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Revista Exitus

versão On-line ISSN 2237-9460

Rev. Exitus vol.11  Santarém  2021  Epub 10-Maio-2022

https://doi.org/10.24065/2237-9460.2021v11n1id1546 

Artigos

¿HAY VIDA EN LA MÁQUINA? APUNTES SOBRE EDUCACIÓN DEL SIGLO XXI Y EL CASO URUGUAYO

HÁ VIDA NA MÁQUINA? NOTAS SOBRE A EDUCAÇÃO NO SÉCULO XXI E O CASO DO URUGUAI

IS THERE LIFE IN THE MACHINE? NOTES ON EDUCATION IN THE XXI CENTURY AND THE URUGUAY CASE

1Doctora en Sociología por la Universidad de Salamanca, Magister en Educación (CiepIDRC), Licenciada en Sociología (Udelar) y Profesora de Educación Media (IPA). Actualmente es Profesora Titular de Teoría Sociológica y Sociología de la Educación del Departamento de Sociología de la Universidad de la República e Investigadora del Sistema Nacional de Investigadores (ANII), Nivel II. Fue Profesora Titular y Directora del Departamento de Economía y Sociología de la Educación de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, UdelaR. Ha publicado 13 libros en Uruguay, España y Argentina, y es autora de más de 150 artículos y capítulos de libros. Ha sido profesora invitada de numerosas universidades extranjeras, entre las que se cuentan la Universidad de Londres, Brighton, Autónoma de Barcelona, U. de San Pablo, Nacional de La Plata, UNAM, y muchas otras. Ha realizado múltiples consultorías nacionales e internacionales en el área de Educación postobligatoria, y educación formal y desigualdad


Resumen

Historicamente, la educación uruguaya siempre estuvo signada por los principios de la universalidad y la igualdad. Basada en el indiscutible derecho de toda persona a recibir educación gratuita, obligatoria y laica, siempre tuvo como finalidad garantizar a los más humildes y marginados el acceso a todos los bienes culturales de nuestra sociedad. Sin embargo, em pleno siglo XXI vemos que en la ambición de su propósito está la razón de su fracaso. Este ensayo intenta localizar los fallos de un sistema de educación pública que, pretendendo ser perfecto, resultó ser injusto, excluyente y reproductor.

Palabras clave: Educación pública; Educación uruguaya; Derecho a la educación

Resumo

Historicamente, a educação uruguaia sempre foi marcada pelos princípios da universalidade e da igualdade. Com base no direito indiscutível de cada pessoa à educação gratuita, obrigatória e laica, sempre teve como objetivo garantir aos mais humildes e marginalizados o acesso a todos os bens culturais de nossa sociedade. Porém, no século XXI, vemos que na ambição de seu propósito está a razão de seu fracasso. Este ensaio tenta localizar as falhas de um sistema de ensino público que, fingindo ser perfeito, se revelou injusto, exclusivo e reprodutivo.

Palavras-chave: Educação pública; Educação uruguaia; Direito à educação

Abstract

Historically, Uruguayan education has always been marked by the principles of universality and equality. Based on the indisputable right of everyone to receive free, compulsory and secular education, it has always aimed to guarantee the most humble and marginalized access to all the cultural assets of our society. However, in the XXI century we see that the ambition of its purpose is the reason for its failure. This essay attempts to locate the flaws of a public education system that, pretending to be perfect, turned out to be unfair, exclusive and reproductive.

Keywords: Public education; Uruguayan education; Education rights

INTRODUCCIÓN

La educación está en crisis. No importa dónde ni desde cuándo. Los diagnósticos se acumulan, se superponen, se multiplican en una cacofonía incomprensible. Cifras de abandono, repetición, rezago, cobertura, desgranamiento; puntajes de pruebas internacionales, como las pruebas PISA o de pruebas locales, diseñadas para contradecir a las primeras; protestas de docentes, de padres, de estudiantes, o de empleadores; quejas de universitarios respecto de lo que enseña la educación media, de la educación media respecto a lo que enseña la primaria, de la primaria sobre lo que enseña la inicial, y de la inicial sobre los padres que nunca son suficientemente buenos padres o madres como para enseñar a sus hijos los que estos no logran aprender en la escuela. No importa si consultamos en Uruguay, en Brasil, con problemas educativos graves, o en Corea del Sur o Finlandia, donde los resultados son los mejores, las respuestas serán iguales: la educación debe ser mejorada.

Las protestas y las críticas, generalmente, se dirigen a la educación pública. La privada, aunque muy frecuentemente presente defectos tanto o más graves, suele quedar al resguardo del escrutinio público. Es comprensible. Porque, al fin y al cabo, la educación privada no tiene más objetivo que el de brindar una oferta hecha a la medida de las aspiraciones de quienes pueden pagar por ella y de nadie más. La educación privada tiene clientes a quienes satisfacer, y en tanto los clientes estén satisfechos, nada más importa. Quienes no aportan a la sustentación de estas escuelas, institutos y universidades poco o nada saben de lo que pasa allí dentro y no se sienten, con razón, legitimados para impugnar su actividad.

Otra cosa muy distinta pasa con la educación pública, signada por los principios de universalismo e igualdad, basada en el indiscutible derecho de toda persona a recibir educación, e instrumentada a través de la gratuidad, la obligatoriedad y la laicidad. La educación pública está hecha para todos, para alcanzar a todos, para no excluir a nadie, para garantizar a los más humildes y más marginados el acceso a todos los bienes que la sociedad promete a quienes se apropian, con convicción, a su derecho a ser educados. Su responsabilidad, como dispositivo democratizante de un estado moderno, es enorme, porque tiene la enorme tarea de impedir y contrarrestar la inercia que toda sociedad tiene a reproducirse a sí misma tal como es, con sus desigualdades, sus violencias y sus injusticias. Sin la escuela pública, los analfabetos no tendrían sino hijos analfabetos, los violentos no tendrían más que trasmitir sus modos violentos de relacionamiento a sus hijos, los marginados no tendrían más que trasmitir, intergeneracionalmente, su marginación. Junto con la salud pública, no puede imaginarse tarea más difícil y más desafiante.

En la ambición del propósito, está la razón del fracaso. La pretensión de universalismo de la escuela y de la habilitación del éxito escolar de los más pobres, choca una y otra vez contra la evidencia empírica de que lejos de igualar oportunidades, la escuela no es efectiva en conducir a los pobres que así lo deseen hacia la universidad, ni a ayudarles a conseguir trabajos más calificados y mejor pagados, o de mitigar las enormes diferencias educativas, sociales y económicas que caracterizan a nuestras sociedades. La distancia entre las expectativas y la realidad es enorme, y se vuelve un problema más acuciante en la medida en que la propia institución escolar es financiada con fondos que provienen del trabajo de todos los habitantes del país, aún de los más pobres. Sólo en la educación pública tiene lugar esta horrible paradoja: los pobres terminan pagando por una educación que realmente no reciben.

Estoy lejos de alinearme a las teorías reproductivistas según las cuales es inevitable que la educación reproduzca y legitime las desigualdades de aprendizajes entre las distintas clases sociales. Que los pobres fracasen en la escuela no sólo no es inevitable, sino que es un defecto de funcionamiento del sistema público que debe ser subsanado lo antes posibles, y con todos los medios al alcance de los gobiernos democráticos, y en particular, del uruguayo, al que me refiero en estas líneas. Pero creo que cualquier medida que pueda llegar a tomarse debe estar precedida de una reflexión no sólo teórica, sino también sensata y sensible sobre el acto de educar, el proceso de aprender y sus circunstancias. En pocos campos la tecnocracia puede ser más estúpida y contraproducente, como en el campo educativo; en pocos campos la grandilocuencia puede llegar a ser tan contraproducente como en la escuela. Lejos del examen de los resultados de pruebas internacionales o del diseño institucional, tan frecuente entre los demiurgos de las incontables y sucesivas reformas, este trabajo es poco ambicioso. Creo que el partido de la educación se juega en la cancha, y la única cancha es el aula y la relación única, personal, intransferible de cada maestro, con sus niños y sus jóvenes. Sobre estas cosas es sobre las que me propongo pensar.

Educación pública uruguaya: los fallos de un sistema perfecto

No es difícil descubrir cierto grado de ironía en la afirmación de que puede haber un sistema de educación público perfecto, y que este es, además, uruguayo, y máxime cuando, como veremos luego, sus resultados distan de ser buenos. Sin embargo, descrito con objetividad, es un sistema que reúne todos o casi todos los requisitos que cualquier educador crítico del mundo querría para su propia educación. Cada vez que me toca describirlo en algún congreso o encuentro fuera del país, es imposible dejar de percibir cómo los ojos se agrandan, las mandíbulas caen y todas las posibles expresiones de sorpresa y admiración invaden los rostros de los escuchas. Es que ese sistema es perfecto. ¿Lo es? Veamos.

En efecto, el caso del sistema educativo público uruguayo presenta características singulares respecto de muchos otros de América Latina. Fue fundado tempranamente, junto con el proceso de modernización que lideró a fines del Siglo XIX el dictador Lorenzo Latorre, institucionalizando, de la mano de José Pedro Varela, un sistema escolar obligatorio, gratuito y laico, que llegaría a todos los rincones del país. El objetivo, era claro: generar una ciudadanía ilustrada, integrar a masas crecientes de inmigrantes de los más diversos orígenes bajo una lengua y una historia común, pacificar el territorio y formar a los trabajadores. El proyecto respondía al más clásico proyecto moderno inspirado en la ilustración y en los principios de la independencia estadounidense.

Un siglo y medio después, el sistema educativo uruguayo está lejos de tener los resultados esperados: la desigualdad escolar, cualquiera sea el indicador por el que se la mida, supera ampliamente la desigualdad económica y social que hay entre sus habitantes. Mientras Uruguay es el país más igualitario en términos socioeconómicos de América Latina, es de los más desiguales, si no el más desigual, en materia educativa. Esto nos habla, no de la desigualdad social y de los problemas de distribución del ingreso que todavía persisten, sino de un sistema educativo que no sólo no logra cumplir con la promesa de convertirse en un mecanismo equitativo de distribución de aptitudes y habilidades para desenvolverse en la vida, sino que los mezquina mucho más, justo para aquellos que más lo necesitan.

La teoría sociológica en materia educativa no explica semejante aberración. Como decía antes, Uruguay reúne todos los rasgos que caracterizan a los sistemas educativos más inclusivos y avanzados: Es muy mayoritariamente público, al punto que entre el 80 y el 90% de los estudiantes de todas las edades asisten a este tipo de institutos. El sistema público es totalmente gratuito desde la preescolar hasta el universitario, incluso a nivel de maestría y doctorado. Además de gratuita, la enseñanza universitaria es, igual que las demás, de libre acceso, sin exámenes y cupos excluyentes, donde cualquier egresado de enseñanza media puede ingresar sin más trámite que el de la inscripción. Desde 1917, la enseñanza pública es laica, e incluso en el siglo XIX la educación religiosa era una opción que los padres podían rechazar. A diferencia de muchos países en desarrollo, las mujeres comienzan a superar a los hombres en la educación desde inicios del siglo XX; actualmente, tienen un promedio general de escolarización más elevado que los hombres: ellas representan casi las tres cuartas partes de la matrícula universitaria y terciaria, y un porcentaje aún mayor entre los egresados. Un sistema de estas características (público, gratuito y abierto) para un país de escaso crecimiento poblacional (0,19% anual) y donde sólo el 22% de la población es menor de 15 años, en un territorio pequeño, de clima templado y sin barreras geográficas o culturales, no debería estar brindando una educación tan excluyente y desigual.

Tal vez esto se deba a que los uruguayos nos hemos enamorado de la estupenda “idea” que representa nuestra educación como “sistema”, de su gratuidad, de su obligatoriedad, de su laicidad, y hemos dejado de mirar las cosas más de cerca.

Porque bien mirado, los estudiantes no son "quintiles" ni asisten al "sistema". Los jóvenes no son números, aunque haya gente que insista en verlos como tales, por comodidad, o por alejamiento de la realidad educativa cotidiana. Los jóvenes, las niñas, niños, adolescentes que son naturalmente los titulares del derecho a la educación, van a la escuela, a su escuela, o a su liceo, o a su escuela técnica. Asisten a clases con un grupo de compañeros, con los que se relacionan, y bien sabemos lo importantes que son estas relaciones en la niñez y la adolescencia. También tienen docentes, maestras y profesores, que, en su vida diaria, constituyen poderosísimas figuras para el conocimiento del mundo adulto extra familiar y también de figuras de identificación. Para muchos niños y jóvenes, esos docentes son los únicos adultos relevantes con los que tienen relación fuera de sus vínculos familiares; de la posibilidad de establecer vínculos positivos con ellos, depende en buena medida su futuro y su felicidad. Otros adultos dentro de las instituciones educativas, tales como adscriptos, funcionarios, equipo de dirección, constituyen otras tantas oportunidades de vínculos significativos. Ellos, con su conocimiento específico, en un ambiente físico más o menos adecuado a una tarea que posee la máxima dignidad, como es la enseñanza, configuran para los cientos de miles de niños y jóvenes uruguayos de educación obligatoria, una experiencia singular y definitoria de su identidad y de su proyecto de vida.

Es a esto a lo que queremos apuntar ahora. A esta experiencia cotidiana, singular, social y cultural, en la que nuestros niños y jóvenes se encuentran por primera vez como individuos independientes de sus procedencias familiares y de sus lugares asignados por la sociedad. Allí, apenas ingresan al jardín de infantes, dejan de ser hijos de tales padres, o hermanos menores o mayores, o varones o mujeres. Todos, con su diferente individualidad, pero iguales en su condición de escolarizados, tienen la oportunidad de configurar una identidad independiente y, con el tiempo, unos planes de futuro adecuados a sus deseos y capacidades.

Esto es algo que debería recordarse cada vez que se habla de educación: Que es la experiencia en la escuela y el liceo, la vida cotidiana del niño, niña, jóvenes, en contacto con el conocimiento junto con otros semejantes y con la guía de adultos especialmente designados para ello, la principal condicionante de la permanencia de cada uno de ellos dentro del sistema escolar. Nadie abandona una experiencia gratificante, amena, interesante, estimulante.

Es verdad que son muchos los factores que conspiran para que estas experiencias no sean tan positivas como podrían serlo, y las vuelvan a veces francamente negativas. Pero recordemos que cada uno de ellos, para ser explicativo de nuestra crisis educativa, deberá tener una relación directa con la experiencia de los alumnos en el aula y con la decisión, más o menos paulatina, de abandonar o continuar el sendero del conocimiento y de la ampliación de los horizontes vitales, en la definición de un proyecto personal propio.

Los estudiantes ¿qué quieren y quiénes son?

Los alumnos son el propósito y la razón de ser del sistema educativo en su conjunto. Ni los docentes, ni el currículo, ni la burocracia educativa existirían si el estado uruguayo no se hubiera dado a sí mismo el deber de impartir enseñanza a todos los nuevos habitantes del país, de un modo equitativo y universal.

Desde entonces, los niños y jóvenes tienen el derecho a ser educados, a exigir que se los reciba en las aulas desde la inicial a la secundaria, de modo gratuito para recibir una educación laica. Es por el respeto al derecho de esos niños a ser educados, que el estado privó a los padres de su derecho a decidir sobre si enviar o no a sus hijos a la escuela: mandarlos, es obligatorio. Ahora bien, ¿qué sabemos de esos niños y niñas, de esos jóvenes, que entran, año a año a las aulas, por mandato constitucional? Veamos.

En primer lugar, sabemos que son diversos. Esta no sería una idea muy arriesgada, si no fuera porque los docentes, el currículo y la vida educativa funcionan en los hechos como si todos los alumnos fueran idénticos: con idénticas capacidades, gustos, ciclos de aprendizaje, predisposiciones a madrugar o a trasnochar, y muchos etcéteras. En un sistema burocrático de normas y roles, la diversidad y la subjetividad tienen pocas ocasiones de manifestación. Cuando ello ocurre, suele ser en los márgenes y más allá de la normativa escolar. Pueden tomar la forma de un relacionamiento personal con docentes u otros funcionarios, como cuando un alumno escoge a un docente para hacerlo partícipe de sus problemas o preocupaciones, pero también pueden tomar la forma de transgresiones, que funcionan a la vez como formas de expresión y de testeo de los límites impuestos por la vida en la escuela. En todo caso, deberíamos saber que la expresión de la propia subjetividad y de las preferencias son algo no sólo inevitable en cualquier ámbito, sino también, positivo, y que un sistema escolar pensado para niños y jóvenes debería incluir suficientes oportunidades para la emergencia y la objetivación de esas diversidades. Lejos de esperar comportamientos estereotipados y uniformizados frente a una jornada escolar y unos conocimientos también estereotipados y uniformizados, deberíamos estar favoreciendo la emergencia de expresiones diversas y novedosas, de formas innovadoras de enfrentarse al conocimiento y a la experiencia educativa, por parte de nuestros niños y jóvenes. Esto supone transformar las prácticas escolares, los modos de organización de las clases, y los currículos. Pero esto no será difícil si recordamos, una vez más, que será en beneficio de los niños y jóvenes en su diversidad y que son ellos y sólo ellos la razón de ser del sistema educativo que nos hemos dado.

Un tema diferente pero relacionado con lo anterior, tiene que ver con la diversidad en las capacidades y posibilidades de aprendizaje de los distintos tipos de niños y jóvenes, muchas veces necesitados de atención especializada. La inclusión acrítica de estos niños en las aulas es la causa de muchas de las dificultades de relacionamiento que se manifiestan en el espacio de la escuela y de los institutos, y que aparecieron cuando se olvidó que más importante que abatir los costos educativos cerrando escuelas especiales, es dar a los diferentes niños, una atención diferente, dependiendo de la dimensión de sus dificultades y de sus aptitudes. La educación especial tiene un papel importante a jugar, si se la implementa con una elevada consciencia de la responsabilidad que tiene la sociedad respecto de los derechos de cada uno de nuestros niños y jóvenes.

Otra diversidad a atender, es la que proviene de la clase social. Pertenece ya al sentido común el sostener que quienes provienen de estratos más bajos tienen mayor dificultad para aprender los contenidos escolares y para adaptarse a la realidad escolar. Es posible que así sea. Pero entonces, deberemos encontrar el modo de que esos niños obtengan el tipo de educación que haga posible la superación de sus carencias y el desarrollo máximo de sus capacidades. El papel de la escuela no consiste en ratificar el origen social de sus alumnos, sino en favorecer el despliegue de las capacidades cognitivas, sociales y afectivas necesarias para el desarrollo pleno de todos los niños, de todas las clases sociales.

Junto con esto, sabemos también que los estudiantes, en particular los jóvenes, esperan encontrarse un sistema escolar que muestre lo mejor del mundo adulto. Cuando son consultados, no dudan en exigir a los docentes que asistan con regularidad a dar sus clases, que tengan un conocimiento profundo y actualizado de la asignatura que imparten, que sean responsables, que utilicen su autoridad para dirimir conflictos y que respeten a sus alumnos, entre otras cosas. Pero también esperan que los edificios estén en buen estado, que estén limpios, que funcionen los baños y que haya vidrios en las aulas. Una estudiante, hace tiempo, quejándose de la suciedad del liceo, decía que eso los hacía sentir "igual, como si fuéramos basura" (MARRERO, 1994, 2006).

Los jóvenes, en suma, esperan encontrar en el liceo un lugar de aprovisionamiento de conocimientos y de modelos de comportamiento del mundo adulto, tal como puede manifestarse en el mundo social, del trabajo, o de estudios futuros. Sus quejas y sus reclamos muestran que están lejos de ese falso modelo de joven que a veces se quiere mostrar, irresponsable, indiferente, irrespetuoso. Muy al contrario, ellos nos hacen saber, siempre que pueden, que están allí, que nos miran, y que nos evalúan en nuestro rol de adultos. No siempre salimos bien parados.

Los niños y jóvenes necesitan normas y rutinas que ayuden a darlas por sentadas. Pocas cosas hay tan perjudiciales en la experiencia educativa como la falta de vigencia de las normas y de las rutinas. Por un lado, las normas generan los límites dentro de los cuales pueden enmarcarse los comportamientos y experiencias posibles y pueden satisfacerse las necesidades y deseos. Las rutinas ayudan a clausurar espacios de indefinición que se abren ante cambios azarosos: nada más beneficioso que aprender que las clases comienzan y terminan a la misma hora; que se dictan, con regularidad, todos los días; que los docentes conocen la asignatura que imparten, que sus adultos de referencia son confiables y justos. Nada más beneficioso que saber que allí se respetarán ciertas normas de relacionamiento social, alejado de la violencia y la agresión. Esto, que parece trivial, está lejos de darse por sentado en nuestros establecimientos, en especial los de enseñanza media. En momentos biográficamente cruciales y llenos de cambios, como son la infancia y la adolescencia, las normas y rutinas vienen a generar un espacio de seguridad y certeza en el cambiante mundo subjetivo de los jóvenes, a la vez que les proporciona un conjunto de criterios y reglas con las que manejarse en el mundo extraescolar y adulto. Nunca sabemos de dónde provienen nuestros estudiantes, de qué familias, de qué barrios, y cuáles son las normas con las que se manejan a diario. A la escuela, en todo caso, le corresponde proveer aquellas que hacen a la convivencia armoniosa y respetuosa con otros.

Digámoslo de una vez: los niños y jóvenes van a clases esperando aprender. No debería extrañarnos. Primero, porque sobre el aprender, versa la mayoría de las expectativas sobre el mundo escolar. Pero segundo, sobre todo, porque nacemos programados para aprender. Es lo que hacemos apenas nacemos, porque venimos al mundo en un estado de incompletitud asombroso. No sólo nuestros sentidos están aún inmaduros, sino que nuestra capacidad de movernos y de transportarnos a nosotros mismos, y de comunicarnos con otros, están lejos de poder lograrse. Y por eso, desde que nace, la cría humana no hace más que aprender. La necesidad de aprendizaje, y su realización, convierte a esa criatura en un ser humano, pero también, en un miembro de una sociedad y no de otra, y, por cierto, en un individuo singular. Esta "relación con el saber", según Bernard Charlot (2006; 2008), que establecemos desde el principio de nuestras vidas, es una relación que establecemos con el mundo, con los otros y con nosotros mismos, y es, por eso, una relación de sentido, que se expresa en nuestros proyectos de futuro y en nuestra capacidad de realizarlos.

Cuando el niño llega a la escuela, ya ha aprendido cosas vitales con mucho éxito: un idioma, unas normas de comportamiento, una cultura que porta consigo y que está pronto para poner a prueba y a modificar. Ya ha pasado por la infatigable fase del "¿por qué?" y todavía se asombra de las cosas más corrientes de la vida. Sin embargo, con la experiencia escolar, esa relación parece cambiar. Ya no es libre para hacer las preguntas que le place, no es libre para explorar el mundo tal como le place, y en cambio se ve obligado a asistir, de modo casi siempre pasivo, a una permanente sucesión de respuestas a preguntas que no se ha hecho todavía. Las respuestas antes de las preguntas, el olvido de los múltiples interrogantes que se le abren al niño, el disciplinamiento de la curiosidad y de los intereses de la edad, el ahogo de las individualidades y el aquietamiento, son recetas seguras hacia la apatía que, demasiadas veces se les adjudica, contra toda lógica, a los estudiantes.

Cualquier alumno, de cualquier edad, sabe una enorme cantidad de cosas insospechadas para cualquier docente, en las áreas más diversas. No todos esos saberes serán saberes valiosos, y muchos deberán ser contrariados durante la experiencia escolar. Pero esos conocimientos confirman aquello que tan frecuentemente se niega: que los niños y jóvenes de hoy sí quieren aprender, sí aprenden constantemente sobre las más diversas cosas, y sí están atentos a cualquier cosa que les pueda interesar. Que esas cosas no estén contempladas en el currículo escolar, o que no lo estén de una forma que interese a los jóvenes, es algo que debemos revisar.

Con esto hemos repasado algunas ideas sobre lo que sabemos de los niños y jóvenes en el espacio escolar. Podríamos decir mucho más, pero no se trata de agobiar al lector. Basta con resaltar que, a lo largo de décadas de consultar a los estudiantes sobre sus experiencias y sus expectativas, siempre hay una constatación que se mantiene en pie, iluminando el camino de muchos estudiantes que perseveran día a día en la escuela, en el liceo, o en la escuela técnica: su enorme fe en el sistema educativo, en la validez de sus promesas y en la certeza de su cumplimiento. Que no pierdan esa fe, dependerá, en buena medida, de todos nosotros.

Los docentes y su talón de aquiles: la formación

Para el caso uruguayo, referirse a los docentes, sobre todo a los de enseñanza media, representa una dificultad enorme. Mientras que para hablar de los principales protagonistas de la educación -los estudiantesbasta referirse a su situación de inscriptos en la educación formal, en el caso docente la cosa es mucho más compleja.

Por un lado, la denominación parece aludir a un tipo específico de formación, la de maestra o profesor de enseñanza media o técnica, tal como es acreditado por los títulos correspondientes. Pero en la educación media, casi la mitad de los docentes no pueden acreditar esa formación o una similar. En algunas asignaturas, los docentes con calificación son apenas una minoría en una gran masa de enseñantes sin estudios específicos, sin títulos docentes, y tampoco universitarios. Por otro lado, también se habla de los "docentes" cuando se quiere hacer referencia a los sindicatos de la enseñanza, los que representan, sin embargo, no sólo a los titulados, sino a todos los trabajadores con funciones docentes. Así, una vez más, se desdibuja la frontera indispensable para el ejercicio de cualquier actividad profesional: el ser o no ser aquello a lo que se pretende aplicar los esfuerzos y en relación a lo cual se espera reconocimiento social. Esta indiferenciación de los docentes con y sin título en una masa más o menos amorfa, donde las titulaciones y los saberes se vuelven irrelevantes, se ve además ratificada por las condiciones de trabajo en instituciones públicas y privadas, por un lado, y las defendidas por los gremios docentes, por otro. Los salarios, la contabilización de la antigüedad, y muchos etcéteras no sufren variaciones de relevancia según se disponga o no de un título docente.

Hablar en general de los docentes es una tarea casi imposible. Por eso voy a abordar la problemática de la docencia y la formación docente en Uruguay, tomando como punto de partida sus especificidades y su excepcionalidad en relación con lo que es la práctica y la norma del ejercicio docente en el resto del mundo, y mostrando luego algunos rasgos típicos, no necesariamente generales, de lo que es la práctica docente usual, sobre todo en la enseñanza media.

En primer lugar, en Uruguay, a diferencia de lo que ocurre en el resto de los países, los docentes egresan de universidades. Esto puede parecer a muchos una distinción banal. Al fin y al cabo, los institutos de formación docente uruguayos son de nivel terciario, suponen una educación específica y culminan con un título que es, muy mayoritariamente, expedido y reconocido por el estado. Sin embargo, la distancia entre un título expedido por las universidades y por los institutos de formación docente uruguayos, no es sólo de orden cuantitativo sino cualitativo. No es necesario abundar sobre las distancias que existen con quienes no cuentan con título alguno.

Lo específico de las universidades es la producción de conocimiento nuevo. En esta conciencia radica el sentido común universitario y el propósito de cualquier acto de enseñanza y de formación de nuevas generaciones. Esto supone el contacto con un objeto o un campo del saber, que se aborda como problema, y se lo interroga como tal. Nada hay más falso que la idea de que el conocimiento tiene que ver con certezas. Muy al contrario, el saber siempre es provisorio, hipotético, al borde de la obsolescencia o de lo banal, mientras las fronteras se expanden más allá o se revisan viejos problemas en busca de nuevas respuestas. Las ciencias naturales y sociales, las humanidades y las artes, suponen un desafío permanente al conocimiento establecido, una actitud y una práctica de investigación permanente, en contacto con las producciones más recientes, la comunidad académica, colegas, y estudiantes.

La práctica docente carece de esa formación original y de esa orientación; es más, carece de la posibilidad misma de investigar en el marco institucional de ejercicio profesional. No hay investigación sistemática y suficiente en los centros de formación docente, y no la hay en absoluto en los institutos de enseñanza inicial, primaria y secundaria pública y privada del país. Fruto de estas estructuras y estas circunstancias, lo que se enseña pocas veces da cuenta del estado actual del avance de las disciplinas. No se trata, claro está, de que se pretenda trasmitir el último grito de la ciencia y el conocimiento en todos los campos, pero sí se debería conocer, al menos, lo principal de las agendas de la investigación. Tampoco se trata de que el docente vuelque en el aula todas las incógnitas y las preguntas de una disciplina, sino que esté habituado a considerar puntos de vista alternativos, hipótesis rivales, ayudar a los estudiantes a imaginar alternativas posibles y a estudiar sus posibles modos de interpretación, o refutación, o de expresión de las mismas. En fin, de lo que se trata, es de que el cuerpo docente del país tuviera una formación tal que le permitiera no sólo respetar, sino incentivar y profundizar la curiosidad natural de los niños y adolescentes, su capacidad de maravillarse frente al mundo, con los demás, y consigo mismo, su necesidad humana de relacionarse positivamente con el saber, y su disposición también natural, a la actividad, corporal, mental, afectiva y expresiva.

Es verdad que a muchos docentes del país les encanta dar clases. El problema, entonces, es pensar qué quiere decir eso de "darlas". Si recordamos nuestra experiencia como estudiantes (y acá me voy a referir a la enseñanza media, donde los problemas de aprendizaje parecen ser más severos, y el cuerpo docente más heterogéneo), no será difícil encontrar en la memoria a más de un docente entusiasta hablando al frente del salón sobre el tema de la clase, a veces caminando, mientras pasea su mirada sobre los estudiantes que permanecen en silencio, en sus bancos, esperando a las ocasionales preguntas del docente para dar la respuesta adecuada. Pero si lo pensamos bien, aún en esta clase casi ideal, con docentes entusiasmados y alumnos dispuestos a escuchar, se abren muy pocas oportunidades de verdadero trabajo de parte de los estudiantes, y hay muy poca movilización de recursos afectivos e intelectuales que puedan favorecer el aprendizaje. Predomina la pasividad, o el afán de registrar las palabras del docente, en la esperanza de estar atesorando la respuesta justa a las más o menos imprevisibles preguntas del escrito próximo. El docente, con su actitud, muestra seguridad en lo que sabe, lo exhibe, trata de trasmitirlo y de contagiar entusiasmo. Pero aún si lo lograra, lo que trasmitiría serían certezas, conocimientos terminados, definidos, sedimentados, a punto de morir, si no están ya, muertos.

Este panorama desmejora sensiblemente si consideramos que no siempre los docentes están entusiasmados con su tarea, que no siempre les gusta el tema que tienen que tratar o el programa que les tocó en suerte, que tal vez no tuvieron tiempo de preparar la clase, que sus condiciones de trabajo no siempre son las mejores, y que los estudiantes con los que se encuentran no siempre están dispuestos a regalarles su atención y su colaboración. Todo esto que no es bueno para propiciar un buen clima educativo y de aprendizaje, se sitúa cerca del desastre cuando el docente, que no es tal, no conoce los contenidos de la asignatura que imparte, o tiene un conocimiento rudimentario, lleno de dudas y de baches que difícilmente logra disimular, sin recurrir a algún tipo de autoritarismo o de escamoteo de su función de educador. Y como si todo esto fuera poco, los docentes faltan demasiado.

Mucho se ha hablado de la difícil relación entre los docentes de educación media y los centros en los que imparten clases. En esto, la experiencia usual de un docente que no se encuentre en los últimos escalones del escalafón, está marcada por la multiplicidad de horas dispersas en varios centros distantes entre sí, la necesidad de correr de uno a otro, la imposibilidad de generar un compromiso con el equipo de dirección y de sus colegas, y un conocimiento más o menos epidérmico de las condiciones sociales del entorno y las problemáticas individuales de los estudiantes. No hace falta abundar en las consecuencias de este estilo de ejercicio de la docencia. Hay varios programas que intentan paliar esta realidad. Pero al ser focalizados, o de alcance limitado, no logran revertir una cultura institucional que todavía se asienta en la precariedad y variabilidad de las horas docentes. Paradójicamente, algunas de las medidas tendientes a mejorar las condiciones de trabajo, tales como la concentración horaria o la estabilidad en el centro, se han encontrado con la oposición de los sindicatos de la enseñanza. Pero esta es, en todo caso, una de las muchas problemáticas que enfrenta la docencia como profesión.

No es fácil señalar caminos sencillos para abordar estas cuestiones. Pero sin duda, entre ellos se encuentra el proyecto de modificación de la formación docente, que la vincule activamente a la investigación en los campos disciplinares que la conforman, en un enfoque de formación a lo largo de la vida, junto con un adecuado sistema de incentivos en el marco de la renovación de la vocación educativa que sociedad uruguaya siempre tuvo para sí.

Un final abierto

Este breve ensayo no pretende más que lo que ha producido. Si he tenido éxito, he podido mostrar cómo las mejores intenciones y los más altos principios que puede proponerse cualquier diseñador institucional, puede arrojar resultados muy contrarios a los esperados. Por más público que sea un sistema educativo, por más resistencia que haya presentado a los ocasionales impulsos privatizadores provenientes de afuera y de adentro, por más gratuidad, obligatoriedad y universalismo con los que se pretenda lograr la inclusión y la igualación de oportunidades, por más laicidad con la que se pretenda mantener la pureza secular de un proyecto que pretende alejado de posturas dogmáticas en materia religiosa e ideológica, en fin, por más perfecto que pueda ser en la perspectiva del pensamiento crítico, igualmente podrá terminar siendo injusto, excluyente, reproductor, e impregnado de ideología del más diverso tipo. La lista de los Reyes Magos está completa. Pero la máquina sigue sin funcionar.

Me es inevitable volver, como lo he hecho en otras oportunidades, a la imagen de la jaula de hierro weberiana, de esa maquinaria perfectamente montada que ha perdido el espíritu que la animaba, porque quienes la echan a andar han olvidado su propósito, su misión y la razón de su empeño cotidiano. Lo único que debe importarnos a los educadores, si es que no queremos ser autómatas desalmados en un sistema mecánico, son nuestros estudiantes en su exquisita y completa singularidad. Es por ellos y para ellos que existimos como docentes, como adultos ejemplares -porque lo seremos, aunque lo queramos o no- como orientadores y referentes que les ayuden a progresar en su crecimiento personal, en el conocimiento sobre sí mismos y sobre los demás y en la adquisición de todo lo bueno, variado y rico que puede y debe ofrecerles la escuela. No hay educación sin esa preocupación y ese empecinamiento en que nuestros jóvenes puedan llegar hasta donde quieran y puedan, sin estar limitados por el origen que la mala o la buena suerte al nacer, les deparó. Ese es el espíritu, el de la libertad, el que deberíamos tratar de insuflar en la práctica cotidiana de nuestra labor docente. No son los sistemas los que educan a los niños; no es la gratuidad, ni la obligatoriedad, ni ningún rasgo particular de la organización institucional, sino las personas, los docentes, que, uno a uno, reafirmen su voluntad de estar allí, en el aula, armados de mejor conocimiento educativo y disciplinar para establecer con sus estudiantes relaciones respetuosas y significativas que los orienten y acompañen mucho más allá de su experiencia escolar, durante toda la vida.

Referencias

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Recibido: 12 de Diciembre de 2020; Aprobado: 04 de Febrero de 2021; Publicado: 20 de Abril de 2021

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