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Childhood & Philosophy

versão impressa ISSN 2525-5061versão On-line ISSN 1984-5987

child.philo vol.16  Rio de Janeiro  2020  Epub 20-Nov-2020

https://doi.org/10.12957/childphilo.2020.52894 

Artigos

La filosofía (no solo) con niños: escuchar, cuidar, escribir, transmitir

Philosophy (not only) with children: listening, caring, writing, transmitting

Filosofia (não apenas) com crianças: ouvindo, cuidando, escrevendo, transmitindo

ICiecs/Unc/Conicet, Argentina - E-mail: roquefarran@gmail.com


resumen

En este artículo me propongo anudar cuatro tópicos o actos esenciales de la práctica filosófica: escuchar, cuidar, escribir, transmitir, con especial atención a los niños, lo que ellos nos inspiran y enseñan sobre los procesos de formación y haciendo hincapié en esta situación anómala de confinamiento por la pandemia del covid-19. En primer lugar, recuperar la función de la escucha y el deseo, en la inmanencia del concepto y el juego, contra cualquier abuso o violencia. En segundo lugar, acentuar la función de los cuidados, su ampliación y reformulación en estas difíciles circunstancias, sobre todo interrumpiendo la lógica de la servidumbre y el circuito de actividad-deuda-recompensa a través del contento de sí. En tercer lugar, practicar la escritura como tecnología de sí que excede la dicotomía forma-ensayo o forma académica, para constituirse en una práctica fundamental de cuidado y transmisión junto a las demás prácticas de sí: abstinencias, pruebas, ejercicios, etc. Por último, la cuestión del Nombre del Padre y cómo entender su declinación en relación al amor, el contento de sí, la transmisión y el uso de un legado simbólico, pues la declinación no es mero debilitamiento, sino sustracción de la importancia personal y despliegue de una potencia singular-genérica que nos anuda solidariamente: aprender a declinar nombres, palabras, conceptos, tradiciones es lo que impulsa la verdadera formación de sujetos.

palabras clave: escritura; cuidado; formación; sujeto; amor.

abstract

In this article, I intend to link four topics or essential acts of philosophical practice: listening, caring, writing and transmitting, with special attention to children--what they inspire and teach us about philosophical practice, with special attention to the situation of confinement caused by the Covid-19 pandemic. A first task is to recover the function of listening and desire, in the context of the concept and the game, and against any abuse or violence. Second, we emphasize the role of care--its expansion and reformulation in these difficult circumstances, especially in interrupting the logic of servitude and of the activity-debt-reward circuit by way of the pleasure of inquiry. Third, we practice writing as a technology of self that overcomes the dichotomy between personal and academic form, in order to become a practice of care and transmission, along with other self-practices: abstinence, self-examination, exercises, etc. Finally, we consider the question of the “Name of the Father”--how to understand the decline of patriarchy in relation to love, self-esteem, the transmission and the use of a symbolic legacy, given that the decline in question is not merely a weakening, but an unfolding of a singular-generic power that binds us together: learning to decline names, words, concepts, and traditions, which is what drives true subject formation.

keywords: writing; care; training; subject; love.

resumo

Neste artigo, pretendo dar um nó em quatro tópicos ou atos essenciais da prática filosófica: ouvir, cuidar, escrever, transmitir, com atenção especial às crianças, o que elas inspiram e ensinam sobre os processos de treinamento e enfatizam essa situação anômala confinamento devido à pandemia de covid-19. Primeiramente, recuperar a função de ouvir e desejar, na imanência do conceito e do jogo, contra qualquer abuso ou violência. Segundo, enfatizar o papel do cuidado, sua expansão e reformulação nessas difíceis circunstâncias, especialmente interrompendo a lógica da servidão e o circuito atividade-dívida-recompensa por meio da auto-satisfação. Terceiro, praticar a escrita como uma tecnologia do eu que excede a dicotomia forma-ensaio ou forma acadêmica, tornar-se uma prática fundamental de cuidado e transmissão juntamente com outras práticas próprias: abstinências, testes, exercícios etc. Finalmente, a questão do Nome do Pai e como entender seu declínio em relação ao amor, ao autoconfiança, à transmissão e ao uso de um legado simbólico, uma vez que o declínio não é mero enfraquecimento, mas subtração da importância e desdobramento pessoal de um poder singular-genérico que nos une: aprender a recusar nomes, palavras, conceitos, tradições é o que impulsiona a verdadeira formação do sujeito.

palavras-chave: escrita; cuidado; treinamento; sujeito; amor.

la filosofía (no solo) con niños: escuchar, cuidar, escribir, transmitir

Que el hombre viva en un medio conceptualmente construido no prueba que se haya desviado de la vida por algún olvido o que un drama histórico lo haya separado de ella, sino solamente que vive de una manera determinada, que no tiene un punto de vista fijo sobre su medio, que se mueve sobre un territorio indefinido o ampliamente definido, que se desplaza para recoger información, que mueve unas cosas en relación a otras para volverlas útiles. Formar conceptos es una manera de vivir y no de matar la vida; un modo de vivir en una relativa movilidad y no un intento de inmovilizar la vida; un modo de manifestar, entre los miles de millones de seres vivos que brindan información acerca de su medio y se informan a partir de él, una innovación ínfima o considerable, según cómo se la considere: un tipo muy particular de información.

Michel Foucault

¿Qué relación tenemos con las tradiciones de pensamiento que nos constituyen? Sin dudas, múltiples, variadas, complejas relaciones. No se trata de seguir una tradición ciegamente, sino de interrumpirla, subvertirla y hacer uso de ella para que se abra la verdadera potencia que se empeña en atrapar. Liberar la palabra filosófica con rigor para que emerjan múltiples lugares de enunciación y, acaso, se anuden solidariamente. No hay garantías al respecto. La pandemia y el confinamiento nos llevan a interrogarnos más que nunca por el lugar mismo y la transmisión, las instituciones y sus funciones, sobre todo en lo que atañe a las posiciones más vulnerables y a cómo escucharlas. Tenemos que reformular las cosas desde la raíz. No tiene ningún sentido anhelar una autoridad simbólica que ya no existe; ni pretender escribir libros homogéneos de un tirón, pacientemente elaborados, como antaño; ni tener una disciplina partidaria que determine unánimemente las conductas, o religiones que nos marquen un modo de tramarnos y salvarnos al fin. Todo eso ha caducado definitivamente con el neoliberalismo: los lazos sagrados a los que aludía Marx han seguido disolviéndose en el aire, hasta abarcar las mismas consistencias discursivas y sus reglas de formación. Y en la consumación del neoliberalismo las nostalgias del pasado no son más que fantasmas que lo siguen alimentando por reacción defensiva, cuando resta apenas su espectro inercial. Al contrario, tenemos que dar un paso más en asumir nuestra condición hablante, dispar, fragmentada y anudada. No hay un Padre ordenador de todo, sino modalidades de anudamiento sintomáticas cuya orientación afectiva hacia lo que aumenta nuestra potencia de obrar resulta crucial sostener, dejando de lado las tristezas y nostalgias del pasado, como el impulso autodestructivo del presente inerte. El tiempo que resta en verdad es el futuro anterior: lo que habremos sido para lo que estamos llegando a ser.

I. escuchar

La filosofía no es una disciplina abstracta o erudita, sino una práctica concreta que incide de manera directa en la formación de los sujetos: desde la temprana infancia hasta la muerte. Es cierto que a veces esa función clave de formación no es despejada claramente por quienes cumplen la tarea filosófica en rigor: hay una “filosofía espontánea de los sabios” que puede suscitar equívocos (Althusser, 2015). Por contrario, hay quienes creen que el uso de conceptos no afecta ni transforma, o que los años por sí solos -la experiencia acumulada- dan autoridad, o que decir “cuerpo” es mágicamente hacerlo, etc. Nada de eso: el cuerpo, como el pensamiento, se hacen a través de conceptos. El concepto es vida, cuerpo y juego en el mismo gesto de anudamiento. Por supuesto que el concepto de perro no ladra, el de círculo no circula y el de sujeto no sujeta, al contrario, libera; como se dice cómicamente desde la tradición materialista. Pero la distinción no tiene que llevarnos a confusión: que no sean lo mismo la cosa y el concepto, no exime a este último de mostrar cómo funciona la cosa y, llegado el caso, transmitir ese sutil efecto de sentido que si no ladra puede morder, que si no circula puede estallar, que si no sujeta puede desbarrancar irremediablemente; como afirmamos desde cierto materialismo psicoanalítico o lingüístico, si se quiere. Materia sutil o incorporal del concepto. Mejor, entonces, anudar bien el concepto a la cosa que vive y al cuerpo que insiste en jugarse: lo serio y lo lúdico se comunican en el concepto más complejo.

Hace poco escuchaba una charla muy divertida y seria a la vez (esto puede suceder con niños) entre mi hija y su prima: una no quería jugar el juego que la otra le proponía y entonces esta le devolvía un argumento que ya había escuchado de aquella “no me pongas condiciones, vos siempre te enojás para que yo haga lo que vos querés”, lo gracioso es que en este caso tomaba solo la primera parte, “no me pongas condiciones”, para hacerle significar lisa y llanamente lo contrario: “hagamos lo que yo quiero”. Me hizo acordar a los libertarios que objetan la cuarentena. Pero también a mi padre que era de signo ideológico opuesto a ellos. Una categórica afirmación que solía lanzarnos era: “no me pongan condiciones”, lo cual normalmente significaba: “hago lo que yo quiero”. Luego, con Badiou también aprendí que había otro modo de pensar las condiciones y que estas resultan indispensables para la filosofía (Badiou, 1999): no son simples términos contractuales sino que responden a procesos materiales y, por tanto, son elegidas libremente bajo su coacción singular. Un poco como en Spinoza: ¿Cómo es que aquello que nos determina, bajo cierta necesidad ineluctable, puede también hacernos libres? Quizás el pensamiento filosófico más complejo sea como el de los niños inventivos y sensibles, es decir, pueda captar lo real y lo material en juego antes de entrar en la dinámica inhibitoria de las contradicciones sociales o el simple: “hago lo que yo quiero”. El pensamiento de un niño no es necesariamente caprichoso o inexistente; hay que saber escucharlo.

Paul Preciado hace una anotación que nos puede ayudar a visibilizar esto: “En Francia, el 26 de agosto de 1976 un pequeño grupo de mujeres, entre las que se encuentran Cristine Delphy y Monique Wittig, llevan a cabo una parodia callejera, inspirada en las acciones de teatro de guerrilla, en la que rinden homenaje a la mujer del soldado desconocido: «Hay alguien todavía más desconocido que el soldado desconocido: su mujer», reza la pancarta” (Preciado, 2009, p. 142). Yo diría que incluso hay alguien más desconocido que el soldado y su mujer: el niño de ambos. Tan desconocido que, sea exaltado por la sociedad de consumo o destruido por la construcción crítica historicista, es ignorado en su singularidad irreductible. De nuevo: singularidad que entraña, en tanto vida, cuerpo y pensamiento. Un niño no es el objeto ideal del modelo familiar burgués, ni es una simple construcción social pasible de ser manipulada según los deseos adultos; un niño es, ante todo, la encarnadura de la potencia infinita que todavía no se nos ha sustraído del todo, pese a nuestra consumada imbecilidad adulta. Lo sé por experiencia propia, esto va mucho más allá de la remanida frase “aprendamos de nuestros niños”: mejor escuchémoslos y aprendamos junto a ellos los modos de enseñar siendo absolutamente responsables de cómo nos co-constituimos. Los niños nos exponen a nuestras propias rigideces y limitaciones, pero también nos muestran que podemos dejar de ser tan imbéciles, por amor a ellos y a nosotros mismos. Yo diría incluso que no hay filosofía viva que no sea con niños, es decir, no la hay sin ese ethos fundamental de interrogación que ellos nos (re)suscitan. Ello despierta un deseo o conatus que hay que saber escuchar, sin reducirlo a la molicie adulta.

No era el caso de Foucault, al menos a fines de los 70, cuando dice cosas muy groseras sobre la sexualidad infantil (1979). Sin dudas, el concepto de población no se ajustaba al caso singular. No por casualidad se encontraba ante un impasse sexual con todas las letras, literal y literario: su Historia de la sexualidad había quedado suspendida en el enfoque productivo del poder, expuesto en el Tomo I (La voluntad del saber [1976], 2014), y parecía no haber salida para la crítica. Pero un cambio de enfoque y problemática se aproximaba. Los otros dos Tomos (El uso de los placeres, La inquietud de sí) recién serían publicados el año de su muerte y mostrarían apenas una parte de ese viraje emprendido en los 80 en torno a la subjetividad y la verdad: las prácticas de sí, el cuidado de sí, el gobierno de sí y de los otros. La sexualidad es allí solo una parte del cuidado de sí, ya no se trata de inscribirla junto a otras conductas en dispositivos de saber-poder, sino de cómo los sujetos pueden acceder a su propia formación en un proceso de autonomización creciente. No sabemos qué habría dicho de la niñez en este nuevo paradigma que se abría, pero sin dudas no hubiese avalado la pedofilia simplemente para objetar los mecanismos de control de las poblaciones. Sucede que había descubierto otros tantos modos de asumir la responsabilidad y la importancia de la abstinencia en las prácticas de sí antiguas: ante la comida, la bebida, los lujos, las lecturas, la ira, los infortunios, la enfermedad, la muerte, e incluso la sexualidad. Nadie, mucho menos un intelectual o investigador, está exento de cometer errores (incluso aberrantes); el asunto es tener el coraje de rectificarse a tiempo.

Sin dudas, los acosos, los abusos, las violaciones son un asunto muy serio que afecta a la sociedad en su conjunto. Y todo se agrava en el confinamiento. No podemos hacernos los distraídos ni minimizar estos actos de ningún modo, tampoco delegarlos a especialistas en derecho o salud pública. La posibilidad misma de constituir una erótica del pensamiento, un modo de transmisión honesto intelectualmente que suscite el deseo, está en juego. La afectividad no es un asunto menor en la enseñanza y la investigación, el aumentar nuestra potencia de obrar y generar afectos alegres es clave para la práctica filosófica. Si bien son cuestiones que ha visibilizado sobre todo el feminismo en sus luchas políticas y reivindicaciones, si deseamos sostener la capacidad de invención y juego del pensamiento, con toda su seriedad, lo primero que tenemos que hacer es dejar que caiga definitivamente lo que tiene que caer. Para que algo nuevo emerja, así, de la mano de nuestros niñxs. Pues la invisibilización de la violencia, incluso la dificultad para nombrarla y responder a ella con valor, es correlativa a la imposibilidad de pensarnos como causa adecuada de lo que nos afecta.

Por supuesto, la filosofía de Heidegger no quedó invalidada luego de su compromiso con el nacionalsocialismo, ni la filosofía de Althusser luego de que asesinara a su mujer, ni el pensamiento de Poulantzas luego de que se arrojara por la ventana, ni la escritura de Borges después de haber mostrado sus simpatías hacia la dictadura de Videla, etc. Asimismo, tampoco la filosofía de Agamben será refutada simplemente por las barbaridades que ha dicho en torno a la pandemia o la obra de Foucault por lo que dijo en torno a la ley del pudor. Y siguen los casos. Nadie puede pretender que la materialidad del pensamiento, su uso, se reduzca a las personas que eventualmente asumen un decir, una indagación, un estilo, etc. Pero sí hay que saber cuál es el punto donde esa persona se extravía, retrocede ante el deseo y comienza a generar defensas y reacciones en cadena que lo envilecen y estupidizan todo. Sin dudas es difícil la transmisión del caso: lo que cae. De ahí la resistencias y negaciones típicas: la dilución en la regla general (“todos somos culpables”), el empirismo de las pruebas irrefutables (la necesidad de ver la “escena del crimen”) o el chisme que circula entre dimes y diretes (impresiones confusas y fantasmas de opinión). Para escuchar el caso, lo singular, lo que cae, hay que prestar atención a la dimensión afectiva, geométrica y rigurosa, a la que acceden tanto los cuerpos como el pensamiento: qué aumenta la potencia de obrar y qué, al contrario, la envilece. Eso se escucha claramente en cada caso.

¿Cómo ayudar a que cada quien se encuentre con su deseo? Deseando. Es más: deseando intensamente, pues no hay otra forma de desear. El deseo no tiene que ver con ninguna falta u objeto, es pura potencia, perseverancia en el ser, irreductibilidad de vida. La falta atañe en cambio al significante que lo nombre unívocamente, pues no existe. Esperamos signos de parte del Otro, signos de amor, pero el Otro no existe. El objeto es un vacío localizado. Entonces hay que inventar, cada vez. El material lingüístico, junto a otros materiales de los que nos servimos asiduamente, solo ayudan a tramar y aumentar la potencia del deseo. Lo real del deseo no se transmite como tal, es pura vida o muerte, o su indistinción ab-soluta; lo que se transmite en cambio es la posibilidad de desear y realizar el deseo, que son casi la misma cosa: hay una cuestión allí que pasa por la confianza -el “casi”- y el acto para dar el paso decisivo. ¿Cómo animar a otros a que den el paso? Pasando, una y otra vez pasando y mostrando cómo se ha hecho con los materiales que se ha encontrado al paso; cómo se ha perdido y vuelto a reencontrar. No todos disponen de los mismos materiales, ni los trabajan o ponen a jugar de igual manera, pero el ejemplo sirve para animarse y dar el paso. El camino o el método se hacen al andar, pero para eso hay que insistir en que es posible hacerlo sin recetas ni planes, solo con el deseo y el amor, que no emite signos sino que confía en la inmanencia absoluta.

II. cuidar

Foucault distingue tecnologías de producción de objetos, tecnologías de producción de signos, tecnologías de dominación de los otros y tecnologías de sí (1990, p. 45). Sin dudas todas estas tecnologías, si bien diferentes en sus procedimientos y materiales, se encuentran entrelazadas. Lo que sostengo es que, aunque se encuentre la tecnología necesaria para inventar la vacuna, lo que necesitamos reponer urgentemente son las tecnologías del yo. Lo que muestra la proliferación de virus, de fakes, de locuras, de imbecilidades y violencias varias, es la dificultad ética, epistémica y política de constituir sujetos. No bastan las terapias individuales ni las cátedras a distancia, que serán cada vez más virtuales, ni mucho menos los cultos evangélicos o periodísticos cuyos sermones escuchan a diario nuestros estultos; necesitamos políticas decididas de formación que generen, brinden y distribuyan herramientas concretas de constitución de sí. No podemos dejar a los sujetos librados a su locura, a la angustia diaria que se disemina por todos lados. Leer, meditar, escribir, realizar pruebas y abstinencias como ejercicios prácticos de sí, es lo que tendríamos que estar difundiendo y generando en vez de seguir con este automatón mortífero de las actividades sin sentido, para cumplir estándares de un mundo que ya fue.

En el siglo II de nuestra era, el filósofo estoico Séneca describió perfectamente el mecanismo subjetivo por el cual caemos en la “servidumbre de sí”, raíz de todas las demás servidumbres: “Quien es esclavo de sí mismo sufre el más arduo [gravissima] de todos los yugos; pero deshacerse de él es fácil: dejar de plantearse mil exigencias; no recompensar más el propio mérito [si desieris tibi referre mercedem]” (Foucault, 2014, p. 265). El dispositivo neoliberal se inserta perfectamente estimulando ese mecanismo de obligación-deuda-recompensa, que Foucault describe muy bien: “Uno se impone una cantidad de obligaciones y trata de obtener con ellas cierta cantidad de ganancias (ganancia financiera, ganancia de gloria, ganancia de reputación, ganancia en lo tocante a los placeres del cuerpo y de la vida, etc.). Vivimos dentro de ese sistema obligación-recompensa, ese sistema endeudamiento-actividad-placer. Eso constituye la relación consigo mismo de la que debemos liberarnos” (Foucault, 2014, p. 265). El confinamiento no ha hecho más que aumentar la percepción de ese mecanismo patético, a través de la virtualización de las tareas y la inutilidad de las exigencias en un mundo cuyo destino es absolutamente incierto. Ahora, como siempre, se trata de liberarnos de ese yugo. La libertad no es hacer lo que se quiere, según motivos que habitualmente desconocemos, sino elegir un modo cuidado y adecuado de hacer lo que hacemos. Un modo orientado esencialmente por el deseo.

Decimos ante la crisis y el malestar imperante: “Es la Pandemia y no la Cuarentena”; como también: “Es la Academia y no la Universidad”. Reconocemos la causa real de la crisis, por un lado, y sostenemos la respuesta institucional, por el otro. Pero también sabemos que el virus (biológico o neoliberal) ha afectado nuestra forma de vida y no podemos seguir eternamente bajo estas formas condicionadas tan limitadas. Tendremos que reinventar los modos de distanciamiento, formación y transmisión. Lo real del virus nos muestra lo inadecuado de nuestras respuestas en tanto formas de vida sustentables a largo plazo. Quizás la verdadera vacuna sea parte de la necesaria renovación institucional a todo nivel: la familia, los medios, las universidades, el Estado. En consecuencia, nos lleve a interrogarnos: ¿qué es un padre, una madre?, ¿qué un/a profesor/a, investigador/a?, ¿qué un/a comunicador/a? Sí, estamos verificando nuevamente algo que olvidamos por estructura: la racionalidad profesoral no puede contra la estupidez mediatizada. Una falla inmensa de la educación pública y la democracia: no formar a los sujetos para que puedan dar cuenta de sí mismos (Butler, 2009) y no sean hablados por el Otro de manera tan grosera y suicida.

Lo que me interroga hace tiempo es: ¿cómo dejar de ser esclavos de nosotros mismos? Séneca la hace fácil, como vimos: dejar de exigirnos mil cosas y de compensarnos por ellas. Cortar el mecanismo de actividad-deuda-recompensa, traduce Foucault. El punto no obstante, para mí, es interrogarnos por qué necesitamos de continuo recompensas y compensaciones por lo que hacemos. Es ahí donde encontré un concepto afectivo clave, en Spinoza (2006, p. 275): el contento de sí mismo (Def. XXV: “El contento de sí mismo es una alegría que brota de que el hombre se considera a sí mismo y considera su potencia de obrar”). Volver a conectarnos con esa gratificación de hacer las cosas por el solo hecho de hacerlas, por la potencia que allí se expresa, luego ver cómo eso se puede componer y amplificar. Pero lo primero es sentir la alegría que brota de considerarnos a nosotros mismos y considerar la potencia de obrar. El desbalance afectivo que hace que solo obtengamos gratificación vía compensaciones o privaciones de los otros es, por contrario, la raíz de todas las servidumbres. Si emprendiéramos cada cosa que hacemos con aquella atención, con aquel cuidado, con esa inquietud dirigida por la simple alegría de hacer y no por mandatos morales o cálculos de recompensa, otra sería la historia.

Para desengancharnos del circuito actividad-obligación-recompensa-deuda que nos convierte en esclavos de nosotros mismos, tenemos que cambiar la modalidad afectiva que nos han impreso desde la temprana infancia: ya no reconocernos en la imagen especular que nos devuelve el otro, el ser amable por cuya investidura afectiva dependemos siempre del reconocimiento exterior; sino encontrar el punto donde atravesamos el espejo por un gesto imprevisto, allí donde conectamos con nuestra potencia de actuar y brota el afecto alegre. Antes del narcisismo especular del reconocimiento del otro (Lacan, 2003), bajo la matriz de los ideales significantes, hay un narcisismo irreductible que conecta con el Otro material: la Naturaleza infinita de la que somos parte. Su índice y factor de eficacia es un afecto característico: el contento de sí. Quizás su minimal gesto significante sea la expresión de júbilo, pero también puede ser un silencio, una sonrisa, una escritura.

III. escribir

Una práctica fundamental de las tecnologías del yo es la escritura: nada de estetización de la violencia y el dolor, ni espectacularización del ascetismo, sino riguroso y modesto ejercicio de corte que apunta a la raíz de la estulticia. El sujeto no se constituye en ninguna interioridad vital sino en torno al vacío pulsional que lo conecta con un afuera insondable; no responde allí por amor al prójimo o simpatía personal, sino porque no le queda otra: se piensa por urgencia, decía Deleuze, se vuelve impersonal y singular a la vez, oscila entre el adentro y el afuera, que se vuelven indiscernibles; la verdadera vida surge de un contento de sí inextricable, sin culpa ni autocastigo, aún al borde de la inanición o la muerte. Ese modo de abordar las cosas da templanza y coraje, sin lamentaciones ni arrepentimientos. Solo podemos componer con otros verdaderamente si hemos llegado al fondo sin fondo de la superficie que nos constituye y hemos fabricado las herramientas necesarias que nos permiten plegar las fuerzas impersonales: conceptos. Si no llegamos a escribir con rigor e invención el concepto que nos transforme a nosotros mismos y preserve la vida, seguiremos farfullando agónicamente, demandando lo imposible en lugar de encarnarlo.

Es fundamental la escritura. Animarse a escribir para pensar, para formarse y transformarse. Es falsa la dicotomía entre ensayo literario y artículo riguroso. Es un chantaje a la escritura y sus efectos de formación-transmisión. Se puede escribir siendo claro, citando aquellos textos que nos han marcado y no haciendo una mera recopilación de información inútil o alusiones antojadizas, dejando también zonas oscuras, opacidades irreductibles o puntos abiertos a seguir desarrollando luego y no por condescender a solipsismo o enigmatismo alguno; se puede escribir nombrando a otros que nos acompañan en la escena de pensamiento, aunque no pensemos lo mismo, sin destruirlos o rebatirlos completamente, sin que sea una cuestión de deudas o favores; se pueden exponer planteos personales o aspectos biográficos que hacen al concepto, sin necesidad de infatuarse, etc. La rigurosidad, la sistematicidad y la consistencia no tienen por qué medirse en términos de cantidades, estandarizaciones discursivas o transparencias intencionales, pueden ir de la mano de la invención de un modo singular de entrelazar los conceptos e implicarse en el asunto tratado. No dejemos que nos sumerjan en ese chantaje que envilece y empobrece el pensamiento: la producción de conocimientos en ciencias sociales y humanas requiere de la invención de las formas de escritura. Más ahora que nunca: no retroceder ante el deseo.

Escribe Clarice Lispector: “Tengo miedo de escribir, es tan peligroso. Quien lo ha intentado, lo sabe. Peligro de revolver en lo oculto, pues el mundo está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que colocarme en el vacío” (Lispector, 2016). Siempre me interpela lo que ella escribe sobre la escritura, me siento muy próximo y a la vez para mí todo se juega casi al revés, diría: Tenía miedo más bien de vivir, del deseo abierto y su inconmensurabilidad, la escritura fue una suerte de balsa(mo) para flotar en el mar de la incertidumbre y empezar a tejer nudos; escribir no es colocarme en el vacío, sino excederlo muchas veces, aunque sea irreductible. Hay que contar esos trazos que nos han hecho ser como somos. Así como es habitual decir que un texto escrito guarda huellas del registro oral, si se ha basado en conversaciones, experiencias o clases previas, menos habitual es decir lo inverso: que una exposición oral no tiene nada de espontáneo y está marcada también por escrituras que vienen de libros, de la primera infancia o de más allá inclusive (ser nombrados y deseados antes de nacer). Por eso, cuando uno toma la palabra tendría que decir igualmente: disculpen si notan en mi afectada oratoria la marca de una escritura silente, ¡es la pulsión amigos!

Mi única exigencia y deseo respecto de la escritura filosófica: que las palabras atraviesen las cosas, los cálculos y algoritmos, los hagan estallar o saturen, hasta que no dejen más espacio en la infinita memoria de la máquina que la transformación efectiva del sujeto. Como sabían los Antiguos, nunca es demasiado tarde para cuidar de sí: hablar, escuchar, leer, escribir, realizar pruebas y abstinencias. Con respecto a estas últimas, aconsejo seguir lo que dice en su muro de Facebook Alicia Stolkiner, una abstinencia que practico desde hace años: “He decidido, por lo menos por un tiempo, seleccionar con mucho cuidado cómo me informo y minimizar ser audiencia de programas de noticias en la TV. A mi gusto la mayoría son malos y producen o canalizan ‘pasiones tristes’. Puedo leer, hay fuentes más confiables y que incluyen análisis interesantes. No necesito tanta estridencia y apelación a emociones y tan poca información confiable. Lo consideraba una obligación para saber que se informa. Pero puedo dejar de lado algunas ‘obligaciones’. Si creo que como usuarios de esos ‘servicios’ podemos comenzar a prescindir de ellos hasta que no se comporten como captores de servidumbre. Ya comencé este fin de semana y el resultado anímico fue bueno. Lo aconsejo, libra de una especie de goce morboso” (Stolkiner, 2020).

Por supuesto, explicita algo que quizás varixs practicamos, promocionamos y promulgamos hace tiempo, pero lo interesante es que el enganche televisivo no depende de la edad, la experiencia, la inteligencia o la formación, ni siquiera la adscripción ideológica, sino de un mecanismo muy tramposo que indica el fetichismo de la información y se formularía más o menos así: “yo no creo nada de lo que dicen pero hay otros que sí, por eso debo (obligación) informarme viéndolos”, etc. Y lo que infunden así son venenos, pasiones tristes, modalidades afectivas, no simples informaciones. Para mí, por eso mismo hay que recuperar la filosofía como práctica de sí, práctica de cuidado extendido que incluye abstinencias, pruebas, ejercicios, etc. En la actualidad incluiría ese ejercicio de abstenerse de consumir productos informativos de tan mala calidad. Recuerdo que mi padre era medio estalinista: no me dejaba ver ciertos programas y a mí me molestaba mucho esa prohibición; luego pude ver toda la basura que quise, pero quizás ese efecto formador haya alcanzado a marcarme, no por mero capricho, sino por la lógica del cuidado que implicaba. Hoy puedo decirlo y escribirlo.

IV. transmitir

La filosofía, como dice Badiou, no existe sino bajo condición de procesos materiales actuales que resignifican el pasado (2002). Al pensar en términos de prácticas en lugar de significantes, se pone a las limitadas significaciones heredadas en su lugar: un material más a trabajar. Las prácticas de cuidado exceden las funciones (maternas o paternas, profesorales o comunicativas) y permiten transformarlas. Desde ese lugar otro de las prácticas hablo de cuidados en las funciones (no todo es fatalidad o significante fálico: medidas, crímenes y castigos). El Padre como tal no existe, es un mito, a veces violento. Por ende no hay que deconstruirlo, sino constituirlo. Padre de verdad no se nace (por el simple nacimiento del hijo), padre se hace, como una mujer, con la misma delicadeza o cuidado. Un punto nodal a trabajar, en pos de la formación y transformación subjetiva, es la figura de autoridad, que en psicoanálisis tiene como operador principal lo que se conoce como Nombre del Padre.

Mucho se ha hablado de su “declinación” en términos negativos, como sugiriendo con ánimo nostálgico posibles restauraciones. Nada de eso, ya Lacan nos anticipó otros modos de anudamiento y de consistencia discursiva (Lacan, 2006) donde los sujetos pueden orientarse en lo real sin sucumbir ante la avanzada descomposición simbólica que promueve el capitalismo neoliberal.

Recordemos que la palabra declinación tiene dos acepciones distintas: (i) “pérdida progresiva de la fuerza, intensidad, importancia o perfección de una cosa o una persona”; (ii) “conjunto de casos o variaciones morfológicas de una palabra (sustantivo, adjetivo, pronombre o artículo) organizado en paradigmas que expresan diferentes funciones sintácticas en ciertas lenguas”. Hay que dejar de pensar la declinación del Nombre del Padre, de la función paterna o de la autoridad simbólica, bajo la primera definición, y darle todo su valor a la segunda, como hizo Lacan en su debido momento. La declinación no es debilitamiento, sino sustracción de la importancia personal y despliegue de una potencia singular-genérica que nos anuda solidariamente. Esto no es de ahora: aprender a declinar nombres, palabras, conceptos, tradiciones es lo que impulsa la verdadera formación de sujetos. Lo simbólico no va a desaparecer mientras haya sujetos hablantes, movidos por el deseo y la vida, el asunto es saber leer, escuchar y alentar los modos en que se reconfigura la trama: el no-todo femenino y el nudo borromeo son matrices de pensamiento que nos permiten hacerlo.

Dejar caer el “amor al padre”, como idealización o búsqueda incesante de un significante amo, implica interrogar su función y transformarla en una práctica concreta: ya no el amor al padre, sino el amor del padre. ¿En qué consiste el amor del padre? No hablemos del amor en general, ese que es materia de una vulgata literaria, ni tampoco de los casos que analizamos con curiosidad antropológica o propedéutica psicoanalítica; hablemos del amor real, ese modo singular que cada quien ha hallado de responder al fracaso de la relación sexual sin salir espantado. Hablemos de los días inmóviles, de las hojas que caen, de la materia que se descompone, de las experiencias reales, del amor material y la falla epistémica de los sexos. No nos contemos historias dulces para distraernos del encuentro con lo real, justo cuando se aproxima el fin certero de todo relato. Quizás otra cosa empiece, pero dependerá de nuestra entera honestidad para responder a ello: ya no más divididos entre la miseria y el espanto, sino anudados por partes irreductibles.

En el día del padre, mi hija mira a la cámara del celular y explica su primer jaque mate en el ajedrez: expresa claramente el contento de sí, como cuando se subió al árbol más alto, cuando patinó o bailó con júbilo. Ojalá nunca olvide esas primeras veces, con las pérdidas y fracasos inevitables que vendrán, pero sobre todo que nunca la convenzan que superar a los otros es más importante que la simple alegría de poder. No hay competencia que prime allí, ni se trata de hacer leña del árbol caído. Son cuestiones simples y naturales las que nos constituyen, cuando respetamos el deseo y seguimos la propia potencia. Tanto a mi hija como a mí nos encantan las hojas del ciruelo y de la enredadera, por ejemplo, las hemos visto mutar de color y las esperamos caer para juntarlas y hacer collages. A veces también sacudimos el árbol con fuerza o las cortamos porque no tenemos paciencia y queremos jugar: las metemos entre libros y dejamos que se sequen allí. Son así los ciclos de la vida: naturales, culturales, lúdicos. Lo que cae tiene que caer, para pasar a otra cosa: la potencia no está en la indecidibilidad, sino en el acto.

Spinoza concluye su Ética afirmando que la virtud es rara y arduo el camino para alcanzarla, pero no imposible. Cualquiera puede poseer el verdadero contento del ánimo, y ejercer la libertad con sabiduría. Quizás el mayor problema, no obstante, no sea la diferencia entre el ignorante que se encuentra zarandeado por afectos que desconoce y por eso invoca el libre albedrío, por un lado, y el sabio que conoce adecuadamente la causa necesaria de lo que le afecta y actúa en consecuencia, por el otro; sino el manipulador o denegador que, sabiendo lo que le afecta, no hace nada para remediarlo; porque este último hace más daño aún que el ignorante.

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Recibido: 17 de Julio de 2020; Aprobado: 15 de Septiembre de 2020

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