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História da Educação

versión impresa ISSN 1414-3518versión On-line ISSN 2236-3459

Hist. Educ. vol.26  Santa Maria  2022  Epub 31-Mayo-2022

https://doi.org/10.1590/2236-3459/112819 

Artigo

HUMANISMO Y EDUCACIÓN EN UTOPÍA, DE TOMÁS MORO

HUMANISM AND EDUCATION IN THOMAS MORE´S UTOPIA

HUMANISMO E EDUCAÇÃO EM UTOPIA, DE TOMÁS MORUS

HUMANISME ET ÉDUCATION DANS UTOPIE, DE THOMAS MORE

* Universidad Nacional de Entre Ríos, Argentina.


RESUMEN

El llamado “humanismo” renacentista no fue sólo, pero sí centralmente un movimiento educativo, en cuanto su principal meta consistía en el desarrollo de la humanitas a través del cultivo de los studia humanitatis tomando para ello como modelo a los autores clásicos. En este sentido, el propósito de este trabajo consiste en presentar las principales ideas de Tomás Moro acerca de la educación tal como aparecen expuestas sobre todo en su célebre obra Utopía (1516), y de hacerlo situándolas en el marco de su adscripción al movimiento humanista. Para ello, me ocuparé, en primer lugar, de algunos aspectos del pensamiento moreano que mantienen una dependencia directa respecto de las ideas pedagógicas de Erasmo. Y, luego, intentaré mostrar tres grandes direcciones en las que nuestro autor va más allá del planteamiento del resto de los humanistas, pero no lo hace apartándose el proyecto humanista, sino intentando asumir radicalmente sus postulados fundamentales.

Palabras clave: humanismo; educación; Utopía; Moro; Erasmo

Abstract

Renaissance “humanism”, as it has been called, was fundamentally, although not exclusively, an educational movement, inasmuch as its main goal consisted in the development of the humanitas through the cultivation of the studia humanitatis adopting the classical authors as a model. In this sense, the purpose of this article is to present Thomas More's main ideas on education as they appear, above all, in his celebrated work Utopia (1516), and to do so by situating them within the framework of his ascription to the humanist movement. To do this, I will first delve into some aspects of More's thought on which interpreters have especially insisted and which maintain a direct dependence on Erasmus's pedagogical ideas. Then, I will try to elaborate on three major directions in which our author goes beyond the approach of the rest of the humanists, in a manner that does not depart from or modify the humanist project, but rather tries to radically assume its fundamental postulates.

Keywords: humanism; education; Utopia; More; Erasmus

Resumo

O chamado “humanismo” renascentista não só foi, embora o fosse centralmente, um movimento educacional, sendo que o seu principal objetivo consistia no desenvolvimento da humanitas através do cultivo dos studia humanitatis, levando em consideração- para tal fim-o modelo dos autores clássicos. Neste sentido, o propósito deste trabalho baseia-se na apresentação das principais ideias de Tomás Morus a respeito da educação tal como aparecem expostas, principalmente na sua renomada obra Utopia (1516), caso se fizer, as mesmas serão localizadas no marco da sua adscrição ao movimiento humanista. Para isso, dedicar-me-ei, no primeiro lugar, a alguns aspectos do pensamento moreano, os quais mantêm uma dependência direta com as ideias pedagógicas de Erasmo. Posteriormente, tentarei mostrar três grandes direcionamentos, com os quais o nosso autor vai além da colocação do resto dos humanistas, mas sem afastar-se do próprio projeto humanista, pelo contrário tentando assumir de forma radicalizada os seus postulados fundamentais.

Palavras-chave: humanismo; educação; Utopia; Morus; Erasmo

Résumé

L’“humanisme” ainsi nommé, de la Rennaissance, n’a pas été seulement, mais si essentiellement, un mouvement éducatif, vu que le but principal était le développement de l’humanitas,grâce à la culture desstudia humanitatis,prenant pour ce faire les auteurs classiques comme modèle. Dans ce sens, le dessein de ce travail est celui de présenter les principales idées de Thomas More à propos de l’éducation, telles qu’elles apparaissent surtout dansUtopie(1516), son célèbre ouvrage et ainsi faisant les situer dans le cadre de leur adhésion au mouvement humaniste. Pour ce faire, et en premier lieu, je vais m’occuper de quelques aspects de la pensée de Thomas More qui entretiennent une dépendance directe par rapport aux idées pédagogiques d’Érasmus. Ensuite, j’essairai de montrer trois grandes directions auxquelles notre auteur va au delà des propositions du reste des humanistes. Cependant, l’auteur ne le fait pas s’écartant du projet humaniste mais essayant d’assumer radicalement leurs postulats fondamentaux.

Mots-clés: humanisme; éducation; Utopie; More; Érasmus

INTRODUCCIÓN1

El llamado “humanismo” renacentista no fue sólo, pero sí centralmente un movimiento educativo. Tal como lo ha reconstruido magistralmente Quentin Skinner, dicho movimiento va a asumir una idea ya claramente formulada por Cicerón y que, al ser recuperada por Petrarca, va a pasar a los humanistas italianos de principios del siglo XV tales como Salutati, Bruni, etc. Según dicha idea, en primer lugar, la máxima excelencia humana que consiste en la “virtud” constituye una meta alcanzable por la humanidad a través de su propio esfuerzo (lo cual rompe abiertamente con la concepción agustiniana acerca de las limitaciones de la condición humana “caída” y su necesidad de la “gracia”). En segundo lugar, la vía conducente a dicha meta se encuentra en la educación. Y, finalmente, el contenido central e irrenunciable de la misma serían los studia humanitatis2, en cuyo seno debería darse la articulación entre retórica y filosofía (SKINNER, 1978, pp. 88 y ss.), y, de este modo, la unidad esencial entre forma y contenido, elegancia y verdad.

El llamado “humanismo del norte” o “humanismo cristiano”, que en gran medida surge como resultado de la difusión de las ideas del humanismo italiano allende los Alpes, va a hacer suya esta misma concepción. Así, Erasmo, uno de sus representantes más destacados y quizás el más relevante e influyente en el tema que nos ocupa, dirá enfáticamente en su tratado Acerca de la educación de los niños que, a diferencia de lo que sucede con las demás especies naturales, “los hombres no nacen (nascuntur), sino que se hacen (finguntur)” (ERASMUS, 1541, p. 15). Así, tanto en el curso histórico de la especie como en el proceso de desarrollo de los individuos, éstos comienzan exhibiendo una condición pre-humana o, quizás mejor, sub-humana, pues son “más bien fieras que hombres” debido al carácter aún latente y no actualizado de su facultad racional. A partir de allí podrán describir una evolución ascendente y, como resultado del cultivo de la “razón” en cuanto facultad superior a los “afectos”, alcanzar la excelencia de la vida virtuosa (la única que merece propiamente el calificativo de humana); o bien, marchando en la dirección contraria, descender al nivel, por así decir, in-humano y convertirse en una creatura “peor” y “más nociva” (ERASMUS, 1541, p. 16) que los animales salvajes.

¿Cómo garantizar, pues, que cada hombre sea capaz de alcanzar su estatura propia y plenamente humana? La respuesta de Erasmo es clara y categórica: “La fuente de toda virtud es una educación santa y diligente”; así como la de toda “insensatez y malicia”, una “educación negligente y corrupta” (ERASMUS, 1541, p. 11). Así, la tarea demiúrgica de alumbrar la humanidad en y a partir de los individuos naturales humanos, de dar “forma” armónica y acabada a una naturaleza más o menos informe, evitando que degenere en lo deforme, estará, pues, a cargo de la práctica educativa. Y queda también fuera de duda cuál sería el estilo esencial de la misma y cuál el núcleo de contenidos que ha de adoptar; a saber, el campo de las “letras” en su vinculación esencial con la “filosofía”, y claro está, una dedicada a proporcionar “preceptos” (ERASMUS, 1541, p. 16) a la vida humana, es decir, lo que en la época se denominaba “filosofía moral” y nosotros llamaríamos más bien “filosofía práctica”, en cuanto comprende tanto el ámbito de la ética como el de la teoría política. De este modo, y tal como lo adelanta el título del tratado, estaríamos, pues, ante una educación de tipo “liberal” en el sentido de que se basa en lo que tradicionalmente se denominaban “artes libres”, es decir, en primer lugar, la dialéctica, la gramática y la retórica, con la típica prioridad que los humanistas concedían a esta última, en contraste con la Escolástica que privilegiaba la primera.

Ahora bien, el ideal de la humanitas que aquí se pretende realizar tiene claramente un alcance universal y, por tanto, los destinatarios del programa humanista serían todos los hombres sin excepción. Una primera consecuencia que se desprende de esta nueva perspectiva consiste en el rechazo frontal a la “dicotomía central para la teoría y la práctica pedagógica de la Edad Media” según la cual los nobles y el clero debían seguir dos sistemas educativos distintos (SKINNER, 1978, pp. 90-91) de acuerdo al rol diferencial asignado a unos y otros en el marco de la sociedad estamental. Oponiéndose a este esquema, aún ampliamente vigente en el siglo XIV, el humanismo pretendía que ambos grupos compartieran un mismo trayecto educativo destinado a su formación en cuanto “hombres”, la cual, a su vez, no va a consistir en otra cosa que en la formación en las “letras”. Éstas, por tanto, perderían, su carácter especializado y adquirirían el status de una disciplina (o un conjunto de disciplinas) de alcance “general”, en el sentido de necesarias para el desarrollo de todo hombre.

Esta innovación, de gran importancia educativa, resulta menos significativa desde el punto de vista social, puesto que, aunque será ciertamente muy resistida por la nobleza, se limita a extender la formación humanística a los dos estamentos privilegiados. Resulta, por ello, más disruptiva la consecuencia que extrae Erasmo del mismo principio cuando propone este mismo programa educativo para los sectores populares; porque “¿acaso los hijos de los ciudadanos (civium) son menos hombres que los de los reyes? ¿Acaso cualquiera de sus hijos no debe ser querido en igual medida (aeque) que el nacido de reyes?” (ERASMUS, 1541, p. 56). Y a la hora de considerar cómo podría sostenerse materialmente esta educación en el caso de quienes no dispongan de recursos suficientes para contratar los costosos servicios de preceptores particulares llega a sugerir la importancia de que dicha educación sea objeto de “atención pública” (ERASMUS, 1541, p. 55), esto es, de que cuente con el financiamiento del estado.

Así, pues, dado el rol decisivo que juega el proceso educativo en la producción del homo humanus como ideal universal, esto conduce ineludiblemente a las siguientes cuestiones: ¿cómo se debería llevar a cabo en concreto esta práctica? ¿De qué forma se podría garantizar que la misma efectivamente tenga lugar y que logre, además, alcanzar tan elevado cometido? ¿Cuáles serían las condiciones que harían posible su realización exitosa? El principal propósito de este trabajo consiste en establecer cuáles serían las respuestas de Tomás Moro a dichas preguntas sobre todo en su obra cumbre, Utopía, publicada en 1516. Para ello seguiré un recorrido que consta de dos momentos. En el primero intentaré resumir algunas propuestas de Moro en las que claramente se mueve en el marco de la concepción de Erasmo acerca de la educación. En el segundo, por su parte, y en el que espero que resida el principal aporte de este trabajo, intentaré mostrar en qué medida Moro avanza también hacia planteamientos nuevos que no sólo no aparecen en los demás autores del círculo erasmiano, sino que incluso llegan a poner en crisis algunas de sus asunciones de fondo.

A tal efecto, como estrategia metodológica para el abordaje hermenéutico de los textos, que citaré siempre que sea posible a partir de sus fuentes en la lengua original, por una parte, pondré en relación y en tensión las afirmaciones de Utopía con las ideas planteadas en el tratado de Erasmo que venimos citando, referido a la educación liberal de los niños. El mismo fue escrito en torno a 1509(si bien fue publicado años después); con lo cual, teniendo en cuenta la profunda amistad filosófica y personal que ya en ese momento unía a estos dos autores, podemos asumir que los planteamientos de dicha obra fueron conocidos por Moro (aunque más no sea a partir del intenso intercambio de ideas mantenido en esos años con el humanista holandés); y que, más aún, constituyeron para él una referencia privilegiada, justo en el momento en el que, también a raíz de conversaciones con Erasmo, comenzaba con aquellas reflexiones que culminarán en la redacción de Utopía. Por otra parte, y con el fin de arrojar luz sobre muchas de las propuestas de esta obra acerca de la educación, las interpretaremos a partir de algunas ricas fuentes epistolares de esa misma época en las que Moro se explaya acerca de diversos aspectos del proyecto educativo que efectivamente estaba desarrollando en su casa y que tenía como destinatarios, sobre todo, a sus cuatro hijos (la mayor y más brillante, Margaret, Elizabeth, Cecily y John).

MORO EN EL MARCO DE LAS IDEAS PEDAGÓGICAS DE ERASMO

Algunos de los estudios más valiosos acerca del tema (SOWARDS, 1989 y PARRISH, 2010) han insistido, por una parte, en la existencia de algunas significativas correspondencias entre la teoría educativa presentada en Utopía y la práctica educativa llevada a cabo por Moro en su “escuela” doméstica; y, por otra, en la clara dependencia de ambas respecto de las ideas pedagógicas de Erasmo.

Así, una primera intuición de gran agudeza y actualidad que encontramos en Erasmo es su llamamiento a comenzar el proceso educativo ya en la primera infancia de acuerdo al principio de que en esta empresa “nunca se comienza demasiado pronto” (ERASMUS, 1541, p. 68). Esta insistencia en que se preste especial atención a la educación durante la etapa más temprana de la vida se debe, pues, en primer lugar, a que los niños estarían especialmente inclinados a la “imitación”; su espíritu, aún desprovisto de “preocupaciones” y de “vicios”, sería comparable a una “tablilla” en blanco en la que se debe comenzar a escribir y poseería, por tanto, una naturaleza “flexible”, “maleable” y “dócil” respecto del influjo de los agentes externos; y su memoria, además, sería especialmente receptiva para retener las experiencias producidas por dicho influjo (ERASMUS, 1541, pp. 5, 17, 21, 35, 38 y 58). De aquí se sigue, pues, una peculiar disposición y aptitud para aprender como así también la presencia determinante y duradera de lo así aprendido a lo largo de toda la vida.

Pero la importancia decisiva de la educación durante la infancia no se debe sólo a que su eficacia se ve potenciada por las condiciones subjetivas de los niños, con lo cual cabe esperar de ella los mejores resultados; sino también a que su ausencia sólo puede acarrear consecuencias funestas. En efecto, el comportamiento durante estos primeros años de vida está guiado más por la “sensibilidad” que por el “juicio” de la razón y, por ello, es mayor la inclinación a las acciones “erróneas” o “perversas” (prava), que pronto cristalizan en vicios, que a las “correctas” (recta), que conducirán a hábitos virtuosos. De este modo, mientras estos últimos se olvidan con extrema facilidad, los primeros, en cambio, resultan muy difíciles de erradicar (ERASMUS, 1541, p. 38); y, por ende, sólo una educación firme y esmerada puede lograr que desde la edad más temprana comiencen a gestarse los buenos hábitos y a evitarse los malos. Así, por tanto, si no se llevara a cabo prontamente esta labor “formativa” en vistas de que los sujetos alcancen una “figura humana”, ésta de suyo se “deformaría”, dando como resultado una “imagen bestial y monstruosa” (ERASMUS, 1541, p. 17).

Ahora bien, esto que “jamás se comienza demasiado pronto” es al mismo tiempo algo que “nunca se acaba”; pues “siempre aprendemos mientras vivimos” (ERASMUS, 1541, p. 68). La educación estaría llamada a ser, entonces, un proceso constante e interminable que debería comenzar en la primera infancia y prolongarse a lo largo de toda la vida. En plena consonancia con estas prescripciones de Erasmo se nos relata en la obra de 1516 que en Utopía “se instruye a todos los niños en las letras”, lo cual da cuenta dela firme convicción de Moro de que la educación “en las letras” puede y debe iniciarse en la infancia. Pero ¿en qué momento de la misma? ¿Qué tan pronto podría hacerlo? En sintonía con aquella categórica afirmación de Erasmo según la cual “ni bien el hombre nace, ya es capaz de aprender costumbres”, y, análogamente, “tan pronto comienza a hablar ya es apto para la instrucción en las letras” (ERASMUS, 1541, p. 35), leemos que los utopienses

ponen sumo empeño en inculcar cuanto antes (protenus) a los espíritus aún tiernos y dóciles de los niños opiniones buenas y útiles para conservar la república, las cuales, cuando se han instalado profundamente en los niños, acompañan al adulto toda la vida (PRÉVOST, 1978, p. 149).

Asimismo se narra en otro pasaje que, ya en la etapa adulta “una buena parte del pueblo consagra sus horas liberadas de actividades a las letras” (PRÉVOST, 1978, p. 101) y que lo hacen “durante toda la vida”. Esto que se presenta como una costumbre muy extendida en Utopía (la cual, además, como veremos con más detalle, está fuertemente promovida por sus leyes e instituciones), muestra a las claras la apuesta del autor por una formación humanística permanente.

Además de estas innovadoras ideas referidas a la extensión temporal del proceso educativo, Erasmo fue no menos original en sus reflexiones acerca de la dimensión metodológica. En efecto, se mostró especialmente crítico respecto de las prácticas de la mayoría de los maestros de la época, que se valían fundamentalmente de métodos coercitivos tendientes a despertar temor en sus alumnos, apelando constantemente a los gritos, las amenazas y hasta los castigos físicos. A juicio de nuestro autor, dichos métodos deberían ser abandonados por ineficaces e, incluso, contraproducentes; puesto que la dureza extrema “vuelve indómitos a los [niños] de índole más magnánima y a los más desanimados los lleva a la desesperación” (ERASMUS, 1541, p. 53). En uno y otro caso, el resultado no puede ser otro que el “odio a las letras”, el cual, al haberse implantado en el alma tierna de los niños, sólo logra que también de adultos “aborrezcan el estudio” (ERASMUS, 1541, p. 44).

Por otra parte, este modelo de educación, que hace que las escuelas se parezcan más a una “cámara de tortura” que a lugares de formación humana, al basarse más en el temor a los castigos que en la tendencia a lo mejor, será calificada por Erasmo de “servil”, en cuanto apela al tipo de sentimientos y motivaciones que caracterizan a los esclavos. Por eso, propone en lugar de esta pedagogía de la crueldad y el miedo, un modelo alternativo, verdaderamente “liberal” (ERASMUS, 1541, p. 47) (ahora en el sentido de que educa en y para la libertad). Éste deberá, pues, reemplazar la dureza con la amabilidad, buscando el respeto y el afecto de quien está aprendiendo en lugar del miedo y se valdrá, además, tanto como sea posible de estrategias metodológicas que tornen ameno y atractivo el proceso de aprendizaje. En este sentido, Erasmo nos ofrece el ejemplo de un “padre inteligente” que, al advertir en su hijo la predilección típica de los ingleses por la arquería, decoró la pared con distintas letras del alfabeto griego y latino, de modo que, cuando el niño daba en el blanco y lograba pronunciar correctamente la letra correspondiente, se lo aplaudía y se le daba como recompensa una frutilla o algo semejante (ERASMUS, 1541, pp. 63-64). Y todo indicaría que este padre y educador ejemplar de origen inglés no sería otro que su amigo Tomás Moro y el niño en cuestión, su hijo John (SOWARDS, 1989, p. 115).

En concordancia con estas ideas, encontramos en Utopía al menos dos referencias importantes. La primera es indirecta, pero aun así muy significativa y se encuentra en el libro I. Una de las discusiones centrales y más interesantes de dicho libro se refiere a cuáles serían las medidas más adecuadas para tratar el número creciente de delitos de robo, cuya causa no sería otra que el importante aumento de la pobreza en la sociedad inglesa de principios del siglo XVI. En este respecto, el protagonista de la obra, Rafael Hythlodeo, se va a mostrar especialmente crítico respecto de la solución habitual al problema, que consistía en endurecer las formas de castigo hasta llegar a la pena de muerte. A juicio, pues, de nuestro protagonista una medida semejante, por un lado, resultaba desproporcionada respecto del delito que se pretendía castigar (y, por tanto, excedía la medida “justa”). Y, por otro, no cumplía con la necesaria “utilidad pública”; es decir, tampoco era capaz de generar el efecto social esperado, esto es, la disminución del delito, puesto que “no hay pena suficiente para impedir el robo de quienes no tienen ningún otro medio para buscar su sustento” (PRÉVOST, 1978, p. 36). Y en este contexto compara a los defensores de este tipo de procedimientos con “los malos preceptores, que prefieren azotar a sus discípulos en vez de enseñarles”. Así, con ocasión de esta analogía entre la esfera pedagógica y la penal realizada con el objeto de oponerse a prácticas pertenecientes a esta última, se deslizaría indirectamente una crítica clara a ciertas prácticas probablemente muy frecuentes en la primera.

La otra referencia a tener en cuenta pertenece al libro II de la obra, concretamente al parágrafo dedicado a las ocupaciones de los utopienses. Allí se comienza presentando a la agricultura como “oficio común” que todos sin excepción deben desempeñar y que, por tanto, se enseña desde la infancia. Y de inmediato se explica de qué modo tiene lugar dicha enseñanza a los niños. La misma se realiza, pues, “en parte a través de la transmisión de indicaciones [teóricas] (praeceptis) en la escuela, y en parte en los campos cercanos a la ciudad, casi lúdicamente (quasi per ludum)” (PRÉVOST, 1978, p. 79). Como vemos, reaparece, de este modo, la idea tan cara a Erasmo de la imbricación entre enseñanza y juego como estrategia didáctica recomendable sobre todo en la educación de los niños.

El tercer aspecto de la perspectiva erasmiana a considerar tiene que ver con el principal propósito al que se ha de orientar la educación. Y éste no es, pues, exclusivamente, pero sí predominantemente moral3. En efecto, “si bien la enseñanza conlleva innumerables beneficios, no obstante, si no está al servicio de la virtud, acarrea más males que bienes” (ERASMUS, 1541, p. 35). Moro, por su parte, se hace eco de esta misma preocupación en una carta dirigida justamente a uno de los preceptores de sus hijos, William Gonell, el 22 de mayo de 1518 en la que le dice: “Prefiero la educación, que está unida a la virtud, antes que todos los tesoros de los reyes”. Ésta, entendida, a su vez, fundamentalmente como “conocimiento de las letras” (literarum peritia), “acompaña a la virtud como la sombra al cuerpo”; una es, pues, condición de la otra, la cual se comporta, a su vez, como su “fruto verdadero y genuino”. En efecto, una educación de este tipo tiene como principal resultado la formación de la “recta conciencia”; esto es, de la facultad de “juicio” práctico acerca de lo que en cada caso resulta conveniente o inconveniente, correcto o incorrecto. De ésta depende, pues, esencialmente la realización de las buenas acciones, cuyo espíritu resume Moro de la siguiente manera:

[Que sus hijos] eviten los precipicios de la ostentación y la soberbia […]; no queden obnubilados al ver el oro, no lamenten la falta de lo que por error admiran en otros; no se consideren más por llevar adornos llamativos, ni menos por estar desprovistos de ellos; no destruyan por negligencia la belleza que está en su naturaleza, ni la busquen a través de malas artes […]; pongan en el puesto más elevado la piedad hacia Dios, la caridad hacia todos y la modestia y la humildad cristiana hacia sí mismo (MORO, 2007, pp. 202-206).

Así, fiel a la inspiración cristiana característica del humanismo del norte, la educación debería tender, entonces, a erradicar los vicios del orgullo, la envidia y la codicia y, como contrapartida, fomentar las virtudes del amor, la modestia y la humildad. En Utopía encontramos, pues, un planteamiento muy semejante. En efecto, leemos allí que cuando “se educa a la infancia y la juventud, no se presta mayor atención a las letras que a las costumbres y a la virtud”. E, incluso, podríamos agregar que las primeras siempre se ordenan a las últimas, puesto que, en la medida en que la búsqueda del conocimiento permite examinar y rectificar las propias opiniones, contribuirá sustantivamente al cultivo de las virtudes y la eliminación de los vicios, en cuanto éstos “nacen de opiniones perversas” y aquéllas, a la inversa, de “opiniones buenas” (PRÉVOST, 1978, pp. 149-150).

Por otra parte, queda claro cuáles serían según la perspectiva de Utopía los vicios a evitar y las virtudes a fomentar. A juicio de su protagonista el peor de los males sociales y, de alguna manera, el fundamento del que surgen todos los demás sería, en general, la “soberbia” entendida como tendencia a ponerse a sí mismo antes y por encima de los demás atribuyéndose mayor valor o dignidad que ellos; y, en particular, aquella forma de orgullo que persigue este encumbramiento por sobre el resto a través de la acumulación y ostentación de riquezas, esto es, la “codicia” (PRÉVOST, 1978, pp. 41, 88 y 160). Los utopienses, por su parte, en clara consonancia con Epicuro (cuya doctrina, no casualmente, Moro conocerá a partir de la alta estima que le profesaba su amigo Erasmo), rechazan enérgicamente estas disposiciones morales por considerar que apuntan a un género de placeres que están “al margen de la naturaleza” (praeter naturam) y que, por tanto, son “falsos” o “bastardos” (adulterinae), con lo cual no sólo no conducen a la felicidad, sino que la comprometen seriamente. Y, por ello, y como contrapartida, llevan una vida no desprovista de ningún bien necesario, pero, al mismo tiempo, sobria y moderada en todos los aspectos (comidas, vestimenta, etc.) y se entregan sólo a placeres “verdaderos y genuinos” (PRÉVOST, 1978, pp. 106-108), que son aquellos que manan de la naturaleza. Ésta “primero de todo nos excita a los mortales al amor y la veneración de la divina majestad, a la cual le debemos tanto que existamos como que seamos poseedores de la felicidad”. Y, en segundo lugar, nos inclina

a que llevemos una vida que nos permita a nosotros mismos la menor aflicción y la mayor alegría y que prestemos nuestra ayuda para que todos los demás obtengan lo mismo, en virtud de la comunidad de naturaleza (PRÉVOST, 1978, p. 104).

Así, pues, la forma de vida de los utopienses confirma desde su perspectiva naturalista y hedonista el valor de la modestia, la piedad y, finalmente, de la llamada “humanidad” (humanitas), que amalgama la “filantropía” griega y la charitas cristiana y, en cuanto virtud social más elevada, consiste en la disposición a contribuir tanto como se pueda con la felicidad de todos aquellos con los que se comparte la misma condición.

Pasemos ahora al último aspecto de la teoría de la educación erasmiana de que nos ocuparemos, a saber, el contenido de su programa o, dicho de otro modo, la cuestión del curriculum educativo. Encontramos una presentación detallada y sintética del mismo en su diálogo Acerca de la correcta pronunciación del latín y el griego (ERASMUS, 1528, pp. 46-47). Allí leemos que, en primer lugar, se debería enseñar a “pronunciar con soltura” (expedite sonare); luego, a “leer con fluidez”; después de eso, a “escribir elegantemente”; tras lo cual se seguirían, a su vez, la “habilidad en las lenguas” (latín y griego); algunas nociones de “dialéctica”, pero evitando “ser torturado con aquellas ridículas sutilezas inventadas para la ostentación”; bastante retórica, estudiada diligentemente, pero apuntando a la “utilidad en la escritura y en el habla” y no a una observancia “supersticiosa” y “ansiosa” de las reglas de los preceptores; geografía, “aprendida con esmero”; aritmética, música y astronomía, sólo como una primera aproximación a sus respectivos campos; medicina, sólo “lo suficiente para la conservación de la salud”; algunas nociones de física, “no tanto la que discute ambiciosamente acerca de los principios, de la materia primera y del infinito, sino aquella que expone la naturaleza de las cosas”, tales como el alma, los cuerpos celestes, los animales y las plantas; y, finalmente, pero no por ello menos importante, la ética, “inculcada a través de aforismos, especialmente los que pertenecen a la piedad cristiana y a los deberes de la vida común”.

Cuando analizamos las materias tratadas en la escuela de Moro, no podemos sino advertir significativas coincidencias respecto de este plan trazado por Erasmo. Así, según la reconstrucción que nos ofrece Thomas Stapleton en su biografía de Moro, de 1588:

Los temas de estudio no fueron sólo literatura griega y latina, sino también lógica y filosofía […] y también matemáticas. A veces también se leían los escritos de los Padres […] Los alumnos se ejercitaban en la lengua latina casi todos los días, traduciendo del inglés al latín y del latín al inglés (STAPLETON, 2020, p. 53).

J. K. Sowards, por su parte, señala con buen criterio que sería necesario completar esta lista y agregar la astronomía (lo cual consta en la carta dirigida por Moro a su escuela el 23 de marzo de 1521) y quizás también la música (teniendo en cuenta la especial predilección que sentía nuestro autor por ella) y la medicina (sobre todo considerando que Margaret Giggs, criada por Moro como una más de sus hijas, va a mostrar especial interés y competencia en esta disciplina) (SOWARDS, 1989, pp. 111-112).

Asimismo, si pasamos revista a los temas contemplados por la educación en Utopía, la situación no es muy diferente. Se va a intentar prestigiar su lengua diciendo que conservaba vestigios del griego, con lo cual éste podría ser uno de sus antecedentes. Además se dice que sus estudiosos lograron aprender con gran facilidad y corrección tanto el griego como el latín, al punto de poder leer directamente los textos de los clásicos que les dio a conocer Hythlodeo (PRÉVOST, 1978, p. 116). Por otra parte, se presenta a los utopienses también como versados en lógica, cuanto menos al mismo nivel que los antiguos, si bien, se agrega con cáustica ironía, quedan muy por debajo de los inventos y agudísimas disquisiciones de los “dialécticos” modernos (PRÉVOST, 1978, pp. 101-102),que brillan en la Escolástica oxoniense. Y, por el contrario, no tienen nada que envidiar a los avances de los europeos en el terreno de la astronomía y, en general, del conocimiento físico. Y muestran esta misma maestría en el campo de la medicina, disciplina que goza entre ellos de gran “honor” por considerarla una forma de conocimiento “bellísima y utilísima” (PRÉVOST, 1978,p. 117).

Asimismo, se presenta a los utopienses como especialmente interesados en “aquella parte de la filosofía que se ocupa de las costumbres”, la filosofía moral, pieza esencial de los studia humanitatis, y, en este marco, en la “controversia fundamental” acerca de en qué consiste la “felicidad” (PRÉVOST, 1978, pp. 102-103). Nada se dice específicamente del resto de las disciplinas humanísticas, pero aparece recurrentemente la denominación de las “letras” que las engloba, tanto para referirse al tipo de conocimiento al que se dedicaban sus intelectuales (llamados, por eso, “letrados”, literatorum) (PRÉVOST, 1978, p. 84), como así también, como veíamos, al contenido de la educación de los niños y al tema de estudio al que se consagraban masivamente los ciudadanos a lo largo del resto de la vida asistiendo a clases públicas matinales y dedicándoles buena parte de su tiempo libre (PRÉVOST, 1978,p. 81). Podríamos, quizás, reconocer como referencia un tanto indirecta que, entre los libros de autores griegos y latinos que Hythlodeo traía consigo y respecto de los cuales los doctos utopienses se mostraron especialmente receptivos aparecen varios de los más célebres poetas e historiadores clásicos, como Homero o Sófocles y Tucídides o Heródoto (PRÉVOST, 1978, pp. 115-117). Llama un poco la atención que no aparezca ninguna mención explícita de la retórica, pero resulta difícilmente pensable que un pueblo al que un humanista califica de “amable y elegante” (facilis ac faceta) (PRÉVOST, 1978, p. 115) y que ha llegado a serlo gracias al “cultivo del espíritu” a través del ejercicio de las “letras” no domine el arte de la eloquentia.

MORO ALLENDE LOS LÍMITES DEL HUMANISMO

Hemos reseñado hasta aquí algunos de los aspectos más destacados en que Moro se comporta como seguidor fiel y coherente de las prescripciones de Erasmo. Pero, como cabe esperar del genial autor de Utopía, esto no agota en absoluto sus ideas en materia educativa. En efecto, lo más valioso y disruptivo de su pensamiento debe ser buscado en una serie de intuiciones en las que sobrepasa en mucho el punto de vista del resto de los humanistas, entrando en conflicto con algunas de sus asunciones de fondo. Por ello, parece acertado ver allí con Skinner “la crítica más radical al humanismo escrita por un humanista” (SKINNER, 1978, p. 256). Así, según esto, la radicalidad de su crítica no tendría otro fundamento que la radicalidad con que asume los principios humanistas. Sería, pues, entonces, del propio humanismo de donde se toman aquí los motivos y el impuso que permiten trascenderlo.

En lo que sigue presentaremos tres direcciones en las que tiene lugar este movimiento de superación de algunas de las ideas de los humanistas en educación. En primer lugar, nos detendremos en la audaz apuesta de Moro, sobre todo si tenemos en cuenta las prácticas habituales en su época, respecto de la educación de las mujeres. En segundo término, nos ocuparemos de la función educativa decisiva reconocida al régimen general de vida de la comunidad de Utopía. Y, finalmente, intentaremos mostrar en qué medida el proyecto de que todos los ciudadanos puedan acceder a la educación de modo igualitario y permanente exigiría una profunda reorganización en lo que respecta a su forma de participación en el proceso de producción social a través del trabajo.

Encontramos un temprano anuncio de su insistente idea en favor de la educación de las mujeres en un texto cuya primera versión fue compuesta probablemente en torno a 1499 y que lleva por título “A Cándido: qué tipo de esposa se ha de elegir”. En este compendio de consejos útiles para quien se disponga a escoger la persona con la que desposarse se invita a su destinatario a que no se fije, en primer lugar, en la belleza física o en la magnitud de la dote por proporcionar ambos un fundamento poco “firme” para el amor. Y, en su lugar, se exaltan una serie de cualidades (sensatez, capacidad de consejo, buena conversación, etc.) que sólo pertenecerían a la personalidad de una “esposa educada” (MORO, 2012, pp. 101-104). Resulta claro que, con esto, se defiende decididamente una posibilidad si no vedada, al menos sí extremadamente acotada en la época, como es la de que las mujeres reciban una educación en las letras; esto es, la humanamente más elevada y la misma en contenido y calidad que la recibida por los varones. De esta manera, se erige un nuevo y audaz ideal de mujer, en fuerte paridad respecto del que proponía a los varones la cultura del Renacimiento, que es la mujer “letrada” o “culta”.

Esta misma cuestión referida a la educación femenina reaparece en la carta dirigida a William Gonell que citábamos más arriba y lo hace de modo aún más enfático. Allí se va a sostener, pues, que, dado que hombre y mujer tienen “ambos el nombre de humano y la razón distingue su naturaleza de la de las bestias”, de ello se sigue necesariamente que

A ambos les pertenece por igual la habilidad para las letras (ex aequo convenit peritia literarum) por la que la razón es cultivada, y como con tierra arada, en ambos germina la mies cuando se han sembrado las semillas de los buenos preceptos (MORO, 2007, p. 206).

De este modo, se comienza afirmando, pues, la igualdad de naturaleza entre hombre y mujer, la cual reside fundamentalmente en la facultad racional y, sobre esta base, se postula una total igualdad en las capacidades de ambos tanto para la adquisición del conocimiento como para la realización de las acciones que se seguirán del mismo. Dicho de otro modo, si ambos son igualmente aptos para el cultivo de la razón a través de las disciplinas científicas en general y de las humanísticas en especial, también lo serán para la obtención del “fruto” que se espera del mismo, esto es, el desarrollo de las virtudes y, en definitiva, la formación del llamado “buen juicio”. Poniendo en la mira este elevado propósito, se deberá, por tanto, asegurar a las mujeres la misma educación que a los varones.

Ahora bien, tras arribar a esta conclusión Moro vuelve su atención al inveterado prejuicio misógino que se opone a la educación femenina. Éste se resume, pues, en una “sentencia (dictum) de la que se valen muchos para apartar a las mujeres de las letras”, según la cual a menudo “la tierra de una mujer es naturalmente mala, y más apta para producir helechos que grano”. Es decir, se toma nota de un pretendido “defecto” inherente al género femenino y se concluye que esto tornaría inútil y carente de sentido el esfuerzo educativo. La refutación de Moro consiste, pues, en partir del mismo enunciado, pero sin prestarle asentimiento, sino sólo tomándolo como un supuesto; esto es, como una premisa con la que simplemente se inicia el procedimiento deductivo, pero omitiendo todo compromiso con su verdad. De este modo, el argumento sería que, aun si se admitiera esta supuesta capacidad deficitaria de las mujeres, en ese caso, la medida más oportuna no sería privarlas de una educación esmerada y rigurosa, sino justamente la contraria; esto es, su “inteligencia se ha de cultivar aún con más diligencia a través de las letras y de las buenas disciplinas, de modo que el defecto de la naturaleza sea compensado por la laboriosidad”. Así, por tanto, su estrategia consiste en mostrar que, incluso si partiéramos de la misma premisa, correspondería extraer de allí una conclusión diferente de aquella a la que arriban los detractores de la educación de las mujeres.

Esta enfática toma de posición se va a reflejar plenamente en el modelo educativo propugnado en su escuela doméstica, en la cual las niñas recibían la misma formación que los niños y en la que, además, se va a destacar especialmente su hija mayor, Margaret. Por su parte, no es otro el punto de vista que encarnan explícitamente las instituciones y prácticas descriptas en Utopía. Así, leemos que “se instruye a todos los niños en las letras” y a fin de despejar toda duda acerca de si el masculino plural “niños” (pueri) incluye o no a las niñas, o mejor aún, a fin de evitar el supuesto dominante en la época de que, sobre todo tratándose de la educación, no las incluiría, se introduce a continuación la precisión de que “buena parte del pueblo, varones y mujeres, dedican a las letras durante toda la vida aquellas horas que les quedan libres de sus ocupaciones” (PRÉVOST, 1978, p. 101). Y una de las ocasiones privilegiadas para hacerlo consiste en la participación en las clases públicas que se dictan diariamente en las horas matinales y a las que “acude una gran multitud de toda condición”, y nuevamente se aclara, “incluso mujeres” (ac foeminae) (PRÉVOST, 1978, p. 81). Asimismo, en el pasaje referido a la “clase de los letrados” (literatorum classem) o “escolares” (scholasticorum), aquel grupo selecto de alrededor de trescientos ciudadanos que, en atención a sus especiales condiciones e inclinaciones, quedan exentos del trabajo físico para consagrarse exclusivamente a la actividad intelectual, se dirá, una vez más, que son escogidos “del número total de varones y mujeres” (PRÉVOST, 1978, p. 83). De esta manera, no sólo se está sugiriendo que las mujeres merecen recibir la misma educación que los varones, sino incluso que son tan capaces como ellos de alcanzar el máximo nivel de excelencia en el terreno del conocimiento.

En cualquier caso, resulta innegable el marcado contraste existente entre su teoría y práctica educativa y la entonces dominante. En este sentido, le vemos declarar en su carta a William Gonell que “la educación en la mujer es una cosa nueva” (MORO, 2007, p. 202). Pero para comprender la significación y alcance de este hecho debemos reparar en que dicha novedad no sólo es tal respecto del modelo educativo vigente, sino también respecto de las ideas de la vanguardia humanista. Así, el propio Erasmo afirma en una carta dirigida a Guillaume Budé en 1521:

No siempre se creyó que las letras eran de valor para la virtud y la buena reputación de una mujer. Ni yo mismo tenía esta opinión en otro momento, pero Moro me convenció completamente (SOWARDS, 1982, p. 83).

Así, por tanto, si comenzamos pasando revista a algunos de los múltiples aspectos en los que Moro estaba en deuda con Erasmo, ahora esta relación se invierte y él mismo reconoce abiertamente su deuda con Moro.

Y, en este sentido, el gran aporte de Moro consistió ni más ni menos que en extender el proyecto humanista a las mujeres y de hacerlo no por una suerte de ampliación realizada desde fuera, sino por considerar que ésta se desprendía del espíritu mismo de dicho proyecto. En efecto, si, como habíamos señalado, el propósito fundamental aprendido sobre todo de y junto a Erasmo no era otro que el de desarrollar la humanitas en los seres humanos a través del cultivo de las letras siguiendo el modelo de los clásicos, hubiera sido a todas luces incoherente y arbitrario excluir de la realización de este ideal a la mitad de la humanidad. De este modo, una asunción consecuente de las aspiraciones fuertemente universalistas de este proyecto no puede sino culminar en la promoción de aquella significativa parte del género humano a la que tradicionalmente se le había regateado su participación plena en la humanitas.

Ahora bien, a continuación nos ocuparemos de la cuestión referida a cómo llevar a cabo este proceso educativo y nos preguntaremos, entonces, cuál sería el contenido y cuáles las instancias o mediaciones requeridas para que dicho proceso pueda darse de modo acabado y eficaz. Más arriba analizamos con cierto detalle cómo respondían los humanistas a estas cuestiones y las importantes coincidencias de Moro al respecto. Ellos proponían, pues, sumariamente, el cultivo de aquel conjunto de disciplinas agrupadas bajo el nombre de “studia humanitatis” o “litterae humaniores”, las cuales constituirían la vía para que los sujetos alcancen su estatura propiamente humana, esto es, la excelencia de la virtud. Y vimos cómo el núcleo de dicho programa reaparecía en Utopía, donde se planteaba central e insistentemente la dedicación de los ciudadanos a las “bellas letras” como aquello que posibilitaba y sostenía su forma de vida.

Sin duda el rey Utopo, conquistador de la isla y fundador de la nueva república utopiense, se sirvió de ellas para hacer que lo que inicialmente se presentaba como “una turba rudimentaria y agreste” llegue a alcanzar “un estado tal de cultura y humanidad que ahora supera el de casi todos los demás mortales” (PRÉVOST, 1978, p. 71). De este modo, los utopienses, al haber sido “instruidos para la virtud de modo excelente a través de una educación preclara” (PRÉVOST, 1978, p. 119) se encontraban en condiciones inmejorables (e incomparablemente superiores respecto del resto de los pueblos) para lograr una vida justa y feliz. El argumento sería, entonces, que si, por una parte, la condición indispensable de la virtud reside en la educación; y, por otra, en Utopía se dotaba a los ciudadanos de la mejor forma de educación; debemos, pues, concluir que sólo allí podremos hallar a los sujetos más virtuosos, es decir, en el vocabulario de estos autores refrendado por Moro, más “humanos”.

Ahora bien, el cultivo riguroso y constante de las letras ¿agotaría el contenido de este modelo de educación considerado como el óptimo y más eficaz? La gran originalidad y agudeza de Moro en este respecto consistirá en mostrar que la realización del programa de los studia humanitatis no sólo no coincidiría del todo con la educación humanista en su forma más acabada, como parecen sugerir los principales autores del movimiento; sino que ni siquiera constituiría su pieza más determinante. En este sentido, prestemos atención a la curiosa solución diseñada por los utopienses a los efectos de evitar entre ellos la valoración desproporcionada del oro y la plata característica de Europa y otras culturas:

[Ellos] han ideado cierto método (rationem) tan acorde al resto de sus instituciones como sobremanera discrepante respecto de las nuestras (en las que tanto se estima el oro y tan diligentemente se lo ornamenta) al punto de que no son creíbles sino para quienes lo han conocido. Pues mientras comen y beben en vajillas de barro y de vidrio, ciertamente muy elegantes, pero baratas; con el oro y la plata […] confeccionan orinales y toda clase de recipientes asquerosísimos. Y además fabrican las cadenas y gruesos grilletes con los que sujetan a los esclavos. Finalmente a aquellos que se han vuelto infames por algún crimen les cuelgan de las orejas aros de oro, el oro también envuelve sus dedos, un collar de oro rodea su cuello y, por último, su cabeza está ceñida de oro. A través de todos estos medios procuran que entre ellos el oro y la plata sean tenidos en deshonra (PRÉVOST, 1978, p. 97).

Así, se concluye, “instituciones tan diferentes respecto de las del resto de la gente producen, del mismo modo, afecciones anímicas diferentes” (PRÉVOST, 1978, p. 98); dicho de otro modo, los seres humanos, al encontrarse en medio de condiciones objetivas diversas, desarrollan correlativamente disposiciones subjetivas también diversas.

Ahora bien, la forma de vida de los utopienses cuenta con un ordenamiento institucional aún más radical que, en realidad, precede y subyace al que acabamos de reseñar. Dicho ordenamiento consiste, pues, en la inexistencia del dinero, que se funda, a su vez, en la abolición de la propiedad privada y su reemplazo por la propiedad “común” según el principio que establece que “todo es de [y para] todos” (omnia omnium) (PRÉVOST, 1978, p. 156). A través de este principio organizador de la vida no se busca sino erradicar los vicios fundamentales de la “soberbia” y la “codicia” y, por añadidura, las consecuencias sociales que siguen de ellos; a saber, del lado de los victimarios, “fraudes, robos, rapiñas, riñas, tumultos, disputas, sediciones, asesinatos, traiciones, envenenamientos” y, del de las víctimas, “miedo, preocupación, inquietud, fatigas, insomnio […], la pobreza misma” (PRÉVOST, 1978, p. 159), debido al reparto desigual de bienes al que inevitablemente da lugar. Gracias a estas mediaciones, las percepciones, deseos y valoraciones de los utopienses han llegado a ser tan diferentes de las del resto de los pueblos que ellos

Se sorprenden de que el oro, tan inútil por su propia naturaleza, sea tan estimado en todas partes por la gente [al punto de] que al hombre mismo, por quien y, mejor aún, por cuya utilidad obtuvo este valor, se lo estima menos que al oro […] Pero se sorprenden y detestan mucho más la locura de quienes dispensan honores casi divinos a los ricos a quienes no deben nada ni les están sujetos, sin otro motivo que el hecho de que sean ricos (PRÉVOST, 1978, p. 101).

Resulta, pues, innegable que la adquisición y fuerte arraigo de este tipo de ideas en el alma de los utopienses se debe en gran medida a que las mismas les fueron inculcadas desde niños a través de la educación (PRÉVOST, 1978, p. 149). Con todo, no sería éste su único ni quizás su principal fundamento. En efecto, éstas dependen cuanto menos en igual medida del ordenamiento en medio del cual viven y se forman, esto es, se socializan y subjetivizan. Y reparemos también en que dicho ordenamiento tiene que ver no sólo, pero sí en primer lugar, con el régimen de propiedad común, “fundamento máximo de toda institución” (PRÉVOST, 1978, p. 161), el cual establece el acceso igualitario de todos a la totalidad de los bienes socialmente producidos, esto es, a la condición material de posibilidad de la vida y de la felicidad.

Por ello, en un pasaje clave para la interpretación que pretendo proponer se afirmará que los ciudadanos de Utopía “recibieron estas opiniones y otras de la misma índole […] en parte gracias a la enseñanza y las letras (ex doctrina & literis)” y “en parte gracias a la educación (ex educatione), en cuanto están educados en una República cuyas instituciones distan tanto” (PRÉVOST, 1978, p. 101)4 respecto de las nuestras. De esta manera, se atribuye una eficacia educativa fundamental e insustituible al conjunto de condiciones objetivas en que se desarrolla la vida. Incluso, no deja de ser significativo que se reserve para éstas últimas el término “educación” mientras que se nombra al otro factor importante con el término diferencial “doctrina” que aludiría más bien a la enseñanza teórica o la transmisión de ideas.

En síntesis, el cultivo de los tan mentados studia humanitatis seguiría siendo, sin duda, condición necesaria, pero ya no condición suficiente de la formación humana. Ésta requiere, pues, también y, quizás, a un nivel aún más radical y decisivo de un mundo social “nuevo”5 capaz de generar sujetos nuevos, esto es, por primera vez propia y plenamente “humanos”. De este modo, podríamos interpretar que fue a partir de su esfuerzo por comprender y realizar el proceso educativo, preocupación central de los humanistas, que Moro fue más allá de ellos al descubrir la pluralidad de factores concretos allí implicados y postular, así, la necesidad de liberar la fuerza más onda configuradora de subjetividad, contenida en lo que podríamos llamar las condiciones materiales de existencia.

Ahora bien, este régimen de propiedad que, de una parte, implica un determinado modo de acceso a los bienes, en general, y a los materiales, en primer lugar; de otra, e inseparablemente, plantea una determinada forma de organización de la producción de los mismos. Así, si todos disponen de iguales posibilidades en cuanto al disfrute de los bienes, lo cual no admite otra medida y límite que la necesidad de cada uno (PRÉVOST, 1978, p. 88); al mismo tiempo, y como su reverso necesario, todos estarán igualmente obligados a contribuir con su producción a través del trabajo. Según relata Rafael Hythlodeo, sólo quedan liberados de esta exigencia, por un lado, quienes por razones de salud o de edad no están en condiciones de cumplirla; y, por otro, los miembros de la “clase de los letrados”, quienes, como vimos, están consagrados exclusivamente al cultivo del conocimiento. A modo de justificación de esta dispensa, el texto parece, en primer lugar, intentar minimizar el número de ciudadanos que se encuentran en esa situación al insinuar que, al tratarse sólo de trescientos, constituiría una pequeñísima proporción en relación a la población total de una ciudad. Y, luego, insiste en que dichos ciudadanos, como contrapartida, tienen sus propias obligaciones, de las cuales el resto está exceptuado y se cita el ejemplo de la asistencia a las clases públicas matinales (PRÉVOST, 1978, pp. 81, 83 y 101).

En cualquier caso, ¿cómo se organiza la actividad de esta amplia mayoría de ciudadanos trabajadores? Hay, en primer lugar, una única ocupación “común” a todos, que, además, los utopienses desempeñan rotativamente cada dos años y por un lapso también de dos años en que se establecen en el campo, que es la agricultura. El fundamento que se esgrime en favor de esta “costumbre” y “norma” (mos) es, pues, nuevamente, que si los bienes están igualitariamente distribuidos, el mismo criterio debe adoptarse en el reparto de las “fatigas”, sobre todo tratándose de la ocupación más dura y que, si fuera dejada al arbitrio de cada uno, seguramente la mayoría evitaría. Además de formarse y desempeñarse en esta actividad, digamos, impuesta, también lo hacen en una y hasta dos que eligen libremente, a las que se dedican durante los dos años en que viven en la ciudad, y que pertenecen a los oficios artesanales necesarios para la vida de la comunidad (herrería, albañilería, carpintería, elaboración de la lana, etc.).

En todos estos casos se mantiene la misma proporción que consiste en cumplir no más de seis horas diarias de labor. La razón por la que se propone una jornada laboral de duración tan moderada incluso si la comparamos con nuestra situación actual, cuanto más en el caso de un trabajador de hace cinco siglos, consiste en que este tiempo no sólo basta, sino que hasta sobra para producir todo lo necesario tanto para el sostenimiento como para la comodidad de la vida (PRÉVOST, 1978, pp. 80-82). Claro está, este cálculo seguramente realista y acertado sólo es tal si se toman en cuenta las peculiares condiciones en las cuales tiene lugar la producción en el contexto de Utopía; esto es, en primer lugar, la inexistencia de la propiedad privada, con lo cual nadie tiene derecho a apropiarse del producto del trabajo ajeno; en segundo lugar, la obligación de todos (o casi todos) de trabajar, con lo cual aumenta considerablemente la cantidad de productores en comparación con lo que sucedía en las sociedades europeas, en las que los estamentos privilegiados (básicamente la nobleza y el clero) estaban exentos del trabajo físico; y, por último, la importante disminución del volumen de bienes a producir al ceñirse sólo a lo necesario, prescindiendo de lo superfluo (PRÉVOST, 1978, pp. 82-83).

Así, resulta ciertamente interesante que, según el relato de nuestro protagonista, los utopienses ponen especial cuidado no sólo en que se cumplan estas seis horas regulares de trabajo evitando la ociosidad y la molicie, sino también, y no en menor medida, en que la carga laboral no exceda jamás este tiempo, lo cual, demás está decirlo, era la constante en las sociedades de la época y lo sigue siendo en las nuestras. El propósito de esta disposición consiste en

Procurarle a todos los ciudadanos el máximo de tiempo para que lo aparten de la servidumbre corporal y lo destinen a la libertad y el cultivo del espíritu. Pues ellos piensan que en eso reside la felicidad de la vida (PRÉVOST, 1978, p. 86).

La significativa cantidad de tiempo liberado de las tareas necesarias que así resulta se comportaría, entonces, como la condición efectiva que le permite a los utopienses llevar cabo su proceso educativo a lo largo de toda la vida. Así, si se pretende que “todos” cuenten con esta posibilidad, se requerirá, pues, de un dispositivo social que elimine (o, cuanto menos, como en este caso, reduzca al máximo) lo que podríamos denominar la “división del trabajo”; esto es, una “distribución desigual” que consiste en asignar tareas cuantitativa y, sobre todo, cualitativamente diferentes a grupos sociales diferentes y hacerlo de modo excluyente y siempre más o menos forzado o impuesto (MARX y ENGELS, 2014). Este principio básico organizador de las sociedades existentes quedará seriamente cuestionado en Utopía desde el momento que todos aquellos que realizan el trabajo físico pueden dedicarse al mismo tiempo y en igual medida al trabajo espiritual, lo cual no es sólo posibilitado, sino, más aún, fuertemente promovido por el ordenamiento institucional de esta república. De este modo, Moro no se conformó con hacer suyo el llamamiento humanista a una educación en las letras para todos; sino que, justamente por haberlo asumido seria y radicalmente, pensó cuál sería la condición material de posibilidad sin la cual jamás podría darse del todo.

CONCLUSIÓN

En suma, los estudios más interesantes acerca de nuestro tema insistían en la filiación erasmiana de las ideas educativas de Moro; y, en tal sentido, señalaban una serie de continuidades muy significativas entre ambas perspectivas, a saber: la importancia decisiva reconocida a la educación durante la primera infancia; la fuerte crítica a los métodos coercitivos al uso y la propuesta, en su lugar, de otros que busquen tornar atractivo el proceso de aprendizaje teniendo en cuenta las condiciones e inclinaciones de quien lo realiza; la asignación a la educación de un propósito no exclusiva, pero sí eminentemente ético; y, finalmente, la propuesta de un curriculum “liberal” centrado en las letras y que incluye también ciertas disciplinas consideradas útiles para la vida tales como las matemáticas, la física, la medicina y, naturalmente, la filosofía moral. A través de nuestro recorrido pudimos confirmar que dicha interpretación resulta acertada, por cuanto muestra un aspecto, sin duda, presente y medular del pensamiento de Moro. Pero, a mi juicio, la misma sería también un tanto parcial e incompleta, puesto que dicho aspecto no agotaría la riqueza de ideas de nuestro autor y no haría, por tanto, justicia a la enorme originalidad, sobre todo, de la obra de 1516.

Para ello, habría que reparar, pues, en igual medida en una serie de planteamientos en los que claramente excede el marco de lo ya pensado por sus compañeros humanistas y avanza hacia ideas novedosas. La primera, no desconocida en los estudios acerca del tema, pero a menudo no suficientemente comprendida y explicada en sus motivaciones profundas, se compromete decididamente en favor de que las mujeres reciban la misma educación de excelencia que los varones. La segunda, por su parte, pretende sacar a luz la significación educativa fundamental del ordenamiento social en que se vive y, más aún, de la forma de organización de la vida material que estaría a su base, lo cual plantea la necesidad de transformar radicalmente dicho plano a través de la abolición de la propiedad privada en pos de un régimen de propiedad común. La tercera, por fin, en íntima conexión con lo anterior, apunta a identificar, denunciar y remover aquella matriz social responsable de que no todos cuenten en términos efectivos con las mismas posibilidades de realización del recorrido educativo, a saber, la división del trabajo.

Ahora bien, a los efectos de encontrar una clave que nos permitiera dar cuenta unitariamente de estas tres direcciones de superación del pensamiento humanista recurrimos a la interesante tesis hermenéutica de Skinner, quien, por una parte, ve en Moro la “crítica más radical al humanismo”, pero, por otra, la entiende como una crítica interna al propio humanismo. De este modo, allí donde los autores de este movimiento son más condescendientes respecto del orden vigente (relaciones de género, régimen social, etc.) Moro va a cuestionarlo sin concesiones; pero, al hacerlo, no pretenderá cancelar o modificar el proyecto humanista, sino justamente asumir y ser fiel a sus postulados fundamentales. Y quizás ninguno de ellos expresa mejor su tendencia más honda que la aspiración y la exigencia de lograr la realización de todo el hombre y de todos los hombres y la apuesta cuasi prometeica de buscarla por la vía de un riguroso y denodado esfuerzo educativo.

REFERENCIAS

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1El presente trabajo fue realizado en el marco del PID N° 5138 “Dimensiones prácticas de utopías clásicas y modernas: fundación de repúblicas, comunidades de mujeres y cooperativas”, financiado por la Facultad de Trabajo Social de la Universidad Nacional de Entre Ríos.

2Esta designación, que remite, a su vez, a Cicerón y Aulo Gelio, en la primera mitad del siglo XV va a referirse al conjunto integrado por cinco disciplinas, a saber, la gramática, la retórica, la poesía, la historia y la filosofía moral. Estas disciplinas, cuyo cultivo debía seguir el modelo de los autores clásicos, estaban llamadas a garantizar el pleno desarrollo de la personalidad humana (KRISTELLER, 1982, pp. 39-40, 137 y 233).

3Al detenernos en los tres aspectos mencionados, los cuales tienen que ver respectivamente con cuándo educar, cómo o a través de qué medios hacerlo y con qué fin, seguimos la indicación de J. M. Parrish, quien los considera como los tres núcleos “centrales para la teoría educativa propia de Erasmo y los que han sido más profundamente influyentes en la práctica educativa posterior” (PARRISH, 2010, p. 592).

4Las cursivas son mías. Resulta curioso que Edward Surtz en una obra ya clásica acerca de la obra de la que estamos ocupándonos (SURTZ, 1957, pp. 78 y ss.) comienza su tratamiento de la cuestión de la educación con este mismo pasaje, pero, al parecer, restándole importancia a la distinción que allí se establece en cuanto, por una parte, sostiene que “no pretende ser seria o estricta”; y, por otra, no vuelve a mencionarla en el resto del capítulo, concentrándose sólo en el factor al que podemos inferir que considera más relevante, a saber, el de la educación formal, es decir, la enseñanza de las letras.

5Moro se refiere en varias ocasiones a Utopía como un “orbe nuevo” (PRÉVOST, 1978, p. 67 y 127).

Recibido: 11 de Abril de 2021; Aprobado: 10 de Septiembre de 2021

DANTE E. KLOCKER es Profesor en Filosofía por la Universidad Católica de Santa Fe y Licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo (España). Obtuvo la Suficiencia Investigadora (equivalente a Maestría) en la Universidad de Oviedo y el Doctorado en Filosofía en la Universidad Católica de Santa Fe. Actualmente se desempeña como Profesor Titular en la cátedra de Problemática Filosófica de la Facultad de Trabajo Social de la Universidad Nacional de Entre Ríos, donde, además, es Docente-Investigador Categoría 3.

Editora responsável: Dóris Almeida

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