano nombrado por algunos como el texto fundador de la filosofía de la educación del período de posguerras del siglo veinte.

Los avances logrados desde hace poco más de un siglo en los campos de la hermeneútica y de las llamadas ciencias de la cultura, contribuyen a la sustentación de una teoría de la formación permanente del ser humano atravesada por la conciencia de una autonomía racional kantiana aunada a una comprensión del ser en el tiempo. El ser humano es definido, ante todo, como un animal symbolicum, una criatura que reúne la capacidad de razonamiento con la de trascender las contingencias de la vida cotidiana, es decir, una criatura logomítica que asume su existencia expresada en mitos, símbolos e historias que moldean a la vez una vida singular y las señas de identidad de grupos o comunidades enteras. La facultad de simbolización humana -cuyas formas de expresión abarcan desde el mito a la ciencia, desde las representaciones imaginarias al pensamiento abstracto- configura el suelo de todo trayecto biográfico singular, entendido no como un mirar atrás, sino como un lanzar, un proyectar adelante, que recorre los caminos de la experiencia desde el nacimiento hasta la muerte: enfrentados con el mundo, con los otros, con sí mismo, con los enigmas de la vida.

El trayecto biográfico es el proceso de trabajo mediante el cual el hombre busca el sentido de la vida; ese algo que va descubriendo en un mundo complejo, un mundo que se debate entre los extremos de una caída en el caos primigenio y la pesadilla de un orden inquebrantable. En el recorrido del trayecto se configura un espacio-tiempo antropológico en el que se teje la trama de los vínculos sociales, las representaciones que nos hacemos de nosotros mismos y de los otros, y las instituciones que amparan las diversas actividades humanas. En una palabra, las denominadas estructuras de acogida.

La educación entendida como acogida (o acogimiento) parte del reconocimiento de que el ser humano “necesita ser acogido” para serlo plenamente, y se despliega a través de las instituciones sociales básicas que posibilitan su venida e incorporación al mundo: la lengua materna, la familia en sus diversas formas, el territorio y la casa, la comunicación con el mundo. Estos son verdaderos ámbitos de resguardo ante cualquier tentación nihilista, los que disponen de las condiciones propicias al despliegue de los trayectos biográficos, adaptando una praxis de resistencia contra lo que nos es desconocido o escapa a nuestra comprensión o acecha en la oscuridad: la muerte, el mal, el enigma, o incluso aquello que los griegos antiguos llamaban el destino.

Situados hoy en el centro de una crisis que nos ha sorprendido con el miedo a lo desconocido y, por ende, con la urgente necesidad de adaptar y adaptarnos quizás a otras prácticas del cuidado de sí y de la acogida de otros, es un imperativo mantener la escuela como el lugar por excelencia donde se pone en juego la producción y circulación de saberes, de la política y la ética, y se prueban los modos diversos de la sociabilidad. Velar por su cuidado en las actuales circunstancias disruptivas de las rutinas escolares, refleja una toma de posición que se aleja de una concepción del ser humano como un ser arrojado para la muerte, abrumado por la conciencia de la finitud, en tanto se sitúa del lado de un ser esperado y acogido para la vida. He ahí el lugar de una escuela para la vida.

¿Volver como si nada?

Afirmar el valor supremo de la escuela en los actuales tiempos de incertidumbre se desprende de su razón de ser en cuanto una institución no solamente consagrada a la transmisión cultural y a la selección y preparación para la vida productiva, sino también al ejercicio de una vida construida con otros, a una vida en sociedad. Con demasiada frecuencia, una teoría dominante que juzga la escuela como una máquina de reproducción de las desigualdades sociales y culturales existentes, deja de lado a la vez tanto el valor determinante de la relación variable de fuerzas que es propio de toda micropolítica del poder, como la trascendencia de la memoria escolar impresa en los procesos de identidad personal. Como si no fuera decisivo el reconocimiento de tales condiciones que hacen de la escuela un lugar privilegiado donde aprender a vivir juntos o, dicho de otro modo, donde afrontar las insalvables condiciones de la sociabilidad, del respeto por la diferencia, de la amistad y el odio, haciendo uso de las armas de la dialéctica argumentativa que sustituye la dialéctica de las armas.

En la vida cotidiana de la escuela, asumida en toda su complejidad como un dispositivo social de formación, participamos de una experiencia biográfica en la que hacemos de la vida misma un extenso cuento tejido con múltiples hilos, una trama urdida a medida que nos cuentan historias, las que contamos a otros y también a nosotros mismos. Por decir lo menos, así nos convertimos en narradores espontáneos, de tal modo que el acto de contar historias se traduce en una práctica social de conjura de la realidad inmediata, de dominación de la contingencia, en una tentativa por hacer frente a lo desconocido, al enmudecimiento y al temor mismo que suscita la existencia en tiempos turbulentos.

Decir, saber, ser: una tríada de verbos que bien puede tomarse como una declaración de principios epistémicos y éticos que sustentan las acciones radicales del oficio de profesor. Decir: responder a la llamada del otro que desea aprender, que alude a la raíz vox en vocatio: vocación; se acude al llamado, sumado al esfuerzo adicional por salvar los obstáculos que se interponen para hacer llegar esa voz que no es una voz vicaria ni ajena ni vacía. Saber: estar consciente de la inmensa responsabilidad social que recae sobre sí, la de la transmisión de los saberes producidos en la historia de la humanidad, o al menos de una modesta porción de ese tesoro acumulado, cuyo Elogio de la transmisión fuera cantado a dúo por George Steiner y Cécilia Ladjali en un liceo de las banlieu de París en el puente de un siglo al otro. Ser: hacer de su vida como enseñante una vida que es también la del eterno aprendiz, agudo como el que más para captar la diferencia o el ingenio o el conflicto, en fin, la experiencia de lo que fue y de lo que vendrá, que es estar abierto siempre a lo otro.

En momentos de crisis como el presente, hay que restituir el sentido etimológico de la palabra crisis que remite a decidir, juzgar, por lo cual resulta aconsejable ir a las fuentes, no para hurgar en un depósito de escombros del pasado sino para leer ciertas claves que impidan quedar enceguecidos por el fulgor de la actualidad. Sentir a nuestras espaldas el peso del tesoro de los saberes acumulados, la experiencia de los siglos en la conquista humana de los cielos y la tierra, no supone, en ningún caso, el sometimiento al mito y la tradición con una actitud pasiva, cesante, derrotista. Más bien conviene en medio de la crisis, mantener la prudencia que permita valorar con sentido de equilibrio lo viejo y lo nuevo, aplicada en esta ocasión para sopesar las justificaciones, las dudas, las odas y los réquiems proferidos acerca de la muerte de las escuelas y del oficio del maestro presencial, en medio de la oleada de artefactos, programas y plataformas disponibles en las redes digitales ofrecidos como soportes en el restablecimiento de los vínculos de enseñanza y aprendizaje. Sin duda alguna, un movimiento desordenado, imprevisto, caótico. Quizás no podía ser de otra manera.

En cualquier caso, desde ya se constata un desequilibrio entre los programas curriculares, cuando estos ofrecen un acceso relativo a quienes lo demandan, y la complejidad de las interacciones sociales que reviste el acto educativo presencial. Así fue admitido por Andreas Schleicher, director de educación de la OCDE -Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico-, al valorar el coste social del cierre de las escuelas en términos de un saldo dramático, que no es siquiera medible por los meses de ausentismo escolar sino por el día a día. Pues cada día supone el ensanchamiento de la brecha de desigualdad, ya se trate de la descompensación en el ritmo de aprendizaje, de la utilización desigual de los recursos tecnológicos u otro tipo de materiales didácticos en los hogares, del eventual acompañamiento o no de los padres, de los sentimientos de desafección, desconfianza, abulia, quién sabe cuantos otros malestares que pudieran tener origen o exacerbarse durante estos encierros para los que no hemos sido preparados jamás. A lo cual añadía los resultados inquietantes del reciente examen PISA -Programme International Students Assessment-, entre los que se indicaba que el 50% de los profesores a escala mundial no se sienten cómodos en el entorno de la enseñanza digital. No son pocas las razones para otorgar crédito a la afirmación de Schleicher de que “no se puede volver como si nada hubiese pasado”.

Ante la falta de datos más confiables y precisos, permanecemos alertas del momento propicio para cotejar las semejanzas y diferencias que puedan establecerse en el mapa latinoamericano y de las realidades en las regiones de nuestros países, respecto a tasas de conectividad a internet entre las áreas urbanas y las rurales, del sector público y del privado, de las etnias, géneros y grupos sociales diversos, de la diferenciación en materia de cantidad y calidad de los artefactos tecnológicos, de los materiales didácticos sustitutivos, del espacio y tiempo escolares, en fin, de la acogida. Entre tanto, nada impide conjeturar que no es cosa de aves de mal agüero avizorar el espectro de la deserción y de las tentaciones anómicas y antisociales (en el sentido lato del término) acechando a la vuelta de la esquina en los barrios empobrecidos de las grandes ciudades y en el campo.

De dioses a maestros y alumnos

Los oficios de enseñanza, salud pública, trabajo social, son nombrados en lengua francesa con los términos justos de “profesionales del cuidado” (professionnels du soin), atendiendo a las múltiples responsabilidades que conciernen a la formación y el desarrollo del buen vivir en las esferas privada y pública. Diríase que tal caracterización se inscribe en la perspectiva de un cuadro general de los “trabajos del hombre en sí mismo” que recorre la evolución desde las primeras escuelas de ejercitantes frecuentadas por las élites antiguas hasta las técnicas biomédicas del presente. Se trata de las antropotécnicas, o de “los procedimientos de ejercitación, físicos y mentales, con los que los hombres de las culturas más dispares han intentado optimizar su estado inmunológico frente a los vagos riesgos de la vida y las agudas certezas de la muerte” (SLOTERDIJK, 2013, p. 24). Es así como, quienes consagran su existencia en estos menesteres, han de ser plenamente conscientes de los fines sociales, de sus atributos y su voluntad de saber, de su conocimiento práctico de los contextos y las competencias de los otros, como quizás no se exige con igual celo en otros oficios. No obstante, solo en contadas ocasiones, generalmente coincidentes con momentos traumáticos en las comunidades, ellos alcanzan a resplandecer más allá del cielo sombrío que rodea sus vidas regulares con sus menguados prestigios en la jerarquía social.

Vivimos en nuestros días uno de esos momentos en que parecen fracturarse las regularidades de nuestras rutinas diarias, las certezas de seguridad, las circunstancias de modo, tiempo y lugar del acompañamiento con otros. Desde luego, un momento que también ha tenido y habrá de tener un impacto profundo en la experiencia escolar, no solamente en referencia a sus potenciales efectos adversos en el rendimiento, la sociabilidad y el estado emocional de los estudiantes, sino además en sus afectaciones en la enseñanza y el trabajo de los profesores.

En este orden de ideas, Christop Wulf (2020) reflexiona acerca de las implicaciones en el orden social de las reglas de conducta adoptadas por las autoridades sanitarias, vistas más allá de sus consideraciones de orden epidemiológico. Sea el caso observar el riesgo que conlleva mantener en el tiempo una norma como la del distanciamiento físico entre los niños y los jóvenes, incluso si se advierte con cautela la diferenciación de sentido implícito en el uso de las palabras “distanciamiento social” o “distanciamiento físico”. O sea el caso del uso de la mascarilla, cuya virtud como medida preventiva frente al contagio no está a salvo de solaparse en una línea divisoria como instrumento de manipulación política e ideológica, ya fuese símbolo de libertad o miedo, virilidad o flojedad, derecha o izquierda. Con todo, no puede ocultarse el hecho de que las máscaras atraviesan el universo cultural de las sociedades humanas, sin disimular los propósitos de inversión irónica, el ocultamiento de gestos, la suplantación de identidades, exaltadas en tiempos de carnaval, que es la apoteosis de la risa y la subversión del mundo en que se vive. Pero, ¿qué pasa en las interacciones cara a cara de todos los días, privados del avistamiento del movimiento de los labios, las expresiones faciales, la sonrisa o el asco? Y qué no decir del lavado de manos, sin duda alguna una medida higiénica bien familiar en las rutinas escolares, pero cuya práctica excesiva sujeta a una férrea disciplina podría ser síntoma de conductas neuróticas a ojos del psiconálisis.

Frente a la irrupción generalizada de los medios virtuales de enseñanza, Wulf llama la atención sobre las tentaciones que pueden mimetizarse detrás de la intromisión del programa denominado “Escuela en casa”, valga decir, un proyecto de reemplazo de un número determinado de maestros, tal vez reducidos a la función de supervisar la ejecución puntual por parte de los alumnos de las guías de instrucción programada, como el desenlace feliz de un cuento onírico sobre “la muerte del profesor” y el triunfo precoz de la inteligencia artificial en las escuelas. En contraste, el cierre masivo de jardines infantiles, escuelas, liceos y universidades ha mostrado con suficiencia el papel irremplazable de la dimensión social en los procesos de formación de niños, niñas y jóvenes. Aprender juntos y aprender a vivir juntos, se lleva aún en las pieles de los actores escolares, pese a los cantos del cisne que hacen eco los medios tecnocráticos en variadas tonalidades. Otra tentación perversa estaría cifrada en los incorregibles cálculos económicos que obligaría al sacrificio de las inversiones en el sector de la educación en nombre de la reactivación de la economía. La caída en cualquiera de estas tentaciones no haría más que incrementar los retrocesos, por demás ya visibles de manera muy marcada, en áreas tales como la inclusión y la diversidad, la atención a la primera infancia, la cobertura educativa en los sectores más vulnerables de la población, la inversión en infraestructura, la formación continuada de maestros, la formación en escenarios no escolares.

Cierto es que desde que la escuela existe, esta no ha dejado de ser blanco favorito de todas las ideologías y aun de todos los programas de investigación más serios que denuncian ya sea su agotamiento histórico, o su función de “caja negra” dentro de una estructura incólume, o su potencia devoradora de creación, o su anulación de voluntades e identidades.

Una fuente excepcional de crítica, naturalmente, se encuentra en la literatura de todos los tiempos. Son innumerables los títulos en los que se denigra, se mofa, se destruye, la razón de ser de la escuela. Entre los más recientes, se hizo muy popular Mal de escuela de Daniel Pennac (2008), y otro tanto Cineclub de David Gilmour (2010). Recuerdo este último ahora, a medias entre la seriedad y la broma como un sucedáneo en tiempos actuales, cuando niños y jóvenes están hasta el hartazgo con las guías de aprendizaje, los instructivos y los talleres a control remoto. Un padre recién divorciado y su hijo desertor del colegio y adicto a las drogas, convienen en abandonarlo, mantenido con todos los gastos pagos, sin drogas ni alcohol, a cambio de ver tres películas por semana. El programa dura tres años, y es un verdadero recorrido por la historia del cine, sus narrativas, sus relaciones con otras artes y saberes. Ajá!, una verdadera escuela de cine, y de mucho más.

Desde luego, no es el caso borrar de un plumazo las contribuciones de teorías tales como el marxismo o la sociología crítica, que hicieron posible de algún modo abrir los ojos ante las ilusiones de la meritocracia liberal progresista. Pero no se trata más de permanecer anclados en las posiciones heredadas o en los roles y funciones que nos tocó en suerte o en desgracia, como si la vida misma no se definiera precisamente por el incesante intercambio de experiencias que inciden en el juego cambiante de relaciones de fuerzas en la sociedad. Los actores sociales no son fichas intercambiables movidas a discreción por poderes ocultos, sino que ellos obtienen logros en sus trayectorias vitales mediante un trabajo sobre sí mismos, los cuales pueden ser conformes o más generalmente disconformes con lo que la escuela hubiese querido hacer de ellos.

Me hago estas reflexiones justo ahora, cuando el oficio de maestro se yergue por encima de los pregoneros del automatismo en la educación y la vida cotidiana, un oficio que tiene como misión hacer advenir un orden simbólico y formar sujetos capaces de inscribirse y actuar en ese orden, que se hace cargo de las implicaciones del trabajo sobre el otro y en los procesos de socialización y subjetivación. En los actuales tiempos de crisis que podrían significar no precisamente la decadencia inevitable de las instituciones escolares, refrendo la tesis desafiante del sociólogo de la experiencia:

Ya no es cuestión de construir órdenes totales en los que cada individuo está ligado al gran todo, a órdenes heroicos en los que la libertad de unos se paga con la sumisión de la gran mayoría, sino órdenes más limitados, más autónomos, más ajustados a la índole de los problemas tratados. En ese nivel intermedio deben reconstruirse las instituciones, cuando ya no pueden ser grandes orquestas, pues ya ningún dios escribe la partitura, ningún director es su intérprete (DUBET, 2006, p. 453).

Por eso importa, ahora más que nunca, recolectar las opiniones, los sentimientos y las percepciones de músicos y cantores que conforman por doquier orquestas escolares, en lugar de las de quienes jamás han pisado una sala de aula, salvo para ordenar lo que se debe hacer según los diseños curriculares que reclaman las pruebas estandarizadas concebidas por técnicos expertos y empresarios, con el fin de restituir las músicas del mundo de la educación.

Tiempos inciertos

Una de las frases más repetidas en boca de los maestros y las maestras a lo largo de estos días, es la de que el tiempo de la maltrecha vida escolar se ha vuelto loco. Es una locura la premura conque se improvisó la elaboración de guías de aprendizaje, o de cuestionarios o listados de actividades, que presuntamente serían respondidos a duras penas por los alumnos, incluso con la intervención de otros miembros de la familia que estuvieran al tanto de los asuntos. Es una locura el intento por localizar a los alumnos vía whatsapp, en la generalidad de los casos, puesto que son muy pocos quienes tienen acceso a otros dispositivos digitales. Es una locura tocar puerta a puerta para que retornaran a la escuela a distancia después de las improvisadas estampidas desde que fuera declarado el confinamiento prolongado de las instituciones educativas. Es una locura reconocer cómo esa misma maltrecha escuela ha invadido el espacio íntimo de las familias.

Para comprender la sensatez que abriga este discurso, solo en apariencia desorbitado, basta con tener presente la imagen inseparable del aula y de las vicisitudes que marcan el paso de las horas en nuestras vidas escolares. Es una imagen que viene a nuestra memoria, no en la figura de una flecha que señala un tiempo lineal, uniforme y monocrónico, sino en la fugacidad y simultaneidad de lo que se nos escapa adentro y afuera de los muros de la escuela. Philip Jackson decía: “El trayecto educativo se parece más al vuelo de una mariposa que a la trayectoria de una bala” (1994, p. 197). Ahí tiene lugar siempre una imprevista interacción entre maestros y alumnos, por más que hayan sido planeadas con antelación los temas, objetivos, y actividades correspondientes. Más bien en el ambiente predominan la inmediatez, la destreza e instantaneidad de la atención, de las respuestas, del asombro.

Hablamos, por supuesto, no del tiempo regularizado y sincronizado en los relojes, sino del tiempo de las vivencias, del tiempo fenomenológico que se inscribe en una dimensión subjetiva. Así cantaba Shakespeare, recordado por Hargreaves: “El Tiempo viaja a distintos ritmos en personas diferentes. Yo os diré para quién pasa cómodamente el Tiempo, para quién trota el Tiempo, para quién galopa el Tiempo y para quién permanece inmutable” (1998, p. 125). Todos los que tienen que ver con la vida escolar, asumen en la medida de sus posibilidades y limitaciones modos diferentes de distribución del tiempo: el de los afanes domésticos, el arreglo de la casa y la preparación de alimentos, el de la atención a los otros, el del oficio que da con qué subsistir, el de las tareas escolares.

Pero ahora… Muchos de los maestros y maestras con quienes he conversado confiesan que hoy se les hizo tangible, materia dúctil, la relatividad del tiempo, pues este se ha comprimido para atender en una doble jornada no buscada ni convenida a alumnos y acudientes, más las horas que se alargan en la instrucción de programas de comunicación virtual o a distancia, sin omitir los sempiternos informes de registros de evidencia requeridos por la secretaría de educación. ¿Y el cuidado de sí mismo y de los suyos? No en vano las quejas tienen que ver con problemas del tipo alteraciones del sueño, insomnios, depresiones, stress.

En palabras de la coordinadora académica de la I.E. Marco Fidel Suárez de Bello -un municipio del área metropolitana de Medellín, Colombia-, Sandra Yaned Cadavid, ha visto convertir su casa en oficina de dirección, consultorio de atención de los profes, gimnasio, sala de estudio y refugio ante la avalancha de emociones dispares que le llegan desde el exterior. No se ufana de haber logrado en tiempo relámpago agrupar una comunidad educativa que alberga 1.700 estudiantes, carente de computadores en los hogares entre 70% y 80%, lo cual pudo suplir con la impresión de cartillas para todos sin excepción. No puede hacerlo, porque no deja de pensar en la falta de atención personalizada de la población con necesidades educativas especiales, ni en la segura deserción de los migrantes venezolanos. Mucho menos si piensa en la calamitosa situación social de las familias, frente a la cual emprende grupos de solidaridad a través de whatsapp para apoyar con mercados a las familias más vulnerables.

Pero su mayor preocupación apunta sin vacilación al tema del tiempo de sociabilidad que afecta por igual a educadores y estudiantes. De hecho, su voz se quiebra al relatar las expresiones de emoción de unos y otros en los pocos encuentros sincrónicos logrados, incluso con los estudiantes luciendo para la ocasión el uniforme de rutina. Ella sabe como pocos que existe otra pandemia que contagia a los niños, niñas y jóvenes de hoy, manifiesta en adicciones de distinto tipo, miedos atávicos, agresividad: la soledad.

Al final de nuestra conversación, sin embargo, da cuenta de un hecho radical que ha emergido en la superficie de la actual crisis, y es el giro del interés de los docentes ayer reacios en comprender las biografías de sus alumnos antes que la obligación exclusiva de aprender; es como si se hubiese revelado el valor de la formación antes que la información. Entonces su rostro se ilumina con una sonrisa tan ancha como su sensibilidad.

Otro testimonio salido de las entrañas de Margarita Sánchez, una aguerrida rectora de una I. E. enclavada en el corazón de Medellín, expresa de hecho un clamor: “Hoy me duele el alma, el pecho y la vida...”. Solo le basta con imaginar a cuántos de los niños y niñas beneficiarios del restaurante escolar están hoy privados del alimento diario y expuestos, además, a todo tipo de riesgos y peligros en las condiciones de penuria y hacinamiento en que viven sus grupos familiares, donde son moneda corriente el abuso sexual, el maltrato físico y psicológico, la falta de higiene, en un entorno de privacidad nula.

Este es solo un par entre muchos otros testimonios que han circulado por las videoconferencias con profesores y estudiantes a lo largo de estos meses de confinamiento, que he podido cotejar, combinar, clasificar, contrastar e intercambiar, en una diversidad de registros narrativos, ora literarios, ora audiovisuales, ora epistolares, ora conversaciones al desgaire.

Recuerdo una noche en que acababa de ver un programa de televisión transmitido a través de un canal del ministerio de educación de Colombia, en la que fueron anunciadas las bases del retorno (fallido) a las aulas, un poco siguiendo al pie de la letra el modelo incipientemente experimentado en Europa antes de que se diera marcha atrás a poco de iniciado el año lectivo. En dicha emisión la funcionaria oficial alternaba con Francesco Tonucci, quien expuso sus ideas de reapertura escolar en el contexto europeo, pero mi atención retuvo las conclusiones de una amplia indagación desarrollada entre los niños italianos acerca de la experiencia de la escuela en casa. Antes de nada, los niños extrañan a sus amigos, a la vez que se declaran aburridos con las clases frente a una pantalla, y todo ello pese a la presunción extendida sobre las adicciones a las redes virtuales de esta generación Pulgarcita, lo que le lleva a concluir a Tonucci que “la educación a distancia no pasó el examen durante esta crisis”. Felizmente, diríamos, los niños celebran permanecer más tiempo junto con los padres en casa. ¿Y aquí, en estos países del otro lado del océano?, me asaltó de golpe la pregunta, que reunía todas las vidas desdichadas con que se comparte la vida escolar en la inmensidad de nuestra América.

Terminé de ver el video malhumorado y abrumado por mis propias preguntas. Entonces volví a repasar la lectura de El alma perdida de Olga Tockarczuk, de donde he transcrito a modo de “Invocación” la entrada de este artículo, especialmente el párrafo en que Jan se dirige a la consulta de la doctora, a quien se escucha decir sobre el estado actual de las almas perdidas: “Esto produce una gran confusión, las almas pierden la cabeza y las personas dejan de tener corazón. Las almas saben que han perdido a sus dueños, pero la gente en general no suele darse cuenta de que ha perdido su propia alma”. Y así pude imaginar una vez más el rostro perplejo de Jan, mientras la sabia doctora sentenciaba: “Esto ocurre porque la velocidad a la que se mueven las almas es muy inferior a la de los cuerpos. Es así porque las almas nacieron en tiempos remotos, después del Big Bang, cuando el universo aún no se había acelerado tanto y todavía podía mirarse en el espejo” (2019, s.p.).

Esa noche no pude dejar de leer, releer y contemplar este libro que de rebote me llevó al recuerdo de otro regalo. A finales del año pasado recibí el libro ilustrado para niños Apprendre la vie (Enseñar la vida), con preciosos dibujos a color de Barroux y los textos seleccionados por Edgar Morin y Martine Layne-Bayle (2019), inspirados a modo de homenaje en el denominado pensamiento complejo que está impreso en el carné de identidad del filósofo y sociólogo francés. Un paradigma de investigación que propone articular el conocimiento de las cosas minúsculas con el universo entero, del cual se deriva una propuesta concreta de adelantar una reforma educativa que atraviese desde la primera infancia y a lo largo de la vida, basada en la “ecología de la acción” o “ecoformación” que vela por un equilibrio entre el sí-mismo, los otros, el mundo y el universo. Enseñar y aprender a vivir consiste en aprender algo más que a leer, escribir, contar. Somos más que individuos dotados de razón; para vivir bien, tenemos necesidad de jugar, amar, sentir pasión, conocer. Vivir es una aventura que se aprende a través de la experiencia, a lo largo de un trayecto en el que intervienen muchas otras vidas, las de nuestros padres, maestros, amigos, como también los libros, la poesía, los encuentros.

Al día siguiente me levanté más liviano, con el sueño indemne en una educación a la altura de la humanidad.

REFERENCIAS

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Canetti, Elias. Masa y Poder. Madrid: Alianza editorial (traducción de Horst Vogel), 1983 [ Links ]

Dubet, François. El declive de las instituciones. Barcelona: Gedisa (traducción de Luciano Padilla), 2006 [ Links ]

Gilmour, David. Cineclub. Barcelona: Debolsillo (traducción de Ignacio Gómez Calvo), 2010 [ Links ]

Hargreaves, Andy. Profesorado, cultura y posmodernidad (Cambian los tiempos, cambia el profesorado). Madrid: Morata (traducción de Pablo Manzano), 1998 [ Links ]

Jackson, Philip. La vida en las aulas. Madrid: Morata (traducción de Guillermo Solana) 1994 [ Links ]

Morin, Edgar y Lani-Bayle, Martine (texte) et Barroux (dessine). Apprendre la vie. Marseille: L´initiale (traducción de Gabriel Jaime Murillo-Arango), 2019 [ Links ]

Pennac, Daniel. Mal de escuela. Barcelona: Mondadori (traducción de Manuel Serrat Crespo), 2008 [ Links ]

Sloterdijk, Peter. Has de cambiar tu vida. Valencia: Pre-textos (traducción de Pedro Madrigal), 2013 [ Links ]

Steiner, George y Ladjali, Cécilia. Elogio de la transmisión. Madrid: Siruela (traducción de Gregorio Cantera), 2006 [ Links ]

Tockarzuk, Olga y Joanna Concejo. El alma perdida. Barcelona: Thule ediciones (traducción de Xavier Farré Vidal), 2019 [ Links ]

Tockarszuk, Olga. Sobre los huesos de los muertos. Bogotá: Océano (traducción de Abel Murcia), 2019 [ Links ]

Tockarszuk, Olga. Los errantes. Barcelona: Anagrama (traducción de Ágata Orzeszek), 2019 [ Links ]

Wulf, Christop. “Pandemia del coronavirus y educación”. Le sujet dans la cité. Lettre No 201, 8 juin 2020, París. www.lesujetdanslacite.com / webmaster@lesujetdanslacite.com (traducción de Gabriel Jaime Murillo-Arango) [ Links ]

Recibido: 12 de Septiembre de 2020; Aprobado: 12 de Noviembre de 2020

Gabriel Jaime Murillo-Arango Doctor en Educación: estudios históricos en educación, pedagogía y didáctica. Universidad de Antioquia. Facultad de Educación. Medellín-Colombia. Grupo de investigación Formaph

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