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Eccos Revista Científica

versão impressa ISSN 1517-1949versão On-line ISSN 1983-9278

Eccos Rev. Cient.  no.53 São Paulo abr./jun 2020  Epub 31-Jan-2024

https://doi.org/10.5585/eccos.n53.16660 

DOSSIÊ 53 - EDUCAÇÃO, ESTÉTICA E SENSIBILIDADES

LECTURA Y ESTÉTICA. ENSEÑAR EL DESEO DE LEER

LEITURA E ESTÉTICA. ENSINAR O DESEJO DE LER

Carlos Skliar, Estudios1 
http://orcid.org/0000-0002-6360-6259

1Estudios de Pos-doctorado em Educación, Universidad de Barcelona, UB, Espanha. Instituto de Investigaciones Sociales de América Latina (IICSAL), FLACSO-CONICET


Resumen

La pregunta del porqué de la lectura parece hoy obsoleta o algo pueril o quizá desacertada en estos tiempos en que predomina la fórmula del para qué - ese modismo del lenguaje que solo expresa su más fiel servidumbre - en la cual incluso los recién llegados al mundo parecen haber sucumbido. Semejante cuestión no alude al conmovedor e insistente temblor de las entrelíneas, o a la incertidumbre que se instala delante y detrás de cada palabra, o porque valga la pena interrogar por el aliento y desaliento de lectura, sino más bien por el vacío que provocan las repeticiones sin voz, esa suerte de burocracia del alma que se yergue por delante de las dudas, el rumor sin sonidos, su consabida inutilidad en un mundo que sólo se precia y se jacta de las finalidades y de los provechos.

Palabras-clave: Enseñanza; Estética; Inutilidad; Lectura.

Resumo

A questão do porquê a leitura hoje parece desatualizada ou um tanto pueril ou talvez equivocada nesses tempos em que a fórmula do para quê predomina - a moda da linguagem que apenas expressa sua servidão mais fiel - na qual até os recém-chegados ao mundo parecem sucumbirem. Essa pergunta não se refere ao tremor insistente e em movimento das entrelinhas, ou à incerteza que é instalada na frente e atrás de cada palavra, ou porque vale a pena interrogar pela respiração e desânimo da leitura, mas pelo vazio causado pelas repetições sem voz, esse tipo de burocracia da alma que está à frente das dúvidas, o boato silencioso, sua inutilidade habitual em um mundo que só se orgulha e se orgulha dos propósitos e benefícios.

Palavras-chave: Ensino; Estética; Inutilidade; Leitura.

1 Introducción: la lectura que ya no es lo que era, los lectores que parecen ya no estar

A veces pienso que nunca un joven disipó más tontamente el tiempo que yo en aquellos meses. No leí ni un solo libro, estoy seguro de no haber dicho una sola palabra inteligente ni de haber tenido un verdadero pensamiento.

(Stefan Zweigt).

Se afirma o se tiene la percepción que la lectura ya no es lo que era ni los lectores lo son, lo que no constituye un juicio de valor. Sólo se trata de preguntarse si aún vale la pena darle algunas vueltas a qué era la lectura que ahora no es, y a qué son esos lectores que ahora parecen no estar.

El predominio y el privilegio de lo audio-visual por sobre lo textual, la información por delante de la experiencia, la época de aceleración y de las competencias o habilidades como sinónimo de formación y el conocimiento lucrativo, serían algunos de los motivos -específicos o generalesque harían temblar las nociones habituales o tradicionales sobre qué es o qué hay en la lectura y qué son o qué hay en los lectores.

La pregunta por la humana lectura y por los humanos lectores encuentra aquí dos direcciones posibles que vale la pena todavía indagar: la vaga noción de cofradía o de comunidad, o incluso de amistad, que se produce en torno de la vida de lectura por una parte y, en segundo lugar su conversión en una regla, es decir: la lectura como norma. Ambas ideas -comunidad y normaprovienen, en efecto, de la historia del humanismo, pero en diferentes tiempos.

De hecho es posible identificar la historia del humanismo con la historia de la lectura en los siguientes términos: una suerte de carta universal que va pasando de generación en generación gracias a un pacto íntimo entre emisarios y destinatarios, un vínculo que trasciende el horizonte cercano de la propia vida, poder realizar travesías ajenas.

Hay en esta apreciación un eco de aquella filosofía -que recuerda a Nietzscheque intentaba transformar la idea del amor al prójimo -ese amor tan inmediato, tan religioso y tan mezquinoen una idea de amor por otras vidas ajenas, o remotas, o desconocidas. Y esa transformación, se decía, era posible gracias a la lectura: una invitación para ir más allá de uno mismo, quitarse de las propias palabras, abandonar el relato repetido, oponerse a la identidad del uno en cuanto centro de gravedad y centro del universo, punto a partir del cual, se suponía, toda historia y toda biografía se harían factibles.

La imagen es bien conocida y aún así no deja de ser curiosa y tal vez amable: un fantasma comunitario-lector se encontraría en la base de todos los humanismos, una suerte de sociedad literaria devota e inspirada, en fin, una comunión en armonía que escribe y da a leer.

Pero a poco que se insista un poco más en esta imagen es posible descubrir su contra-cara o su apariencia velada, pues antes, mucho antes de la llegada de eso que hoy llamamos -no sin cierta levedadel Estado, o mejor aún, el Estado Nacional, saber leer y escribir supondría:

[…] Algo así como ser miembro de una elite envuelta en un halo de misterio. En otro tiempo, los conocimientos de gramática se consideraban en muchos lugares como el emblema por antonomasia de la magia. De hecho ya en el inglés medieval se derivó de la palabra grammar el glamour; a aquel que sabe leer y escribir, también otras cosas imposibles le resultarán sencillas. Los humanizados no son en principio más que la secta de los alfabetizados, y al igual que en otras muchas sectas, también en ésta se ponen de manifiesto proyectos expansionistas y universalistas (SLOTERDÏJK, 2006, p. 24).

Al subrayar algunas palabras del fragmento precedente -por ejemplo: elite, misterio, magia, glamour, secta, etcéteraes inmediata la sensación de un mundo partido, quebrado o dividido en virtud del privilegio de la escritura y la lectura, lo que no hace más que regresar el pensamiento a la creencia platónica de una sociedad en la cual todos los hombres son animales -lo que no deja de ser ciertopero donde algunos crían a los otros y donde estos otros serían, siempre, los eternos criados, los siempre-aprendices, los incapaces. Para decirlo de otra manera: los animales que leen y escriben son quienes, por definición, educan y educarán a los animales que todavía no lo hacen o que tienen problemas con ello.

Una de las consecuencias que se pueden vislumbrar a partir de estas afirmaciones es que el humanismo de los siglos XIX y XX se volvió pragmático, que el pragmatismo se transformó en programático y que esa sociedad sectaria de lectores y escritores creció y creció hasta volverse una norma general e incontestable para toda la sociedad civil y política; el efecto de este cambio en apariencia sutil del humanismo en normalización se hizo más evidente:

A partir de ahí los pueblos se organizaron a modo de asociaciones alfabetizadas de amistad forzosa, unidas bajo juramento a un canon de lectura vinculante en cada espacio nacional. ¿Qué otra cosa son las naciones modernas sino eficaces ficciones de públicos lectores que, a través de unas mismas lecturas, se han convertido en asociaciones de amigos que congenian? (SLOTERDÏJK, 2006, p. 25-26).

Ese humanismo, el humanismo de Estado se convierte en el origen de la imposición de la lectura y, también, de la escritura obligatoria: la lectura de los clásicos, la determinación del canon nacional, el privilegio del valor universal de los textos nacionales, la construcción de un cierto tipo de bibliotecas escolares, la definición de una forma concreta de especialistas en lectura, la construcción de didácticas específicas, etcétera.

A partir de estas primeras cuestiones quedarían a disposición algunos argumentos para desentrañar tanto la vertiginosa actualidad de la lectura como su insistente impotencia, pues parece ser que las ideas del humanismo ya no pueden tomar cuerpo en la época actual; no pueden, no tienen lugar, o no caben, o parecen ser anacrónicas.

Y ello ocurre, pues, porque en cierta medida porque también la escritura y la lectura se han transformado en mercancías y ya no requieren de lectores amables o amigos, sino más bien de consumidores. Y de lo que se trataría es de una dificultad por presentir a esos lectores que ahora parecen no estar, como bien dice Peter Handke (2011, p.75): «Presentir a los lectores. Éste es el oficio. No a los consumidores».

2 Lectura y amabilidad

Leer es hacer trabajar a nuestro cuerpo siguiendo la llamada de los signos del texto,

de todos esos lenguajes que lo atraviesan y que forman una especie

de irisada profundidad en cada frase.

(Roland Barthes).

¿Cómo sería posible pensar en esta contemporaneidad, entonces, en la formación de un humano lector, ya no en el sentido anteriormente mencionado del humanismo, sino bajo el semblante o el gesto de la amabilidad, de lo amable?

Hay dos momentos en la novela Stoner de John Williams (2016), que quizá ayuden a encontrar algunas salidas al atolladero en el que se está: el primero tiene que ver con cómo se llega a ser profesor, ese destino que no estaba trazado de modo alguno y que de pronto se vuelve puro presente y conciencia; es un momento de perplejidad, de asombro, de incertidumbre en el que Stoner -entonces aún alumnorecibe de su profesor una suerte de llamado, de invocación inesperada según la cual se descubre a sí mismo en un camino impensado; y el segundo momento tiene que ver con un Stoner que ya está por retirarse de su tarea, con el gesto de mirar hacia atrás y encontrar las razones por las cuales aquello que se ha hecho tiene su gracia, su arte, su dignidad, y todo ello en un tono de humildad absoluta, sin desbordes, agradecido pero sin demasiado énfasis.

Stoner está a punto de ser recibido por su profesor, Sloane, y se percibe en él una mezcla de vergüenza y mudez. Lo que entrará en juego en ese intercambio no es otra cosa que el futuro de Stoner. Ya conocemos su pasado: un estudiante que proviene de un medio rural empobrecido y que accede a la universidad como una oportunidad para, una vez recibido, regresar a él y ayudar a su padre en los cultivos. Pero en el camino, Stoner encuentra la literatura y de ese encuentre nacen una serie de afirmaciones: “No volveré”, “no sé qué haré exactamente”, “no me hago a la idea de que acabaré tan pronto, de que dejaré la universidad a final de curso” (WILLIAMS, 2016, p. 12).

Estas son sus palabras, las únicas palabras que puede pronunciar al comienzo de esa conversación: la firmeza del regreso imposible y la incertidumbre de lo que vendrá. Es en esa incertidumbre donde entra Sloane a tallar el mensaje que quisiera dejarle, luego de elogiarlo por sus excelentes notas en literatura inglesa: “Si pudiera mantenerse un año más o menos después de la graduación, podría, estoy seguro, terminar con éxito su trabajo de licenciatura en artes, tras lo cual podría tal vez dar clase mientras trabaja en su doctorado. Si es que esto le interesa” (WILLIAMS, 2016, p. 23).

A partir de aquí citaré textualmente:

Stoner se echó hacia atrás. “¿Qué quiere decir?”, le preguntó y escuchó algo parecido al miedo en su voz.

Sloane se inclinó hacia delante, acercando su cara. Stoner veía las líneas de su largo y delgado rostro suavizadas, y oía la voz seca y burlona volverse amable y desprotegida.

“¿Pero no lo sabe, señor Stoner?”, preguntó Sloane, “¿Aún no se comprende a sí mismo? Usted va a ser profesor”.

De repente Sloane parecía muy distante y los muros del despacho se alejaron. Stoner se sentía suspendido en el aire y oyó su preguntar: “¿Está seguro?”.

“Estoy seguro”, dijo Sloane suavemente.

“¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede estar seguro?”.

“Es amor, señor Stoner”, dijo Sloane jovial. “Usted está enamorado. Así de sencillo” (WILLIAMS, 2016, p. 23-24).

El motivo de la amabilidad, del ser amable, en fin, el motivo del amor: amar lo que se estudia; amar el estudio, su atmósfera; amar los objetos reunidos para el estudio; amar los libros como objetos que portarán posibles verdades; amar todo lo que se hará con ello de forma pública, para otros, con otros.

Pero: ¿de qué está enamorado Stoner? De los libros, de ciertos libros, de la literatura, de cierta literatura. Y es ese enamoramiento que ve su profesor el que lo induce a proponerle para que sea profesor. Stoner será profesor porque ama la materia literaria que compone el mundo y que podrá transmitir a otros bajo ciertas condiciones: porque un nuevo estudiante podrá apreciar esa materia o no, podrá seguir o no las recomendaciones de lectura, podrá establecer o no un vínculo personal con ella; pero no se tratará nunca de ello: tendrá que ver más bien con la oportunidad de apreciar la relación de amor que un profesor tiene con lo que estudia y enseña, amor entendido como pasión pero también como trabajo, una relación que sólo puede comprenderse como el tiempo en que alguien está sujeto a un estudio y desatento de lo demás, como una cierta obsesión de un hechizo que sólo puede narrarse como relación.

Ahora bien, la pregunta que cabe enseguida es: ¿es suficiente el amor, ese tipo de amor, para ser profesor y enseñar la lectura? Estar enamorado sería un punto de partida pero hay algo más que se torna necesario: ¿cómo hacer para mostrar ya no el objeto sino el asunto del que trata la enseñanza? O bien: ¿no sería profesor aquel que reelabora su experiencia anterior y personal en términos de una relación a ser contada a los estudiantes?

La anterioridad no es sólo lo que se hace o está antes, el mundo anterior en estado de naturaleza o de archivo o de descripción neutral, sino la peculiar reelaboración que se efectúa en ella teniendo en mente a unas nuevas generaciones que, quizá, aún no han pasado por una experiencia semejante y que, tal vez, por sí mismos, espontánea o individualmente, jamás lo harán.

La anterioridad sería la transformación de una autoridad establecida por una posición -de altura, de jerarquía, de privilegiohacia una autoridad determinada por un modo de disposición y una forma de exposición. Disposición a mostrar el sentido de una enseñanza, exposición de la propia experiencia retirada del universo de lo privado.

3 Los lectores (que están) por-venir

Leer como si, dentro de un minuto, nos fueran a apagar la luz.

(Andrés Neuman).

Entonces: ¿hace falta decir que sería deseable que haya lectores - “que tengan carácter de vacas, que sean capaces de rumiar, de estar tranquilos”, escribió Nietzsche (2000, p. 26). -y no consumidores para la lectura, que es cierto que se puede vivir sin leer, sí, pero que también puede uno desvivirse leyendo, que la lectura no se reemplaza -que no tiene equivalentescon nada ni con nadie?

En mucho han participado las instituciones educativas, desde el inicio mismo de la escolarización moderna hasta la universidad, para que la lectura se vaya disecando cada vez más y, así, secando casi definitivamente.

En vez de lectores se han buscado decodificadores; en vez de lectores se han valorado gestos de rápida interpretación; en vez de lectores se han obtenido reductores y reproductores de textos. En mucho, también, han influido las bárbaras industrias culturales, acotando lo literario a pequeñas colecciones sometidas al privilegio del consumo de las lecturas no-literarias. Y en mucho, además, ha contribuido el aparente brillo de las nuevas tecnologías -omnipresentes, naturalizadaspara que la lectura se vuelva a la vez eficaz y breve, utilitaria y únicamente provechosa.

Es iluso el pensamiento del mañana, la incógnita de lo que vendrá, aunque la pregunta por el lector del futuro no es ingenua sino necesaria y en parte incómoda además de estremecedora. ¿Qué lector será el que venga al mundo? ¿Vendrá? ¿Habrá mundo?

El lector del que espero algo debe tener tres cualidades: debe ser tranquilo y leer sin prisa, no debe hacer intervenir constantemente su persona y su ‘cultura’, y, por último, no tiene derecho a esperar -casi como resultado- proyectos […] Este libro va dirigido a lectores tranquilos, a hombres que todavía no se dejen arrastrar por la prisa vertiginosa de nuestra época, y que todavía no experimenten un placer idólatra al verse machacados por sus ruedas…o sea, ¡a pocos hombres! […] Estos hombres ‘todavía tienen tiempo’ […] Un hombre así no ha olvidado todavía pensar cuando lee, conoce todavía el secreto de leer entre líneas; más aún, tiene una naturaleza tan pródiga, que sigue reflexionando sobre lo que ha leído (NIETZSCHE, 2000, p. 27-29).

Esta es la ilusión en forma de respuesta a las preguntas que se hiciera Nietzsche hace ya muchos años en Sobre el porvenir de nuestras escuelas, un fragmento que inquieta o perturba, e incluso asusta por su desesperante ambición y poca actualidad: el deseo de leer con tranquilidad, en la detención, sin apuro ni urgencia; el quitarse de ese yo que ya sabe aquello que lee y que busca leer acerca de lo que ya sabe; el evitar la búsqueda de la ley en tanto concepto moral que pronto se esgrimirá como arma de guerra.

¿Cómo hacer, en medio de la prisa y voracidad de esta época, para resaltar la tranquilidad ante la lectura? ¿Cómo hacer, entonces, para olvidar el yo en un mundo en que el yo se ha vuelto la única posición de enunciación? ¿Y cómo hacer, entonces, para leer sin buscar reglas, sin buscar leyes, sin buscar eso que algunos llaman de Verdad o Concepto?

Lo cierto es que, sin ningún moralismo de por medio, y alejado de cualquier slogan de promoción de la lectura, la vida es una cuando se lee o no se lee; la vida es otra, todavía, cuando vemos a alguien leyendo; y la vida es otra, aún, cuando la lectura se vuelve conversación entre varios.

Porque: ¿qué sería el mundo sin la lectura? ¿Qué se haría a cambio de la lectura? ¿Se preguntaría sobre la vida, pero no sobre esta vida, no sobre el aquí y el ahora, no sobre lo inmediato, no sobre lo que apenas pasa pero no nos pasa y que nadie nos responda, quizá, porque nadie comprende la lengua en que formulamos la pregunta? Pero sobre todo: ¿qué sería del mundo sin lectores y sin la conversación sobre las lecturas de los lectores?

Desde una perspectiva formativa no se puede hacer otra cosa mejor, más honesta, que invitar a la lectura, dar la lectura, mostrar la lectura, y conversar sobre la lectura. Todo intento de hacer leer a la fuerza acaba por quitarle fuerzas al que lee. Todo intento de obligar a la lectura, obliga al lector a pensar en todo aquello distinto que quisiera hacer dejando de lado, inmediatamente, la lectura. Al lector, hay que dejarlo leer en paz, creando una atmósfera de soledad y conversación al mismo tiempo, como lo sugiere el título de un apartado de Jorge Larrosa en su libro La experiencia de la lectura (2005, p. 13): “Para que nos dejen en paz cuando se trata de leer”.

Dejar en paz: frente a la aceleración impiadosa del tiempo, delante de un tiempo que solo habla de consumo y nos consume, leer es una atmósfera de rebelión, un tiempo distinto donde el instante ejerce su precioso y débil mandato. Una paz que se parece a una pausa, una pausa que se asemeja a un paréntesis, un paréntesis similar a la respiración, una respiración como una bocanada de tiempo fresco, un tiempo fresco sin ninguna utilidad, una inutilidad digna de todo elogio y celebración.

Y es que se da a leer, obligando a leer: en el método obstinado, en la concentración y contracción violentas, en el subrayado dócil y disciplinado, en la búsqueda frenética de la legibilidad o de la híper-interpretación, en la pérdida de la narración en nombre del método, es allí mismo, donde desaparece la lectura dada y es allí, también, donde desaparece el lector y se cierra el libro, la obra.

Pero también hay que decir que la figura del lector se ha revistado de una cierta arrogancia, de un cierto privilegio: es el lector que sabe de antemano lo que leerá, el que no se deja ni se quiere sorprender, el que quiere seguir siendo el mismo antes y después de leer, el que ya parece haber leído todo lo que se escribe. Como sugiere Blanchot (2005, p. 57): “Lo que más amenaza la lectura: la realidad del lector, su personalidad, su inmodestia, su manera encarnizada de querer seguir siendo él mismo frente a lo que lee, de querer ser un hombre que sabe leer en general”.

En el Libro del desasosiego Pessoa confiesa su incapacidad manifiesta de leer, al leer, leyendo; una incapacidad no ya de interés por un texto particular sino de su posible mejora, de su precariedad por reconstruir, de una crítica posada sobre los ojos previos del lector: “No puedo leer, porque mi crítica híper /encendida/ no entrevé más que defectos, imperfecciones, posibilidades de mejor” (PESSOA, 1997, 173).

Pero: ¿“Quién sería ese lector sin realidad, sin personalidad, sin presencia, dispuesto a abandonarse en la lectura, leyendo sin saber leer?”, como se pregunta Jorge Larrosa (2005, p. 57). Un lector despojado de sí mismo, quizá para nada arrogante y, sobre todo, un ser ignorante de la lectura que vendrá.

4 La inútil lectura

Lee en las láminas de vidrio: los argumentos del placer y los capítulos de la destrucción atravesados por una sola mirada. ¿Quién habla en esta transparencia? Solo es legible el libro de lo incierto.

(Antonio Gamoneda).

Pues bien: ¿qué es lo que se sabe al leer? ¿Algo que pueda considerarse de utilidad, de provecho, con una finalidad precisa, para una respuesta específica? ¿Y, en todo caso, aquello que se cree saber a través de la lectura puede llamarse, entonces, como conocimiento?

Los argumentos pueden ser esquivos o desconcertantes; en todo caso habría que hacer mención a una suerte de saber inalcanzable o inoperante por otros recursos o artefactos, y que quizá comparta con otras formas del arte tanto su potencia como su evanescencia, en fin, su fragilidad.

No se pone aquí en cuestión la autenticidad de ciertos hechos que bien podrían adquirirse a través de testimonios o de referencias documentales, sino en términos de una veracidad que, expresada bajo formas literarias, se nos hace presentes de un modo peculiar en un tiempo no vivido, en un espacio no habitado, en medio de una conversación de la cual somos testigos oyentes, sí, aunque mudos.

Aquello que en apariencia resulta distante en los aconteceres y devenires que se leen -tanto en su pasado como en su futuro, tanto en el espacio cercano como radicalmente lejanose hace presente no solo por la fuerza de una imagen o la duración de una descripción, sino sobre todo por la fuerza de un lenguaje que, producido en un tiempo determinado se desancla en el instante de la lectura; también, por la impresión de una intimidad a todas luces inicialmente ajena y poco a poco quizá próxima; incluso por la incertidumbre de una historia que se desconoce completamente; y, además, por la recreación de un tiempo que vuelve corpórea la implicancia del lector.

De todas formas, la pregunta del porqué de la lectura parece hoy obsoleta o algo pueril o quizá desacertada en estos tiempos en que predomina la fórmula del para qué -ese modismo del lenguaje que solo expresa su más fiel servidumbre al provecho, a la finalidad-, en la cual incluso los recién llegados al mundo parecen haber ingresado y sucumbido.

Semejante cuestión -la razón de la lectura- ya no alude al conmovedor e insistente temblor de las entrelíneas, o a la incertidumbre que se instala delante y detrás de cada palabra, o porque valga la pena interrogar por el aliento y desaliento del leer, sino más bien por el vacío que provocan las repeticiones sin voz, esa suerte de burocracia de la palabra que se yergue por delante de las dudas, su consabida inutilidad en un mundo que solo se precia y se jacta de las puras utilidades.

El problema no está en hallar el rastro de una racionalidad lectora, previa e inalterable a estos tiempos, sino más bien en saber moverse en la arena cenagosa de sus efectos singulares; tener en cuenta que cada vez que se lee es como si fuera la primera vez, y de esa experiencia habitada por los riesgos de la impotencia y la indiferencia buscar el surgimiento de una potencia inaudita, el nacimiento de un acontecimiento tal vez revelador: que cada texto, cada libro, cada obra provoca una particular definición de la lectura, inhibe la ley o el concepto precedente, enhebra una suerte de asombro único e irrepetible, y desata ese nudo torpe que asfixia a la vida a solo ser o tener, parcamente, escasamente, un comienzo, un desarrollo y un final.

Quizá el acto y la potencia del leer no tengan tanto que ver con una forma de ser y sea mejor decir que se parece a una forma de estar y de hacer.

No es tarea simple abandonarse y perderse en la lectura, no, y sin embargo es de las pocas cosas que aún merecen ser hechas en este mundo de barullo de informaciones, mismidad de imagen y negación de soledad y silencio: una de las pocas formas de preservar la vida de otros, darles hospitalidad, remontarlas en vuelo, en tiempo y en espacio, quitarnos de una buena vez de la vida convencional -nuestra vida convencional, como escribió Antoine Compagnon (2013),y advertir cuánto y cómo la alteridad, lo desconocido, lo ignorado, las vidas ajenas revuelven y renuevan nuestra limitada vida individual.

Pero aún resta explicitar lo más importante: la lectura debería formar parte de la utilidad de lo inútil o, para decirlo de otro modo, debería evitar la promesa de ganancias, la acumulación progresiva de conocimiento en tanto mercancía o lucro: la lectura, así, no sirve ni debería servir para nada (SKLIAR, 2019).

Ni utilidad, ni provecho, entonces: leer no es obtener ni poseer algún valor material; no es un medio a la espera de una finalidad de usufructo. Leer, leer literatura es, en este sentido, un gesto de contra-época: perder un tiempo que no se posee, estar a la deriva, huérfanos de cronologías, transitar por un sendero estrecho lleno de encrucijadas, deambular entre metáforas y desnudar o hacer evidente la imagen irritante - por rebelde, por desobediente - de un cuerpo que en apariencia no está haciendo nada, nada productivo, al menos delante de la mirada ansiosa y vertiginosa de un tiempo acelerado.

Encontramos aquí, pues, la rara virtud de la lectura: su indisimulable inutilidad. Inutilidad en el sentido elogioso y celebratorio del término al interior de un tiempo que declama y exige su opuesto, esto es, la adoración de la ocupación fatigosa, el esfuerzo hacia la felicidad tensa y banal, el ganar tiempo - o al menos no perderlo -, aprovechar incluso el tiempo libre - lo que resultaría en el más falaz de los contrasentidos.

Inutilidad de la lectura, de lo literario, de la ficción, como bien escribe Nuccio Ordine (2013, p. 28-29):

La literatura […] puede por el contrario asumir una función fundamental, importantísima: precisamente el hecho de ser inmune a toda aspiración al beneficio podría constituir, por sí mismo, una forma de resistencia a los egoísmos del presente, un antídoto contra la barbarie de lo útil que ha llegado incluso a corromper nuestras relaciones sociales y nuestros afectos más íntimos. Su existencia misma, en efecto, llama la atención la gratuidad y el desinterés, valores que hoy se consideran contracorriente y pasados de moda.

La inutilidad de la lectura, su gratuidad y postura de desinterés -así como lo son también el vagar sin rumbo y andar libremente, la conversación sin motivo ni fin previsto, el no hacer nada, la pereza, la soledad elegida, etcéterase contrapone nítidamente a la imagen de una humanidad que, al estilo de un hámster, gira incesantemente en una rueda, enjaulada, sin ir hacia ningún sitio, sin desplazarse hacia ninguna parte, movida apenas por el reflejo absoluto de la aceleración continua, incapaz de detenerse, de hacer pausas, de mirar hacia los lados, aún sobreviviente pero exánime o enferma, reacia a preguntarse poco y nada.

Es inútil la lectura, como ya se ha dicho. Pero su relámpago está presente, también el estallido de sentidos, y la constelación de significados, y al fin los ojos entrecerrados - o entreabiertos, nunca se sabe - dirimen si la mirada percibe si lo que ha sido del mundo y de la vida hasta aquí puede imaginarse como aquello que tal vez sería o podría llegar a serlo de otro modo: “No es que lo pasado arroje luz sobre lo presente, o lo presente sobre lo pasado, sino que imagen [o, lo que es lo mismo, lectura] es aquello en donde lo que ha sido se une como un relámpago al ahora en una constelación” (BENJAMIN, 2005, p. 484).

Pero: ¿por qué este énfasis sobre la lectura si ella no nos ofrece más que inutilidad, ambigüedad y desatención, desierto de sentido y molesto polvillo que dejan las palabras inquietas, atracción por el sonido en el reino de la infección de la voz, pasión desaforada por la invención de lo inexistente, pasaje inadvertido a través del tiempo y del espacio, cuerpo casi yaciente, esquivo, solitario, silencioso ausente, lejano?

No se preguntará aquí para qué sirve la lectura, no. Porque la respuesta inmediata será, cada vez, toda vez, siempre: para nada.

Para nada, sí: ni para ser mejor persona - como no se cansan de repetir los optimistas de la lectura -, ni para ser algo o alguien en la vida, ni para triunfar, ni para ser feliz, ni para resolver los dilemas antiguos y presentes de la humanidad, ni siquiera para conseguir empleo en un mundo sin trabajo y devastado por la urgencia del tiempo, es decir, por la taquicardia de las almas.

Sobre la esencial utilidad de la lectura ya se ha escrito demasiado, pero muy poco sobre su inutilidad, y aun así nunca será lo suficiente.

Pues la inutilidad se ha convertido en un valor en desuso, pero más esencial que el aire espeso y contaminado de las ciudades, más que el despojo de la irremediable y tosca realidad, y todavía más que la obstinada confusión de presencias y de ausencias de la comunicación breve, eficaz e inmediata.

Una virtud, la de la inutilidad, cuyo sentido no puede atesorarse sin mencionar, de paso, que es inútil para este mundo estar leyendo, que molesta o perturba o incomoda el individuo lector no sometido a la actividad permanente, ni dócil a la lógica del provecho, del consumo y de la finalidad.

5 Una imagen de lectura (y de re-lectura) como posible conclusión

Leo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que me cae en las manos, bajo los ojos: diarios, libros escolares, carteles, pedazos de papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier cosa impresa.

(Agota Kristof).

Una imagen posible de la lectura: escenas permanentes, revueltas y difusas de alteridad del mundo - otro mundo que no el nuestro - y de la vida - otras vidas que no la nuestra - cuyo posible sentido se esparce entre las cenizas de lo recién leído y su posible relectura.

La relectura de ciertos textos asume el desafío y el riesgo de un entrecruzamiento entre lo literario, lo pedagógico, lo filosófico, muy semejante al deseo de cubrir con la escritura las luces y las sombras, el claroscuro del mundo y de la vida.

Una lectura que parece dirigir nuestra atención hacia la exterioridad del mundo, las fisonomías de la formación, las apariencias de una edad o de una época o tiempo, y que poco a poco deja transparentar la interioridad incógnita de las vidas.

Una lectura que parece hablar de las identidades cronológicas - este o aquel personaje, este o aquel tiempo, este o aquel lugar - y que acaba respirando la intimidad narrativa de una experiencia siempre frágil, siempre fragmentaria.

No leemos un libro, estamos en él.

La lectura ya no como un carácter o como una impronta evolutiva que nos hará progresar en el conocimiento sino como una forma particular de experiencia con el tiempo: el aión de la infancia, el káiros de la juventud, pero no en la consabida regla de aquello que aún no se es, de lo que se adolece, de lo que no se está siendo, sino como la huella de una oportunidad u ocasión irrepetible, inaudita, que no ha sucedido antes y, quizá, no vuelva a ocurrir jamás.

Un desencuentro: el de la irracionalidad literaria con la racionalidad pedagógica o, para mejor decir, la llegada tarde de la pedagogía de la lectura a su cita siempre impuntual con la pasión lectora.

La literatura de las edades y no para las edades: el borde último de la literatura de la infancia como alteridad es la pregunta del regreso imposible o de la madurez virtuosa.

La adultez puede ser esa experiencia de un tiempo de tensión donde decidir si abandonamos la infancia - y luego, desdichados, insistimos una y otra vez en desear volver, sin éxito, a ella - o si maduramos hacia ella.

Lo formativo: una lectura cuyo lenguaje se transforma del juego despreocupado, del movimiento incesante, de la atención dispersa, del hábito de la invención, hacia la política del espacio múltiple, comunitario. Exactamente lo mismo que aquello que la idea de formación debería significar y provocar: el pasaje de la auto-referencia hacia la referencia plural.

La percepción de un profundo y desdichado cambio: la lectura como escenario de relación entre mundo y vida - aquél viajar al mundo y aprender a vivir -, hoy secuestrado por una grieta entre un mundo que la educación define como mercado y una vida que se define como ganarse la vida.

Lo literario: quitarse del lenguaje infecto del poder, quitarse de la vida convencional propia - vivir otras vidas -, asumir la dimensión de lo contemporáneo - hoy que vivimos enclaustrados en un presente angosto y permanente - y entender el tiempo y el espacio como la difícil y amada alteridad.

Pero nadie es muy distinto a nadie, nadie es distinto hasta tal punto como para reclamar para sí un fragmento de algún mérito particular, renunciando a ser como otros, los demás: la pretensión de una virtuosa excepcionalidad es una tontería, o una virtud apenas mezquina que no merece demasiada atención.

La pretensión de no ser como los demás es absurda porque sería ella, justamente, la única que nos iguala inicialmente a toda la humanidad, la que nos hace cómplice de una u otra situación o condición: ser cualquiera, como cualquiera, en cualquier momento.

La cualquieridad, sí.

Aun sin leer demasiado a Amélie Nothomb es posible reconocer en ella su disposición a responder innúmeras cartas sin distinción de remitentes: no hacerlo, o hacerlo de otro modo, o incluso hacerlo solo porque se trata de alguien particular, de alguien que cree merecerse no ser tratado como los demás, sería una forma evidente de desprecio: “¿No quiere que le trate como a los demás? Sus deseos son órdenes. Siento el más profundo respeto por los demás. Usted pide un trato de excepción, así que dejo de respetarle y tiro su misiva a la papelera” (NOTHOMB, 2012, p. 127).

Al fin y al cabo, el lenguaje y el pensamiento no son de nadie, de ninguno; no se puede transformar una voz en propiedad privada porque el lenguaje está en la punta de la lengua de los hablantes - más en el borde o más en el fondo, lo mismo da - y el pensamiento es una atmósfera respirada por, al menos, dos personas. Y toda vez que una idea es lanzada al vacío punzante de una conversación ya no hay potestad sobre ella; es de cualquiera, de cada uno, de quien quisiera o pudiera, sobre todo de aquel o de aquella que no irá a repetirla simplemente, sino que agregará algún semitono distinto, o su paisaje personal, o una diferente duración.

Nuestro lenguaje no es nuestro, no es de nuestra propiedad; el pensamiento tampoco lo es. Y es justamente esa impropiedad la que nos permitiría, como a todo el mundo, desatar los lazos de la estructura, des-amordazar la lengua, desobedecerla.

Pero: ¿sería posible, acaso, desobedecer la lengua? ¿O lo que sucede -como ya lo hemos planteado en otros escritos (SKLIAR, 2015)- es que somos desobedecidos por ella? ¿O bien, ocurren ambas cosas, sin que nos demos cuenta del todo si es que algo sucede con el lenguaje o bien con nosotros mismos?

Leer, en todo caso, para desobedecer y ser desobedecidos. Leer, para poder ser cualquiera, para ser como cualquiera. Quizá por ello es que la lectura es una percepción, no una idea fulgurante, definitiva, enclaustrada o desatenta con las vidas y las experiencias singulares. Intentar, entonces, una percepción y no una concepción de la lectura.

Y quizá una de las controversias sobre el qué leer provenga de la ambigüedad que surge en sostener o no la oposición entre una literatura de lo cotidiano y aquella que la trasciende, o la rehúye, o la ignora.

Por una parte historias de personajes comunes para lectores corrientes, que no excedan el vínculo con lo posible o lo esperable, territorios más o menos reconocibles, tiempos imaginables, un lenguaje casi de época y el sobrevuelo permanente de una sensación de parentesco entre quien lee y su lectura, la adivinación o filiación con determinados personajes que resulten actuales, etcétera; por otro lado, el desapego de este tiempo, la huída, la búsqueda desesperada de que exista algo más allá que aquello que está disponible alrededor al alcance de los ojos y de las manos.

En su amistosa polémica con Todorov, Adam Zagajewski lleva la discusión un poco más lejos: se trata, de hecho, del lugar que le cabe a la noción de lo sublime.

Para Zagajewski (2005. p. 36) habría una debilidad consistente en: “la atrofia del estilo elevado y el predominio apabullante del estilo bajo, coloquial, tibio e irónico”. Y se revelaría así una desproporción de expresión entre la potencia de la espiritualidad y un incesante parloteo que solo contentaría a propios pero no a extraños.

¿Búsqueda de la simplicidad o imposibilidad de renunciar a la complejidad? ¿Apego a la comprensión de lo inmediato o desapego absoluto para permanecer entre los misterios más remotos e incomprensibles?:

El inconveniente de la gran simplicidad con la que sueñan quienes buscan la verdad y no solo la belleza radica en que sus poderes curativos resultan del contraste con formas complejas, barrocas y, por ende, no pueden durar mucho tiempo, ya que lo decisivo es el momento mismo del cambio, o sea, el contraste (ZAGAJEWSKI, 2005, p. 39).

Zagajewski remite a la lectura del Elogio de lo cotidiano de Todorov (2013) como modo de mostrar esa contradicción o, más aún, esa suerte de aporía. En ese texto Todorov describe la pintura holandesa del siglo XVII como aquella que provoca un viraje sustancial en las formas de representar un mundo hasta allí teñido de imágenes de virtudes santas, heroicas, guerreras, para dar paso a una proverbial simplicidad de la vida, repleta de escenas de bebedores, jugadores, damas reposando, cuadros donde las cebollas y los puerros ocupan la escena principal.

Es como si de pronto desaparecieran los personajes mitológicos y ocuparan su lugar aquellos seres mundanos - y por ello cotidianos -, como si la belleza mudara ahora definitivamente de sitio: ahora ya no están tan arriba, tan lejos, tan distantes, y se encuentran en un espacio próximo, en lo mínimo, en lo más banal y terrenal: «Se trata de otorgar a lo cotidiano un estatus ontológico excepcional. Y también de enamorarse de la cotidianidad, de no ignorarla, de saber apreciarla en lugar de recurrir a los sueños, utopías o recuerdos. Vivir en el ahora, situarse en la realidad» (ZAGAJEWSKI, 2005, p. 40).

Pero: ¿a qué precio?, se pregunta Zagajewski, rebelándose contra la reducción de la realidad, contra la instauración de una franja estrecha para la vida humana y para el arte, donde ya no caben ni el héroe, ni el santo. Y responderá que lo sublime no es un rasgo formal ni puede conceptualizarse retóricamente; más bien: “es una chispa que salta del alma del escritor a la del lector. ¿Han cambiado muchas cosas? ¿Acaso no seguimos esperando con avidez aquella chispa?” (2005, p. 41).

Pues bien: que el lector decida, si justamente lo que espera de la lectura es la lectura; leer para seguir estando aquietado en este mundo y esta vida. O bien, leer más allá del mundo y de la vida que nos ha tocado en -buena o mala- suerte, leer para estar, para hacer, otro mundo y otra vida.

Referencias

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COMPAGNON, Antoine. ¿Para qué sirve la literatura? Barcelona: Acantilado, 2013. [ Links ]

HANDKE, Peter. Vivan las ilusiones. Conversaciones en Chaville y otros lugares. Valencia: Pre-textos, 2011. [ Links ]

LARROSA, Jorge. Entre las lenguas. Lenguaje y educación después de Babel. Barcelona: Editorial Laertes, 2005. [ Links ]

NIETZSCHE, Friedrich. Sobre el porvenir de nuestras escuelas. Barcelona: Maxi Tusquests, 2000. [ Links ]

NOTHOMB, Amélie. Una forma de vida. Barcelona: Anagrama, 2012. [ Links ]

ORDINE, Nuccio. La utilidad de lo inútil. Manifiesto. Barcelona: Acantilado, 2013. [ Links ]

PESSOA, Fernando. Libro del desasosiego. Barcelona: Seix Barral, 1997. [ Links ]

SKLIAR, Carlos. La inútil lectura. Madrid: Mármara Ediciones, 2019. [ Links ]

SKLIAR, Carlos. Desobedecer a linguagem. Belo Horizonte: Auténtica Editora, 2015. [ Links ]

SLOTERDÏJK, Peter. Normas para el parque humano. Una respuesta a la Carta sobre el humanismo de Heidegger. Madrid: Ediciones Siruela, 2006. [ Links ]

TODOROV, Tzvetan. Elogio de lo cotidiano. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2013. [ Links ]

WILLIAMS, John. Stoner. Tenerife: Ediciones Baile del Sol, 2016. [ Links ]

ZAGAJEWSKI, Adam. En defensa del fervor. Barcelona: Acantilado, 2005. [ Links ]

Recibido: 26 de Febrero de 2020; Aprobado: 26 de Mayo de 2020

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