SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.41Trapacciones en evaluaciones escolares: una análisis estadística del comportamiento humanoLa sociología educacional católica en el sur de Brasil (1940-1970): un estudio a partir del cuerpo docente índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Compartir


Acta Scientiarum. Education

versión impresa ISSN 2178-5198versión On-line ISSN 2178-5201

Acta Educ. vol.41  Maringá ene. 2019  Epub 01-Mar-2019

https://doi.org/10.4025/actascieduc.v41i1.41054 

História e Filosofia da Educação

Los buenos profesores: un ensayo crítico-literario sobre un arte siempre en peligro

Os bons professores: um ensaio crítico-literário sobre uma arte sempre em perigo

The good teachers: a critical-literary test on an art always in danger

Luis Felipe Valencia Tamayo1 

1Universidad de Manizales, Cra. 9a # 19-03, Manizales, Caldas, Colombia.


RESUMEN.

Los tiempos actuales requieren mucha mayor reflexión para enfrentar los desafíos que implica abordar la educación en este siglo. Entre visiones esperanzadas y desesperadas, los maestros ven el futuro con cierta perplejidad, mientras libros y películas dan la nota crítica de lo que son sus representaciones en el mundo. Este texto, a modo de ensayo, en las líneas clásicas de guiar una reflexión en sus lectores, se propone ser una fuente de mayores ánimos para los hombres y mujeres que día a día se juegan la vida en el arte de ser maestros. Invocando las características de nuestro presente y las carencias que hoy definen lo que se hace en las aulas, se quiere poner un acento crítico a las rutas actuales por las cuales se tejen y manejan las vocaciones de los maestros y alentar una mayor discusión sobre las formas en las que institucionalmente se ha ido banalizando lo que ellos hacen en las aulas.

Palavras-clave: pedagogía y literatura; ser maestro; enseñanza;ciencia y humanidades

RESUMO.

Os tempos atuais requerem muito mais reflexão para enfrentar os desafios que envolvem a educação neste século. Entre visões esperançosas e desesperadas, os professores veem o futuro com uma certa perplexidade, enquanto livros e filmes fazem crítica do que são suas representações do mundo. Este texto, como um ensaio, nas linhas clássicas para orientar uma reflexão sobre os seus leitores, se propõe em ser uma fonte de maior incentivo para os homens e mulheres que dia a dia jogam suas vidas na arte de ser professor. Invocando as características do nosso presente e as carências que hoje definem o que se faz nas aulas, querem colocar um acento crítico para as rotas atuais, as quais se tecem e manejam as vocações dos professores e incentivam uma discussão mais aprofundada sobre as formas onde institucionalmente foi banalizando o que eles fazem nas aulas.

Palabras-chave: pedagogia e literatura; ser professor; ensino; ciências e humanidades

ABSTRACT.

Current times require a lot of reflection in order to confront the challenges that education has in this century. Among optimistic and unoptimistic visions, masters see future with perplexity, while books and movies bring the critic account of their representations in the world. This text, in an essay way, in the classic form to guide some reflections in its readers, want to be a fountain of greater encouragement to men and women that everyday put their lives in the art of be masters. By appealing characteristics of our present and deficiencies that nowadays define what is done in the classrooms, the text looks for a critic accent to the current lines that weave and handle the masters’ calling and want to encourage a bigger discussion about the forms that, institutionally, have been trivialized what they are doing in the classrooms.

Keywords: pedagogy and literature; be a master; teaching; science and humanities

Introducción

Cuando el héroe de la novela Las almas muertas, el extraño y encantador Pavel Ivanovic Chichikov, en sus andanzas por la Rusia que Nikolai Gogol contempla con aguda mirada, se acerca a uno más de los pueblos en los que quiere entablar negocios, aparece la figura de Andrés Ivanovic Tentenikov. Pero para hacerlo, a Gogol no le basta solo con nombrarlo, al autor le viene bien rastrear hasta la infancia de ese nuevo personaje que vendrá a jugar un rol secundario en los intereses del protagonista. Sin embargo, como una gran novela sobre los hombres y mujeres de la Rusia del siglo diecinueve, en Las almas muertas arriban siempre asentadas reflexiones y sólidos perfiles de lo que es la humanidad de siempre.

Puede que Tentenikov no vaya a ser importante en el desarrollo de nada, pero, como novela moderna, sirve de pretexto para hablar de todo. Y allí, en la formación de ese niño que destacaría después por ser personaje de una novela de Gogol, aparece la figura del profesor Alejandro Petrovich.

¡Cómo le querían todos los niños! ¡No, nunca sintieron los niños tanto cariño ni por sus propios padres! ¡Ni en la edad de las grandes locuras se tiene una pasión tan fuerte y tan fogosa como el amor que los discípulos de Alejandro Petrovich sentían por su profesor! No hubo uno solo de aquellos escolares que luego, pasado el tiempo, e incluso bordeando los límites de la vejez, dejara de levantar su copa el día del cumpleaños de su maravilloso profesor, muerto hacía ya muchos años, y de derramar unas lágrimas en su memoria (Gogol, 1944, p. 302).

No es extraño que en la literatura europea del siglo diecinueve, no solo de Rusia, se hable de los maestros. De los buenos y de los malos, de los virtuosos y de los defectuosos, de los sobrios y de los ebrios. En miles de páginas se puede olisquear los preciados dones y malestares que aromaban y expelían los maestros de los héroes. Y siempre está a la sazón la idea de que ese encuentro particular con un maestro haya hecho bien -o mucho mal- en el camino de cada uno de los protagonistas de las historias en las que aún paladean nuestros ánimos literarios.

Así continúa Gogol su semblanza de Alejandro Petrovic:

Una sencilla muestra de aprobación de su parte hacía palpitar de alegría aquellos corazones infantiles estimulándolos en un noble afán de superación. A los chiquillos poco dispuestos no los retenía mucho tiempo en el colegio. Para ellos únicamente tenía un curso muy breve, pero los inteligentes debían seguir un doble curso de estudios. Esta última clase, formada tan solo por los elegidos, no se parecía en nada a las de otros colegios. En ella, Alejandro Petrovich exigía todo aquello que suele exigirse generalmente a los niños bien o mal preparados: inteligencia y comprensión para saber soportar las burlas de los demás sin turbarse, generosidad para perdonar a los tontos y a los débiles, paciencia para no irritarse, sangre fría para juzgar las cosas, bondad para no vengarse en ningún caso, serenidad para mantener y guardar la tranquilidad del espíritu, y todo aquello que podía contribuir a transformar a un niño en un hombre firme y bueno. Se pasaba la vida haciendo pruebas y experimentos para conocer el alma de sus discípulos. ¡Qué bien conocía la ciencia de la vida! (Gogol, 1944, p. 303)

¿Ha conocido usted, amable lector, un maestro como él? Por fortuna, profesores así no faltan, aunque a veces sean como seres mágicos en extinción. De hecho, en el contraste entre la imagen de los maestros de otrora y los de nuestro tiempo, a veces parecemos vernos en desventaja. Es como si de un tiempo para acá hubieran dejado de aparecer en el escenario de la educación hombres y mujeres tocados por ese encanto que Gogol ha llamado ‘la ciencia de la vida’.

Lo curioso es que es mucho más presumible que hoy tengamos más y mejores herramientas para hacer mejores maestros. Didácticas, foros, congresos, pedagogías de todo tipo, nuevas tecnologías, hablan mucho mejor de la atmósfera académica de lo que sus propios profesores podrían decir de cuenta propia. Y, en parte, todo se debe a que la enseñanza sigue siendo una de las labores más difíciles con las que un ser humano puede enfrentarse.

Ha pasado, no obstante, como en la sabia denuncia de Gabriel Zaid y la escritura:

Cuando no había docenas de páginas culturales diarias, sino unos cuantos suplementos semanales, las mejores plumas hacían comentarios de libros, y los jóvenes talentosos se disputaban el privilegio de alternar con los consagrados, escribiendo reseñas mal pagadas en dinero, pero bien pagadas con abundantes libros que les permitían leer, leer, leer. Desgraciadamente, las mejores plumas consagradas y juveniles no se multiplicaron por veinte o treinta, cuando las páginas culturales se multiplicaron por veinte o treinta (Zaid, 2015, p. 379).

Trayendo la analogía de lo que ha pasado con la proliferación de publicaciones y la escasez de buenas plumas para remediar sus páginas, puede decirse que algo similar ocurre con el fenómeno educativo. Cuando las instituciones de formación se multiplicaron, por mucho más que veinte o treinta, los mejores profesores no se multiplicaron ni siquiera en una mínima proporción hacia arriba. Los grandes maestros son una excepción en la selva de la pedagogía y la reflexión sobre los asuntos educativos.

Pero todo ello pasa también porque en la expansión demográfica que llegó con el siglo veinte no podía corregirse el déficit que comenzaba a llegar para la formación de nuevas generaciones. Si se tienen problemas para conformar un equipo de profesores en la actualidad, ¿qué decir para hacer que los que hay sean los mejores? En este caso, como ocurre en los partidos de fútbol de las calles de todos los barrios latinoamericanos, hay que armar el juego con los que estén dispuestos a hacerlo.

La visión aristocrática de la educación que primó hasta la primera mitad del siglo diecinueve es insostenible en los inicios del siglo veintiuno. Y todos, en nuestro buen juicio, podríamos reconocer que sería una gran fortuna que la educación tuviera esa dosis de aristocracia que impregnaba algunas de las más bellas páginas sobre la educación en muchas de las novelas decimonónicas. Sin embargo, esto ya no puede ser posible.

Robin Dunbar, el gran antropólogo y psicólogo evolucionista británico, se lamenta de la suerte de la educación sobre la ciencia con la llegada de este siglo. Y lo dice él, desde Inglaterra, ¡desde Inglaterra! Su lamento radica en algo cercano a lo que aquí, en este texto, se está presentando: quienes enseñan ciencia no son apasionados de la ciencia, quienes pretenden hacer que los niños se enamoren de los desafíos que impone el mundo contemporáneo son seres residuales que no lograron hacer algo mejor con sus vidas, salvo ser maestros. Suena doloroso, sobre todo si hay afecto por la educación. Pero los dolores son vigorosas señales para atender lo que está fallando en los sistemas.

Y al observar de fondo lo que puede estar pasando, una condición pasa a ser transversal: la motivación de los profesores por hacer su trabajo decrece a medida que crece el número de sus estudiantes. El deseo por hacer parte de un plantel educativo baja a medida que quienes detentan la administración de los recursos de la formación se hacen burócratas. La actitud y energía de quienes quieren enseñar diezma considerablemente a medida que las políticas sociales y educativas aprietan el cuello y lo único que ‘garantizan’ es la falta de buenas garantías.

Dunbar (1999) habla de un terrible círculo vicioso que termina contaminando todas las estructuras sociales. Si los profesores que llegan a las aulas no son los mejores, no están motivados, no son bien reconocidos ni salarial ni socialmente, los estudiantes que atienden sus clases serán cada vez más mediocres.

Si la calidad de los estudiantes de ciencias es mala, entonces la calidad de los profesores en la siguiente generación -así como la calidad de la investigación y desarrollo industrial- será también mala, porque son esos mismos estudiantes los que tienen que cumplir esos papeles en los años futuros. […] Para muchas escuelas, en particular aquellas que se encuentran en las zonas más pobres, resulta difícil, si no imposible, contratar maestros con la especialidad en ciencias, y con frecuencia se ven obligados a incorporar personal no cualificado para enseñar las disciplinas científicas. Las implicaciones que esto tiene no son muy halagüeñas: maestros que no entienden la ciencia y a quienes falta confianza en su capacidad para explicarla, no serán nunca capaces de motivar a los niños para que se esfuercen en materias que son intrínsecamente difíciles de dominar. La perspectiva es una generación futura científicamente analfabeta (Dunbar, 1999, p. 15-17).

Y a medida que esto ocurra, el escenario de la maravillosa educación será más el de un espacio para que los niños vayan a recrearse, a tener mimos adicionales y primeros amores, pero no una completa formación. Al parecer, la democratización, la cobertura, las políticas bondadosas de participación educativa han traído problemas al profesor y a las disciplinas, esencialmente aristocráticas.

No es factible dar vuelta atrás y extrañar más de la cuenta la imagen del profesor brillante, respetado, tan bien puesto como el que más, de las comunidades elitistas de otrora. Lo que se debe perfilar es una mirada sobre el maestro que logre potenciar lo que es ahora su mundo y no el que debiera ser. Los desafíos son muchos y exigen una colaboración -solidaridad- desde todos los ámbitos.

II

Esde hace muchos años, pero sobre todo desde el cierre del siglo veinte, hemos atestiguado la pérdida de valor del maestro. La caricaturización de la que ha sido presa en la literatura y en la televisión dejó de ser una extravagancia propia de la sátira natural al espíritu creativo de la novela moderna y pasó a ser un elemento real en la forma en la que se ve al docente de hoy. La imagen del maestro que se perfilaba en series como El chavo del ocho (1971) y en auténticos clásicos del cine, como Ferris Bueler’s Day Off (1986), o de la televisión, como The Wonder Years (1988), hacen parte de una traducción de lo que también se iba viviendo en la profesión docente. En Colombia, esa misma invocación se ha visto en trabajos televisivos que tuvieron y han tenido el aula como estudio de grabación. Un ejemplo fundamental de ello es el de la serie ochentera Décimo grado (1985). En medio de todo, está la democratización del oficio y de la educación en sí misma.

Al vaivén de lo que involucra pensar el maestro también hay una latente invocación por el ideal, por la grandiosidad del escenario educativo, el contacto humano, la búsqueda de las virtudes y la ejemplar caracterización del profesor como figura que puede influir un mejor presente en la vida de los jóvenes. Por ello, no han faltado los maestros que personifican la pasión misma de quien día a día atiende a niños y a jóvenes con la noción de que desde hoy, y ojalá algún día, sean los hombres que la sociedad necesita. Y allí aparecen el tipo de historias que les gusta mencionar a quienes son maestros o a quienes buscan ese consuelo narrativo ante una sociedad que muchas veces está más presta a la desacreditación misma de sus profesores. Así es como han aparecido recientemente obras como Stand and Deliver (1988), Dead Poets Society (1989), Mr. Holland Opus (1995), Dangerous Minds (1995). En ellas, el aula es un telón de fondo para ejecutar una magistral pieza en la que los hombres del mañana se ven afectados por la relación con hombres y mujeres que les alteran, para bien, por fortuna, la vida.

En una novela de 1983 titulada El país del agua, el autor británico Graham Swift también logra un ejercicio singular de configuración educativa en la relación maestro-alumno. Hay, en medio de la sátira del paso del tiempo y el desgaste, una revaloración de lo que puede ser el maestro.

Fue uno de vosotros, niños, un muchacho de pelo rizado que se llamaba Price […] quien un día, interrumpiendo la Revolución Francesa y expresando la conocida protesta que todos los profesores de historia saben que tarde o temprano tendrán que oír (¿para qué sirve la historia?), afirmó tajantemente que la historia era “un cuento de hadas”. (La maldición de los profesores. El fastidia clases. En cada curso hay un alumno así. Pero este es diferente.) -Lo que importa -prosiguió Price, sin tener ni idea de qué clase de cuento de hadas iba a complicar simultáneamente a su profesor de historia y a la esposa de su profesor de historia- es el aquí y el ahora. Y no el pasado. El aquí y el ahora, y el futuro. (Esta fue, Price -aunque de esto tú no te diste cuenta-, precisamente, la actitud que desencadenó los acontecimientos de 1789.) Y luego -tras hacer rápida alusión a ciertos problemas del momento (la crisis de Afganistán, los rehenes de Teherán, la peligrosa y aparentemente incontenible acumulación de armas nucleares), y suscitando así en vosotros, sus compañeros de clase, un repentino y abrumador desahogo de vuestras pesadillas colectivas- anunció, con un temblor en los labios que no era consecuencia únicamente del hecho de que estuviera pronunciando unas palabras que sin duda (¿no es cierto, Price?) habían sido meticulosamente ensayadas: -Lo único que importa… -Sí, Price, lo único que importa… -Lo único que importa de la historia, creo, es que ha llegado a un punto en el cual probablemente esté a punto de concluir. De manera que decidimos cerrar los libros de texto. Dejamos a un lado la Revolución Francesa. Nos despedimos de ese antiguo y trillado cuento de hadas con sus derechos del hombre, sus gorros frigios, sus escarapelas, sus banderas tricolores, sus alarmantes guillotinas y su curiosa convicción de que había ofrecido al mundo un nuevo comienzo. (Swift, 1992, p. 15-16)

Todos los profesores hemos vivido momentos así; momentos como el del profesor Tom Crick de la original novela El país del agua; momentos en los que una puesta en duda sobre aquello que hemos venido haciendo nos corrobora que no todos los caminos están recorridos y que no todas las visiones de lo que hemos sido pueden ser socorridas en el presente. ¿Esto para qué me servirá, profe?, ¿si yo no voy a estudiar filosofía, para qué veo esto?, se preguntan continuamente los estudiantes, no solo en sus cursos de filosofía y áreas afines, sino en todo aquello que despierta la desaprobación de los estudiantes. En la novela, es Price quien cuestiona el objetivo mismo de estudiar la Revolución Francesa, pero ese símbolo representa la cuestión que atraviesa el aula como dolorosa batalla del maestro. ¿Para qué estudiar algo que los estudiantes no quieren ni siquiera conocer?

Cuando Crick se enfrentó a ese cuestionamiento -él sí lo supo-, iluminó un nuevo escenario como rumbo para sus clases. Quiso comprender cómo es que él y sus estudiantes se encontraban en el lugar en el que estaban. La Revolución Francesa tan lejana y atravesada por ideales se hizo tan arisca como el mundo de las ideas platónico y Crick emprendió la búsqueda de su propio ser, como maestro, como ciudadano, como esposo.

Tras años de explicaciones que buscaban ser consecuentes con los temas de su clase, el profesor Crick despertó a una conciencia nueva en el esclarecimiento de su propio devenir como sujeto de una historia particular de su tiempo. Su anecdotario, la historia que tenía por propia, la vida de su pueblo, de los pantanos en los que creció, cobró sentido de vida para acercarse a los niños que, sin darse cuenta, buscaban algo parecido en lo que enfocar su propia existencia.

Y cuando vosotros, como ocurre todos los cursos, como es lógico que hagan todos los cursos de historia, preguntasteis: “¿Para qué sirve la historia? ¿Por qué la historia?”, yo solía decir (hasta que Price repitió la pregunta por enésima vez, pero dándole un nuevo significado…, y con ese patente temblor en los labios): Vuestro “por qué” es la respuesta. Vuestra exigencia de explicación lleva consigo la explicación. ¿No es esta misma búsqueda de explicaciones, inevitablemente, un proceso histórico, en la medida en que tiene que avanzar hacia atrás, empezando por lo posterior para remontarse a lo anterior? Y mientras sigamos teniendo esta necesidad inquietante de obtener explicaciones, ¿no tendremos siempre que andar por ahí cargando con este pesado pero precioso saco de claves que llamamos historia? Otra definición, niños: el hombre es el animal que pide explicaciones, que pregunta por qué. ¿Y qué lleva implícito esta pregunta acerca del porqué? Lleva implícito un estado de insatisfacción, de intranquilidad, la sensación de que las cosas no son como deberían ser. En un estado de satisfacción perfecta no cabría, no haría ninguna falta este mundo pequeño y fastidioso. La historia empieza solamente a partir del momento en que las cosas comienzan a ir mal; la historia nace solo con los problemas, la perplejidad, el arrepentimiento. De modo que, pisándole los talones a la pregunta acerca del porqué, se presenta esa palabra ladina y triste que es el si: si no fuese por…, si no hubiese sido porque… Todos esos inútiles si de la historia. Y, frenando, desviando y distrayendo constantemente las miradas atrás de la pregunta acerca del por qué, existe otra forma de retroceso: si pudiésemos volver atrás. Un nuevo comienzo. Si pudiésemos al menos regresar […] (Swift, 1992, p. 98).

Como en un juego de espejos en el que los ecos salen a relucir, la pregunta clásica y poética de Hölderlin ‘¿para qué poetas en tiempos de miseria?’ sale a relucir como si el autor alemán levantara la mano en la clase de historia del profesor Crick. ¿Para qué maestros?, ¿para qué lecciones de filosofía, de arte, de ética y hasta de religión? ¿Para qué todo eso?

Para no caer en la zozobra, para no naufragar. La búsqueda de respuestas en todos los horizontes del pensamiento es mantener nuestra balsa a flote.

Si colapsan los imperios, si se deshielan los polos, si mueren los hombres más influyentes, si caen, presas de enfermedades, los mejores, si brillantes jóvenes pierden la vida en absurdas circunstancias, entonces palpitan los corazones de los que aún quieren hallar respuestas, incluso la respuesta a la pregunta ¿y eso para qué me ha de servir?

Cuando a un profesor, mejor dicho, cuando a todos los profesores se nos enfrenta, casi que a la defensiva, por la utilidad de nuestro oficio, lo que se pone ante nuestras narices es la naturaleza misma del descubrimiento de nosotros mismos. Arbitrario, extravagante, poderoso, o juguetón y burletero, en el alma de cada uno yace también ese interrogante que asienta a la humanidad en la experiencia del sentido mismo de la vida. Y sin hallarlo, ese cuestionamiento mantiene la balsa a flote.

Nada cuesta reconocer lo que puede ser la inutilidad misma del conocimiento si la vida en su grandiosidad siempre nos supera con sus misterios. La honestidad del maestro sigue siendo la misma premisa socrática en la que la prevalencia de todo saber se detiene y se sacude de orgullos y vanidades. Sin embargo, es en la pasión misma por esa pizca de sapiencia, por ese sentido cariño por lo que se estudia y se hace, en la que se sacan los resultados que, sorpresivos, invitan a nuevas generaciones a dar, de igual manera, lo mejor que podrían brindar.

Aquí vuelve Gogol a acomodarnos las vestiduras con su icónico profesor Alejandro Petrovich.

No empleaba nunca términos pedantes, ni un estilo campanudo, ni ideas de mucho énfasis. Sabía explicar los intrincados secretos de la ciencia en la forma que hasta el niño más pequeño lograba comprender en seguida para qué servía su conocimiento. Únicamente enseñaba a sus alumnos aquellas ciencias que él creía que podían convertirles en buenos ciudadanos. Solía dar lecciones valiéndose de cuentos y de relatos por medio de los cuales demostraba lo que les esperaba a los jóvenes en la vida y sabía trazar de una manera tan perfecta el panorama de la existencia que sus discípulos, sentados en los bancos del colegio, llegaban a conocer con el pensamiento y con el corazón los lugares donde tendrían que trabajar más tarde. El maestro no les ocultaba nada, explicándoles cuidadosamente, pero con una claridad meridiana, todos los disgustos y los sinsabores, las amarguras y los tropiezos que encuentra el hombre en su camino, así como las tentaciones y las seducciones que les esperaban. Estaba compenetrado con la vida, conociendo a fondo sus diversos matices, como si hubiese realizado todos los trabajos de la existencia humana (Gogol, 1944, p. 303).

III

Una de las preguntas que surgen de cuando en cuando acerca del maestro tiene que ver con su presencia. En nuestros días, dadas las múltiples herramientas con las que las personas pueden educarse, formarse, hacerse hombres y mujeres de bien, la pregunta se volvió tan fastidiosa como la pregunta que hacía Price a su profesor Crick. Se alude a la pregunta con dos singulares suposiciones: profesor puede ser cualquiera, de un lado; cualquier herramienta puede ser en sí misma un maestro, de otro.

Aunque los prejuicios puedan tener una dosis de mal gusto inobjetable, lo cierto es que no carecen de sentido. Esas suposiciones son también posibilidades del mundo. Son parte de lo que ha pasado en la historia misma de la humanidad. Y en esta ha habido tan malos profesores que incluso ayudan a que los buenos y mejores sobresalgan más. Y también se ha dado que algunos niños, jóvenes y adultos encuentren que la mejor forma que han tenido para acercarse al conocimiento ha sido por sus propios medios, proclámese como parte del autodidactismo o como consecuencia de muchos intentos fallidos por hallarse a gusto en un aula de clase con otros compañeros y un ser al que se le llama docente. Sí, se puede responder, el profesor no es realmente necesario para todos ni tampoco es ineludible como elemento de la educación.

De todas formas, su ausencia se siente siempre como una pérdida, y cuando la figura de los buenos maestros se hace tan escasa lo que ocurre es una desgracia.

En 1977, el escritor norteamericano Harry Allard publicó su texto Miss Nelson is Missing, peculiar novelita infantil y juvenil en la que los estudiantes pierden a su maestra, la señorita Nelson. Ocurre en el aula 207, uno de los salones más peligrosos de todo el colegio. Como si se tratara de la descripción de una verdadera jungla, los niños de aquel salón son lo peor que podría pasarle a cualquier profesor, no importando cuán esmerado sea este. Y la señorita Nelson se esfuerza, quiere ser la mejor maestra, quiere que sus estudiantes la sigan, la tomen en serio, la valoren, se dejen guiar por todo el universo que ella tiene para ofrecerles. Pero, como dice el refrán, ‘una cosa quiere el burro y otra quien lo enjalma’. Los intentos de la señorita Nelson todos resultan siendo un fracaso. Ante estos niños nada hay que hacer, salvo… desistir. Un buen día la profesora no va ante los niños y aparece la profesora sustituta, la señorita Viola Swamp.

La llegada de la nueva profesora desequilibrará el mundo de pilatunas, irreverencias, desobediencia de los niños, al ser su nueva maestra una mujer para la que todo funciona si lo que dispone en el aula es el temor y la obediencia. Los niños comienzan a resentirse en sus almas aunque, aparentemente, todo esté funcionando ‘mejor’, de dientes para afuera. La desaparición de la noble profesora Nelson traerá una profunda reflexión sobre la importancia de la educación y la figura de un buen maestro que, de cuenta de su propia nobleza, verá impedidos los alcances de su obra. Cruda ironía que todo profesor ha tenido que enfrentar alguna vez en su carrera. Sin embargo, lo que está en juego en la historia, y en el aula, es un asunto de equilibrio. La sensación de extrañeza que suscita el hecho de que la señorita Nelson no aparezca a sus clases logra generar una condición altamente grata para entender lo que realmente es el encuentro humano en la educación.

A veces resulta tan sencillo asumir que muchas cosas no hacen falta, o que uno mismo puede hacer el trabajo que durante tantos años se han esmerado otros en aprender. Hoy, por ejemplo, ha cobrado vigencia la idea de que todo se resuelve en la Internet, desde los pequeños asuntos domésticos hasta las soluciones a los más intrincados problemas de la humanidad. Y gradualmente todos vamos entrando en los vicios que traen las nuevas condiciones de la existencia. Como los viciosos, nadie reconoce que tiene un problema. Como círculo, ese problema tiene solución en la Internet.

La ausencia de la profesora Nelson es también la ausencia de una oralidad, de un tipo de formación en la que el maestro tiene la fuerza suficiente para amar y amonestar en perfecto equilibrio, como el auriga que conduce los caballos por paisajes no siempre primaverales.

La comprensión de la ausencia como lección de amor es una de las más fuertes fórmulas de escritura, una de las más estimulantes condiciones por las cuales se recupera el sentido de lo que se ha tomado por dado, pero que es fruto también de una decisión y de una esfuerzo continuo.

Los niños del relato Harry Allard (1977) tenían el paraíso, una gran maestra, y la perdieron sin entender rápidamente el porqué. Sucede como en nuestros días en los que se toma por dado que la condición de los maestros es la de ser buenos. Sucede como en nuestros días en los que se asume que todo lo puede resolver la Internet o unas fotocopias. Nadie realmente aprende, nadie realmente quiere sentirse discípulo de otro; hemos llegado al tiempo en el que hasta la extrañeza simplemente nos lleva a la indiferencia.

Como parte de esta condición actual en la que toda la sociedad se ve envuelta, uno de los desajustes recientes es el que tiene que ver precisamente con quién enseña. Para evitar muchas maniobras y desgastes que se toman, falsamente, como innecesarios, las instituciones han optado por validar los diplomas y las credenciales como pasaportes para hacer maestros a quienes solo tienen títulos. No es de extrañar que universidades y colegios estén hoy plagados de muy malos profesores y que los maestros dejasen de ser una búsqueda resuelta por mejores seres humanos. Así como ocurre muchas veces con los ricos, que son tan pobres que lo único que tienen es dinero, hay profesores tan pobres que lo único que tienen son diplomas… y a veces hasta dinero. Dicho esto resulta necesario aclarar que no es el dinero un asunto que repercuta en la buena o la mala educación, tampoco lo son los títulos, que en sí mismos no demuestran mayor cosa en el ámbito de las humanidades. Lo que desdice es la ostentación sin beneficio alguno para la comunidad.

Muchos títulos en las llamadas Ciencias han resultado un beneficio para los recientes avances de la humanidad. Las especializaciones que han traído el acercamiento a mejores exploraciones del mundo, del ser humano, de las enfermedades, de la superación de ciertos desaciertos biológicos y planetarios, son cuota de un mundo que se reivindica con una ambigua noción de progreso. Al contrario, la equiparación de esta misma situación para las llamadas Humanidades solo ha traído la inquietante disolución de la integridad del humanista, perdido ya en sus propios conceptos y monsergas, insertándose en un bochornoso diálogo de sordos del que muy poco provecho social ha podido sacarse. Y en este síndrome tan contagioso el profesor de Humanidades ha terminado trabajando por sus puntos y su valoración de requisitos y no por sus estudiantes. Las universidades de nuestro tiempo están atiborradas de este fenómeno en el que la educación pasó a ser secundaria y, humanistas, de cuenta del auge de la ‘investigación’, pasan las horas de su ‘vocación’ armando textos muchas veces indigeribles.

El momento que pasan hoy los profesores de vocación es duro y a veces muy doloroso. De cuenta de los diplomas en especializaciones, muchos buenos maestros se ven relegados en sus conocimientos -la mayoría de las veces más integrales y profundos que los que se pueden ofertar a partir de algunas lecturas y fotocopias en módulos universitarios-. Y aunque en el fondo todos sepan que se está cayendo en un extremo ridículo de valoración del ser humano dentro de áreas donde los valores eran precisamente otros, estos cauces no parecen tener reversa. Un papel, un punto por cierta ‘especialización’ que no está en la hoja de vida, una firma, hacer parte o no de un decreto, todas son jugadas con las cuales los verdaderos maestros se han visto superados en sus entusiastas vocaciones por el aula, por la formación, por la disposición a ser y hacer verdaderas obras con sus estudiantes.

Hace rato venimos asistiendo al recurrente anecdotario de docentes que para llegar a sus posiciones y sus sueldos plagian, falsifican, obtienen diplomas de extrañas procedencias y escarapelas de cuanto taller se oferta en una feria. Las denuncias tampoco llegan muy lejos porque cierto imaginario del status quo hace que todo sea rescatable, y no es bueno tener que decir que estas cosas pasen en las Humanidades y mucho menos en la Educación. Es una tristeza para los que han llegado a amar sus profesiones y han querido enfrentar las verdaderas dificultades del aula en el proyecto que cada estudiante busca para su realización.

El ejemplo de los adultos ha sido, en todos estos casos, la carta de defunción de los trabajos escritos. Muchos estudiantes por ahorrarse el trabajo mínimo de poner coherencia a sus propias ideas, las copian. Sí, así como lo han visto hacer por algunos de sus profesores y por muchos de sus dirigentes. Los políticos sí que han servido de ejemplo para nuestras miserias: ejercicios de imitación en los que ya nadie repara porque se vuelven muy folclóricos. Plagia por allá un presidente, plagia por acá un alcalde, plagia un profesor universitario, plagia un magíster, plagia un colegial. Las denuncias van a vienen y corren parejas las disculpas que tratan de remediar la mala situación aludiendo a un mal empleo de las comillas, un descuido y excusas afines. El huracán crece y con él la degradación con que las instituciones y profesionales se miran entre sí. Muchos profesores optan por dejar de hacer su trabajo de evaluadores porque, en realidad, ¿qué es lo que están evaluando?

El escritor británico Malcolm Gladwell trae entre sus llamativos ejemplos de lo que involucra hoy pensar la educación el del profesor Vivek Ranadivé, un hombre integral que tuvo que asumir la formación de un equipo de baloncesto entre sus estudiantes sin que él supiera qué era realmente el baloncesto. En los ánimos de la educación actual este reto tendría que asumirse por alguien que tuviera escarapelas que dieran cuenta de una formación en el deporte y, por lo menos, una especialización en baloncesto para niñas de doce años, que era la edad de las pequeñas a las que Ranadivé tenía que integrar en un equipo. Sin embargo, el caso del profesor caracteriza a la perfección lo que es nuestro prejuicio actual acerca de la formación. Cuando lo que necesitamos son buenos maestros, estamos cayendo en el pensamiento de que para todo necesitamos un ser ad hoc, como si para los problemas del corazón solo necesitáramos el cardiólogo que abra el pecho y lo refaccione.

Los resultados del profesor Ranadivé fueron sorprendentes. Las chicas de su colegio, el Redwood City, obtuvieron títulos de campeonatos junior bajo la dirección de aquel maestro. Y no eran unas niñas grandes que hubieran jugado juntas. “No eran particularmente altas -cuenta Gladwell en el ensayo dedicado al profesor-. No sabían tirar a canasta. Y tampoco destacaban por sus condiciones para driblar. Tampoco eran de las que se quedan a jugar partidillos todas las tardes” (Gladwell, 2013, p. 26). Tal y como eran percibidas, las niñas tenían todo para perder, y sin embargo, gracias a su maestro lo dieron todo por ganar.

¿Qué hizo Vivek Ranadivé para sacar de sus pupilas lo que ellas mismas ni siquiera creían que tenían? Hizo todo lo contrario de lo que se esperaba de él. Motivación, ejemplo, integridad, trabajar con los talentos y disposiciones que cada niña le mostraba. En otras palabras, hizo lo que los demás profesores no hacían y puso a jugar a sus pupilas como no jugaban los demás equipos. “Ranadivé entrenaba a unas jugadoras mediocres de un deporte del que lo desconocía todo. Era un inadaptado y llevaba las de perder, y eso le otorgó la libertad de probar cosas con las que nadie más había soñado” (Gladwell, 2013, p. 40).

El caso, por fortuna, se repite de vez en cuando. Las gestas deportivas son como las de las clásicas humanidades, fruto de una pasión por lo humano.

IV

Si las humanidades atraviesan un momento crítico, de mucho ruido y pocas nueces, lo es también porque sus docentes vienen hace rato viviendo una crisis. Los requisitos de las ciencias exactas no pueden ser los mismos con los que se pueda seguir valorando el oficio de los maestros, hombres que dedican su vida y sus pasiones a la develación y motivación de almas que aparecen casualmente en sus aulas de clase.

En buena cuenta, como se ha descrito previamente, la revisión de requisitos puntuales, como para cirujanos en lugar de maestros de almas, ha hecho que el lugar de la formación, de la oralidad, del encuentro continuo entre diversidades esté dando paso a un remedo mal hecho de búsqueda de disciplinas y talentos. Con el cuento de que ‘hay que cumplir requisitos formales’ muchas pasiones se ven rápidamente perdidas, pues también ocurre que muchos profesores de ahora, más que vivir al tanto de lo que pueden y deben hacer como maestros, solo se animan a cumplir con las exigencias de la administración.

Desde muchas esferas de la sociedad se habla del relevo que tendrán los profesores del mañana. Su presencia en las aulas y ante los grupos de estudiantes se prevé poco funcional. Algunos de los profesores que ahora se forman se han tragado por completo esta especie de pronóstico sacado de páginas del tarot y, por lo mismo, dejan de pensar en ser maestros para ser simplemente administradores de lo que los gobiernos y las instituciones plantean como conocimiento. Fruto de la desesperanza, también el profesor siente que lo único que le queda por hacer es cumplir requisitos. Más que formarse como un ser humano para dignificar el ejemplo, el profesor solo toma apuntes de lo que debe hacer para mantener su trabajo: se convierte en el estudiante que no quiere en su aula.

Y aunque fácilmente se nos pueden ir olvidando las verdaderas conexiones con lo que son las Humanidades -las que humanizan, las que potencian a la par la Ilustración y el Romanticismo, la Ciencia y la Poesía, las que hacen Civilización y vida plena- lo cierto es que la sociedad comienza a morir cuando muere el misticismo por el maestro. Un buen libro puede abrir los ojos a nuevas experiencias, nuevos lugares e invenciones; una obra de arte puede llevar a la contemplación misma de la creatividad y la genialidad humanas; la observación simple de la vida nos lleva a la meditación y al silencio que requiere el alma para comprender de qué estamos hechos; pero, al lado de ello, un maestro es ejemplo, disciplina, motivación, palabras justas, calidez, empatía ante lo mejor y dulce corrección. Si todas las almas estuvieran prestas a ser geniales, si todos tuvieran la convicción de ser autodidactas hacía rato la compañía de un maestro sería pieza de la prehistoria; pero no es así. Los seres humanos requerimos maestros, diversos, inquietos, rebeldes, ‘inadaptados’ -como en la descripción de Ranadivé- que intenten aún ser mucho más para sus estudiantes.

George Steiner se ha acercado a una comprensión de ese rol del maestro de nuestra época, y lo ha hecho acudiendo tanto a su erudición como a su rebeldía ante las imposturas de las instituciones que dicen perfilar la educación cuando lo que hacen es simplemente un examen de hojas de vida. Si se impone que cada uno se encuentre con su tarea, entonces el peso recae todo sobre lo escrito; si lo que se mira es el hecho de que hoy los niños y jóvenes se formen frente a sus computadores, el peso recae sobre el entretenimiento. Sin aula, sin maestros, todos estarían condenados a ser autodidactas.

Aunque comprende todo lo esencial, el material escrito es una fracción de la totalidad; la oralidad ha sido y sigue siendo predominante. La búsqueda de una interpretación ocupa la palabra viva, el cara a cara al que Emmanuel Lévinas ha dado primacía hermenéutica. […] No es posible ni siquiera empezar a hacer justicia en una breve panorámica a la sutileza dialéctica, los recursos intelectuales, la ironía, el humor, el patetismo y en ocasiones la explosiva alegría -cuando el alma danza- de los materiales conservados, aunque el mundo que “denotan” no sea ahora más que cenizas (Steiner, 2004, p. 144)

Todas las virtudes que se pueden enumerar de las mutaciones que hoy se viven en las dimensiones educativas se convierten en desafíos que, seguro, enfrenta el maestro y desafía su posición. Las nuevas generaciones crecen con software que le brindan perspectivas nunca antes soñadas para su formación.

En su consola, el colegial entra en mundos nuevos. Lo mismo hace el estudiante con su ordenador portátil y el investigador navegando en la red. Las condiciones de intercambio colaborador, de almacenamiento de memoria, de transmisión inmediata y representación gráfica han reorganizado ya numerosos aspectos de la Wissenschaft. La pantalla puede enseñar, examinar, demostrar, interactuar con una precisión, una claridad y una paciencia superiores a las de un instructor humano. Sus recursos se pueden difundir y obtener a voluntad. No conoce el prejuicio ni la fatiga […]. El aura carismática del profesor inspirado, el romance del personaje en el acto pedagógico persistirán indudablemente. En un nivel serio, sin embargo, los ámbitos en los que se aplicarían parecen ser cada vez más restringidos. De manera creciente, la transmisión de conocimiento y de tejné se basarán en otros medios y modos de participación. La fidelidad y la traición humanas, los mandamientos zaratustrianos de amor y rebelión, que se exigen mutuamente, son extraños a lo electrónico (Steiner, 2004, p. 170).

Se pasan momentos difíciles, pero los maestros no pueden hacer como los avestruces. Al caer en el simple cumplimiento del deber, el profesor de nuestro tiempo gradualmente se va integrando en la hipnosis colectiva que nos lleva a ser una sociedad poco solidaria, avariciosa, ostentosa, irreverente ante los mejores hombres y mujeres de este trozo de historia de la humanidad. Integrado al sistema de tareas y puntos, lo que se ha hecho es aumentar el gasto innecesario de papel. Atreverse a admirar a un maestro es caer en una función de mal gusto social cuando lo que hoy se admira es la bellaquería y la pobreza artística. A eso le hemos hecho el juego.

Steiner encara una pesarosa pregunta a la que también hemos entrado en el foro como sordos: ¿sobrevivirán los maestros?

Yo creo que lo harán, aunque sea en una forma imprevisible. Creo que es preciso que así sea. La libido sciendi, el deseo de conocimiento, el ansia de comprender, está grabada en los mejores hombres y mujeres. También lo está la vocación de enseñar. No hay oficio más privilegiado. Despertar en otros seres humanos poderes, sueños que están más allá de los nuestros; inducir en otros el amor por lo que nosotros amamos; hacer de nuestro presente interior el futuro de ellos: esta es una triple aventura que no se parece a ninguna otra. Conforme se amplía, la familia compuesta por nuestros antiguos alumnos se asemeja a la ramificación, al verde de un tronco que envejece. Es una satisfacción incomparable ser el servidor, el correo de lo esencial sabiendo perfectamente que muy pocos pueden ser creadores o descubridores de primera categoría. Hasta en un nivel humilde -el del maestro de escuela-, enseñar, enseñar bien, es ser cómplice de una posibilidad trascendente. Si lo despertamos, ese niño exasperante de la última fila tal vez escriba versos, tal vez conjeture el teorema que mantendrá ocupados a los siglos. Una sociedad como la del beneficio desenfrenado, que no honra a sus maestros, es una sociedad fallida (Steiner, 2004, p. 173).

Somos la sociedad fallida o nos acercamos a ella con las caricias que suele tender la burocratización sobre todo lo que toca. Sé que somos muchos los que con más optimismo que realismo observamos la supervivencia de los maestros, como la supervivencia de algunos seres en vías de extinción; pero desde que las mismas instituciones propaguen que los titulados son buenos maestros entramos en un nudo retrógrado que hace de muchos profesores pesebres llenos de luces y escarapelas, para mostrar, pero no de maestros que toquen realmente el objeto de sus valores. Pasa, y con más frecuencia cada día, que los maestros que se buscan no son los que puedan y amen enseñar, sino los que tengan un perfil profesional. Nada más. Se mira la deserción como un fenómeno que tiene que ver con la pobreza de los estudiantes, las necesidades en sus hogares y cosas por el estilo y, a todo ello, cómo no, hay que agregarle que el encuentro con los profesores es cada vez menos estimulante pero sí más lleno de ostentaciones.

En Las almas muertas, Gogol refrenda esta condición ante la figura del ya presentado profesor Alejandro Petrovich.

Los corazones ardientes de los chiquillos palpitaban durante mucho tiempo pensando con ilusión en el momento de poder entrar en aquel curso [el de Petrovich] de la escuela. ¿Qué maestro mejor que aquel que conocía tan bien el alma de los niños hubiera podido tener Andrés Ivanovich Tentenikov? Pero precisamente cuando iba a ingresar en aquel curso superior, Alejandro Petrovich, el maestro maravilloso y extraordinario, murió casi repentinamente. ¡Qué dolor más terrible experimentó Tentenikov! (Gogol, 1944, p. 304).

Muchas son hoy en día las instituciones oficiales y privadas, colegiales y universitarias, que se enorgullecen de sus aulas, de su tecnología, de sus equipos de punta. Cada vez son menos las que honran a cabalidad a sus profesores y los motivan como se ha de motivar a los maestros. Sin darnos cuenta fuimos cayendo en la superficialidad que tanto se ha criticado desde todas las aulas del mundo como forma de condenar lo que hoy ofrece la cultura.

En el colegio todo cambió. En substitución de Alejandro Petrovich entró un tal Fedor Ivanovich, que de lo primero que se preocupó fue de las cosas de orden exterior y que en seguida exigió a los niños lo que únicamente se puede exigir a las personas mayores. En la libre desenvoltura de los alumnos vio una especie de desencadenamiento que no le agradó. Y como si no tuviera otro propósito que el de hacer todo lo contrario de lo que había hecho su antecesor, declaró desde el primer día que, para él, la inteligencia y los estímulos no significaban nada, que iba a tomar solamente en consideración la buena conducta de los escolares. Y, cosa extraña, precisamente esto fue lo único que Fedor Ivanovich no logró obtener de sus discípulos […]. Alejandro Petrovich les había enseñado a su manera el modo más lógico de pensar, les había indicado el camino de los descubrimientos científicos y les había hablado del fuego de la propia inspiración, pero aquella misma ciencia, explicada por otros maestros, les pareció a los alumnos una cosa muerta y poco interesante. […] Al cabo de dos años la obra de Alejandro Petrovich había sido destruida por completo. Nadie hubiera podido reconocer el colegio que tan famoso había llegado a ser en otros tiempos (Gogol, 1944, p. 305).

Consideraciones finales

La historia de la educación, además de maravillosa, tiene en sus páginas interiores una figura que solo destaca en la intimidad de los acercamientos personales del proceso enseñanza-aprendizaje. Esta figura es la del maestro, el hombre o la mujer que dedica su vida a brindarse a sus estudiantes. Cada uno de estos seres tiene sus momentos: algunas generaciones lo alabarán, otras lo condenarán; unas lo recordarán con ternura y otras serán irreverentes en su mención.

En esta época de la historia, la personalidad del maestro se configura en una serie de características de compleja aproximación. Sin embargo, detrás de toda evolución tecnológica a la hora de brindar conocimiento, detrás de los métodos por los cuales el maestro da sus enseñanzas, detrás de cada diploma, solo hay una condición que involucra su verdadera convicción como figura del aula: la pasión por ser quien es.

No es fácil ocultar las deficiencias que muchos docentes tienen a la hora de ser ese elemento fundamental del aula, porque la pasión por la enseñanza se lleva como parte de su alegría. En muchos escenarios actuales, se privilegian los títulos del maestro, su paso académico por diferentes posgrados, y, no obstante, se comienza a olvidar que ser maestro no es una condición amparada en los títulos y en los puntajes y salarios que gracias a aquellos diplomas se comienzan a ejecutar. La formación de los maestros es ineludible, pero no lo es tanto como su verdadero amor por el aula.

Una de las mejores formas de equilibrar el desgaste que el academicismo contemporáneo ejerce con los maestros es el encuentro con la literatura y los modelos que la enseñanza literaria brinda. No son necesarios docentes que tengan llena su sala de diplomas; lo que anhela la sociedad son hombres y mujeres entregados a sus pasiones y que sepan transmitirlas. Estamos en una época en la que muchos son los doctores que nos hablan sobre sus ciencias, pero de estos doctores son muy pocos los que logran despertar un entusiasmo o una pasión renovada por la vida y lo que puede ser el anhelo de seguir el ejemplo de los maestros. Muchos docentes están llegando a ser maestros porque no pudieron hacer algo más.

En estas señales críticas, debemos convencernos de reivindicar el arte de ser maestros. No es una profesión entre otras, no es una condición que deba mancillarse o desacreditarse como algo que se hace mientras pasa algo mejor. Al contrario, y en este caso, desde la literatura, hay que renovar el amor por una condición insustituible… aunque vientos oscuros traten de tumbarla.

Referencias

Allard, H. (1977). Miss Nelson is missing! New York, NY: Scholastic Inc. & Houghton Mifflin Company. [ Links ]

Dunbar, R. (1999). El miedo a la ciencia (M. F. Melgar, Trad.). Madrid, ES: Alianza Editorial. [ Links ]

Gladwell, M. (2013). David y Goliat. Desvalidos, inadaptados y el arte de luchar contra gigantes (E. M. Llorente, Trad.). Madrid, ES: Taurus/Santillana. [ Links ]

Gogol, N. (1944). Las almas muertas (A. Marcoff, Trad.). Barcelona, ES: Iberia. [ Links ]

Steiner, G. (2004). Lecciones de los maestros (M. Cóndor, Trad.). México, MX: Ediciones Siruela; Fondo de Cultura Económica. [ Links ]

Swift, G. (1992). El país del agua (E. Hegewicsz, Trad.). Barcelona, ES: Anagrama. [ Links ]

Zaid, G. (2015). Organizados para no leer. Revista de Economía Institucional, 17(32), 377-383. [ Links ]

Recibido: 20 de Diciembre de 2017; Aprobado: 05 de Julio de 2018

E-mail:lvalenciat@umanizales.edu.co

Luis Felipe Valencia Tamayo: (Manizales, Colombia). Escritor y profesor de Literatura y Humanidades en la Universidad de Manizales. Magíster en Filosofía de la Ciencia y del Lenguaje (Universidad de Caldas). Ha obtenido diversos reconocimientos por su obra de ficción, entre los que se pueden destacar los premios de Cuento La Monstrua de Literatura Fantástica (Vavelia, Guadalajara-México, 2007), El Camino de los Mitos (Evohé, Madrid-España, 2007 y 2010) y Ciudad de Barrancabermeja (Alcaldía de Barrancabermeja-Colombia, 2012), así como el Premio de Ensayo sobre arte Alenarte (Revista Alenarte, Madrid-España, 2008), y ha sido finalista de los certámenes literarios Palabra sin Fronteras (Bruma Ediciones, Córdoba-Argentina, 2012) y Narrativa Breve Canal de Literatura (Murcia-España, 2012). Publicó en el 2015 el libro de ensayo titulado Historia e historiadores (Punto de Vista Editores, Madrid). ORCID: https://orcid.org/0000-0002-3798-3587 E-mail: lufevata@hotmail.com

NOTA: Luis Felipe Valencia Tamayo foi responsável pela concepção, análise e interpretação dos dados, redação e revisão crítica do conteúdo do manuscrito, bem como pela aprovação da versão final a ser publicada.

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons